"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

sábado, 25 de septiembre de 2010

“El espejo en el baúl”.



Mientras regresaba a su casa, un hombre se detuvo en el camino y entró a una
tienda. Allí, encontró un extraño objeto que nunca antes había visto. No podía precisar
qué era, pero se sentía muy atraído por ese objeto pues le parecía reconocer en él la
cara de su padre. Tan asombrado estaba por ese objeto maravilloso, que lo compró.
Cuando entró a su casa, no comentó nada a su mujer sobre aquel objeto y lo guardó
en un baúl que tenían en el altillo.
Algunos días, sobre todo cuando se sentía triste y extrañaba a su padre, subía
al altillo, abría el baúl y se sentaba a contemplar su extraño objeto. Cuando bajaba las
escaleras, su esposa lo notaba tan triste como antes. O incluso más.
Un día, intrigada por las misteriosas visitas al altillo, la mujer subió para
averiguar qué hacía su marido allí dentro. Sin que él lo advirtiera, se dedicó a espiarlo.
Observó cómo abría el baúl y se sentaba a mirar algo en su interior.
Al día siguiente, cuando el marido partió temprano rumbo a su trabajo, la mujer
subió y abrió el baúl. También ella se encontró con un extraño objeto que desconocía.
Le pareció ver a una mujer cuyos rasgos le resultaban familiares pero no lograba
acertar de quién se trataba.
Una gran discusión se inició cuando el marido regresó por la tarde. La mujer
decía que, dentro del baúl, su marido guardaba a una mujer. Pero el hombre insistía
en que allí dentro se encontraba su padre.
En ese momento, un monje muy respetado en el pueblo pasó por la casa. Al oír
la discusión, se acercó y ofreció su ayuda para resolver el problema que los aquejaba.
La mujer y el marido le explicaron los motivos de la discusión.
El monje, entonces, pidió subir al altillo para mirar dentro del baúl. Ambos
aceptaron, pues deseaban conocer la opinión de un tercero, y lo acompañaron
escaleras arriba.
Cuando el monje levantó la tapa del baúl, una sonrisa se dibujó en su cara. Y
para sorpresa de la pareja, aseguró que en el fondo del baúl solo había un monje.


Relato anónimo chino.

jueves, 9 de septiembre de 2010

EL CRIMEN DEL DESVÁN. Enrique Anderson Imbert.



El detective Hackett golpeó ansiosamente en la puerta del chalet de Sir Eugen.
¡Quizá, llegara tarde! ¡Quizá, ya lo hubieran asesinado!
Cuando al fin el criado abrió, Hackett se precipitó adentro, a gritos, Acudieron,
de diferentes lados, una anciana – Lady Malver, evidentemente -, un joven de ojos
saltones y un caballero que parecía estar siempre sonriéndose.
- ¿Dónde está Sir Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
- En el desván, revelando sus fotografías – atinó a decir el criado.
Todos se lanzaron escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de
dos en dos Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván estaba cerrada. Golpearon.
- ¡Sir Eugen, Sir Eugen ¡ ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado una voz temblorosa, angustiada:
-¡Ah, vengan por favor!
Hacket hizo fuerza con el picaporte, pero le habían echado llave.
- ¡Abra, Sir Eugen!
Lady Malver ya estaba allí, sin aliento:
-¡Eugen!- dijo, apenas.
Oyeron por el lado de adentro, el girar del cerrojo; después algo como
un resuello, el ruido de un cuerpo que se desplomaba…Y un silencio.
[…] En eso, descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!)
a Sir Eugenm tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca. A Sir Eugen, le
estaba creciendo un puñal en las espaldas, como un ala pequeñita.
Hackett inspeccionó la habitación. No había salidas. Era un mundo
hermético como un durazno con el cadáver adentro, en el medio. Percutió el suelo, las
paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato, fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el
revólver.
-El asesino – dijo mirando a todos, uno por uno – está aquí. El asesino
aprovechó la atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente.
Asesinato y no suicidio. No había escape, ni siquiera para un mono tití. Tampoco
pudieron arrojarle el puñal de lejos. La habitación no tenía mecanismos.
La anciana, desencajada, propuso tímidamente.
-¿Y si fuera algo sobrenatural? No sé… Esas horribles placas fotográficas, allí
debajo de la luz roja… […] Tal vez, al encender la luz blanca, esas placas se han
llevado el secreto...Tal vez, se han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún
asesino sobrenatural.
-¿Sobrenatural? - comentó sardónicamente el detective - ¡No hay nada
sobrenatural!
Entonces, al oír ese: “¡No hay nada sobrenatural!”, todos, la misma Lady
Malver y aun el cadáver, rompieron a reír como una fuente de chorros. Una carcajada
a coro, simultánea, una sola carcajada reída por las seis bocas en un único temblor de
ritmos acordados. Sin dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el
criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca sonreidora se fueron
encogiendo, se fueron consumiendo como seis pálidas llamas. Después los
personajes se acercaron por el aire con la determinación de los fuegos fatuos y
fundieron en una sola transparencia; y desde dentro de esa masa, se rehizo la forma
original del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a novelas
policiales.

Libre, invisible, aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó
el muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión solitaria y fue a
buscar en los estantes, otra novela de detectives. ¡Cómo le divertían esos fatídicos
juegos sin azar que escribían los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los papeles.

viernes, 3 de septiembre de 2010

EL CRIMEN CASI PERFECTO. ROBERTO ARLT



La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían
mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la
noche (la señora Stevens se suicidó entre las siete y diez de la noche) detenido en
una comisaría por su participación imprudente en un accidente de tránsito. El segundo
hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de
aquel día hasta las nueve del siguiente, y en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía.,
donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la
suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.

Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que
servía hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del
departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido, y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así:
la mujer se sirvió un vaso de agua con wisky, y en esta mezcla arrojó
aproximadamente medio gramo de cianuro de postasio. A continuación se puso a leer
el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre laalfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos […]
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas […] nos inclinaban a aceptar que
la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella
estaba distraída leyendo un periódico cunado la sorprendió la muerte transformaba en
disparatada la prueba mecánica del suicidio.

Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis
superiores para continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro
gabinete de análisis, no cabía duda. Únicamente en el dende la señora Stenvens
había bebido se encontraba veneno. El agua y el wisky de las botellas eran
completamente inofensivos.

Por otra parte, la declaración del portero era terminante: nadie había visitado a
la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo,
después de algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario
informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar
palabra. Sin embargo, para mi cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La
señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde
se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su
bebida?

Por más que nosotros revisamos el departamento, no nos fue posible descubrir
la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba
extraordinariamente sugestivo, Además había otro: los hermanos de la muerta eran
tres bribones.

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que
heredaron de sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo
satisfactorios.

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su
conducta resultó más de una vez sospechosa […]. Esteban era corredor de seguros, y
había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo,
trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había
enviudado tres veces. El día de su “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer
extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente
renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y
con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba
excelentemente provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel
“accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter
era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba
a cada uno de los tres hermanos, con doscientos treinta mil pesos.

La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquella en
las labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse
engranada en un procedimiento judicial.

El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana,
hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas
por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las
once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la
habitación en que quedaba detenida la sirvienta, con una idea […] ¿y si alguien había
entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana, y colocando
otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la hipótesis.

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente
disparatada: la masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.

Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba
(diré una enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia
de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos, que había
utilizado un recurso simple y complicado pero imposible de presumir en la nitidez de
aquel vacío.

Absorbido por mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en
mis conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un
whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé;
pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con
trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto, una idea alumbró
mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí
apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis
daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me
senté frente a ella y le dije:

- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: ¿la señora Stevens tomaba el
whisky con hielo o sin hielo?
- Con hielo, señor.
- ¿Dónde compraba el hielo?
- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en
pancitos - y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez - Ahora que
me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta.
Él se encargó de arreglarla en un momento.

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida el
químico de nuestra oficina de análisis, el técnico de la fábrica que había vendido la
heladera a la señora Stevens y el juez del crimen. El técnico retiró el agua que se
encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El
químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos:

- El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua
envenenada.

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un
juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera
(defecto que localizó el técnico), arrojó en el depósito congelador una cantidad de
cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que la aguardaba, la señora Stevens
preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba que el
plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el
alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse
que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.

No quedaba sino ir en busca del veterinario […] A las once, yo, mi superior y el
juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio
[…], levantó el brazo […], abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de
mármol. Lo había muerto un síncope. En su armario se encontraba un frasco de
veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.