"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

miércoles, 17 de noviembre de 2010

UN PUENTE ENTRE DOS VIDAS. Por Inés Carozza


La imagen del puente lo obsesionaba,
Mientras fue niño buscó en fotografías y pinturas, pero no podía precisar ni el lugar ni la terrible atracción que sentía cuando se enfrentaba a aquella imagen. Luego pasaron los años, y supo que el Sena está atravesado por innumerables puentes. Imaginaba un banco junto al puente, a orillas del río, un hombre y una mujer conversaban. Sabía, que ese hombre era él. Pero siempre dudaba en cuanto a la mujer. La veía hermosa, era la hermosura que brinda la mirada del amor. .
En cuanto pudo programó el viaje. Estaba casi seguro, secretamente intuía cuando aún no sabía de mapas y geografías, que el puente que lo perseguía estaba en Francia.
Mientras fue niño buscó en fotografías y pinturas, pero no podía precisar ni el lugar ni la terrible atracción que sentía cuando se enfrentaba a aquella imagen. Luego pasaron los años, indagó y supo que el Sena está atravesado por innumerables puentes.
Entonces, su puente tal vez estaría en París.
Un día una compañera de trabajo que había viajado a esa ciudad le certificó lo de los puentes. Pero con el tiempo, al puente se fueron agregando otros elementos que componían un cuadro de época. Estaba seguro de que no era un sueño, ni lo había visto en un retrato. Era demasiado real, no por lo que veía sino por lo que sentía.
En un banco junto al puente, a orillas del río, un hombre y una mujer conversaban. Sabía hasta la afirmación, que ese hombre era él. Pero siempre dudaba en cuanto a la mujer. La veía hermosa, no en belleza física: era la hermosura que brinda la mirada del amor.
Viajó. No fue solo. Lo acompañaron su mujer y su hijo menor. El entusiasmo le impedía ver que eran muchos los puentes que debían recorrer para encontrar el suyo, porque ya lo sentía suyo.
Una tarde en la que el calor parisino se hacía sentir sin claudicar, emprendieron el derrotero de puentes cuando, de pronto, un nudo de emoción le cerró la garganta y afloraron las lágrimas. Lo había encontrado: el Alexander III, el más lindo de todos los puentes. Ahora solo restaba ver si estaban el árbol y el banco de plaza. Allí estaban, igual que como él los viera. Sólo quedaba la incógnita de la mujer.
No era tan iluso como para creer que ella estaría ahí. Pertenecía a otro tiempo, presumía que al siglo XVIII por su atuendo. Pero allí estaba y le tendía sus brazos que lo esperaban para rodearlo. Una fuerza irresistible lo atrajo hacía ella. Dejó el brazo de su esposa y soltó la mano de su hijo.
Ambos vieron, atónitos, cómo se alejaba de ellos y se fundía junto al cuerpo femenino para desaparecer con ella por las calles de un París que de pronto les resultaba desconocido.

EL DÍA QUE CONOCÍ A INÉS. POR CARLOS RAFAEL LANDI



"Hay vidas enteras que nacen y mueren sin que haya sucedido nada importante, y días
que valen por toda una vida" "A partir de ahora buscaré los siempres en los jamases. La belleza en este mundo” Muriel Barbery



Los recuerdos suelen tener la pureza de un día soleado. Tal vez por eso la imagen de Inés me viene de golpe cada vez que regreso a ese 31 de Julio. Y claro, también aparecen los días del colegio, cuando la vida apenas consistía en correr unas cuadras detrás del colectivo solo por el gusto de mirar en secreto a la profesora de Caligrafía, escuchar canciones en el Wincofon de Los Beatles, Los Gatos o Sylvie Vartan, y también tocar el bajo en el grupo Leyenda.

A veces me parece ver a Inés salir de la escuela, pecosa y exacta como hace tantos años... Sin embargo, cuando lo pienso mejor, me doy cuenta de que la vida es una especie de ilusión óptica: vemos lo que no existe o lo que existió alguna vez y que nunca más tendremos. Es entonces cuando regreso a ese día en que su imagen cambió para siempre todos mis inviernos.

Fue esa tarde de Julio calurosa. Yo tenía entonces diecinueve años y no conocía otra cosa que no fuera la adoración a ídolos o la melancolía. Recuerdo clarito cuando salió del colegio a las seis menos cuarto y la crucé en José María Moreno, casi por un azar, era un arreglo de la tía Coca. Aunque tenía miedo de decir algo que no le gustara no parecía perturbarse demasiado. Por el contrario: la hice reir.

Creo que fue justamente esa primera imagen -su rostro radiante- la que me hizo comprender que Inés no parecía de este mundo. Sólo la música me parece capaz de expresar la vehemencia que experimenté aquella tarde. Inés era hermosa, y su rostro tenía una armonía tan perfecta que no dejaba lugar a dudas: era casi un ángel.

Ese día comenzó mi locura. Empecé a frecuentar su casa con la secreta intención de verla nuevamente y hasta cometí algunos excesos, lo reconozco. Pero ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer?. Ella había trastocado mi vida para siempre.

Le gustaba leer a Freud -lo hacía de soslayo para no levantar ningún manto de sospecha-, mientras yo me quedaba mirándola desde algún lugar distante con el enamoramiento propio de un adolescente enajenado: esperando el momento oportuno para saltar el abismo que existía entre su divinidad y mi intelectualidad reprimida.

Así pasaron varios meses en los que, con una exagerada actitud de desesperación, corría al colegio y a la casa sólo para verla. El lugar comenzó a hacerse conocido y cuando llegó la primavera me encontré invadido totalmente por el amor. A veces me escondía entre las tapas de sus libros y pasaba horas embelesado contemplando su rostro ausente, como el de un doliente al que se le acaban las oraciones. Otras veces -sobre todo cuando los amigos maliciosos rondaban el lugar- simplemente merodeaba como un perro sin dueño por las márgenes de su entorno para controlar que nadie la perturbara.

De a poco fui descubriendo que las Escrituras tienen razón. El amor es brujo: conoce los más íntimos secretos pero también exige los más grandes esfuerzos. Tal vez por eso, el amar a Inés en esa forma, significó no sólo una locura de juventud sino también mi única redención.

Con el tiempo conocí más cosas sobre ella. Supe de su interés por Vivaldi y los relatos de Cortázar (Rayuela). Pero sobre todo -y esto explica algunas cosas-, pude conocer que había nacido para mí. De su familia, en cambio, vi una madre rica en virtudes culinarias que nunca traspuso la puerta de su casa y un padre que simulaba muy bien ser autoritario, esos eran sus referentes inmediatos. Tenía también un hermano tan blanco como ella que concurría al tercero B y con el que solía jugar algunas veces en el patio de su casa, y además una hermana, también muy bella con la que grabábamos en mi Sony obras de terror de Narciso Ibañez Menta y con la que una vez fuimos solos al cine a ver una de Drácula.

Por fin, guardé mis dudas sobre sus gustos en el bolsillo y decidí regalarle un libro, no sabía si le iba a gustar. Había trazado un plan: la esperaría a la salida de la escuela, pero un examen sorpresivo de Matemáticas se encargó de arruinarme la partida. Cuando llegué a la casa Inés ya estaba sentada en la mesa estudiando, rubia y hermosa, como si estuviera posando para un fotógrafo imperceptible. Tenía toda la nerviosidad del atardecer.

La miré inmóvil desde mi escondite, entre las hojas de un viejo libro, mientras contenía la respiración. Temía que el menor movimiento transformara mi miedo en el desencanto de ella. Mi estómago parecía sufrir las consecuencias del momento: un dolor se movía dentro amenazando con arruinar la entrega de la preciada obra, le iba a regalar "Cien años de soledad" de García Márquez y no sabía como reaccionaría.

De pronto -casi intencionalmente-, Inés miró sonriente hacia mi escondite, vió el libro y clavó sus ojos en los míos. Lo hizo con tal dulzura que una mezcla de gratitud y amor nos unió en un beso interminable. Era su autor favorito.

Después de aquella tarde la volví a ver casi todos los días de mi vida. Los años se evaporaron, Inés y yo pasamos a vivir un tiempo distinto de adultez y dejamos la adolescencia. Alguna vez volvimos a Caballito. Sin embargo, nunca más me animé a recorrer de nuevo los adoquines de la calle Senillosa.

Aún la amo con todo mi corazón. Y pensar que todo comenzó con el embrujo de la tía Coca.

jueves, 11 de noviembre de 2010

MITO GUARANÍ DEL FUEGO,



Al principio de los tiempos, solo había neblina y vientos feroces. En medio de
ese caos primigenio, torbellino de tinieblas y viento y desolación, Ñamandú- también
llamado Ñande Ruvusú, o Ñande Ru Pa Pa Tenondé (Nuestro Padre Último Primero)-
se creó a sí mismo. Inmediatamente después creó la palabra, pues concibió el
origen del lenguaje humano e hizo que formara parte de su propia divinidad.
Habiendo creado el fundamento del lenguaje humano, reflexionó profundamente
sobre a quién hacer partícipe de su creación, ya que él la consideraba como una
porción de amor. Después de reflexionar largamente, creó a quienes serían sus
compañeros en la divinidad: a los dioses principales para que lo ayudaran en su tarea
creadora. A continuación se realizó la creación de la Tierra y fue entonces el
momento para que pudiera hacer su aparición el hombre, al que el dios le otorgó la
maravilla de la palabra, la cual le permitió -y aún le permite- vivir de acuerdo con su naturaleza.

Aunque había creado a Karaí, el dueño de la llama y del fuego solar, y aunque
estuviera iluminado por el reflejo de su propio corazón, el Padre Primero no tenía
poder sobre el fuego terrenal. Por aquel entonces, los dueños del fuego eran unos
seres gigantes, oscuros y malvados, crueles y egoístas, que usaban el fuego para
cocinar a los hombres que cazaban. Ñamandú comprendió que no era bueno para los
hombres seguir comiendo carne cruda. Además, si podía conseguir el fuego para
ellos, podrían sentarse a su alrededor, calentarse en las noches de invierno,
iluminarse y contar cuentos. Por eso decidió ayudar a los hombres…

Para tener éxito en su objetivo, el Padre Primero convocó a Cururú, un sapo tan
verde como la hierba y tan valiente como el corazón del propio Ñamandú. Lo eligió
por su oportuno color, por su valentía y porque además era muy bueno atrapando
cosas que volaran por el aire. Viajaron juntos hasta las altas montañas donde vivían
los gigantes y al llegar, se regocijaron con el color y las danzas de las llamas.

Entonces Ñamandú tomó aspecto humano y se dejó atrapar por los temibles
comegentes mientras Cururú se quedaba muy quieto escondido entre la verde hierba.
Los gigantes se alegraron de haber recibido tanta comida sin tener que hacer
ningún esfuerzo e inmediatamente armaron una fogata para cocinar al disfrazado
dios.

Estaban tan contentos con su buena suerte que bailoteaban y palmeaban
dando un espectáculo que casi hizo tentar de risa al pobre sapo.
Cuando estuvo cubierto por las brasas, el dios aprovechó la distracción de los
gigantes, dio una patada y salieron volando, cientos de piedritas encendidas. Cururú
estaba muy atento, oculto entre la hierba verde, tan verde como él mismo, y atrapó
una brasa con su boca sin que los gigantes se dieran cuenta de nada.

Inmediatamente, y en absoluto silencio, emprendió la retirada tan contento que casi
perdió la brasa en el camino.

Al ver la rápida huida de Cururú, el Primer Padre se levantó de la hoguera, por
supuesto sin ninguna quemadura- y ante el asombro de los malvados gigantes que
recuperaron la compostura en un segundo, salió corriendo del lugar tras Cururú.
Cuando ambos se encontraron y estuvieron bien lejos, Ñamandú recobró su aspecto
y le pidió al sapo que le fuera a buscar su arco y sus flechas. Entonces encendieron la punta de la flecha con la brasa y la arrojaron a un árbol de laurel. El árbol no se quemó porque el fuego quedó atrapado dentro de la madera como un corazón
ardiente.

Después, el Padre Primero llamó a los hombres y les enseñó cómo hacer
fuego: bastaba con cortar un trozo de árbol del laurel, realizarle un agujero y hacer
girar allí con las manos y con mucha rapidez una flecha para que salieran chispas y
con ellas encender hojas y ramas hasta formar llamitas tan coloridas y bailadoras
como las de los gigantes.

Mientras tanto los comegentes, muy enojados, habían salido a perseguir a los
ladrones. Pero esos seres gigantes, oscuros y malvados, crueles y egoístas, que
habían usado el fuego para cocinar a los hombres que cazaban fueron convertidos
por el dios en unos pájaros negros destinados a comer solo carroña: los cuervos.
A partir de entonces, los guaraníes pueden cocinar sus alimentos, reuniéndose
alrededor del fuego, calentarse en las noches del invierno, iluminarse y contar
cuentos. Todo, gracias a la preocupación luminosa de Ñamandú y a la valentía y
verde generosidad de Cururú.

Andrea Cordobés (adaptación).

sábado, 6 de noviembre de 2010

EL VECINO DE ENFRENTE. POR INÉS CAROZZA


Agua en Buenos Aires. Hace días que llueve y agua es todo lo que ve por la ventana. Una cortina de agua se derrumba desde el cielo y no puede ver lo que pasa enfrente. Si pudiera hacerlo vería al melancólico de su vecino, intentando tocar dos notas en su guitarra. El vecino es un joven alto y delgado, de aspecto tristón. Es músico. Sabe, porque él se lo dijo, que adora el jazz.

Ahora la lluvia se disipa y lo ve. Pero qué hace: ¿está loco? Sale al balcón en musculosa con el frío polar que está haciendo. ¿No leyó los diarios? ¿No escuchó las noticias? ¿No sabe de los casos de gripe con complicaciones que asolan la ciudad? ¿Qué piensa? Así no llega al concierto del sábado y con lo ansioso que estaba… Evidentemente no le importa nada, él se lo dijo, lo único que le importa es la música y su guitarra, por eso hace sacrificios, por eso vino a la ciudad. Vive en ese departamento con su tío, el hermano de su madre, en el que sólo ocupa un catre por todo espacio. Trabaja varias horas en la atención al cliente en una empresa de telefonía celular y el resto del tiempo lo pasa estudiando con un profesor.

Ya no llueve, ahora tiene libre de obstáculos la ventana de enfrente para mirar a su antojo. Él no sabe que ella lo espía, se moriría si él se enterara. Sólo han hablado un par de veces, una vez en la cola del colectivo y otra en la del supermercado, pero las colas habían sido lo suficientemente largas para poder enterarse de varios aspectos de su vida y aunque ella no quería admitirlo, él le gustaba. Le resultaba interesante esa actitud de despreocupación que tenía, que parecía estar más allá de todo. A estas alturas, el vecino ya había vuelto adentro y había cerrado la ventana, pero la cortina descorrida le permitía ver lo que sucedía. Hombre y guitarra eran uno solo. Por los movimientos del cuerpo, ella intuía los sonidos y le parecía que él se perdía en un mar de notas que salían del instrumento y de sus dedos por momentos veloces, en otros, apenas rozaban las cuerdas. Fue entonces cuando a pesar del frío se decidió y abrió la ventana. A esa hora y después de la lluvia la calle estaba tranquila, podría escuhar. Al principio apenas; luego, como si él supiera que tenía público, la melodía se hizo próxima y clara. Entonces comprendió y lo comprendió.

¿Cómo expresar en palabras todo lo que la melodía decía? ¿Los paisajes que describía en notas y arpegios? Hablaba despertando sentimientos que creía ocultos y que no querían volver a esconderse, hablaba de recuerdos y de imágenes… Era casi imposible. El lenguaje no alcanzaba para transmitir lo que sentía su alma. El placer de lo bello, la confusión y la emoción que guarda una persona en su ser. Eso sentía y eso veía reproducido en la ventana de enfrente.

Cómo podía alguien hablar en melodías. Hablar del amor, del dolor… de la vida, sin palabras. Él lo estaba haciendo y ella le estaba agradecida. Tenía ganas de cruzar la calle, tocar el timbre y decírselo, pero no se atrevía. Buscaría otra oportunidad, quizás el sábado compraría una entrada para el concierto, quizás lo esperaría a la salida, le echaría la culpa a la música y, por qué no, a la lluvia, pero lo cierto era que se había enamorado y ella tendría que usar palabras para decirlo.

lunes, 1 de noviembre de 2010

MILAGRO. Por Manuel Mujica Laínez.



El hermano portero abre los ojos, pero esta vez no es la claridad del alba que,
al deslizarse en su celda, pone fin a su corto sueño. Todavía falta una hora para el
amanecer y en la ventana las estrellas no han palidecido aún. El anciano se revuelve
en el lecho duro, inquieto. Aguza el oído y se percata de que lo que lo ha despertado
no es una luz sino una música que viene de la galería conventual.

El hermano se frota los ojos y se llega a la puerta de su habitación. Todo calla,
como si Buenos Aires fuera una ciudad sepultada bajo la arena hace siglos. Lo único
que vive es esa música singular, dulcísima, que ondula dentro del convento
franciscano de las Once Mil Vírgenes.

[ El portero la reconoce o cree reconocerla, mas al punto comprende que se
engaña. ] No, no puede ser el violín del Padre Francisco Solano. El Padre Solano está
ahora en Lima, a más de setecientas leguas del Río de la Plata.
¡Y sin embargo...! El hermano hizo el viaje desde España en su compañía,
veinte años atrás, y no ha olvidado el son de ese violín.

Música de ángeles parecía, cuando el santo varón se sentaba a proa y
acariciaba las cuerdas con el arco. Hubo marineros que aseguraron que los peces
asomaban las fauces y las aletas, para escucharlo mejor.

Pero esta música debe ser otra, porque el Padre Francisco Solano está en
el Perú. ¡Y sin embargo...! ¿Quién toca el violín así en esta ciudad? Ninguno. Ninguno sabe, como Solano, arrancar las notas que hacen suspirar y sonreír, que transportan el alma. Los indios del Tucumán abandonaban las flechas, juntaban las manos y acudían a su reclamo milagroso.

Es una música indefinible, muy simple, muy fácil, y que empero hace pensar
en los instrumentos celestes y los coros alineados alrededor del Trono divino. Va por
el claustro del convento de Buenos Aires, aérea, como una brisa armoniosa, y el
hermano portero la sigue, latiéndole el corazón.

El patio donde se yergue el ciprés que cuida Fray Luis de Bolaños, el
espectáculo de encantamiento detiene al hermano lego que se persigna. Todo el árbol
está colmado de pájaros inmóviles, atentos. Nunca ha habido tantos pájaros en el
convento de las Once Mil Vírgenes. Escuchan el violín invisible, chispeantes los ojos
redondos, quietas las alas. El ciprés semeja un árbol hechizado que diera pájaros por
frutos.

La música gira por la galería y más allá el hermano topa con el perro y el
gato del convento. Sin mover rabo ni oreja, como dos estatuas egipcias, velan a la
entrada de la celda de Fray Luis de Bolaños. Observa e hermano portero que las
bestezuelas que a esa hora circulan por la soledad del claustro han quedado también
como fascinadas, como detenidas en su andar por una orden superior.
El hermano portero se pellizca para verificar si está soñando. Pero no, no
sueña. Y los acordes proceden de la celda de Fray Luis.

El lego empuja la puerta y una nueva maravilla lo pasma. Inunda el
desnudo aposento un extraño calor. Fray Luis de Bolaños se halla en oración,
arrobado, y lo estupendo es que no se apoya en el suelo sino flota sobre él, a varios
palmos de altura. Su cordón de hilo de cháuar pende en el aire.
El hermano portero cae de hinojos la frente hundida entre las palmas. De
repente cesa el escondido concierto. Alza los ojos el hermano y advierte que Fray Luis está de pie a su lado y que le dice:
- El Santo Padre Francisco Solano ha muerto hoy en el convento de Jesús, en
Lima. Recemos por él.
- Pater Noster... –murmura el lego.

El frío de julio se cuela ahora por la ventana de la celda. Al callar el violín, el
silencio que adormecía a Buenos Aires se rompe con el fragor de las carretas que
atruenan la calle, con el tañido de las campanas, con el taconeo de las devotas que
acuden a la primera misa muy rebozadas , con las voces de los esclavos que baldean
los patios en la casa vecina. Los pájaros se han echado a volar. No regresarán al
ciprés de Fray Luis hasta la primavera.

Manuel Mujica Lainez
Misteriosa Buenos Aires.

domingo, 24 de octubre de 2010

DÍA DE GLORIA. POR INÉS CAROZZA



Para Carlos…, para su niñez.

Esa noche no pudo dormir, su cabeza era una cancha de fútbol. Las jugadas se sucedían en su mente una y otra, las estrategias, los pases, los posibles aciertos… Es que había campeonato en el Schettino, su colegio y Alaya, el maestro de sexto dirigía, organizaba y seleccionaba a los pibes. Él estaba en la primera. Sí, porque Alaya no se venía con chiquitas y cuando organizaba lo hacía a lo grande, así que había primera, reserva, tercera, todo a imagen y semejanza del fútbol profesional.
Por eso, esa noche no durmió, pensaba en Gentile, en su estructura de ropero enorme que llenaba el arco…, entonces ¿cómo meterle un gol? La preocupación le quitaba el sueño, lo hacía revolverse entre las sábanas y se devanaba los sesos ¿cómo iba a entrar la pelota con semejante grandulón?

Pero todo pasa y pasó la noche. Esa mañana mientras caminaba para la escuela los nervios lo consumían y es que de pronto otro obstáculo se interponía entre él y el arco. Sólo lo notó cuando preparaba el bolso con la ropa del equipo. Algo que en sus devaneos nocturnos no había tenido en cuenta y era la falta de botines. Todos tenían botines y él jugaba en zapatillas, unas Pampero de lona que le quitaban potencia al tiro, que lo hacían parecer un jugador de cuarta que pateaba sin fuerza, como acariciando la pelota en vez de enfrentarla con bronca.

Alaya además de dirigir oficiaba de árbitro, sonó el silbato y comenzó el encuentro. Los rivales se movían en el campo con la destreza de profesionales, ellos en cambio en el primer tiempo no se ponían de acuerdo, se perdían en persecuciones absurdas del balón, algunos se querían lucir y hacían jueguitos inútiles dejando que los otros dominaran en el medio campo. El partido se jugaba en una sola parte de la cancha y García que no tenía el tamaño de Gentile hacía lo que podía en el arco. Él se movía en la defensa, se la pasaba a Aguirre, había que evitar que llegaran los tantos del adversario. Así entre jugadas frustradas, insultos de la hinchada y manotazos, terminó ese tramo del partido. No habían jugado bien pero todavía estaban cero a cero.

En el entretiempo, fueron al baño, tomaron agua y se reunieron en el silencio del aula vacía. Fue cuando una película con los acontecimientos de los últimos días pasó ante sus ojos. Alaya lo había llamado para decirle que estaba en la primera, que a Zucconi lo habían tenido que operar de urgencia de apendicitis y que el partido ahora dependía de él, de su actuación. Alaya le había depositado su confianza y no podía defraudarlo, le había dado la oportunidad de demostrar que él estaba para más, aunque muchas veces su timidez le causara malas pasadas.
Ese fue su día de gloria. Salió a la cancha con una fuerza inusitada, esa que se siente cuando uno se juega la vida por algo que se ansía mucho. Cuando terminó, los pibes vivaban de alegría, estaban felices y él era un héroe, el autor de los tres goles que los habían convertido en ganadores del campeonato. Cada uno de los tantos había hecho temblar el arco, el primero pegó en el poste y cuando entró Gentile quedó anonadado. El segundo fue gracias a un pase de Rollano en el área chica, él recibió la pelota, la paró, dudó y cuando se dio cuenta no lo podía creer. El gol gracias a un remate cruzado y a media altura hizo rugir de rabia a la hinchada rival. Antes del tercero, tocaba el cielo y cuando Cruz se la pasó a Pintos, él ya sabía que era suya. Gentile estaba aturdido, desconcertado, toda su enormidad no había podido parar ese bombazo, pateado al ángulo con la furia del que se sabe vencedor.

Cuando dejaron la cancha y se internaron en los baños para refrescarse, se sacó las “Pampero” de lona y las besó, tenía los pies hinchados y doloridos, se escapaban de las zapatillas pero no le importaba, sólo tenía fuerzas para escuchar el galope de su corazón, que veloz y feliz volaba en el arco de su pecho.

lunes, 18 de octubre de 2010

LA INSPIRACIÓN. POR PABLO DE SANTIS.



El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado
muerto en su habitación. El médico de la corte decretó que la muerte había sido
provocada por alguna sustancia que le había manchado los labios de azul. Pero ni en
las bebidas ni en los alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno.
El consejo literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de
Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había dado la
resolución de varios enigmas- entre ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados
“crímenes del dragón”-, Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias
imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto.
Sobre una mesa baja, se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta
Siao: el pincel de mono, el papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que
acostumbraba a sellar sus composiciones.

-Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé
que Siao era un famoso poeta, y que sus poemas se contaban por miles- dijo Feng-.
¿Por qué todo esto está casi sin usar?
-Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a
trazar un ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la
inspiración, y en el momento de conseguirla, algo lo mató.

Feng pidió al consejero quedarse en la habitación. Durante un largo rato, se
sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel.

-Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del
emperador- dijo Feng apenas despertó-. ¿Tenía enemigos?
El consejero imperial tardó en contestar.

-La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera caer
en él.

Pero en el pasado, Siao tuvo cierta rencilla con Tseng, el anciano poeta, porque
ambos coincidieron en la comparación de la luna con un espejo. Y un poema dirigido
contra Ding, quien se llama a sí mismo “el poeta celestial”, le ganó su odio. Pero ni
Tseng ni Ding se acercaron a la habitación de Siao en los últimos días.

-¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?
-La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el
emperador le envió a uno de los médicos para que se ocupara de él. En cuanto a
Ding, está fuera de toda sospecha: levantaba una cometa en el campo. Había varios
jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno de sus poemas en la cometa.
- ¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?

Sí, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de
Ding tal vez no respeten ninguna de nuestra antiguas reglas, pero no creo que
alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en llamas!
-¿Un rayo?
- Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng,
tengo un gusto anticuado y no puedo juzgar las nuevas costumbres literarias del
palacio.

Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao.

A la noche, anunció que tenía una respuesta. El consejero imperial se reunió
con él en las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de
bambú y completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao.

-“Cometa en llamas”- leyó el consejero-. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao
recuperar la inspiración?
- Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que se
detiene el rumor de las cigarras, la visión de una estatua dorada entre la niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba su poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y con la suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao, como todos los que usan pinceles de pelo de mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los restos del veneno se disolvieron en la tinta. Ésa fue una de las armas de Ding.

-Imagino que la otra fue la cometa- dijo el consejero.
- Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la
inspiración volvería al viejo Siao.

Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:
Una cometa en llamas sube al cielo negro.
Brilla un momento y se apaga.
Así la injusta fama del mediocre Ding.

- Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del tema
que hubiera elegido Siao- Feng limpió con cuidado el pincel-. Como asesino, acepta
las simetrías. Para matar a un poeta, eligió la poesía.

lunes, 11 de octubre de 2010

EL ROBO. POR BEATRIZ FERRO.


No era la primera vez que aparecía por allí. El visitante recorría las salas del
museo mirando los cuadros casi de reojo, por cortesía, hasta llegar a “Jardín en
otoño”.

Allí se detenía.

Era un jardín simétrico, con dos senderos que abrazaban un macizo central de
flores lilas y se perdían a lo lejos. Arbustos como fondo del cantero florido; más
arbustos y árboles frondosos en hilera, custodiando el lugar por ambos lados.
Un plácido jardín de otros tiempos, solitario y dueño de sí mismo. Ausente la
casa y, si la había, debía ser una casona cerrada y sin gente.

Uno podía recorrer con los ojos los senderos hasta el impreciso horizonte de
follaje y preguntarse qué habría más allá, como si el jardín oficiara de antesala de
otros paisajes y otros mundos.

Era un buen cuadro, uno de los más valiosos del museo.
La primera vez que el guardián observó a aquel hombre menudo, arrobado
ante la tela no sospechó de él. Pero la escena se repitió varias veces y su
desconfianza creció con cada visita.

En una ocasión lo sorprendió atisbando el perfil del marco como si quisiera
ver el dorso del cuadro. Otra vez lo pescó mirando nerviosamente a uno y otro
costado para asegurarse de que no había testigos.

El guardián sabía que el robo era inminente y trató en vano de imaginar qué
recursos usaría, en qué momento, y si tendría cómplices.

Un día de lluvia, el museo casi desierto, reapareció el visitante. Se sacudió
unas gotas del impermeable y merodeó de sala en sala hasta llegar al cuadro.
El guardián se ubicó estratégicamente en un ángulo desde donde no le
perdería pisada.

Fueron unos minutos de descuido, cuando tuvo que contestar un teléfono que
nadie atendía. Aunque volvió rápidamente a su puesto, el visitante ya no se veía.
Corrió hacia el cuadro pero no llegó a tiempo para impedir el robo.
La sala estaba vacía.

El guardián lo vio alejarse, inalcanzable. El hombrecito había llegado casi al
final de uno de los senderos de ”Jardín en otoño”; unos pasos más y, sin volver la
cabeza, se esfumó detrás del muro de follaje.
Lo único que quedaba de él era su impermeable en el piso, debajo del cuadro.

Ya no volvería.
Ninguno de los que han sido robados por un cuadro ha regresado.

domingo, 3 de octubre de 2010

EL CREADOR DE LA PATAGONIA.



No hay tehuelche que no lo sepa. Antes de la llegada de los primeros hombres
blancos, ellos conocían muy bien cómo se originaron el mar y la dilatada meseta
patagónica, el mundo ventoso y frío donde pasaban sus vidas.
En el principio, dicen, estaba Kooch, sentado solo en medio de la niebla.
¿Cuánto llevaba allí? La eternidad le pesaba en el corazón…Sin poder evitarlo,
comenzó a llorar de tristeza.

Terrible era eso. El agua corría en torrentes desde sus ojos y se acumulaba a
sus pies. Subía y subía. Cuando estaba a punto de cubrirlo, Cooch dejó de llorar y
lanzó un suspiro, tan poderoso que disipó la niebla. Sin querer, había creado el primer mar y el primer viento, que encrespaba las olas.

Intrigado, quiso ver su obra. Se alejó un poco en el espacio y levantó un brazo,
abriendo una gran brecha en la oscuridad. La fuerza de su golpe generó una chispa
inmensa, que fue a alumbrar sobre el mar. Así nació Xaleshen, el sol.
Y del sol surgieron las nubes, que proyectaron sus sombras ligeras en ese
mundo recién creado.

Kooch, al contemplarlo, decidió que algo faltaba en esa gran extensión de
agua, e hizo surgir una isla. Enseguida la rodeó de cardúmenes y la pobló de vida.
El viento, sobre ella, se convirtió en brisa, y las nubes dejaron caer una lluvia
suave que hizo crecer la vegetación.
Kooch, satisfecho, creó una segunda isla junto a la primera y se marchó al
horizonte.

Pero Tons, la oscuridad, todavía estaba sobre el mundo, y allí, en las islas, dejó
a sus hijos, los gigantes, para que las hicieran suyas.
Uno de ellos, llamado Noshtex, deseaba a la nube Teo. Día y noche se
quedaba viéndola embobado, cuando paseaba con sus hermanas.

Un día decidió raptarla y se la llevó a su caverna por la fuerza.
Las hermanas de Teo, furiosas al no encontrarla, se arremolinaron en una gran
tempestad que lo cubrió todo. El agua bajó en torrentes por las laderas de las
montañas arrastrando árboles y rocas, inundando las cuevas de los animales y los
nidos de los pájaros, antes de derramarse en Arrok, el mar amargo.

Luego de tres días de lluvia incesante asomó el sol, y al enterarse del rapto fue
al horizonte, donde estaba Kooch, para darle la noticia.
- El que lo haya hecho, será castigado – dijo Kooch – si Teo espera un hijo será
mucho más fuerte que su padre…

Al día siguiente, cuando el sol salió a devorar la neblina, contó a las nubes las
novedades. Xóchem, el viento, las llevó a la tierra, donde las oyó el chingolo. Y el
chingolo se lo contó al primero que se le cruzó y así, al poco tiempo, todos los
animales de las islas sabían lo que había dicho Kooch.
Pero también Noshtex las escuchó, de boca del viento, y tuvo miedo. Entró a la
gruta con la intención de devorar a Teo y a su hijo. Arrancó al bebé del vientre de su madre, y cuando estaba por comérselo sintió un fuerte dolor en el pie.
Era Ter-Werr, una tuco.tuco que había excavado su casa en el fondo de la
cueva. Con sus largos dientes de roedor mordió el talón de Noshtex y salvó al bebé.

Apenas el monstruoso dejó en el suelo para frotarse el pie dolorido, la tuco-tuco se lo llevó al exterior, y pidió, ayuda a los demás animales.
Kius, el chorlo, sabía que Kooch había creado una nueva tierra más allá del
mar amargo, y sugirió llevarlo hasta allí.

Aunque Noshtex casi los alcanza, consiguieron poner al bebé sobre el lomo de
un cisne blanco, que remontó vuelo rumbo al este, donde Elal, el hijo de la nube y el
gigante, viviría sin peligro, porque los gigantes temían al agua.
A esta tierra ventosa y fría, que los blancos llamaron Patagonia, llegaron el
cisne y su carga, y el ave no descansó hasta posarse en la cumbre del cerro Chaltén.
Pero no llegaron solos. El resto de las aves vino poco después, y los peces
grandes y pequeños que rodeaban las islas originales y los animales terrestres, unos
sobre otros, helados de frío. Todos cruzaron el mar, para no abandonar al pequeño
Elal. Y el cielo, y las lagunas, y las laderas de los montes se llenaron de vida.
Elal pronto aprendió que esta tierra también tenía sus peligros. Aquí habitaban
Kokeske y Shíe, el frío y la nieve, dos hermanos que se consideraban amos y señores.
Cuando Elal quiso bajar del Chaltén lo atacaron, dispuestos a matarlo. Pero el
pequeño demostró que no sería tan sencillo como ellos pensaban.
Levantó del suelo dos piedras, y golpeándolas produjo la chispa generadora del
fuego, que lo protegió de los hermanos y los ahuyentó. También se construyó un arco
y flechas, para cazar los animales que le servirían de sustento.
El mismo arco, poderoso, lo usó para ahuyentar el mar a flechazos y agrandar
la tierra seca. Y una vez que tuvo bajo su dominio un territorio enorme, rico y poblado por todo tipo de animales, modeló con barro a los primeros hombres y mujeres, los tehuelches.

Les enseñó los secretos para dominar la Creación; les dio el fuego, les enseñó
a rastrear animales y cómo cazarlos, cómo vestirse para soportar el duro clima…
Al fin, un día dio su tarea por cumplida. Reunió a las gentes y se despidió de
todos, encomendándoles que transmitieran sus conocimientos a las futuras
generaciones. Y partió, a lomos del mismo cisne que lo había salvado cuando era un
bebé.

Los tehuelches lo vieron alejarse y, cada tanto, disparar una flecha al mar.
Donde la flecha caía surgía una isla, y el cisne podía detenerse a descansar.
Dicen que en una de ellas, tan lejos que ningún hombre la ha visto jamás, vive
todavía Elal, junto a hogueras que jamás se consumirán, escuchando las historias de
los tehuelches que han abandonado este mundo…

Así escucharon la historia de Kooch y Elal los primeros hombres blancos que
llegaron a la Patagonia. Entre ellos estaba Pigafetta, el cronista de la expedición de Magallanes, que dibujó el mapa de la costa continental y el de las dos islas donde todo comenzó, el día que Kooch se puso triste.

Enrique Melantoni.

sábado, 25 de septiembre de 2010

“El espejo en el baúl”.



Mientras regresaba a su casa, un hombre se detuvo en el camino y entró a una
tienda. Allí, encontró un extraño objeto que nunca antes había visto. No podía precisar
qué era, pero se sentía muy atraído por ese objeto pues le parecía reconocer en él la
cara de su padre. Tan asombrado estaba por ese objeto maravilloso, que lo compró.
Cuando entró a su casa, no comentó nada a su mujer sobre aquel objeto y lo guardó
en un baúl que tenían en el altillo.
Algunos días, sobre todo cuando se sentía triste y extrañaba a su padre, subía
al altillo, abría el baúl y se sentaba a contemplar su extraño objeto. Cuando bajaba las
escaleras, su esposa lo notaba tan triste como antes. O incluso más.
Un día, intrigada por las misteriosas visitas al altillo, la mujer subió para
averiguar qué hacía su marido allí dentro. Sin que él lo advirtiera, se dedicó a espiarlo.
Observó cómo abría el baúl y se sentaba a mirar algo en su interior.
Al día siguiente, cuando el marido partió temprano rumbo a su trabajo, la mujer
subió y abrió el baúl. También ella se encontró con un extraño objeto que desconocía.
Le pareció ver a una mujer cuyos rasgos le resultaban familiares pero no lograba
acertar de quién se trataba.
Una gran discusión se inició cuando el marido regresó por la tarde. La mujer
decía que, dentro del baúl, su marido guardaba a una mujer. Pero el hombre insistía
en que allí dentro se encontraba su padre.
En ese momento, un monje muy respetado en el pueblo pasó por la casa. Al oír
la discusión, se acercó y ofreció su ayuda para resolver el problema que los aquejaba.
La mujer y el marido le explicaron los motivos de la discusión.
El monje, entonces, pidió subir al altillo para mirar dentro del baúl. Ambos
aceptaron, pues deseaban conocer la opinión de un tercero, y lo acompañaron
escaleras arriba.
Cuando el monje levantó la tapa del baúl, una sonrisa se dibujó en su cara. Y
para sorpresa de la pareja, aseguró que en el fondo del baúl solo había un monje.


Relato anónimo chino.

jueves, 9 de septiembre de 2010

EL CRIMEN DEL DESVÁN. Enrique Anderson Imbert.



El detective Hackett golpeó ansiosamente en la puerta del chalet de Sir Eugen.
¡Quizá, llegara tarde! ¡Quizá, ya lo hubieran asesinado!
Cuando al fin el criado abrió, Hackett se precipitó adentro, a gritos, Acudieron,
de diferentes lados, una anciana – Lady Malver, evidentemente -, un joven de ojos
saltones y un caballero que parecía estar siempre sonriéndose.
- ¿Dónde está Sir Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
- En el desván, revelando sus fotografías – atinó a decir el criado.
Todos se lanzaron escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de
dos en dos Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván estaba cerrada. Golpearon.
- ¡Sir Eugen, Sir Eugen ¡ ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado una voz temblorosa, angustiada:
-¡Ah, vengan por favor!
Hacket hizo fuerza con el picaporte, pero le habían echado llave.
- ¡Abra, Sir Eugen!
Lady Malver ya estaba allí, sin aliento:
-¡Eugen!- dijo, apenas.
Oyeron por el lado de adentro, el girar del cerrojo; después algo como
un resuello, el ruido de un cuerpo que se desplomaba…Y un silencio.
[…] En eso, descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!)
a Sir Eugenm tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca. A Sir Eugen, le
estaba creciendo un puñal en las espaldas, como un ala pequeñita.
Hackett inspeccionó la habitación. No había salidas. Era un mundo
hermético como un durazno con el cadáver adentro, en el medio. Percutió el suelo, las
paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato, fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el
revólver.
-El asesino – dijo mirando a todos, uno por uno – está aquí. El asesino
aprovechó la atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente.
Asesinato y no suicidio. No había escape, ni siquiera para un mono tití. Tampoco
pudieron arrojarle el puñal de lejos. La habitación no tenía mecanismos.
La anciana, desencajada, propuso tímidamente.
-¿Y si fuera algo sobrenatural? No sé… Esas horribles placas fotográficas, allí
debajo de la luz roja… […] Tal vez, al encender la luz blanca, esas placas se han
llevado el secreto...Tal vez, se han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún
asesino sobrenatural.
-¿Sobrenatural? - comentó sardónicamente el detective - ¡No hay nada
sobrenatural!
Entonces, al oír ese: “¡No hay nada sobrenatural!”, todos, la misma Lady
Malver y aun el cadáver, rompieron a reír como una fuente de chorros. Una carcajada
a coro, simultánea, una sola carcajada reída por las seis bocas en un único temblor de
ritmos acordados. Sin dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el
criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca sonreidora se fueron
encogiendo, se fueron consumiendo como seis pálidas llamas. Después los
personajes se acercaron por el aire con la determinación de los fuegos fatuos y
fundieron en una sola transparencia; y desde dentro de esa masa, se rehizo la forma
original del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a novelas
policiales.

Libre, invisible, aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó
el muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión solitaria y fue a
buscar en los estantes, otra novela de detectives. ¡Cómo le divertían esos fatídicos
juegos sin azar que escribían los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los papeles.

viernes, 3 de septiembre de 2010

EL CRIMEN CASI PERFECTO. ROBERTO ARLT



La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían
mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la
noche (la señora Stevens se suicidó entre las siete y diez de la noche) detenido en
una comisaría por su participación imprudente en un accidente de tránsito. El segundo
hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de
aquel día hasta las nueve del siguiente, y en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía.,
donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la
suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.

Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que
servía hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del
departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido, y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así:
la mujer se sirvió un vaso de agua con wisky, y en esta mezcla arrojó
aproximadamente medio gramo de cianuro de postasio. A continuación se puso a leer
el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre laalfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos […]
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas […] nos inclinaban a aceptar que
la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella
estaba distraída leyendo un periódico cunado la sorprendió la muerte transformaba en
disparatada la prueba mecánica del suicidio.

Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis
superiores para continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro
gabinete de análisis, no cabía duda. Únicamente en el dende la señora Stenvens
había bebido se encontraba veneno. El agua y el wisky de las botellas eran
completamente inofensivos.

Por otra parte, la declaración del portero era terminante: nadie había visitado a
la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo,
después de algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario
informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar
palabra. Sin embargo, para mi cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La
señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde
se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su
bebida?

Por más que nosotros revisamos el departamento, no nos fue posible descubrir
la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba
extraordinariamente sugestivo, Además había otro: los hermanos de la muerta eran
tres bribones.

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que
heredaron de sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo
satisfactorios.

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su
conducta resultó más de una vez sospechosa […]. Esteban era corredor de seguros, y
había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo,
trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había
enviudado tres veces. El día de su “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer
extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente
renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y
con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba
excelentemente provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel
“accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter
era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba
a cada uno de los tres hermanos, con doscientos treinta mil pesos.

La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquella en
las labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse
engranada en un procedimiento judicial.

El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana,
hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas
por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las
once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la
habitación en que quedaba detenida la sirvienta, con una idea […] ¿y si alguien había
entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana, y colocando
otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la hipótesis.

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente
disparatada: la masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.

Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba
(diré una enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia
de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos, que había
utilizado un recurso simple y complicado pero imposible de presumir en la nitidez de
aquel vacío.

Absorbido por mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en
mis conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un
whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé;
pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con
trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto, una idea alumbró
mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí
apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis
daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me
senté frente a ella y le dije:

- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: ¿la señora Stevens tomaba el
whisky con hielo o sin hielo?
- Con hielo, señor.
- ¿Dónde compraba el hielo?
- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en
pancitos - y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez - Ahora que
me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta.
Él se encargó de arreglarla en un momento.

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida el
químico de nuestra oficina de análisis, el técnico de la fábrica que había vendido la
heladera a la señora Stevens y el juez del crimen. El técnico retiró el agua que se
encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El
químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos:

- El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua
envenenada.

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un
juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera
(defecto que localizó el técnico), arrojó en el depósito congelador una cantidad de
cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que la aguardaba, la señora Stevens
preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba que el
plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el
alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse
que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.

No quedaba sino ir en busca del veterinario […] A las once, yo, mi superior y el
juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio
[…], levantó el brazo […], abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de
mármol. Lo había muerto un síncope. En su armario se encontraba un frasco de
veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.

lunes, 30 de agosto de 2010

EL ESTRUCTURALISTA DUCLAUX. ENRIQUE ANDERSON IMBERT.


Llegué a París y lo primero que hice fue llamar por teléfono al gran Jean Duclaux con el fin de rogarle que me concediera una entrevista: le manifesté que era uno de sus admiradores y que quería conocerlo personalmente. Debió de haberme creído un colega, pues, ya en su casa, se sorprendió de verme tan joven. Me vi entonces en la necesidad de explicarle que era un mero estudiante. Al enterarse de que no conocía la ciudad, exclamó:
- ¡Ah! Haré que mi hijo, que tiene más o menos la misma edad que usted, lo pasee por un París que no figura en las guías de turismo.
Y antes de que pudiera agradecerle su atención se asomó a la puerta de su estudio y gritó, escaleras arriba:
- ¡Pataud!
- ¿Quoi? - respondió una voz.
- Descend, je voudrais te presenter un étudiant argentin. Pourrais-tu l'emmener et lui montrer le coins peu connus de Paris?
Dicho lo cual Monsieur Duclaux se volvió hacia mí:
- En seguida viene. Mi hijo es extraordinario. Ya lo verá usted. A él le debo, en realidad, aquel libro sobre el Símbolo que publiqué hace unos quince años. Lo escribí aprovechando las notas que había tomado cuando Pataud era un niño y empezaba a hablar. En su modo de aprender la lengua se cifraba toda la evolución lingüística, desde los orígenes del lenguaje. Vivíamos entonces en una granja, en las fueras de Chitry-les-Mines. Un día Pataud aplicó al pato la palabra "cua"- De allí, por una asociación especial, llamó "cua" a otros animales -pájaros, insectos- y a toda sustancia líquida, incluyendo la leche que veía. Las semejanzas se hicieron cada vez más sutiles. Como viera la efigie de un águila en una moneda, llamó "cua" a la moneda. "Cua" fue esto, aquello y lo de más allá. A medida que se ensanchaba su conocimiento del mundo, Pataud establecía un orden y "cuá" señalaba su común denominador, como si dijéramos: el secreto de la Gran Estructura... Mi hijo es de veras extraordinario. Espérelo aquí. No tardará en bajar. Yo, desgraciadamente, tengo que retirarme.
Y se fue, dejándome solo. Mientras esperaba examiné los libros de su biblioteca. Allí estaban, bien encuadernados, las importantes contribuciones del gran Duclaux al Estructuralismo contemporáneo. Al rato se oyeron pasos en la escalera y apareció un muchacho de mi edad: tenía la boca abierta y los ojos perdidos en el aire. Asombrado por el parecido entre el genio y el idiota, le pregunté tímidamente:
- ¿Pató?
- Cua - me contestó.
Salimos. Por las calles el Pato me iba explicando París:
- Cua, cua, cua...

jueves, 26 de agosto de 2010

CICATRICES. Por Marcelo Birmajer.


Hace mucho tiempo vivía en una aldea que no conocemos un muchacho de veinte años, justo y valiente. Pretendía a una doncella de su edad, blanca como la leche , y tal bella como vanidosa.
El muchacho tenia el rostro cruzado de cicatrices. La doncella, enferma de juvenil frivolidad, exigía para hablar de noviazgo, que el muchacho se quitara las cicatrices del rostro.
El muchacho sabía que esto era imposible, pero la doncella estaba acostumbrada a que se le cumplieran sus mas estrafalarios deseos. Así la habían tratado sus padres y los ricos hombres que la cortejaban.
El muchacho pasaba noches de insomnio pensando en como satisfacer el requerimiento, y la doncella insistía en que cuando se hubiese quitado las cicatrices, ella lo estaría aguardando.
¿Por qué el muchacho seguía amando a una dama tan necia? ¡Misterio! ¿Por qué una mujer tan agraciada era tan necia? ¡Mas misterio!
En una de las noches de insomnio que el muchacho sufría bajo un árbol del bosque (el estado de su alma le hacia imposible permanecer en una cama), acertó a pasar por allí un mago.
El muchacho vio llegar a un hombre en una carreta tirada por un mulo. Cuando el animal se detuvo, el hombre bajó de la carreta; y haciendo un movimiento de manos transformó al mulo en un hombre.
Hizo un pequeño fogón, sacó un pollo de la carreta, lo atravesó con un palo y comenzó a asarlo mientras conversaba con el mulo convertido en hombre.
El muchacho se frotó varias veces los ojos y se acerco impávido al prodigioso dúo.
· ¿Có..có...cómo has hecho eso?-preguntó
-Oh-dijo el mago sin darle importancia-. Es feo comer solo, y a la hora de la cena, siempre me procuro alguien con quien conversar.
Y ni bien terminó la frase, con un nuevo pase de manos, volvió a transformar al hombre en mulo.
-Ahora ya tengo con quien conversar- digo el mago, haciéndole un ademán al muchacho para que se sentara junto a el.
-¿Cómo haces eso?- repitió el muchacho.
-A excepción de cómo hago mis trucos, podemos conversar de todo lo que quieras-respondió el mago.
El muchacho, que tenía un solo tema en su magín, acercando su rostro al fuego, mostrándoselo al mago, se apresuró a decir:
-¡Apuesto a que con tu magia podrías quitarme todas las cicatrices del rostro!
-Por supuesto-respondió el mago sin un ápice de vanidad.
-Pues, adelante-dijo el muchacho
-¿Estas seguro de que es lo que quieres?-le preguntó el mago.
-De nada he estado más seguro-dijo el muchacho.
El mago pasó suavemente un dedo por una de las cicatrices del muchacho. De inmediato, entre los dos, se presento una imagen. Era el recuerdo del día en que el muchacho se había hecho esa cicatriz. Los cosacos atacaban la aldea, y el muchacho, valientemente, salía al encuentro de ellos. El sable de un cosaco le rozaba el rostro. Pero ahora, en la imagen que el mago presentaba, el recuerdo cambiaba: el muchacho se escondía tras unos toneles y no enfrentaba a los bandidos. Aguardaba escondido hasta que se marchaba, luego de haber realizado todo tipo de tropelías. Cuando la imagen se desvaneció, nuevamente estaban el mago y el muchacho junto al fogón. El mago fue hasta la carreta y regreso con un espejo. Lo limpio con la manga de su abrigo y se lo extendió al muchacho.
-Mírate-le dijo
El muchacho se observó. Efectivamente, la cicatriz ya no estaba.
-¡Prodigioso! – exclamó el muchacho.
-No es ningún prodigio- dijo el mago-.Si nunca has peleado contra los cosacos, ¿por qué habrías de tener esa cicatriz? ¿Quieres que te borre las otras?
-¡Por supuesto!- dijo el muchacho. Pero al instante se detuvo:
-Momento-agrego-. ¡Si he peleado contra los cosacos!
-No- le dijo el mago-.Ya no, y ya no tienes esa cicatriz.
-Solo te he pedido que me borres la cicatriz- dijo el muchacho-.No el momento en que me la hicieron.
-Eso- dijo el mago-, es imposible. No lo puede lograr ni el más sabio de los magos. Si partes de tu vida te han dejado cicatrices, debemos borrar esos recuerdos para borrar las cicatrices. ¿Te borro las demás?
-No- dijo el muchacho
Y luego de comer el pollo, ambos durmieron mansamente.
Cuando el muchacho despertó, al alba y bajo un árbol, el mago ya no estaba.
Corrió a ver a la doncella.
-Te he dicho que no te me acercaras hasta que no te quitaras las cicatrices del rostro- le dijo fríamente ella.
El muchacho no respondió a su insulto. Se señalo una cicatriz y le contó su historia. Señaló otra y otro recuerdo. . Una más y otro suceso de su vida. Termino de contarle el origen de la última cicatriz frente al rabino que los casó...

miércoles, 18 de agosto de 2010

La foto. Enrique Anderson Imbert


La foto
[Cuento. Texto completo]
Enrique Anderson Imbert

Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y...

¡Clic!

Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.

Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.

lunes, 16 de agosto de 2010

El leve Pedro. Enrique Anderson Imbert




Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.

-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda

-Languideces -le respondió su mujer.

-Tal vez.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.

Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.

-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:

-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.

-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.

-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:

-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

-Mañana mismo llamaremos al médico.

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

-¿Tienes ganas de subir?

-No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.

Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.

Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

lunes, 9 de agosto de 2010

Un pacto con el diablo. Por Juan José Arreola

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?

-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?

-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.

-¿Siete nomás?

-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.

Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:

-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?

-El diablo.

-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.

-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.

-Entonces el diablo...

-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.

Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:

-Ya llegarás al séptimo año, ya.

Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:

-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?

El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:

-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?

-Siendo así...

-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:

-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?

-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.

-¿Y si Daniel se arrepiente?...

Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:

-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...

-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.

-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.

-¿Qué dice usted?

-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.

-Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.

-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.

A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.

-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.

-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.

-Usted, ¿cumpliría?

No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!

Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.

Hice un esfuerzo y dije:

-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.

-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?

-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.

-¿Su alma?

Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:

-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.

No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.

Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.

-Usted, ¿es pobre?

Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:

-Usted, ¿es muy pobre?

-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.

-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?

-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.

-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.

-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.

-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...

-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...

-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...

Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:

-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...

Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:

-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.

Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:

-Aquí, en la cartera, llevo un documento que...

Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?

Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:

-Trato hecho. Sólo pongo una condición.

El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:

-¿Qué condición?

-Me gustaría ver el final de la película -contesté.

-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.

La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:

-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:

-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.

-¿Me da usted su palabra?

-Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.

En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.

Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:

-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?

La mujer respondió lentamente:

-Tu alma vale más que todo eso, Daniel...

El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.

Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba.

Echándome los brazos al cuello, me dijo:

-Pareces agitado.

-No, nada, es que...

-¿No te ha gustado la película?

-Sí, pero...

Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:

-¿Es posible que te hayas dormido?

Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:

-Es verdad, me he dormido.

Y luego, en son de disculpa, añadí:

-Tuve un sueño, y voy a contártelo.

Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

lunes, 5 de julio de 2010

A la deriva. Horacio Quiroga




El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.

FIN

domingo, 27 de junio de 2010

IZUR


[Cuento. Texto completo]
Leopoldo Lugones

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.

Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.

Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.

No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.

Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.

El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:

Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.

Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.

Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.

Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.

Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.

La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.

Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.

Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.

Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.

Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.

Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...

Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.

Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.

Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.

Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.

Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.

Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.

El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.

Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.

Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.

En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.

Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.

No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.

En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.

No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.

Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.

A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.

Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.

El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.

Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.

Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.

Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.

He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.

Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.

Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.

Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:

-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...