"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

viernes, 24 de agosto de 2012

¡FELIZ CUMPLE MAMÁ!

Mi Madre Inés acaba de cumplir 47 años. Su primera fiesta de cumpleaños se la pagaron sus padres en pesos moneda nacional. Billetes que habían sido creados en 1942 e impresos en la Casa de la Moneda y en Inglaterra porque en Buenos Aires, por aquellos tiempos también, había habido problemas de acuñamiento y no se daba abasto con la emisión. Cuando Inés cumplió cinco años le organizaron un festejo en casa de sus abuelos en la casa de Senillosa 687 en el barrio de Caballito. Primer hija mujer, la más mimada, disfrutó de un momento que hasta hoy recuerda. La familia afrontó los gastos en pesos ley 18.188, moneda creada justo ese año, después de haberle sacado dos ceros a los billetes que vieron saldar la cuenta de su primer cumpleaños. El Abuelo de Inés era italiano, de Rossano, (Provincia di Cosenza, Regione Calabria). bien al sur. Luego de la Primera Gran Guerra había venido de esa tierra de emigrados que llegaron a “hacerse la América”. El hombre abrió su primera fábrica de calzados para concederle honor al oficio más común entre sus paisanos, y así se labró un porvenir. Para festejar los 10 años de su nieta, el abuelo Alfredo con el dinero que había juntado compró los pasajes para ir a Italia con su esposa Rosa e Inesita. ¡Volver después de más de 40 años! Dos días antes de subirse al avión, precisamente el 4 de junio de 1975, el entonces ministro de Economía Celestino Rodrigo dispuso por decreto una devaluación de más de un 150% del peso en relación al dólar comercial, una suba promedio de un 100% de todos los servicios públicos y transporte, un incremento de hasta un 180% de los combustibles y un módico aumento de un 45% de los salarios. La familia se quedó sin viajar porque los pasajes aéreos se debían cancelar en dólares con la consiguiente indexación. Los 18 años de Inés le son inolvidables. En 1982 terminó la escuela secundaria y recibió como regalo por no llevarse ninguna materia el billete de más alta denominación acuñado: 1.000.000 de pesos. La inflación galopante hizo que para su mayoría de edad debutase el nuevo peso argentino que le quitó cuatro ceros al peso ley. Eso sí: nadie imprimió billetes. Se usaban los viejos y había que hacer la cuenta del cambio. Una originalidad vernácula: leer 10.000 y pronunciar 1. Pronunció el número 1 y se dio cuenta de que no podía comprar nada más que un chocolate de pésima calidad. A los 20 fue mamá, muy joven pero con mucho amor bautizaron a Franco Javier,su hijito haciendo una fiestita para los más íntimos que abonaron en australes. Había que sacarle tres ceros más al peso argentino. Antes que el abuelo de Franquito viera caminar a su nieto, el austral se había depreciado 5000% respecto del dólar y la palabra inflación no tenía sentido si no iba antecedida del prefijo “hiper”. Ahora no le alcanzaba ni para comprar las velitas para la torta. Cuando mi padre Carlos cumplió sus 39 años juntó unos pesos al liquidar el taller de electrónica en el que trabajaba, y que cerró por la recesión y la inseguridad. El dinero de la venta lo cobró en pesos convertibles. Cuatro ceros menos respecto del anterior signo monetario. Un desocupado más en la etapa de la vida en donde uno cree que la esperanza es ilimitada. Un peso valía un dólar, pero claro, él no podía comprar los verdes como gesto de placer para viajar a Miami, porque para eso había que tener trabajo. Se tuvo que gastar todo lo que tenía en mantener a sus críos. Se quedó en Pampa y la vía. Nunca más conseguiría emplearse en relación de dependencia. La idea de retomar el oficio de panadero de su padre le fue impuesta por la historia y no por su vocación. Con enorme esfuerzo y dedicación, Carlos aprendió a amasar pan y facturas y a vivir con lo justo para priorizar pagarle una buena educación a sus 3 hijos, y ni soñar en pagar un sistema de salud privado. Típico hijo de padres “laburadores”, no hace falta decir que los pocos ahorros que logró juntar con increíble y heroico esfuerzo se los acorralaron cuando cumplió sus 45 años, y que el cumpleaños siguiente aprendió que él que había depositado dólares, apenas si recibía papeles a largo plazo indexados por un coeficiente inventado por un argentino que había hecho sudar mucho su cerebro, para jorobar a todos los que se había esforzado creyendo en un país pujante. Hoy compra la harina en pesos, aromatizantes para sus masas en dólar oficial y repuestos para sus máquinas de contrabando en dólar blue. No “valida” ni para 100 dólares que le permitan cruzar a Colonia, Uruguay. A mi madre Inés la encontré esta mañana leyendo en voz alta del diario que “los argentinos deberíamos empezar a pensar en pesos”. Se rió y me invitó a comer en el Mac Donals de Pinamar para celebrar sus 47 años. “Hacemos de cuenta que viajamos al exterior y conocemos la patria chica de los que, seguro ahorraron en pesos populares mientras nos afanaban 15 ceros del peso argentino haciendo la revolución nacional”. La historia suele repetirse como farsa ¡Feliz cumple Inés!

lunes, 13 de agosto de 2012

EL LEVE PEDRO. ENRIQUE ANDERSON IMBERT

Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.
-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda
-Languideces -le respondió su mujer.
-Tal vez.
Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.
Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.
-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.
Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.
Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.
Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.
-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!
-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.
-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.
-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.
-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.
Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:
-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.
-Mañana mismo llamaremos al médico.
-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.
Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.
-¿Tienes ganas de subir?
-No. Estoy bien.
Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.
Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.
Parecía un globo escapado de las manos de un niño.
-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.
Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.
Aterrizaba.
En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

sábado, 11 de agosto de 2012

PARIS.

Mi mente vuela por cada rincón del corazón buscando una razón para olvidar. Las noches son oscuras y los días luminosos. El corazón se me acelera cuando recuerdo nuestros paseos por París y cómo por casualidad llegamos a encontrar el rincón más maravilloso del mundo en forma de bateaux.

También recuerdo que un día soñé con ser actor y despedirte desde el muelle junto al Sena. A vos no te provocaban ilusión las despedidas.

Yo estaba acostumbrado a ellas como para no saber apreciarlas.

Vos me enseñaste a no pensar en el futuro y ahora me tenés pendiente de él.

Pero no inporta, el futuro es tan incierto como un pasado, del que sólo se dicen viejas y hermosas palabras o increíbles mentiras. Todo se confunde en lo profundo del corazón.

Ahora trato de olvidarte y los ojos se me nublan, No sufras porque en esta ciudad nadie me mira a los ojos..

jueves, 9 de agosto de 2012

El Primer Beso. Clarice Lispector


Más que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había empezado y andaban tontos, era el amor.
Amor con lo que trae aparejado: celos.

–Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?
–Sí, ya había besado a una mujer.
–¿Quién era? –preguntó ella dolorida.
Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.


El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. ÉI, uno de los muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin pensar casi, sólo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros.
Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir...
¡Caray! Cómo se secaba la garganta.
Y ni sombra del agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.
La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.
¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras que la sed que tenía era de años.
No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía más próxima y los ojos se le iban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.
El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba... la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada.

El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.
Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por el pecho hasta el estómago.
Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.
Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde salía el agua.
Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.
Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra.
Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida... Miró la estatua desnuda.
La había besado.
Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, empezando muy adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el rostro en brasa viva.
Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo.
Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había ocurrido nunca.
Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.

Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca.
Se había...
Se había hecho hombre.

viernes, 3 de agosto de 2012

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES. JULIO CORTÁZAR

 Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

miércoles, 1 de agosto de 2012

CELESTINA. SILVINA OCAMPO

Era la persona más importante de la casa. Manejaba la cocina y las llaves de las alacenas. Era necesario complacerla.

Para que fuera feliz, había que darle malas noticias: esas noticias eran tónicos para su cuerpo, deleites para su espíritu.

–Celestina, hoy, mientras daba a luz, murió de un ataque al corazón la señora Celina Romero, aquella mujer simpática y bondadosa, a quien convidó usted con carbonada y niños envueltos. Nadie se ocupará del hijo, que tiene dos cabezas y una sola oreja.

–¿Y en todo lo demás el niño es normal?

–No. Tiene el talón del pie colocado adelante, los dedos en el talón, además de las pestañas dentro de los párpados. Hablan de hacerle una operación.

–¡Qué pavada operar a un recién nacido!

Celestina se incorporaba en la silla, como en el agua una flor marchita, y revivía.

–Celestina, hay terremotos en Chile; maremotos también. Ciudades enteras han desaparecido. Los ríos se transforman en montañas, las montañas en ríos. Se desbordan, se vienen abajo. Predicen el fin del mundo.

Celestina sonreía misteriosamente. Ella que era tan pálida, se sonrojaba un poco.

–¿Cuántos muertos? –preguntaba.

–Todavía no se sabe. Muchos han desaparecido.

–¿Podría mostrarme el diario?

Le mostrábamos el diario, con las fotografías de los desastres. Las guardaba sobre su corazón.

–¡Qué broma! –respondía.

–Celestina, la criminalidad infantil aumenta. Ayer, mientras el señor Ismael Rébora, que usted conoce, dormía, con la dosis habitual de somnífero, su nieto, Amílcar, de ocho años de edad, con el cuchillo que utilizaba para sacar punta a los lápices y a las cañas de bambú, le infirió varias heridas mortales. El señor Ismael Rébora tuvo tiempo de encender la luz para ver como le asestaban la cuarta puñalada y comprobar que el autor del hecho, no sólo era un niño, sino su nieto, amargura que para él duró la fracción de un segundo, pero no para su familia, que ocultó el asesinato con éxito, y que tiene que convivir ahora con un pequeño criminal que asesinará con el tiempo al resto de la familia.

–A lo mejor –respondía Celestina.

Durante horas fue amable, bondadosa, alegre, casi bonita; tarareaba una canción española, que expresaba claramente su regocijo.

Celestina podía vivir en carne propia las malas noticias.

–Esta casa está incendiándose –le dijeron un día–. Los bomberos ya están al pie del edificio, tratando de apagar el incendio. No, no es una broma. De los grifos, en vez de agua, salen llamas. No podemos salvarnos, porque la escalera que da al pasillo de la puerta de calle está ardiendo y la de servicio está obstruida por los tirantes de madera que cayeron. De cada ventana se asoma el fuego, con sus ojos de anguila eléctrica.

Celestina, reconfortada con la mala noticia, se salvó del incendio sin una quemadura. Los otros inquilinos de la casa murieron o se salvaron con quemaduras de tercer grado.

A veces, por increíble que parezca, no hay malas noticias en los diarios. Es difícil, pero sucede. Entonces, hay que inventar crímenes, asaltos, muertes sobrenaturales, pestes, movimientos sísmicos, naufragios, accidentes de aviación o de tren, pero estas invenciones no satisfacen a Celestina. Mira con cara incrédula a su interlocutor.

Y llegó un día en que tuvimos sólo buenas noticias, y la imposibilidad de inventar malas noticias.

–¿Qué hacemos? –preguntaron Adela, Gertrudis y Ana.

–¿Buenas noticias? No hay que dárselas –dije, pues me había encariñado con Celestina.

–Algunas poquitas no le harán daño –dijeron.

–Por pocas que sean, le harán daño –protesté–. Es capaz de cualquier cosa.

Nos secreteábamos en las puertas. ¡Aquel último accidente, horrible, que yo le había anunciado, la dejó tan contenta! Fui personalmente a ver el tren descarrilado, a revisar los vagones en busca de un mechón de pelo, de un brazo mutilado para describírselo.

Como si hubiera presentido que estábamos preparándole una emboscada, nos llamó.

–¿Qué hacen? ¿Qué están complotando, niñas?

–Tenemos una buena noticia –dijo Adela, cruelmente.

Celestina palideció, pero creyó que se trataba de una broma. El sillón de mimbre donde estaba sentada, crujió debajo de su falda oscura.

–No te creo –dijo–. Sólo hay malas noticias en este mundo.

–Pues, no, Celestina. Los diarios están llenos de buenas noticias –dijo Ana, con los ojos brillantes–. De acuerdo con las estadísticas, se han podido combatir eficazmente las peores enfermedades.

–Son cuentos –musitó Celestina–. ¿Y tú, con esa carita triste, qué noticia me traes? –me dijo débilmente, con una última esperanza.

–Los crímenes han disminuido notablemente –exclamó Adela.

–En cuanto a la leucemia, es una historia antigua –musitó Gertrudis.

–Y yo gané a la lotería –dijo Ana diabólicamente, sacando un billete del bolsillo.

Esas voces agrias, anunciando noticias alegres, no auguraban nada bueno. Celestina cayó muerta.