"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

lunes, 29 de agosto de 2011

¿Loco? GUY DE MAUPASSANT

¿Loco?
¿Estoy loco? ¿O simplemente celoso? No lo sé,
pero he sufrido horriblemente. He realizado
un acto de locura, de locura furiosa, es cierto;
pero los celos anhelantes, pero el amor exaltado,
traicionado, condenado, pero el abominable dolor que
soporto, ¿no basta todo eso para hacernos cometer crímenes
y locuras sin ser un verdadero criminal de corazón
o de cerebro?
¡Oh! He sufrido, sufrido, sufrido de una forma continua,
aguda, espantosa. Amé a aquella mujer con frenético
arrebato… Aunque, ¿será esto cierto? ¿La amé? No, no,
no. Me poseyó en cuerpo y alma, se apoderó de mí, me
ligó. He sido, soy, su cosa, su juguete. Pertenezco a su
sonrisa, a su boca, a su mirada, a las líneas de su cuerpo,
a la forma de su rostro; jadeo bajo la dominación de su
apariencia externa; pero a Ella, a la mujer de todo eso,
al ser de ese cuerpo, la odio, la desprecio, la execro, y
siempre la he odiado, despreciado, execrado; pues es pérfi
da, bestial, inmunda; impura; es la mujer de perdición,
el animal sensual y falso en el cual el alma no existe, en
quien el pensamiento no circula jamás como un aire libre
y vivifi cante; es la bestia humana; menos que eso: no es
sino un seno, una maravilla de carne suave y redonda
donde habita la infamia.
Los primeros tiempos de nuestra relación fueron extraños
y deliciosos. Entre sus brazos siempre abiertos, yo me
agotaba en un furor de deseos insaciables. Sus ojos, como
si me hubiesen dado sed, me hacían abrir la boca. Eran
grises al mediodía, se teñían de verde al caer la noche, y
de azul al nacer el sol. No estoy loco: juro que tenían esos
tres colores.
En las horas de amor eran azules, como fatigados, con
pupilas enormes y nerviosas. Sus labios, agitados por un
temblor, dejaban asomar a veces la punta rosada y húmeda
de su lengua, que palpitaba como la de un reptil; y sus
pesados párpados se alzaban lentamente, descubriendo
aquella mirada ardiente y anonadada que me enloquecía.

Al estrecharla entre mis brazos yo miraba sus ojos y me
estremecía, tan sacudido por la necesidad de matar a
aquella bestia como por el imperioso deseo de poseerla
sin cesar.
Cuando ella cruzaba mi habitación, el rumor de cada
uno de sus pasos producía una conmoción en mi alma; y
cuando empezaba a desnudarse, dejando caer su vestido,
y saliendo, infame y radiante, de las ropas que se aplastaban
a su alrededor, yo sentía a lo largo de mis miembros,
a lo largo de los brazos, a lo largo de las piernas; en mi
pecho sofocado, un desfallecimiento infi nito y cobarde.
Un día, me di cuenta de que estaba harta de mí. Lo vi en
sus ojos, al despertar. Inclinado sobre ella, yo esperaba cada
mañana esa primera mirada. La esperaba, lleno de rabia,
de odio, de desprecio hacia aquel animal dormido cuyo esclavo
era. Pero cuando el azul pálido de la niñas, ese azul
líquido como el agua, se descubría, aún languideciente, aún
fatigado, aún enfermo de la caricias recientes, era como una
rápida llama que me quemaba, exasperando mis ardores.
Aquel día, cuando sus párpados se abrieron, percibí una
mirada indiferente y triste que ya no deseaba nada.
¡Oh! Lo vi, lo supe, lo sentí, lo comprendí al punto. Se
había acabado, acabado, para siempre. Y tuve la prueba
de ello a cada hora, a cada segundo.
Cuando la llamaba con los brazos y los labios, se volvía
hacia otro lado molesta, murmurando: «¡Déjeme en
paz!» o bien: «¡Es usted odioso!», o bien: «¿No podré estar
tranquila?»
Entonces me sentí celoso, pero celoso como un perro,
y astuto, desconfi ado, disimulado. Sabía perfectamente
que pronto ella volvería a empezar, que algún otro vendría
a reavivar sus sentidos.
Tuve unos celos frenéticos; pero no estoy loco; no, desde
luego que no.
Esperé; ¡oh!, la espiaba; no habría podido engañarme;
pero permanecía fría, indolente. Decía a veces: «Los
hombres me asquean.» Y era cierto.
Entonces tuve celos de ella misma; celos de su indiferencia,
celos de la soledad de sus noches; celos de sus gestos,
de su pensamiento, que seguía siendo infame, celos de
todo lo que adivinaba. Y cuando tenía a veces, al levantarse,
aquella mirada muelle que seguía antaño a nuestra
noches ardientes, como si alguna concupiscencia hubiera
atormentado su alma y removido sus deseos, me acometían
ahogos de cólera, temblores de indignación, pruritos
de estrangularla, de derribarla bajo mis rodillas y hacerle
confesar, apretándole la garganta, todos los vergonzosos
secretos de su corazón.
¿Estoy loco? No.
He aquí que una noche la noté feliz. Sentí que una nueva
pasión la embargaba. Estaba seguro, indudablemente
seguro. Ella palpitaba como después de mis abrazos;
sus ojos llameaban, sus manos estaban calientes, toda su
vibrante persona desprendía ese vaho de amor del que
provenía mi enloquecimiento.
Fingí no comprender nada, pero, mi atención la envolvía
como una red.
Nada descubrí, empero.
Esperé una semana, un mes, una estación. Ella fl orecía en
el brote de un incomprensible ardor; se apaciguaba en la
felicidad de una inasible caricia.
Y, de repente, ¡adiviné! No estoy loco. Lo juro, ¡no estoy
loco!
¿Cómo decirlo? ¿Cómo hacerme entender? ¿Cómo expresar
esta cosa abominable e incomprensible?
He aquí la forma en que me enteré.
Una tarde, ya lo he dicho, una tarde, cuando ella regresaba
de un largo paseo a caballo, se dejó caer, con los
pómulos rojos, el pecho anhelante, las piernas fl ojas, los
ojos fatigados, en una silla baja, frente a mí. ¡Yo la había
visto ya así! ¡Ella amaba! ¡No podía equivocarme!
Entonces, perdiendo la cabeza, para no contemplarla
más, me volví hacia la ventana, y divisé a un criado que
conducía de la brida hacia la cuadra su gran caballo, que
se encabritaba.
También ella seguía con los ojos al animal fogoso y retozón.
Después, cuando hubo desaparecido, se adormeció
de pronto.
Pensé en ello toda la noche; y me pareció calar en misterios
que jamás había sospechado. ¿Quién sondeará jamás
las perversiones de la sensualidad de las mujeres? ¿Quién
comprenderá sus inverosímiles caprichos y el sometimiento
extraño a las más extrañas fantasías?
Todas las mañanas, con la aurora, ella partía al galope por
llanuras y bosques; y todas las veces regresaba lánguida,
como después de frenesíes de amor.
¡Había comprendido! Ahora estaba celoso del caballo
nervioso y galopante; celoso del viento que le acariciaba
el rostro cuando ella se abandonaba a una loca carrera;
celoso de las hojas que besaban, al pasar, sus orejas; de
las gotas de sol que caían sobre su frente a través de las
ramas; celoso de la silla que la llevaba y que ella oprimía
con sus muslos.
Todo eso era lo que la hacía feliz, lo que la exaltaba, la
saciaba, la agotaba, y después me la devolvía insensible y
casi desfallecida.
Resolví vengarme. Me mostré dulce y lleno de atenciones
con ella. Le tendía la mano cuando iba a saltar a tierra
tras sus carreras desenfrenadas. El furioso animal coceaba
hacia mí; ella le acariciaba el cuello curvado, besaba
sus ollares temblorosos sin limpiarse luego los labios; y el
perfume de su cuerpo, sudoroso como tras la tibieza del
lecho, se mezclaba en mi nariz con el olor acre y bravío
del animal.
Esperé mi día y mi hora. Ella pasaba todas las mañanas
por el mismo sendero, en un bosquecillo de abedules que
se internaba en la selva.
Salí antes del alba, con una cuerda en la mano y mis pistolas
ocultas sobre el pecho, como si fuera a batirme en duelo.
Corrí hacia el camino que le gustaba; tensé la cuerda entre
dos árboles; y después me oculté entre las hierbas.
Pegué la oreja al suelo; oí su galope lejano; después la
distinguí allá al fondo, bajo las hojas, como al fi nal de
una bóveda, llegando a todo correr. ¡Oh!, no me había
equivocado, ¡era eso! Parecía arrebatada de alegría, la sangre
le subía a las mejillas, había locura en su mirada; y
el movimiento precipitado de la carrera hacía vibrar sus
nervios con un gozo solitario y furioso.
El animal tropezó en mi trampa con las dos patas delanteras,
y rodó con los huesos rotos. ¡A ella, la recibí
en mis brazos! Tengo fuerzas como para cargar un buey.
Después, cuando la deposité en el suelo, me acerqué a
El, que nos miraba; y entonces, mientras intentaba morderme
aún, acerqué una pistola a su oreja… y lo maté…
como a un hombre.
Pero caí a mi vez, con la cara cruzada por dos latigazos; y
cuando ella se abalanzaba de nuevo sobre mí, le disparé
mi otra bala en el vientre.
Díganme, ¿estoy loco?

MAUPASSANT, Guy de. El Horla y otros cuentos fantásticos.

domingo, 28 de agosto de 2011

Los mejores días de la vida son los que se recuerdan como soñados mientras que los mejores sueños poseen la calidad de lo real.

martes, 23 de agosto de 2011

BREVE HISTORIA DE LA LITERATURA ARGENTINA.

Los Inicios
La Conquista
Si bien algunos estudiosos coinciden en señalar como precursores de nuestras letras a Martín del Barco Centenera, Ruy Díaz de Guzmán o Ulrico Schmidl, lo cierto es que se trata de cronistas cuyas obras revisten más un interés histórico que literario.


La Colonia
La crítica rescata especialmente en el siglo XVII los nombres de Luis de Tejeda, el primer poeta nativo, y el de Reginaldo de Lizárraga (llamado en realidad Baltasar de Obando), el primer viajero del Tucumán.


La Revolución de Mayo
El fervor independentista encontró su expresión bajo la estética neoclásica en las composiciones de Vicente López y Planes, Esteban de Luca y Pantaleón Rivarola. Bajo la misma preceptiva pueden considerarse la dramaturgia de Manuel José de Lavardén o las fábulas de Domingo de Azcuénaga. Cabe recordar que por aquellos años comenzaron a circular los primeros periódicos: El Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiógrafo del Río de la Plata; La Gaceta de Buenos Aires; El Correo de Comercio, que incluían páginas literarias, lo que contribuyó a la creación de un público lector.

Con el mismo impulso revolucionario surgió la gauchesca, poesía popular típicamente rioplatense, que tiene como fundador a Bartolomé Hidalgo. El desarrollo del género continuó con Hilario Ascasubi y Estanislao del Campo (que no alcanzó la cualidad genuina de su predecesor) hasta su culminación, muchos años después, con el Martín Fierro de José Hernández en 1872.


Los Años Posteriores a la Independencia
La ruptura política con la corona española propició también la ruptura estética y la adhesión a los postulados del romanticismo francés. Dos textos centrales iluminan la literatura de este período: El Matadero de Esteban Echeverría, considerado por la crítica como el primer cuento argentino, y el Facundo de Sarmiento. Ambas obras, producto de la pluma de escritores exiliados (Ricardo Rojas definirá a esta generación como la de “los proscritos”), subordinan sus indudables valores estético–literarios a un fuerte cometido ideológico. A este grupo pertenece también la producción de José Mármol, autor de la primera novela argentina: Amalia, o la de ensayistas como Juan Bautista Alberdi con su Bases y puntos de partida para la organización política de la Nación Argentina.
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La Organización Nacional
Tras la caída de Rosas en la batalla de Caseros, se inició un período de relativa estabilidad política que encontró su formulación más sólida en la denominada Generación del 80. Sus hombres, destacados dirigentes de “la cosa pública” y dedicados también a las letras, acentuaron la admiración por lo europeo y la primacía cultural porteña.

Las figuras más representativas de este período son Eduardo Wilde (Aguas Abajo), Miguel Cané (Juvenilia), Eugenio Cambaceres (Sin Rumbo), Lucio V. López (La Gran Aldea) y el más lúcido y original de todos: Lucio V. Mansilla (Una Excursión a los Indios Ranqueles).



El Fin de Siglo
Con la llegada al país del poeta nicaragüense Rubén Darío, se produjo la revolución modernista y el nacimiento de una nueva estética, signada por el simbolismo y el preciosismo.

Leopoldo Lugones, autor de Los Crepúsculos del Jardín, se convirtió no sólo en la figura más representativa de estos años, sino en un modelo de emulación con una larga descendencia posterior. A este movimiento adscribieron los primeros escritos de Horacio Quiroga o Alfonsina Storni, quienes luego encontrarán su propia voz en obras como Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte y El Dulce Daño, respectivamente.

Otra corriente, de fuerte raigambre realista y costumbrista, se afirmó por esos años. En la narrativa, tras las huellas de Eduardo Gutiérrez (Juan Moreira) o de Fray Mocho –José Sixto Álvarez– (Memorias de un Vigilante) se destacó especialmente Roberto J. Payró (Divertidas Aventuras del Nieto de Juan Moreira), en tanto que en la lírica se consolida una estética de lo popular que alcanzó su consagración en la poética de Baldomero Fernández Moreno (Por el Amor y por Ella) y de Evaristo Carriego (Misas Herejes).
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La Primera Mitad del Siglo XX
La primera gran fractura en el campo de la literatura argentina se produjo en torno a la aparición de la revista Martín Fierro, entre 1924 y 1927. Influenciados por las vanguardias europeas posteriores a la primera guerra mundial, Oliverio Girondo (Espantapájaros), Conrado Nalé Roxlo (El Grillo), Norah Lange (El Rumbo de la Rosa), Leopoldo Marechal (Cántico Espiritual) y Jorge Luis Borges (Fervor de Buenos Aires) –entre otros– arremetieron contra "la impermeabilidad hipopotámica del honorable público" y "la funeraria solemnidad del historiador y del catedrático, que todo lo momifican".

La ironía, el desenfado y la irreverencia fueron las armas con que este grupo intentó sepultar la influencia de Lugones, del modernismo ya decadente y de la producción de la generación anterior, de la que sólo reivindicaron a Macedonio Fernández (Historia de la Novela de la Eterna), talento excepcional de las letras argentinas. Bajo la denominación de Florida (todos ellos son habitués de la confitería Richmond ubicada en esa calle porteña) desarrollaron sus propuestas estéticas también en las páginas de las revistas Proa o Prisma.

En las antípodas en tanto, se consolida el denominado grupo de Boedo (sus integrantes se reúnen en los cafés del populoso barrio homónimo), que nuclea a Leónidas Barletta (El Barco en la Botella), Elías Castelnuovo (Memorias), Álvaro Yunque –Arístides Gandolfi Herrero– (Barcos de Papel), Roberto Mariani (Cuentos de la Oficina), Raúl González Tuñón (La Rosa Blindada) y Roberto Arlt (Los Siete Locos), identificados todos ellos con una concepción de la literatura como herramienta al servicio de la revolución y el cambio social. Los hijos de los inmigrantes de la generación del 80 fueron destinatarios de esta propuesta estético–ideológica que enunció sus postulados desde las revistas Los Pensadores, Dínamo, Extrema Izquierda y la Editorial Claridad de Antonio Zamora.

Al llegar la década del 30 Victoria Ocampo fundó la cosmopolita revista Sur, que dirigirá hasta 1970. Tributaria de una concepción elitista como la que había enorgullecido a los hombres de Florida, Sur consolidó un espacio para la traducción literaria y la difusión de la obra de los argentinos Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares (La Invención de Morel) o Silvina Ocampo (Las Invitadas).

Las décadas del 40 y del 50 estuvieron marcadas por la aparición de Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal (que implica una transformación de la novela). Al mismo tiempo, la revaloración en los ámbitos urbanos de la literatura de las provincias y el paralelo desarrollo de lo nostálgico–descriptivo encontró a sus mejores exponentes en la escritura de Vicente Barbieri (Anillo de Sal), León Benarós (Romances de la Tierra) y muy especialmente en la de Olga Orozco (Los juegos peligrosos).
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El Último Medio Siglo
En los años ´60 la industria cultural produjo en el continente americano una verdadera revolución editorial, conocida como el boom. Dos novelas anteriores pueden considerarse precursoras: Sobre Héroes y Tumbas de Ernesto Sábato y Bomarzo de Manuel Mujica Láinez, que tuvieron una importante repercusión en el público lector. Una relectura de la obra de Roberto Arlt desde la crítica académica, más los importantes cambios político–sociales que caracterizaron a esta década configuraron un campo para la literatura de aquellos años, que tuvo sus mejores expresiones –más allá de las variables de género y estilos– en la producción de Julio Cortázar (Rayuela), Alejandra Pizarnik (Los Trabajos y las Noches), Manuel Puig (La Traición de Rita Hayworth), Juan José Saer (El Limonero Real), Abelardo Castillo (Cuentos Crueles), Tununa Mercado (Celebrar a la Mujer como a una Pascua), Noemí Ulla (Los que Esperan el Alba), Liliana Hecker (Los Bordes de lo Real) y Horacio Salas (La Soledad en Pedazos), entre otros.

La década siguiente se ensombreció con la dictadura militar, que provocó el exilio de notables creadores como el poeta Juan Gelman (Cólera Buey) y los narradores Antonio Di Benedetto (Zama) o Daniel Moyano (El Vuelo del Tigre), y la desaparición forzada de Haroldo Conti (Mascaró), Roberto Santoro (No Negociable) y Rodolfo Walsh (Operación Masacre).

El retorno de la democracia permitió la reedición y relectura de textos y autores, entre ellos: David Viñas (Jauría), Ricardo Piglia (Respiración Artificial), Eduardo Belgrano Rawson (No se Turbe Vuestro Corazón), Miguel Briante (Ley de Juego), conjuntamente con la aparición de una “escritura de la memoria” que intentaba dar cuenta –con dispares resultados– de lo ocurrido en los años de plomo: Pedro Orgambide (Pura Memoria), Osvaldo Soriano (No Habrá Más Penas Ni Olvido), Juan Martini (La Vida Entera), Tomás Eloy Martínez (La Novela de Perón), Javier Torre (Quemar las Naves) o Jorge Manzur (Tinta Roja).

En cuanto a la actualidad, la proximidad temporal impide un análisis equilibrado. Las elecciones de los lectores recaen en la obra de César Aira (La Serpiente), Juan Forn (Nadar de Noche), Alberto Laiseca (Los Soria), Roberto Fontanarrosa (No sé si he sido Claro), Angélica Gorodischer (Menta), Elsa Osorio (Cielo de Tango), Martín Caparrós (El Tercer Cuerpo), Sylvia Iparraguirre (El Parque), Josefina Delgado (Salvadora, la Dueña del Diario Crítica) y Federico Andahazi (El Anatomista) –por citar sólo a algunos–.

5 articuentos de Juan José Millás.

. Ánimo
Tomo notas, indistintamente, con un bolígrafo o con un lápiz colocados junto al ordenador, sobre un cuaderno escolar, de rayas. Al lápiz hay que sacarle punta de vez en cuando, lo que constituye una actividad artesanal que sirve también para la reflexión. Pero la diferencia más notable entre él y el bolígrafo es su modo de perecer. El bolígrafo no cambia de apariencia ni siquiera cuando se encuentra en las últimas. Y deja un cadáver tan curioso que nadie diría que está muerto si no fuera porque no pinta nada ya, aunque resucite a veces de improviso y trace un par de líneas, incluso un párrafo, antes de volver a expirar. La gente se resiste a desprenderse de los bolígrafos vacíos porque continúan como nuevos. Sólo se consumen por dentro, en fin, y siempre se acaban a traición, como el butano. El lápiz, en cambio, agoniza por dentro y por fuera a la vez, y deja un cadáver mínimo, un detrito del que uno se deshace sin ningún sentimiento de culpa. Punto y aparte.
La naturaleza presenta casos semejantes al del bolígrafo. Ahí está el caracol, que envejece sin una sola arruga exterior, sin un fruncido. Y no hay que sacarle punta cada poco: él mismo, mientras vive, asoma los cuernos al sol, caracol quiscol, y una vez muerto, si te encuentras la concha en un tiesto o en el agujero de un árbol, la guardas en el bolsillo y al llegar a casa la colocas junto a los bolígrafos difuntos. Tenemos una pasión curiosa por la cáscara, de ahí la afición a las cajas, sobre todo a las cajas fuertes. Hay personas que coleccionan pastilleros vacíos, que viene a ser lo mismo que guardar bolígrafos sin tinta, con los que sólo se pueden escribir poemas inexistentes, que muchas veces son los mejores.
Pese a todo, tal vez sea más digna la actitud existencial del lápiz que la del bolígrafo, la de la babosa que la del caracol, aunque no dejen cáscara para los arqueólogos. Conviene sacarse punta cada mañana, pese al espanto de ver cómo se agota uno. Lo complicado de sacarse punta es saber cuánto te tienes que afilar para escribir lo suficientemente claro sin romperte antes de que hayas acabado la novela o la vida. Pero eso constituye un ejercicio de conciencia, y quizá de consciencia, bastante saludable. Ánimo.

2. Dios y el Diablo
Mi padre tuvo durante algún tiempo en casa una incubadora artificial. Se trataba de una caja de madera, con la tapa de cristal, en cuyo interior, gracias a unas bombillas especiales, había una temperatura constante. Aunque nos dejaba contemplar el artefacto a cierta distancia, siempre quedó claro que el juguete aquel era suyo, lo mismo que el tren eléctrico. De repente, un día se presentaba en casa con un cucurucho de papel lleno de huevos que colocaba cuidadosamente en el aparato. Creo que los polluelos nacían al cabo de tres semanas, y la espera era excitante. Recuerdo haberme colocado clandestinamente en el desván, que era el lugar de la incubadora, y pasar horas en la contemplación de aquellos huevos, intentando imaginar las sustancias que se espesaban en su interior para dar lugar a ese curioso bicho de dos patas y pico que para mí, pese a su domesticidad, siempre tuvo algo de animal quimérico, como el ornitorrinco.
Muchas veces asistí al nacimiento de los polluelos, que se anunciaba con un breve temblor en el huevo. A continuación la cáscara se quebraba ligeramente en algún punto y en seguida aparecía el animal, amarillo, húmedo, perplejo. Lo más impresionante de aquel espectáculo incomprensible era precisamente el rostro de perplejidad del bicho. Miraba a un lado y otro con la expresión del que ha salido del metro en Marte por error. Una incubadora no es lugar para venir a este mundo.
-Y pensar que hay gente que no cree en Dios -decía mi madre intentando dar una clase de religión práctica.
Yo no decía nada, porque en casa estaba muy mal visto disentir de las manifestaciones teológicas, pero pensaba que los pollos de incubadora tenían todas las razones del mundo para ser unos ateos redomados. Quizá lo fueran. Ahora bien, visto cómo han evolucionado las cosas para estos pobres animales proveedores de dioxina, quizá hayan acabado creyendo en la existencia del diablo. Es lo que decía mi madre también en sus últimos días, al enterarse de los progresos de la ingeniería genética:
-Y pensar que hay gente que no cree en el diablo.

3. Lo que el ojo ve
No sé si ustedes están siguiéndole la pista al asunto este de la materia oscura, pero les aseguro que resulta apasionante. La situación es más o menos la siguiente: parece ser que el 90% de la materia de la que se compone el universo es invisible, de ahí la denominación de oscura que le dan los científicos. Pues bien, ahora mismo acaban de descubrir que unas partículas elementales llamadas neutrinos podrían ser el constitutivo primordial de esa materia. Los neutrinos no se ven, no se tocan, no se huelen, carecen de carga eléctrica y viajan a la velocidad de la luz; además de eso, atraviesan los cuerpos sin romperlos ni mancharlos. Sin embargo, los científicos empiezan a sospechar que tienen masa. Parece una contradicción insostenible que algo que se define por su ausencia de materia, al menos desde el concepto de materia que anida en el imaginario colectivo, tenga masa, pero es así, o está a punto de ser así, o está a punto de ser así, qué le vamos a hacer.
O sea, que usted y yo estamos sutilmente unidos por una materia oscura de la que formamos parte: de hecho, nos traspasa, es decir que navegamos en ella como pedazos de jamón en la masa de las croquetas; esa materia es la que proporciona densidad al cosmos, aunque, al contrario de la bechamel, no se percibe con los sentidos. Dicho de otro modo, los cuerpos, sean celestes o animales, no son más que los grumos de una totalidad inabarcable.
A mí no me sorprende nada este descubrimiento, la verdad. Siempre he sospechado que en la vida de un hombre tiene más importancia lo que no se ve: fíjense en la conciencia, que no ocupa, en apariencia, ningún lugar dentro del cuerpo y sin embargo es capaz de llevarte a la locura. Lo que me extraña es que llamen materia oscura al componente más luminoso de la creación. O sea, que para oscuros nosotros, y los montes, y los astros, y los satélites. Lo oscuro es precisamente lo que vemos: los ángeles son transparentes, eso dicen, y sin embargo están llenos de luz. El ojo sólo percibe oscuridad.

4. La Biblia
Somos hijos del cuento, así que cuando en una época remota nos expulsaron a la realidad, no sólo proveníamos de un útero, sino de un relato o de un conjunto de relatos que después hemos reproducido minuciosamente en el áspero lugar de destino, para encontrarnos como en casa. Somos, pues, hijos de Blancanieves, y de la madrastra y de la bruja y de los enanos y del ogro, pero también de Edipo y de su madre, incluso de Adán, y hermanos por lo tanto de Abel, aunque generalmente de Caín. Hemos construido la torre de Babel y el Empire State y el edificio Torres Blancas a pesar de Dios, que intentaba confundirnos para que no alcanzáramos con nuestros andamios el cielo, donde nos aguardábamos despavoridos, pues también somos dioses y demonios y ese gusano, el caernobis elegans, con el que ya hemos logrado compartir el 36% de nuestro abismo genético. Cuántas cosas.
Cambian las formas, sí, pero a estas alturas de la creación seguimos acostándonos con nuestra madre y engendrando minotauros con las bestias que nos llevamos a la cama o al laboratorio, lo mismo da. Ahí están las moscas con ojos en las patas y los ratones con orejas en la espalda y las ovejas clonadas en su laberinto. No nos falta de nada, ni siquiera las pócimas que le duermen a uno, o las que le despiertan, o las que nos convierten de gordos inmundos en afilados príncipes sin panículo adiposo. Y ahí están las píldoras de la virilidad y las de tener sixtillizos y las que quitan el hambre o la tristeza y las que nos devuelven el pelo prometido.
Dormimos en postura fetal, para volver al útero. Pero una vez despiertos no cesamos de reproducir las historias de hadas o terror (son las mismas) para volver al mito. El mundo es ya, por fin, un cuento. Qué digo un cuento: la Biblia, la Biblia en pasta, con sus pestes.

5. Discurso del método
Estos días tengo ardor de estómago y he perdido las gafas. Procuro llevarlo con resignación. Soy muy metódico para todo, incluso para el sufrimiento. Por eso es doblemente incomprensible lo de las gafas: siempre las coloco en el mismo sitio cuando me desprendo de ellas, para no andar buscándolas desesperadamente por toda la casa. Si no cabalgan sobre mis narices, sólo pueden encontrarse en el lavabo o sobre la mesilla de noche. Pues bien, ayer las busqué, aunque sin éxito, en estos lugares alternativos.
No sé qué ha podido pasar; así que después de 24 horas intentando averiguar qué ha sido de ellas, sólo se me ocurren cosas fantásticas para explicar su fuga. Es lo que tenemos la gente muy meticulosa, que cuando falla el método, no nos queda más remedio que acudir a lo sobrenatural. De hecho, he rezado siete padrenuestros seguidos, que es lo que hacía mi madre cuando perdía el dedal, y he encontrado siete dedales, en efecto, pero ni rastro de las gafas. Dios mío.
Al no ver bien, se me ha disparado el fuego gástrico, que es típico de las situaciones de cólera. Generalmente, procuro no irritarme porque la ira es muy difícil de sistematizar y luego produce efectos indeseables sobre el organismo. Aunque yo, en estas situaciones, siempre busco consuelo en la idea de que el cuerpo es un sistema y como tal se mueve a golpe de método. No siempre es así, ya lo sabemos, de ahí las enfermedades en general, y las neuralgias, que no parecen obedecer a una pauta. Excepto con mi madre, a quien le dolía la cabeza cuando iba a llover. A mí me ataca la punzada sin acompañamientos atmosféricos. Lo más que he conseguido es golpearme en la frente cuando hay tormenta, pero no es lo mismo decir va a llover porque me duele la cabeza, que me golpeo en la cabeza porque llueve.
O sea, que a mi madre, que no tenía método alguno para nada, le iban las cosas mejor que a mí. Sólo perdía los dedales, que se los encontraba san Antonio, y no sabía lo que era un dolor de estómago. En cuanto a las neuralgias, ya hemos visto que eran propiamente fenómenos atmosféricos. No nos parecemos en nada.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Elegía para un bandolero. Gabriel García Márquez

En la madrugada del último sábado - quizá cuando ya la trompeta del arcángel había dado el toque de queda - alguien golpeó a las puertas del Infierno. El portero de turno - vestido con un pijama de fuego - se apresuró a atender al trasnochado visitante y vio a un hombre joven, rubio, nervioso, con la dentadura montada en oro legítimo y los huesos montados en plomo de grueso calibre. Tal vez no dijo una palabra el recién llegado. Tal vez se quedó silencioso, jadeante, parado en el umbral eterno, aguardando la voz que le ordenase entrar. Sin embargo, debió pasar un siglo antes de que el portero, todavía con las imágenes del último sueño pegadas a los párpados y todavía sin reconocer al visitante, diera la orden de pasar adelante, de acuerdo con las más elementales normas de la cortesía infernal. Una vez adentro, el huésped desocupó sus bolsillos y colocó el contenido de ellos en la mesa de nogal que debe de haber en la sala de recibo del Infierno. Dos revólveres, ochenta cartuchos, setecientos pesos en efectivo y dos escapularios fue lo que alcanzó a distinguir el portero, medio asombrado, medio confundido y con el libro de actas abierto y listo para llenar los requisitos del registro civil. ¿El nombre del recién llegado? Marco Tulio Triana, alias "Lamparilla". ¿Torero? No. Bandolero de profesión y criminal; por más señas. ¿Causas de la muerte? Muerte natural. ¿Natural? (el portero hizo un gesto que era a la vez de duda y de sospecha). ¿Por qué decía el visitante que había fallecido de muerte natural cuando tenía el cuerpo cosido de proyectiles? "Lamparilla", eterno ya, transfigurado por el escabroso viaje metafísico, hizo la aclaración: "Para un hombre como yo, ocho proyectiles después de una reyerta es muerte natural, la más natural de todas las muertes. Una pulmonía o un ataque de apendicitis habría sido un epílogo artificial, completamente falso para un bandolero con dignidad".
Mientras tanto, en Toro, tranquilo pueblecito del Valle del Cauca, el cuerpo ametrallado de "Lamparilla" reposaba, quieto y glacial, en un salón de baile, rodeado de mujeres patéticas y de hombres turbios, oscurecidos. Su entierro sería una nutrida procesión de curiosos.
Adelante, donde los entierros burgueses llevan los ciriales, irían los tres ladrones más connotados de la región, presidiendo el cortejo en mitad del cual, y en hombros de sus amigos, iría el cuerpo reventado del muerto que permaneció toda la noche en cámara ardiente en la inspección de policía. Dará la impresión, cuando pase el cortejo, de que el ataúd se lleva todo el espanto, todo el desasosiego nocturno, todas las pesadillas de la comarca. Se le verá doblar la última esquina del pueblo al ataúd ladeado, alto, primitivo - en medio de un silencio casi sólido, casi concreto, que podría preceder a un grito de mujer.
Sin embargo, en el Infierno hay una especie de revolución. En medio de los revólveres, los cartuchos, los setecientos pesos robados y la historia desapacible, has dos escapularios y una palabra de arrepentimiento a última hora. Tal vez la historia no pasará de allí. Tal vez no se había llegado a una conclusión definitiva en el juicio final, cuando el sepulturero echó la primera palada de tierra y una mujer empezó a sollozar por detrás de un dolor barato, inconsistente. Eso fue todo, antes de que el portero infernal, trasnochado y confundido, dijera al visitante, ocho siglos después de haber tocado a la puerta: "El caso sería sencillísimo, si no fuera por los escapularios".

LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA. EDGAR ALLAN POE

La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

lunes, 15 de agosto de 2011

El retrato oval. Edgar Allan Poe


El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.

Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.

El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:

"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!"

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miércoles, 10 de agosto de 2011

El mono que quiso ser escritor satírico. Augusto Monterroso



En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.

Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.

Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.

No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.

Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.

Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.

Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.

Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.

Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.

Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.

En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.

lunes, 8 de agosto de 2011

El gato negro. Edgar Allan Poe


El gato negro
[Cuento. Texto completo]
Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!



Traducción de Julio Cortázar

miércoles, 3 de agosto de 2011

¿ES GRAVE, DOCTOR? Juan José Millás

De joven, compartí piso con una chica que lo primero que me dijo fue que le reventaba fregar los cacharros, de manera que me tocó a mí. Al principio me parecía un engorro, creo que porque me empeñaba en terminar en seguida, pero luego le cogí gusto y limpiaba en una hora el mismo número de platos que cualquier persona normal habría liquidado en media. Lo que me gustaba de aquella actividad era que me ponía intelectualmente en marcha. A los diez minutos de estar sacándole brillo a una cacerola de aluminio, las neuronas trababan amistad entre sí y resolvía problemas que en la mesa de trabajo me habrían llevado días. Fregar me ayudaba a entrar en un raro estado de concentración del que obtenía beneficios increíbles. Sin embargo, a mi compañera le sentaba fatal verme disfrutar de ese modo y comenzó a pensar que compartía piso con un depravado.

—¿Pero tú por qué no protestas cuando te toca fregar?

—Porque me gusta.

—No gastes bromas. Cómo te va a gustar.

—Es cierto. El correr del agua y el ver cómo se marcha la porquería de las sartenes por el sumidero me hunde en una especie de éxtasis que me ayuda a reflexionar sobre la existencia.

Al principio pensó que le tomaba el pelo, y luego que era un pervertido. Cuando teníamos invitados y me veía levantarme después de comer para recoger la cocina, la oía murmurar cosas sobre mí. Una vez llevó a su madre, quien tras observarme de arriba abajo me preguntó si era yo ese al que le gustaba fregar.

—Soy uno de ellos —respondí sintiéndome miembro de una secta secreta de fregadores repartidos por el mundo.

Al día siguiente la chica abandonó el piso sin despedirse y tuve que poner un anuncio en los tablones de la Facultad, pues no podía hacer frente yo solo al alquiler. Siempre he preferido vivir con mujeres que con hombres, por lo que solicité una compañera. Vino una estudiante de medicina que lo que no podía soportar de ningún modo era tender la ropa. Yo nunca me había ocupado de eso, pero a las pocas semanas empezó a gustarme y estaba deseando encontrar algo mojado para colgarlo de las cuerdas. Bien es cierto que teníamos un patio interior muy sugerente, y que a mí me apasionaba imaginar las vidas que discurrían al otro lado de las ventanas que se veían desde la nuestra. Al poco, me pasaba la vida tendiendo y mi compañera empezó a sospechar que había ido a caer con un mirón o un psicópata, así que se fue y tuve que poner otro anuncio gracias al que aprendí a cocinar, y así de forma sucesiva.

Evidentemente, tengo una rara capacidad para que acabe gustándome lo que he de hacer por obligación. Ello me ha creado fama de bicho raro entre mis conocidos. También eso me encanta, y lo cultivo, lo mismo que tender la ropa o fregar cacharros. ¿Es grave, doctor?

ARREPENTIMIENTO. Juan José Millás

Cuando el hombre subió al tren, yo ya había ocupado mi asiento, junto a la ventanilla. Se detuvo frente a mí, me observó con impertinencia y luego revisó un par de veces su billete, como si no acabara de creerse que le hubiera tocado pasillo. Al darme cuenta de su malestar, le propuse que cambiáramos nuestros lugares, pues a mí me daba lo mismo un sitio u otro. Pero dijo que no, como con miedo a que si aceptaba aquel favor tuviera que darme conversación durante el viaje. Se sentó, pues, de mala gana y abrió el móvil para hablar con alguien —quizá una secretaria— a quien se quejó de que, además de haberle dado pasillo, se encontraba sentado en dirección contraria a la de la marcha del tren. «Esa agencia de viajes es una mierda, no vuelvas a usarla», concluyó antes de colgar y guardar el aparato. Yo, entre tanto, fingía leer un libro. Curiosamente, la actitud el hombre, lejos de irritarme, me producía piedad. Era evidente que se había levantado con mal pie y que andaba buscando situaciones o lugares con los que justificar su desasosiego. A mí también me pasa a veces y luego me detesto por ello, pero no puedo evitarlo. Somos así.

Pidió tres periódicos a las azafatas, pero se limitó a deshojarlos sin leer ninguno. Había una desesperación conmovedora en el modo en que pasaba las páginas. Una vez destrozados los tres periódicos, desarmó sobre la mesa plegable un bolígrafo de oro, observando cada uno de sus componentes con un gesto de decepción algo cómico, como si su mecanismo le pareciera demasiado simple. Luego volvió a armarlo con expresión de superioridad. De vez en cuando bufaba o miraba el reloj, como si estuviera presionado por alguna urgencia. Naturalmente, rechazó el desayuno y le pareció mal que yo lo aceptara por las molestias que suponía para él. Luego permaneció un rato completamente quieto, como si orara, al cabo del cual se inclinó como si le hubiera dado un infarto.

Pero no le había dado un infarto, sino que estaba conteniendo unas ganas inmensas de llorar. Al volverme, vi su ojo derecho de perfil clavado sobre la mesa plegable.

—¿Le ocurre algo? —pregunté con prevención.

—Me ocurre —dijo— que me arrepiento de todo, de todo, me arrepiento de todo, pero no se preocupe, en seguida se me pasa.

En efecto, transcurridos unos segundos, volvió a incorporarse y adoptó la actitud de intransigencia anterior. Se apeó sin despedirse.

Dos pares de calcetines. Juan José Millás

Tuve un accidente en la calle. Un coche me empujó y al caer me golpeé la cabeza contra el suelo. Cuando volví en mí, estaba en la camilla de un hospital. Lo supe antes de abrir los ojos, quizá por el olor a quirófano, por los murmullos médicos, por el roce de las batas sobre los muslos de las enfermeras. «Estoy en un hospital», me dije, e inmediatamente recordé que había salido de casa con dos pares de calcetines. Siempre me pongo dos pares, uno de lana y otro de nailon. El de nailon, por encima del de lana. Me parece que de este modo llevo mejor sujetos los pies. No se trata de nada razonable, de manera que tampoco intentaré explicarlo. Adquirí la costumbre de adolescente, en un internado donde hacía frío, y la costumbre se convirtió en una superstición. Si no me pongo los dos pares, salgo con miedo a que me ocurra algo. Es probable que si el día del accidente hubiera llevado un solo par, el coche me hubiera matado en vez de dejarme sin sentido.

El caso es que estaba sobre la camilla de un hospital, desnudo, lo que significaba que alguien, al quitarme la ropa, se había dado cuenta de mi excentricidad. Mantuve los ojos cerrados, fingiendo que continuaba desmayado, mientras improvisaba una explicación. Se supone que si a alguien le sorprenden con dos pares de calcetines debe justificarse de algún modo. Abrí los ojos y vi a una enfermera sonriéndome. No me reprochó nada.

—¿Qué ha pasado? —dije para ganar tiempo.

—¿No lo recuerda usted?

Comprendí que estaba tratando de ver si el golpe me había afectado gravemente y dije la verdad por miedo a que me operaran.

—Me golpeó un coche.

—¿Se acuerda de cómo se llama?

Dije mi nombre, correctamente al parecer, y después me puso delante de los ojos tres dedos de una mano para comprobar que no veía cuatro o cinco. Enrojecí de vergüenza o de pánico. Temí que de un momento a otro me pusiera delante de la cara un par de calcetines, para que los contara en voz alta. Se asustó al verme enrojecer por si se debía a una subida de tensión. Las secuelas de los golpes en la cabeza pueden aparecer horas más tarde del accidente.

—¿Estoy en La Paz, en el Ramón y Cajal o en el Gregorio Marañón? —pregunté para demostrar mi cultura hospitalaria. Pensé que de ese modo no sacaría a relucir el asunto de los calcetines.

—¿En qué ciudad se encuentran esos hospitales? —preguntó ella a su vez.

—En Madrid —respondí dócilmente, siempre con el temor de que la siguiente pregunta fuera la de los calcetines.

De pequeño, cuando salía a la calle, mi madre siempre me preguntaba si llevaba la ropa interior limpia. «Si tienes un accidente, en los hospitales lo primero que hacen es desnudarte. Me imagino que no te gustaría que las enfermeras te vieran con la ropa interior sucia», decía.

Ese temor me ha acompañado siempre. Hasta para ir a por el periódico me pongo ropa limpia. Sin embargo, nunca había calculado el peligro de que me pillaran con dos pares de calcetines, uno encima de otro, y pensé que se trataba de la típica rareza que implicaba alguna clase de perversión venérea, tampoco sabría decir cuál.

—¿Quiere que avisemos a alguien? —preguntó al fin.

—¿Me tienen que operar o algo así?

—No, no —dijo riéndose—, está todo en regla, pero es mejor que pase la noche aquí, en observación.

Al poco apareció mi madre y tras cerciorarse de que estaba entero me preguntó si llevaba la ropa interior limpia cuando me atropelló el coche.

—Acababa de cambiarme —dije, lo que la llenó de orgullo, no todo el mundo puede recoger de un modo tan palpable los frutos de su trabajo educativo.

—Pero llevaba dos pares de calcetines —añadí avergonzado.

—¿Cómo que llevabas dos pares de calcetines? ¿Y eso por qué?

—Por una superstición. Temo que me ocurra algo si salgo con un solo par.

Mi madre me miró con rencor y comprendí que le acababa de asestar uno de los golpes más fuertes de su vida.

—¡Qué vergüenza! —dijo, y cuando entró la enfermera le contó que en realidad yo era adoptado.