"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

martes, 31 de mayo de 2011

CÓMO ESCRIBIR UN MICRORELATO.


1. Un microcuento es una historia mínima que no necesita más que unas pocas líneas para ser contada, y no el resumen de un cuento más largo.

2. Como todos los relatos, el microcuento tiene planteamiento, nudo y desenlace y su objetivo es contar un cambio, cómo se resuelve el conflicto que se plantea en las primeras líneas.

3. Habitualmente el periodo de tiempo que se cuente será pequeño. Es decir, no transcurrirá mucho tiempo entre el principio y el final de la historia.

4. Conviene evitar la proliferación de personajes. Por lo general, para un microcuento tres personajes ya son multitud.

5. El microcuento suele suceder en un solo escenario, dos a lo sumo. Son raros los microcuentos con escenarios múltiples.

6. Para evitar alargarnos en la presentación y descripción de espacios y personajes, es aconsejable seleccionar bien los detalles con los que serán descritos. Un detalle bien elegido puede decirlo todo.

7. Un microcuento es, sobre todo, un ejercicio de precisión en el contar y en el uso del lenguaje. Es muy importante seleccionar drásticamente lo que se cuenta (y también lo que no se cuenta), y encontrar las palabras justas que lo cuenten mejor. Por esta razón, en un microcuento el título es esencial: no ha de ser superfluo, es bueno que entre a formar parte de la historia y, con una extensión mínima, ha de desvelar algo importante.

8. Pese a su reducida extensión y a lo mínimo del suceso que narran, los microcuentos suelen tener un significado de orden superior. Es decir cuentan algo muy pequeño, pero que tiene un significado muy grande.

9. Es muy conveniente evitar las descripciones abstractas, las explicaciones, los juicios de valor y nunca hay que tratar de convencer al lector de lo que tiene que sentir. Contar cuentos es pintar con palabras, dibujar las escenas ante los ojos del lector para que este pueda conmoverse (o no) con ellas.

10. Piensa distinto, no te conformes, huye de los tópicos. Uno no escribe (ni microcuentos ni nada) para contar lo que ya se ha dicho mil veces

EL ABRAZO. POR CARLOS RAFAEL LANDI


Se abrazan. No lo saben. No saben que ocurre eso. Pero a veces se abrazan así sin saber que ocurre. Juntos se entregan al amor, no saben que la tarde expira. Tampoco se separan en el anochecer. Son dos manojos de sentimientos que se ensimisman en la simetría del otro, en el cuerpo de la otredad.

Y no conversan de amor. Nunca lo hacen. Ni cuando estaban solos ni ahora juntos. No saben que lo que sienten se trata de eso: el amor. Esa palabra no la quieren pronunciar, la callan no saben qué es, qué puede ser.

Se nota que se abrazan sin saber. Algo los mantiene unidos. atracción, un poco de ansiedad, recuerdos. Pero no tienen recuerdos, recién se conocen, sólo han pasado minutos. Algo los sujeta muy fuerte a la vida, una oleada de emoción o un poco de distancia para olvidarse de las pesadillas.

Es fuerte este sentir, es muy fuerte. Los domina, los puede, los sobrepasa. Hablan de compasión, de suavidades de la piel, de los ojos. Observan la distancia levemente. Esa distancia no la dicen.

No se atreven a más, no quieren más. No saben que se quieren, no saben de que manera se puede amar. El espacio resulta muy pequeño para dos. El sol sale desesperado.

Se despiden para siempre. No se dan cuenta. La luz del día invade la arena.

De pronto él siente la soledad, un fuerte escalofrío. El viento sopla muy leve sin fuerza.
Tendido se siente como un náufrago del amor, busca sosiego, no lo encuentra.

Esa misma noche percibe la tristeza de su dolor. Lo abrazaron. Hace poco tiempo un cuerpo abrazó el suyo con una intensidad que pudo herirlo para siempre. Se siente morir, vive momentos de dolor, de pánico, de ahogo. Un amanecer se llevaron todo. Sólo le queda un recuerdo débil que lo enciende por dentro: el abrazo.

Así comienza su calvario, una historia distinta, la del miedo a que el abrazo no vuelva a producirse nunca más. La certeza, en realidad es que el abrazo no sucederá. Ahora tiene algo terrible, algo para no tener: una certeza dolorosa. Está solo.

domingo, 29 de mayo de 2011

DÍA DE GLORIA. POR INÉS CAROZZA


Para Carlos…, para su niñez.

Esa noche no pudo dormir, su cabeza era una cancha de fútbol. Las jugadas se sucedían en su mente una y otra, las estrategias, los pases, los posibles aciertos… Es que había campeonato en el Schettino, su colegio y Alaya, el maestro de sexto dirigía, organizaba y seleccionaba a los pibes. Él estaba en la primera. Sí, porque Alaya no se venía con chiquitas y cuando organizaba lo hacía a lo grande, así que había primera, reserva, tercera, todo a imagen y semejanza del fútbol profesional.
Por eso, esa noche no durmió, pensaba en Gentile, en su estructura de ropero enorme que llenaba el arco…, entonces ¿cómo meterle un gol? La preocupación le quitaba el sueño, lo hacía revolverse entre las sábanas y se devanaba los sesos ¿cómo iba a entrar la pelota con semejante grandulón?

Pero todo pasa y pasó la noche. Esa mañana mientras caminaba para la escuela los nervios lo consumían y es que de pronto otro obstáculo se interponía entre él y el arco. Sólo lo notó cuando preparaba el bolso con la ropa del equipo. Algo que en sus devaneos nocturnos no había tenido en cuenta y era la falta de botines. Todos tenían botines y él jugaba en zapatillas, unas Pampero de lona que le quitaban potencia al tiro, que lo hacían parecer un jugador de cuarta que pateaba sin fuerza, como acariciando la pelota en vez de enfrentarla con bronca.

Alaya además de dirigir oficiaba de árbitro, sonó el silbato y comenzó el encuentro. Los rivales se movían en el campo con la destreza de profesionales, ellos en cambio en el primer tiempo no se ponían de acuerdo, se perdían en persecuciones absurdas del balón, algunos se querían lucir y hacían jueguitos inútiles dejando que los otros dominaran en el medio campo. El partido se jugaba en una sola parte de la cancha y García que no tenía el tamaño de Gentile hacía lo que podía en el arco. Él se movía en la defensa, se la pasaba a Aguirre, había que evitar que llegaran los tantos del adversario. Así entre jugadas frustradas, insultos de la hinchada y manotazos, terminó ese tramo del partido. No habían jugado bien pero todavía estaban cero a cero.

En el entretiempo, fueron al baño, tomaron agua y se reunieron en el silencio del aula vacía. Fue cuando una película con los acontecimientos de los últimos días pasó ante sus ojos. Alaya lo había llamado para decirle que estaba en la primera, que a Zucconi lo habían tenido que operar de urgencia de apendicitis y que el partido ahora dependía de él, de su actuación. Alaya le había depositado su confianza y no podía defraudarlo, le había dado la oportunidad de demostrar que él estaba para más, aunque muchas veces su timidez le causara malas pasadas.
Ese fue su día de gloria. Salió a la cancha con una fuerza inusitada, esa que se siente cuando uno se juega la vida por algo que se ansía mucho. Cuando terminó, los pibes vivaban de alegría, estaban felices y él era un héroe, el autor de los tres goles que los habían convertido en ganadores del campeonato. Cada uno de los tantos había hecho temblar el arco, el primero pegó en el poste y cuando entró Gentile quedó anonadado. El segundo fue gracias a un pase de Rollano en el área chica, él recibió la pelota, la paró, dudó y cuando se dio cuenta no lo podía creer. El gol gracias a un remate cruzado y a media altura hizo rugir de rabia a la hinchada rival. Antes del tercero, tocaba el cielo y cuando Cruz se la pasó a Pintos, él ya sabía que era suya. Gentile estaba aturdido, desconcertado, toda su enormidad no había podido parar ese bombazo, pateado al ángulo con la furia del que se sabe vencedor.

Cuando dejaron la cancha y se internaron en los baños para refrescarse, se sacó las “Pampero” de lona y las besó, tenía los pies hinchados y doloridos, se escapaban de las zapatillas pero no le importaba, sólo tenía fuerzas para escuchar el galope de su corazón, que veloz y feliz volaba en el arco de su pecho.

domingo, 22 de mayo de 2011

UN PUENTE ENTRE DOS VIDAS. POR INÉS CAROZZA



La imagen del puente lo obsesionaba, a tal punto que en cuanto pudo programó el viaje. Estaba casi seguro, secretamente una voz se lo había dicho cuando aún no sabía de mapas y geografías, que el puente que lo perseguía estaba en Francia.
Mientras fue niño buscó en fotografías y pinturas, pero no podía precisar ni el lugar ni la terrible atracción que sentía cuando se enfrentaba a aquella imagen. Luego pasaron los años, indagó y supo que el Sena está atravesado por innumerables puentes.
Entonces, su puente tal vez estaría en París.
Un día una compañera de trabajo que había viajado a esa ciudad le certificó lo de los puentes. Pero con el tiempo, al puente se fueron agregando otros elementos que componían un cuadro de época. Estaba seguro de que no era un sueño, ni lo había visto en un retrato. Era demasiado real, no por lo que veía sino por lo que sentía.
En un banco junto al puente, a orillas del río, un hombre y una mujer conversaban. Sabía hasta la afirmación, otra vez la voz se lo había dicho, que ese hombre era él. Pero siempre dudaba en cuanto a la mujer. La veía hermosa, no en belleza física: era la hermosura que brinda la mirada del amor.
Viajó. No fue solo. Lo acompañaron su mujer y su hijo menor. El entusiasmo le impedía ver que eran muchos los puentes que debían recorrer para encontrar el suyo, porque ya lo sentía suyo.
Una tarde en la que el calor parisino se hacía sentir sin claudicar, emprendieron el derrotero de puentes cuando, de pronto, un nudo de emoción le cerró la garganta y afloraron las lágrimas. Lo había encontrado: el Alexander III, el más lindo de todos los puentes. Ahora solo restaba ver si estaban el árbol y el banco de plaza. Allí estaban, igual que como él los viera. Sólo quedaba la incógnita de la mujer.
No era tan iluso como para creer que ella estaría ahí. Pertenecía a otro tiempo, presumía que al siglo XVIII por su atuendo. Pero allí estaba y le tendía sus brazos que lo esperaban para rodearlo. Una fuerza irresistible lo atrajo hacía ella. Dejó el brazo de su esposa y soltó la mano de su hijo.
Ambos vieron, atónitos, cómo se alejaba de ellos y se fundía junto al cuerpo femenino para desaparecer con ella por las calles de un París que de pronto les resultaba desconocido.

EL ORDENANZA. Por ANGEL BALZARINO.


Cuidadosamente abrió el pequeño paquete y dejó caer el polvo blanco dentro de la cafetera. Luego revolvió con una cuchara el café hasta que desaparecieron los puntos blancos y el líquido quedó otra vez de un color oscuro, definido e intenso. Como el de todos los días. No se darán cuenta hasta que sea demasiado tarde. Después, con una rapidez que relegaba el habitual desgano con que realizaba ese trabajo diariamente, desde hacía casi un año, sacó del armario seis tazas y seis platillos y los puso junto a la cafetera, en la bandeja.

Ya está. Todo listo. Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría la concreción de su plan. Aparentemente todo estaba como de costumbre, y, sin embargo, hoy su tarea culminaría de una forma muy distinta a la de tantos otros días; hoy, por fin, poseía el modo -que consideraba poderoso e infalible- de destruir la exasperante rutina y, sobre todo, de vengarse de esas seis personas que en el curso de muchos meses habían estado hostigándole con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus risas descaradas.

Pero ahora se liberaría definitivamente. Hoy se rebelaría contra el pertinaz asedio de los demás -no sólo de esas seis personas junto a las que trabajaba, sino también de todas las que conoció desde su niñez- a causa del defecto físico provocado por una profunda herida en su pierna izquierda al caerse sobre una lata y que lo obligó a caminar siempre con una torpe y cómica oscilación. Tenía cinco años cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre verdadero fue reemplazado por el del Rengo, apodo que los demás usaron en un tono despectivo, acentuando más aún la certeza de su incapacidad. Y no pudo evitar ser llamado así; primero fueron sus compañeros del colegio y luego los que tuvo en los diversos lugares donde trabajó. Los otros habían encontrado a través de su renguera un medio para bromear y entretenerse y ello resultaba fácil porque él, como un cobarde o un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la ofensa y el sarcasmo, la burla y el desprecio. Vivió mecánica e insensiblemente, sólo invadido por un odio cada vez más profundo y exacerbado hacia quienes lo rodeaban y que lo impulsó a esperar, con una conformidad inaudita, el momento de vengarse. Únicamente eso quiso: vengarse. Y ese deseo lo obsesionó durante días, meses, años... Pero como el tan anhelado instante siempre era postergado por su indecisión o temor o falta de oportunidad, comenzó a creer que eternamente sería un objeto frío e inanimado para satisfacer el capricho de todos.

Ya desde que abandonó el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y la precaria situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a trabajar), pareció internarse en un laberinto sin salida; en el primer lugar donde trabajó se había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar dificultoso provocó burlas procaces y despiadadas; y entonces, para liberarse, dejó esa ocupación y buscó otra; pero volvió a ocurrir lo mismo, y así, cambiando incesantemente de trabajo -siendo cadete o repartidor de almacén o aprendiz de mecánico- se fue hundiendo cada vez más en una existencia sórdida y miserable.

Y durante años vegetó sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando cualquier tarea, considerando a cualquier ser que se le acercaba corno un terrible y alevoso enemigo. No me tratarán siempre como a un perro. Haré algo para impedirlo. Pero el momento de plasmar su deseo parecía siempre el inalcanzable.

Hasta hoy, porque al fin tenía el valor y la ocasión de la revancha, que descargaría sobre seis personas, brutalmente. Ya no volverán a burlarse de mí. Apartando los recuerdos que lo mantuvieron un rato absorto e inmóvil, observó su reloj: ya hacía cinco minutos que debía haber servido el café.

Lentamente levantó la bandeja. Bueno, hoy será la última vez... Inició la marcha con cierto embarazo. El peso de la bandeja lo obligaba a mantener un equilibrio que nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar -lo que era muy frecuente- y caerse, porque derramando el café quedaría frustrada, o postergada de nuevo, su venganza. Debo tener mucho cuidado. Aquí llevo una bomba.

Mientras caminaba pensó que realmente ningún empleo le había resultado más penoso y desagradable que el de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes, sólo obedecía a la actitud de los demás. Allí creyó enfrentarse a los seres más perversos que había conocido, los que hallaron en él -como el juguete nuevo en poder de un chico- la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los días la conseguían de modo distinto: tirando papeles en el piso que él acababa de limpiar, o haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse de sus pasos irregulares, o lo que era peor y él más temía, causando su caída con una zancadilla cuando llevaba la bandeja con la cafetera y las tazas.

Quiso también abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se negó a continuar su fuga constante y disparatada. Permaneció allí, dispuesto a concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.

E inesperadamente supo cómo obtenerlo.

Fue el día anterior, cuando observó a su madre depositar veneno sobre las flores para resguardarlas de los insectos que había en el jardín. Sí. Por fin sabrán todos de lo que soy capaz. Por eso había sacado un poco del veneno que su madre guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.

Lentamente cruzó el corredor que desembocaba en una reducida sala, y allí se detuvo, frente a las tres puertas de las oficinas. ¿Cuánto tardarán en morir? Era la primera vez que se formulaba esa pregunta, y comprendió en seguida que no le interesaba el tiempo que tardaría en surtir efecto el veneno -minutos, horas o quizá días-, sino más bien que coronase totalmente su propósito.

Por un momento no supo en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero, como queriendo seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente. Sostuvo la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y oyendo una voz familiar, la abrió.

Quedó algo desconcertado. Allí no estaba sólo el gerente, como todas las mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados. Todos: los seis. Y apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi con una repentina curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa fijeza inusitada hizo vacilar un poco la seguridad que tenía hasta entonces.

No obstante, se esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los seis rostros, casi se asombró de no descubrir en ellos ningún gesto que revelase la habitual mordacidad, pues aparecían serios, graves, como si ocurriera algo muy importante. Pero, ¿qué pasa? Casi presintió el fracaso de su plan, porque el hecho de estar todos allí, reunidos a esa hora, confería un carácter desusado a la monotonía de las otras mañanas.

-Puede servir el café, Aurelio -le dijo el gerente, en un tono suave y amable que no era el de costumbre-. Lo tomaremos aquí.

La voz lo sorprendió. Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que faltaba para concluir su obra. Tal vez morirán los seis al mismo tiempo.

Depositó la bandeja sobre el escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado por el silencio y las miradas de ellos -en ese momento atentas, fijas en él-, tomó la cafetera con mano temblorosa y sirvió el café. No se darán cuenta. Casi rogó que fuese así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y temió que algo -su nerviosidad, que sin duda era evidente, o el color del café, un poco más claro que otras veces- develara lo que sucedía.

Pero, en seguida, ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café. Y mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con un placer morboso y desconocido. Ya está. Ahora dormirán para siempre. Y tuvo el súbito impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que había conseguido aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque ellos -sólo ellos seis de los tantos seres que desplegaron un tenaz asalto sobre él- acababan de convertirse en los destinatarios de la venganza que había estado gestando y esperando a lo largo de muchos años, y hacerles comprender, finalmente, que por primera vez era más fuerte y poderoso que todos.

Pero no expresó de ninguna manera lo que experimentaba, Sólo le pareció que sus labios pretendían esbozar una sonrisa, instintivamente, al imaginar que esos semblantes, ahora serenos y despejados, muy pronto, a causa del veneno, se tornarían lívidos, congestionados, duros, fríos. Como las hormigas. Recordó las diminutas figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que su madre rociaba las plantas con veneno. Aunque él no podría contemplar esas caras descompuestas por el dolor y la agonía.

Despaciosamente se dio vuelta y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la puerta, la voz del gerente lo detuvo:

-No se vaya, Aurelio.

Quedó paralizado, como si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba ahora? ¿Acaso había sido descubierto? Un sudor frío lo estremeció y sintió las piernas débiles. Estoy perdido. De pronto creyó que esas seis personas se convertirían en indignados acusadores. Pero cuando su mirada aterrorizada abarcó sus rostros y los vio sonrientes, amistosos, cordiales, todo su miedo se transformó sólo en sorpresa, que se acentuó más aún al oír la voz del gerente diciéndole, como en un sueño absurdo e increíble:

-Hoy hace un año que usted trabaja aquí. Por eso, para premiar su eficacia y dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio -y tomando un pequeño paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó-. Sírvase. Esperamos que sea de su agrado.

viernes, 13 de mayo de 2011

IZUR. LEOPOLDO LUGONES


Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.

Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.

Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.

No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.

Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.

El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:

Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.

Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.

Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.

Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.

Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.

La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.

Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.

Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.

Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.

Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.

Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...

Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.

Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.

Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.

Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.

Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.

Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.

El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.

Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.

Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.

En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.

Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.

No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.

En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.

No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.

Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.

A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.

Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.

El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.

Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.

Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.

Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.

He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.

Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.

Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.

Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:

-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...

A LA DERIVA. HORACIO QUIROGA


El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.

lunes, 9 de mayo de 2011

LOS CASTILLOS. MARÍA ELENA WALSH


Los castillos se quedaron solos,
sin princesas ni caballeros.
Solos a la orilla de un río,
vestidos de musgo y silencio.

A las ventanas suben
los pájaros muertos de miedo.
Espían salones vacíos,
abandonados terciopelos.

Ciegas sueñan las armaduras
el más sutil de los sueños.
Reposan de largas batallas,
se miran en libros de cuentos.

Los dragones y las alimañas
no los defendieron del tiempo.
Y los castillos están solos,
tristes de sombras y misterios.

miércoles, 4 de mayo de 2011

HERACLES EN LA ENCRUCIJADA.



«Cuando Hércules estaba pasando de la niñez a la adolescencia, momento en el que los jóvenes al hacerse independientes revelan si se orientarán en la vida por el camino de la virtud o por el del vicio, cuentan que salió a un lugar tranquilo y se sentó sin saber por cuál de los dos caminos se dirigiría...
Y que se le aparecieron dos mujeres altas que se acercaban a él, una de ellas de hermoso aspecto y naturaleza noble, engalanado de pureza su cuerpo, la mirada púdica, su figura sobria, vestida de blanco. La otra estaba bien nutrida, metida en carnes y blanda, embellecida de color, de modo que parecía más blanca y roja de lo que era y su figura con apariencia de más esbelta de lo que en realidad era, tenía los ojos abiertos de par en par y llevaba un vestido que dejaba entrever sus encantos juveniles.

Se contemplaba sin parar, mirando si algún otro la observaba, y a cada momento incluso se volvía a mirar su propia sombra. Cuando estuvieron más cerca de Heracles, mientras la descrita en primer lugar seguía andando al mismo paso, la segunda se adelantó ansiosa de acercarse a Heracles y le dijo:

—Te veo indeciso, Heracles, sobre el camino de la vida que has de tomar. Por ello, si me tomas por amiga, yo te llevaré por el camino más dulce y más fácil, no te quedarás sin probar ninguno de los placeres y vivirás sin conocer las dificultades. En primer lugar, no tendrás que preocuparte de guerras ni trabajos, sino que te pasarás la vida pensando qué comida o bebida agradable podrías encontrar, qué podrías ver u oír para deleitarte, qué te gustaría oler atacar, con qué jovencitos te gustaría más estar acompañado, cómo dormirías más blando, y cómo conseguirías todo ello con el menor trabajo. Y si alguna vez te entra el recelo de los gastos para conseguir eso, no temas que yo te lleve a esforzarte y atormentar tu cuerpo y tu espíritu para procurártelo, sino que tú aprovecharás el trabajo de los otros, sin privarte de nada de lo que se pueda sacar algún provecho, porque a los que me siguen yo les doy la facultad de sacar ventajas por todas partes.

Dijo Heracles al oír estas palabras:

—Mujer, ¿cuál es tu nombre?
Y ella respondió:
—Mis amigos me llama Felicidad, pero los que me odian, para denigrarme, me llaman Maldad.

En esto se acercó la otra mujer y dijo:
—Yo he venido también a ti, Heracles, porque sé quiénes son tus padres y me he dado cuenta de tu carácter durante tu educación. Por ello tengo la esperanza de que, si orientas tu camino hacia mí, seguro que podrás llegar a ser un buen ejecutor de nobles y hermosas hazañas y que yo misma seré mucho más estimada e ilustre por los bienes que otorgo. No te vaya engañar con preludios de placer, sino que te explicaré cómo son las cosas en realidad, tal como los dioses las establecieron. Porque de cuantas cosas buenas y nobles existen, los dioses no conceden nada a los hombres sin esfuerzo ni solicitud, sino que, si quieres que los dioses te sean propicios. tienes que honrarles, si quieres que tus amigos te estimen, tienes que hacerles favores, y si quieres que alguna ciudad te honre, tienes que servir a la ciudad; si pretendes que toda Grecia te admire por tu valor, has de intentar hacerle a Grecia algún bien; si quieres que la tierra te dé frutos abundantes, tienes que cuidarla; si crees que debes enriquecerte con el ganado, debes preocuparte del ganado, si aspiras a prosperar con la guerra y quieres ser capaz de ayudar a tus amigos y someter a tus enemigos, debes aprender las artes marciales de quienes las conocen y ejercitarte en la manera de utilizarlas. Si quieres adquirir fuerza física, tendrás que acostumbrar a tu cuerpo a someterse a la inteligencia y entrenarlo a fuerza de trabajos y sudores.

La Maldad, según cuenta Pródico, interrumpiendo, dijo:
—¿Te das cuenta, Heracles, del camino tan largo y difícil que esta mujer te traza hacia la dicha?
Yo te llevaré hacia la felicidad por un camino fácil y corto.

—Entonces dijo la Virtud: ¡Miserable!, ¿qué bien posees tú? ¿O qué sabes tú de placer si no estás dispuesta a hacer nada para alcanzarlo? Tú que ni siquiera esperas el deseo de placer, sino que antes de desearlo te sacias de todo, comiendo antes de tener hambre, bebiendo antes de tener sed, contratando cocineros para comer a gusto, buscando vinos carísimos para beber con agrado, corriendo por todas partes para buscar nieve en verano. Para dormir a gusto, no te conformas con ropas de cama mullidas, sino que además te procuras armaduras para las camas. Porque deseas el sueño no por lo que trabajas, sino por no tener nada que hacer. Y en cuanto a los placeres amorosos, los fuerzas antes de necesitarlos, recurriendo a toda clase de artificios y utilizando a los hombres como mujeres. Así es como educas a tus propios amigos, vejándolos por la noche y haciéndolos acostarse las mejores horas del día. A pesar de ser inmortal, has sido rechazada por los dioses, y los hombres de bien te desprecian. Tú no oyes nunca el más agradable de los sonidos, el de la alabanza de una misma, ni contemplas nunca el más hermoso espectáculo, porque nunca has contemplado una buena acción hecha por ti.
¿Quién podría creerte cuando hablas?,
¿quién te socorrería en la necesidad?,
¿quién que fuera sensato se atrevería a ser de tu cofradía?
Ésta es la de personas que, mientras son jóvenes, son físicamente débiles y, de viejos, se hacen torpes de espíritu, mantenidos durante su juventud relucientes y sin esfuerzo, pero que atraviesan la vejez marchitos y fatigosos, avergonzados de sus acciones pasadas y agobiados por las presentes, después de pasar a la carrera durante su juventud los placeres, reservando para la vejez las lacras.

Yo, en cambio, estoy entre los dioses y con los hombres de bien, y no hay acción hermosa divina ni humana que se haga sin mí. Recibo más honores que nadie, tanto entre los dioses como de los hombres que me son afines. Soy una colaboradora estimada para los artesanos, guardiana leal de la casa para los señores, asistente benévola para los criados, buena auxiliar para los trabajos de la paz, aliada segura de los esfuerzos de la guerra, la mejor intermediaria en la amistad. Mis amigos disfrutan sin problemas de la comida y la bebida, porque se abstiene de ellas mientras no sienten deseo. Su sueño es más agradable que el de los vagos, y si se sienten molestos cuando lo dejan ni a causa de él dejan de llevar a cabo sus obligaciones. Los jóvenes son felices con los elogios de los mayores, y los más viejos se complacen con los honores de los jóvenes. Disfrutan recordando acciones de antaño y gozan llevando bien a cabo las presentes. Gracias a mí son amigos de los dioses, estimados de sus amigos y honrados por su patria. Y cuando les llega el final marcado por el destino, no yacen sin gloria en el olvido, sino que florecen por siempre en el recuerdo, celebrados con himnos.

HÉRCULES Y LOS DOCE TRABAJOS.



Hércules es el héroe mitológico por excelencia.
Sus hazañas no sólo entretenían a los hombres griegos a modo de relatos épicos sino que simbolizaban otros aspectos que eran importantes para ellos, como la invariabilidad del destino y el crecimiento personal, convirtiéndose en un modelo a seguir.

Hércules era el hombre fuerte, semi-mortal criado bajo las tutelas de seres míticos y extraordinarios que forja su propio destino sin los yugos de los dioses. Él se enfrenta a las iras divinas cara a cara y sale victorioso, es conocedor de sus capacidades y está seguro de sí mismo, pero Hércules también es mortal, así que dispone de comportamientos humanos, ello lo hace más vulnerable a los ojos del hombre griego, pues el héroe también se equivoca. Ese aspecto le confiere un halo más humano, algo que los griegos conocen bien, pues toda su religión está basada en deidades antropomórficas donde se cuestiona la personalidad y actitud de los propios Dioses, las debilidades forman parte del carácter de éstos y se muestran en cada relato sacro.



Hércules es hijo de Zeus y de Alcmena, el dios se enamoró perdidamente de ella por lo que aprovechando la ausencia de su marido Anfitrión que estaba luchando contra los teleboides, tomó su forma engendrando a Hércules. Anfitrión a su llegada yació con su esposa por lo que igualmente engendró otro hijo, con unas horas de diferencia, al que llamaron Ificles. Cuando Hera se enteró, enfureció de cólera y sabiendo que Zeus le había procurado una fuerza física descomunal a Hércules, y que había predicho que éste sería rey de Argos, postergó el nacimiento de los niños hasta los 10 meses y adelantó el de su primo Euristeo, haciéndolo por edad heredero de la corona de Argos. La propia diosa intentó matar al bebé cuando contaba con ocho meses de vida poniendo dos serpientes venenosas en su cuna pero Hércules logró matarlas con sus propias manos.

La infancia del héroe fue la propia que se les encomendaba a los niños de la época, destacó por su fuerza y valor pero en cuestiones artísticas Hércules era nulo, por lo que en un ataque de ira mató a Lino, el maestro de lira por excelencia, por lo que Anfitrión le castigó obligándole a cuidar los rebaños hasta los 18 años en el monte Citerón. Fue ahí donde Hércules dio muerte a un león por orden del rey Tespis que estaba acabando con el ganado de la zona, mientras duró la empresa el héroe se hospedo en el palacio de este, yaciendo cada día con una de las cincuenta hijas que tenía el rey.

El día que Hércules acabó con el león tropezó en el camino con los emisarios del rey Ergino, un rey despiadado que hacía pagar unos tributos abusivos a Tebas, por lo que les arrancó las orejas y la nariz y las envió a modo de collar al rey, éste enfurecido inició una guerra contra Tebas, pero Hércules lucho del lado de este último, saliendo vencedor de la contienda y consiguiendo el favor del rey Tebano que agradecido le ofreció a su hija Megara.

Hera, encolerizada por los éxitos de Hércules, se apareció a Euristeo dándole órdenes explícitas de que impusiera a Hércules doce pruebas que no pudiera realizar, así fue como Hércules fue llamado a su presencia, al principio se negó pero consultó el oráculo que le indicó la necesidad de realizarlos, Hércules en un ataque de ira, y bajo los efectos del enloquecimiento que le envió Hera, mató a sus propios hijos. Al volver en sí se dio cuenta de su error y abandonando a su desconsolada mujer Megara, se puso bajo el yugo de la autoridad de Euristeo en Argos, iniciando los doce trabajos que le iba a encomendar.

. . . Los doce Trabajos

Los doce trabajos, según los expertos podrían englobarse en dos grupos de seis. Los seis primeros se refieren a las pruebas que están localizadas en el Peloponeso, las otras seis se dan en diferentes puntos geográficos y en lugares míticos.


El león de Nemea

Esta bestia era hijo de Ortro y nieto de Tifón, fue educado y criado por la diosa Hera que lo situó expresamente en la región de Nemea para que acabara con la población del lugar cuando caía la noche, asesinando a cuantas personas se cruzaran con él, la prueba consistía en acabar con el animal, y lo cierto es que Hércules intentó acabar con éste lanzando sus flechas, pero el animal tenía la piel tan dura y era tan feroz y voraz que el esfuerzo fue inútil. Hércules entonces, cerró con rocas una de las salidas de la cueva del animal, lo acorraló dentro y utilizando sus propios brazos, lo asfixió. Posteriormente, arrancó su piel y se la colocó sobre sus espaldas y la cabeza a modo de casco, volviendo victorioso a Argos.

Fue de esta forma como se le representó en las cerámicas y esculturas griegas y romanas posteriormente, incluso Cómodo, el emperador, se disfrazaba de Hércules para expresar su fortaleza y su halo mítico en los espectáculos de gladiadores donde él mismo participaba.



La hidra de Lerma

Al igual que el león de Nemea, Hera crió a Hidra, una serpiente mitológica de nueve cabezas hija de Equidna y Tifón, era colosal en sus proporciones, sus escamas duras como el acero y su aliento era venenoso y mortal pues desprendía gases tóxicos, de hecho era mucho más peligrosa que el león, porque aunque Hércules cortaba sus cabezas, de cada herida brotaban otras dos multiplicándose el peligro, asimismo de la sangre que manaba y que caía al suelo crecían escorpiones.
Apoyado por su sobrino Yolao, Hércules le mando hacer un fuego en el bosque que les rodeaba, esto le permitió quemar con los troncos ardientes cada una de las cabezas que seccionaba, cicatrizando la herida e impidiendo que de nuevo crecieran otras. Viendo que la del medio era inmortal, la cortó con su harpe, y la enterró, colocando sobre ella una enorme roca.

En un primer momento Euristeo, quiso anular la prueba alegando que Hércules había hecho el trabajo con su sobrino, pero finalmente por las presiones la dio por buena.


El jabalí de Erimanto

El tercero de los trabajos consiste en capturar, que no matar, a un jabalí enorme y muy feroz que vivía en el monte Erimanto, para hacerlo salir de su madriguera Hércules empezó a gritar obligándolo a huir hacia la zona de la montaña más cubierta de nieve. Ello hizo que el jabalí no pudiera huir tan fácilmente debido al espesor y que sus pezuñas se hicieran más pesadas. De esta manera le fue mucho más sencillo someterlo y llevárselo consigo. Cuando Euristeo vio la bestia huyó a esconderse diciéndole a Hércules que se deshiciera de él.



La cierva de Cerinia

Este animal era uno de los ciervos consagrados a la Diosa Artemisa, la cazadora, sus cuernos eran de oro y sus pezuñas de bronce y era tal su agilidad y velocidad que Hércules tardó un año entero en su empresa, el animal recorrió todo el mundo conocido hasta los Hiperbóreos, con lo que tuvo que recular, cobijándose posteriormente en Artemisio pero Hércules le clavó una flecha haciendo relativamente sencillo el apresarla y cargar con ella. A medio camino, el héroe se encontró con Artemisa y Apolo, que viendo que había apresado a un animal sacro quisieron darle muerte, no obstante Hércules inculpó del hecho a Euristeo y apiadándose de él, le dejaron marchar con el botín.



Las aves de Estinfalia

En el quinto trabajo Hércules debe acabar con una plaga de aves (según algunos mitos provistas de alas, picos y zarpas de cobre) situadas en el lago Estinfalia en la Arcadia que están destruyendo los cultivos.

Para hacerlas salir de la espesura del bosque Hércules utilizó unas castañuelas proporcionadas por Atenea y fabricadas por el Dios herrero Hefesto, el ruido que emitieron las asustó por lo que emprendieron el vuelo alejándose de la protección de los árboles. Hércules con sus flechas envenenadas las fue haciendo caer una por una acabando con todas ellas.



Los establos del rey Augias

Este episodio tiene como protagonista a un rey de la Elide en el Peloponeso, llamado Augias. Éste disponía de establos con una gran cantidad de ovejas y cabras de su propiedad, pero su avaricia era tal que no quería gastarse dinero en la limpieza de los establos por lo que los excrementos de los animales se amontonaban desde hacía años. Euristeu queriendo doblegar y ridiculizar a Hércules le obliga a limpiarlos. A cambio el rey le promete un tercio del ganado si logra limpiarlo todo, Hércules desvió los cursos de los ríos Alfeo y Peneo, y los dirigió hacia los establos limpiándolo todo. El rey quiso incumplir el pacto hecho con Hércules por lo que posteriormente inició una guerra contra él dándole muerte por su ofensa.


El toro de Creta

El toro, muy presente en la cultura micénica forma parte del sexto de los trabajos. El animal fue un regalo hecho por Posidón al rey Minos que debía sacrificarlo en su honor, pero el rey desobedeció las órdenes por lo que el dios volvió loco a la bestia arrasando todo y todos cuantos tenía a su paso. Euristeo encomendó a Hércules a que le trajera el toro vivo, después de que el héroe viajara hasta Creta le solicitó ayuda al rey, pero éste se la negó, aunque le invitó a que lo hiciera por sí mismo. Hércules logró capturarlo y lo portó hasta Grecia cruzando el mar con el animal sobre sus hombros. Euristeo quiso ofrecerlo a Hera a modo de regalo, pero se negó en redondo a aceptar algo que viniera de las manos de Hércules por lo que fue dejado en libertad.

Las yeguas de Diomedes

En esta ocasión Euristeo le encomienda la misión de traerle las yeguas del rey Diomedes de Tracia, hijo del dios Ares, y famoso por su crueldad pues a los caballos los alimentaba con carne humana. Para ello, Hércules mató al rey y lo descuartizó para alimentar a los animales y poder saciar su hambre, de esta manera le resultó mucho más sencillo apresarlos y llevarlos a Grecia consigo.



El cinturón de Hipólita

La hija de Euristeo, Admeta deseaba tener el cinturón de la reina de las Amazonas, Hipólita, regalado por el dios de la guerra Ares. Hércules se dirigió a Temiscira y le solicitó a la reina que se lo diera, ésta aceptó gustosamente, pero la diosa Hera enfurecida por la facilidad, se disfrazó de Amazonas y sembró el rumor de que Hércules quería raptar a la reina, por lo que los hombres de Hércules y las guerreras amazonas iniciaron una batalla, que acabó con la vida de la reina en manos de Hércules.



Los bueyes de Geriones

En esta ocasión Euristeo mandó a Hércules traerle los bueyes pertenecientes a Geriones, y que pacían en la isla de Eritrea.

Hércules después de atravesar Libia y el océano con la copa proporcionada por el dios Helio, llegó a la zona donde estaban los bueyes al cuidado de Euretión y su perro Ortro. Para hacerse con ellos el héroe tuvo que matar a ambos, pero el pastor que custodiaba el rebaño del Dios Hades estaba cerca, así que avisó a Geriones que Hércules había matado a su pastor y que huía con su rebaño. En vano el rey intentó darle muerte pues Hércules acabó con la vida del rey.



El can cerbero

Este ser mitológico era un perro de tres cabezas que custodiaba las puertas del inframundo, donde residían las almas de los muertos, éste se encargaba de que no entraran los vivos ni pudieran salir los muertos. Euristeo, encargó a Hércules que le trajera al can, sabiendo de antemano que nadie podía salir del infierno. Zeus para esta empresa le pidió a Hermes, conductor de las almas, que acompañara a su hijo, Hércules por su parte se inició previamente en los misterios de Eleúsis y se puso camino a Tenaro, donde se creía estaba la puerta de entrada a los infiernos. Cuando llegó se encontró con Teseo encadenado, Hércules le liberó de sus cadenas y emprendió el camino, cuando estuvo frente al dios Hades le solicitó a Cerbero, pero Hades le instó a que fuera él mismo quién redujera a la bestia, y así lo hizo, con sus enormes brazos, Hércules sometió al animal y se lo llevó a Euristeo, quién asustado obligó a Hércules a que se deshiciera de él. El héroe lo devolvió a Hades.



Las manzanas de oro de las Hespérides

Cuando la diosa Hera se casó con Zeus, Gea, les regaló unas manzanas de oro, que Hera plantó en su jardín y que custodiaban las Hespérides con la ayuda de un dragón.

Euristeo mando a Hércules a que cogiera los frutos de Hera, para ello Hércules tuvo que vagabundear por diferentes lugares del mundo haciendo uso de la copa de Helio para poder localizar el jardín. En una de las incursiones liberó a Prometeo de su cautiverio y éste a modo de recompensa le instó a que encontrara al Titán Atlas que era quién soportaba el peso de la Tierra y el único que sabía donde estaba el jardín de las Hespérides.

Hércules llego a la región de los Hiperbóreos, encontrándose con Atlas. Para convencerle le dijo que él mismo sostendría el mundo liberándole de la carga mientras Atlas iba a buscar las manzanas. Así fue como Atlas volvió con las manzanas en sus manos, pero le dijo que él mismo iría a dárselas a Euristeo, Hércules viendo que sería condenado a cargar con la Tierra sobre sus hombros, engañó de nuevo al Atlante, diciéndole que por favor, sostuviera un momento el mundo mientras se colocaba una almohada en los hombros para protegerlos, Atlas cayó en la trampa y Hércules marchó con las manzanas. Finalmente como Euristeo no sabía qué hacer con éstas, se las regaló de nuevo a la Diosa, quién las volvió a colocar en su jardín.


Hércules murió en una pira incendiaria que él mismo solicitó que hicieran, debido a que la túnica que encargó para vestir el día que tenía que hacer un sacrificio a Zeus, la impregnaran de un veneno que al calor se adhería a la piel. Al no poder desprenderse de ella y debido al dolor de las quemaduras y el veneno, se hizo prender, mientras Zeus recogía su alma y la llevaba al Olimpo convirtiéndolo en Dios.

El culto a Hércules está presente en todas las zonas que presumiblemente recorrió en sus numerosas hazañas. Ejemplo de ello es Agrigento en la isla de Sicilia, donde se localiza un templo dórico en su honor.

domingo, 1 de mayo de 2011

EN HOMENAJE A ERNESTO SÁBATO.


Con la antorcha de la ceguera, la narrativa de Ernesto Sabato ilumina un camino desviado hacia la noche original. A mediados del siglo XX, en una ambiciosa ciudad periférica de Occidente, se abre un agujero negro, un hueco estelar. En su espejo invertido desaparecen las formas de las cosas habituales, "el sentido de lo cotidiano". Desaparecen, a secas, las formas, devoradas por una succión que disuelve los contornos de todos los seres, la "conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir".

Muy por debajo de esta ciudad que vemos fluye un río turbio, de aguas fétidas, que en algún momento deja de ser un confuso torrente de desechos, para convertirse en el lecho "limoso y elástico" de una laguna pampeana, y en una planicie iluminada por otro sol, y en una cordillera sumergida y en un paisaje lunar, y en el lomo petrificado de un dragón gigantesco. Un mundo seco y muerto, desolado y vastísimo, donde sin embargo arde un fuego eternamente vivo. El fuego late en el fondo de su contrario: el agua. Proviene de un Ojo Fosforescente iluminado como una gruta submarina. Aquí tiene lugar la más extrema y radical aventura poética, la aventura de la traslación y la transformación: "tuve la impresión de haber atravesado eras zoológicas y haber descendido hasta los abismos de algún océano profundísimo, arcaico y desconocido", dice Fernando Vidal Olmos, héroe y antihéroe.

La apuesta más audaz y más feroz de las vanguardias, y en particular, del surrealismo: la alianza de los extremos, la "correlación de lejanías", desborda en la poética de Sabato los puntuales resplandores de la metáfora, para extenderse a toda la concepción del arte novelesco: "En realidad sería necesario inventar un arte que mezclara las ideas puras con el baile, los alaridos con la geometría. Algo que se realizase en un recinto hermético y sagrado, un ritual en el que los gestos estuvieran unidos al más puro pensamiento y un discurso filosófico a danzas de guerreros zulúes. Una combinación de Kant con Jerónimo Bosch, de Picasso con Einstein, de Rilke con Gengis Khan.", dice en Abbadón el Exterminador.

En Sobre héroes y tumbas el arte novelesco de "Gengis Kant" ("bárbaro conquistador y filósofo alemán", afirmaba la genial boutade de Uno y el Universo) llega a un punto clave de esplendor turbulento. Vidal Olmos ha encontrado su Aleph, su centro del Universo, donde coinciden los opuestos, donde conviven de algún modo todos los espacios y todos los tiempos. Pero a diferencia del contemplador borgeano, se hunde de cuerpo entero en la "fosa de la verdad". El registro de sus vivencias lo lleva también a las máscaras animales y las combinaciones monstruosas. Es un monstruo, y es el poeta que vuelve a las raíces mágicas y míticas de la poesía, cuando los términos puestos en relación sufrían, no la sola identificación mental, analógica, sino la fusión carnal, vivida en términos perceptivos y afectivos.

Sobre héroes y tumbas, "novela total" (de acuerdo con la aspiración romántica, que solicitaba del género la visión de lo humano en todas sus dimensiones) entreteje múltiples voces e historias con la Historia, expande en direcciones contrapuestas los ámbitos geográficos, abre, desde la ciudad cotidiana, una grieta en la percepción, una ventana oscura hacia el otro lado de lo que creemos real. Hay en ella un relato de amor entre un adolescente solitario e inseguro que no sabe aún cómo devenir hombre (Martín) y una muchacha (Alejandra) que parece llegar desde un pasado inmemorial. Hay también un relato de horror que es la Historia de un país donde se vuelven a deshacer, con el trabajo del odio, los cimientos de una fundación que nunca pudo asentarse en la inestable arena del combate. Hay otra historia de incesto (entre Fernando Vidal Olmos y Alejandra -y también la madre o la Diosa Madre--) que le reclama al héroe volver insaciablemente a los orígenes y afrontar el terror y la desintegración para nacer de nuevo, acaso, desde la unidad primordial. Este mandato imposible, esta paradoja, encontrará su adecuado escenario en las cloacas de Buenos Aires, y su expresión simbólica en la Ceguera. Una Ceguera que tiene su propia y oculta sabiduría, que cuestiona la luz meridiana del "logos", de la razón platónica, para instalar, en un territorio mítico, más allá de las engañosas copias visuales, fuera del tiempo, el camino del "conocimiento por el tacto": la recuperación convulsiva del cuerpo --negado y escindido-- en las experiencias agónicas del devoramiento y de la fusión.

Ese camino poblado de imágenes alucinatorias, tan afín al surrealismo y sus paisajes oníricos, que marcaron de manera decisiva la estética del autor, no obstruye otras visiones más familiares y cercanas. Sobre héroes y tumbas es también una novela de Buenos Aires-Babel, la gran ciudad donde convergen, no siempre felizmente, las etnias y las lenguas, donde las muchedumbres no alcanzan a constituir una comunidad, sino la conjunción azarosa de seres humanos que viven, ensimismados, su propio extrañamiento: no sólo los inmigrantes europeos sino los "cabecitas negras" que llegan desde las provincias como otros desterrados, no menos extranjeros en la ciudad cosmopolita.

Desde su singularidad, la novela expresa cabalmente los temas y debates de la coyuntura de "los sesenta" (la vuelta de la mirada hacia el interior, la indagación en la historia nacional, la relectura del peronismo, el "compromiso" del escritor); se convierte en inexcusable referencia y en hito representativo con el que dialogará la generación siguiente. Más allá de su contexto inmediato, es un palimpsesto, una obra complejamente simbólica, susceptible de asedios desde los más diversos registros (metafísico, sociológico, histórico, político, gnoseológico). Por lo demás, en su espacio desdoblado y sinuoso cada peregrino o transeúnte podrá hallar el diseño de su propio itinerario vital, de sus preocupaciones intelectuales, de sus terrores y sus deseos. Unos la leerán como el vademécum que nos guía por una ciudad aparentemente conocida y esencialmente misteriosa. Algunos rastrearán en ella el origen del Mal o del mal argentino, o el mal del Origen. O las torsiones del arte moderno, desde el romanticismo al surrealismo, o las antinomias de la condición hispanoamericana (y de la condición humana). O verán en sus mapas de escrituras diversas, de grafittis y restos verbales, vislumbres postmodernas. Otros seguirán el hilo fracturado del discurso amoroso que alcanza, en Martín y Alejandra, una configuración ya legendaria.

Acaso por la variedad de estas "entradas" posibles, por sus potencialidades de abordaje, Sobre héroes y tumbas fue, a partir de su primera recepción, un texto sujeto a todo tipo de discusiones críticas. Por mi parte, siempre encontré en ella, desde la pasión empírica de la lectura, un "núcleo duro" perteneciente al orden de lo irrefutable. Si de algo tengo certeza, es que en ese núcleo de Sobre héroes y tumbas ha sucedido y sucederá la poesía en estado puro, esto es, en estado mágico.

Bajo la luz del sueño, dijo Jean Paul, vemos ambular, en libertad, de noche, las fieras que la razón diurna mantenía encadenadas. O, según Novalis, adivinamos la eternidad, el pasado y el porvenir. A veces la literatura se inviste con los poderes del sueño y libera los animales enjaulados, ilumina territorios imaginados y perdidos. Sobre héroes y tumbas, gótico surrealista y argentino, galería de fantasmas familiares, geología fantástica, perverso libro de viajes fabulosos en el corazón de lo cotidiano, nos ofrece la ilusión de recobrar un tesoro siniestro. De atisbar por una secreta claraboya, como en un diseño abismal de cajas chinas, todos los "otros mundos" que están dentro de éste.

Sobre héroes y tumbas: los otros mundos que están dentro de éste, por María Rosa Lojo
Por María Rosa Lojo
Para lanacion.com