"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

lunes, 27 de diciembre de 2010

EL RÍO.




Un anciano maestro Zen y dos discípulos caminan en silencio a lo largo de un sendero de la vasta y milenaria llanura oriental. De pronto, llegan a un riachuelo. Sentada en una orilla se halla una hermosa muchacha que observa sonriente cómo se acercan los tres caminantes.

No hay que estar ciego para reconocer el atractivo que la joven ejerce en los dos discípulos que, en seguida, se percatan de la alegría que refleja su rostro y la radiante energía de su cuerpo.

"¿Quién de los dos jóvenes me tomaría para ayudarme a cruzar el río?", pregunta ella con frescura y cierta provocación.

Los dos discípulos se miran entre sí, y a continuación dirigen un gesto interrogante al maestro.

Éste, mira con profundidad a cada uno de ellos, y no desvela palabra ni gesto alguno.

Tras un largo y tenso minuto de contradicción y duda, uno de los discípulos avanza y tomando en los brazos a la muchacha, cruza el río entre caricias y pequeñas risas.

Al llegar a la otra orilla, ella le da un cálido beso y se despide con ardor. Al momento, el joven da media vuelta y se reintegra sonriente al grupo.

El rostro del otro discípulo que ha permanecido junto al sabio se muestra turbado, no cesando de proyectar interrogadoras miradas al impasible y silencioso anciano, que ecuánimemente calla y tan sólo observa.

Pasan las horas mientras el grupo avanza silencioso por entre montañas y valles, pero la mente y el corazón del discípulo que no ha cruzado el río siguen enganchados y obsesionados por aquel acontecimiento del pasado. Al parecer, no se siente capaz de romper su voto se silencio, como tampoco de liberarse del deseo y del recuerdo que lo encadena.

Al anochecer, sus movimientos no parecen habituales, ya que se quema con el fuego que enciende, derrama el té de su cuenco y, además, tropieza con torpeza junto a la raíz de un árbol.

Tras cada error y desatención, su mirada siempre encuentra el rostro impasible e impertérrito del anciano, que le observa sin juicios ni palabras.

De pronto, la tensión llega a ser tan atormentadora que rompiendo un silencio de semanas, interpela al maestro diciendo furioso:

"¿Por qué no has reprendido a mi hermano que rompiendo las reglas de la sagrada sobriedad ha excitado el fuego de su sensualidad con la muchacha del río? ¿Por qué? ¿Por qué no le has dicho nada? ¡No me digas que la respuesta está en mi interior, porque ya ni oigo, ni veo nada con claridad. Necesito entender! Dame una respuesta", suplica iracundo.

El anciano, mirándole con una extraña mezcla de rigor y benevolencia, responde con serenidad y contundencia:

"Tu hermano tomó a la mujer en una orilla y la dejó en la otra. Mientras que tú tomaste a la mujer en una orilla y todavía NO LA HAS DEJADO".

LA SERPIENTE Y LA LUCIÉRNAGA.



Cuenta la leyenda, que una vez, una serpiente empezó a perseguir a una Luciérnaga; ésta huía rápido de la feroz depredadora, pero la serpiente no pensaba desistir.
Huyó un día y ella no desistía, dos días y nada.
Al tercer día, la Luciérnaga paró y fingiéndose exhausta, dijo a la serpiente:
- Espera, me rindo, pero antes de atraparme permíteme hacerte unas preguntas.
- No acostumbro dar éste precedente a nadie pero como te pienso devorar, puedes preguntarme.
- ¿Pertenezco a tu cadena alimenticia?
- No.
- ¿Te hice algún mal?
- No.
- Entonces, ¿Porque quieres acabar conmigo?
- Porque no soporto verte brillar.

La luciérnaga se atrevió a recabar esa información, porque quería entender la situación que a todas luces le parecía sin sentido.

Una vez enterada del adormecimiento y la envidia de la serpiente, se limitó a sonreír y volar más alto y rápido aún, con lo que la serpiente se quedó con ganas de ese bocado tan luminoso que demostró estar fuera de su alcance.

En un guiño final de su luz, el bichito alado le gritó a la serpiente, muy encima de ella:

-“Es hora de que aprendas a brillar tu misma de un modo tan hermoso que aún nosotras las luciérnagas, observemos con admiración, tu gran resplandor”

domingo, 26 de diciembre de 2010

La elegancia del erizo.


“No tema Renée pues, por usted, a partir de ahora buscaré los siempres en los jamases. La belleza en este mundo”

“La literatura tiene una función pragmática. Como toda forma de Arte, tiene como misión hacer soportable el cumplimiento de nuestros deberes vitales. Para un ser que, como humano, da fuerza a su destino a fuerza de reflexión y reflexividad, el conocimiento así obtenido tiene el carácter insoportable de toda lucidez desnuda. Sabemos que somos animales dotados de un arma de supervivencia y no dioses que dan forma al mundo con su propio pensamiento, y desde luego hace falta algo para que esta sagacidad sea para nosotros tolerable, algo que nos salve de la triste y eterna fiebre de los destinos biológicos.”

“La eternidad se nos escapa.
Tales días, en los que naufragan en el altar de nuestra naturaleza profunda todas las creencias románticas, políticas, intelectuales, metafísicas y morales que años de educación y cultura han tratado de imprimir en nosotros, la sociedad, campo territorial agitado por ondas jerárquicas, se sume en la nada del Sentido. Adiós a los pobres y a los ricos, a los pensadores, a los investigadores, a los dirigentes, a los esclavos, a los buenos y a los malos, a los creativos y los concienzudos, a los sindicalistas y a los individualistas, a los progresistas y a los conservadores; ya no son sino homínidos primitivos cuyas muecas y sonrisas, gestos, adorno, lenguaje y códigos inscritos en el mapa genético del primate medio, solo significan esto: representar su papel o morir.
Esos días uno necesita desesperadamente el Arte.”

“Aparte del amor, la amistad y la belleza del Arte, no veo gran cosa que pueda alimentar la belleza humana. Soy verdaderamente joven para aspirar a la amistad y al amor. Pero el Arte… si no tuviera que morir, el Arte habría sido toda mi vida. Bueno cuando digo Arte debo aclarar a qué me refiero: no estoy hablando sólo de las grandes obras de los maestros. Ni siquiera por Vermeer le tengo apego a la vida. Su obra es sublime pero está muerta. No, yo me refiero a la belleza en el mundo, a lo que puede elevarnos en el movimiento de la vida.”

“Yo suplico al destino que me de la oportunidad de ver más allá de mí misma y de conocer a la gente.”

“Por primera vez en mi vida, he sentido el significado de la palabra nunca. Pues bien, es horrible. Pronunciamos esa palabra cien veces al día pero no sabemos lo que decimos antes de habernos enfrentado a un verdadero nunca más. El caso es que uno siempre tiene la ilusión de que controla lo que ocurre; nada parece definitivo. Por mucho que me dijera estas últimas semanas que me iba a a suicidar, ¿de verdad lo creía?¿De verdad me hacía sentir esta decisión el significado de la palabra nunca? En absoluto. Me hacía sentir mi poder de decidir. Pero cuando alguien a quien se quiere muere… entonces de verdad os digo que uno siente lo que significa, y hace mucho, mucho daño. Es como un castillo de fuegos artificiales que se apagara de golpe y todo quedara negro. Me siento sola, enferma, me duele el corazón y cada movimiento me cuesta unos esfuerzos titánicos.”

lunes, 20 de diciembre de 2010

Siempre...


Siempre hay que tener a mano un lápiz de color
para marcar los días felices de la vida.

Felices por despertar una mañana y sonreir,
por haber conocido un lugar mágico,
por haber reído mucho,
por descubrir un rostro que nos mira...

Cuento de Navidad. Ray Bradbury.



El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
-¿Qué haremos?

-Nada, ¿qué podemos hacer?

-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.

-¿Qué...? -preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

-Quiero mirar por el ojo de buey.

-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.

-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

-Espera un poco -dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.

-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.

-Pero... -empezó a decir la madre.

-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-Ya es casi la hora.

-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.

Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.

-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-No entiendo.

-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

-Entra, hijo.

-Está oscuro.

-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas

sábado, 18 de diciembre de 2010

CRUZAR EL ALAMBRADO. POR INÉS CAROZZA.


Con pasos trémulos se acercó al alambrado y más trémula aún su mano se aferró a él torpemente, sin embargo lo impulsaba una fuerza interior que no se hacía eco en sus movimientos, movimientos de anciano. Mira esa mano, sí la suya, aunque le parezca que es de otro, aunque no quiera reconocerla. La ve vieja, gastada, cubierta de un pellejo gris casi ceniciento, surcada por ríos azulados, marcados como los sarmientos de una vid. Pero sí, le pertenece, pertenece a ese cuerpo que también es suyo y que parece a punto de quebrarse.
El alambrado lo separa del afuera, de lo incierto, de lo desconocido y es que hace tanto que está ahí que lo asusta todo lo diferente que pueda encontrar, le da un poco de miedo, por eso todavía no se atrevió a dar el gran paso, a saltar la alambrada y hacerse de una libertad en el fondo tan ansiada.
Qué lo detiene se pregunta, qué. No tiene nada que perder y al fin y al cabo siempre se pierde o quién sabe tal vez se gane, sólo hay que tener el valor de intentarlo. Tampoco recuerda muy bien por qué está ahí. ¿Habrá cometido algún delito? Quizás mató a alguien, justa o injustamente, que para el caso es lo mismo. Tal vez es un ladrón, tal vez un médico, un músico, un albañil… Quién sabe, puede haber sido muchos… pero lo cierto, lo verdaderamente cierto, es que es un hombre. Qué ocurrió en su vida lo ignora, la única certeza es el alambrado y lo que está de este lado.
Mientras sus pensamientos se pierden en extravíos sin respuesta, los otros internados que se desparraman en grupos por el patio, inician el regreso hacia el interior, es la hora del almuerzo. Él no tiene apuro, una magra sopa lo espera, con un poco de suerte algo de pan, que disputará con el compañero de al lado, pero hoy no importa, qué se lo coma, él no tiene hambre. Qué extraño, se dice, si hasta ayer las tripas se le retorcían en mil dolores, en cientos de cuchillos insaciables esperando deshacer cualquier cosa que pudiera entrar por la boca. Pero hoy no, hoy solo el alambrado le preocupa, ya no importan el hambre y el dolor, el frío intenso que se filtra por entre sus zapatos rotos y sus raídas ropas, hoy es insensible a cualquier estimulo, hoy no siente miedo a los golpes de los guardias, hoy solo importa ese alambrado y lo que está detrás de él.
Alguien se acerca, le grita intempestivamente, lo arranca de sus desvaríos, lo arranca del alambrado y lo arrastra hacia adentro, no puede separarse del grupo, esa es la regla, otros iguales que él, esperan ya formados para el traslado. A dónde, nadie lo sabe, pero lo que sí es indudable es que siempre será de este lado del alambre.
Suben al vehículo, uno al lado del otro se acomodan en asientos improvisados con tablas. Cuando logran desviarse de la mirada de los guardias murmuran entre ellos la incertidumbre del viaje. Pronto llegan, el edificio que los espera es de piedra gris con puertas y ventanas enrejadas. Aquí los guardias visten batas blancas, los ayudan a ponerse en fila y a emprender la marcha hacia el interior. Parece un hospital, pabellones y pabellones con internados se abren ante sus ojos, hasta dar con uno en el que se quedaran él y su grupo. Las camas están prolijamente ordenadas, todo ahora es de color blanco, hasta la ventana por la que se ve un atardecer rosado que hiere la falta de color del interior. Sin embargo, su preocupación no menguó, el alambrado sigue afuera, lo espera, sabe que lo espera. Lo imagina cómo si fuera alguien, ya no es un hilo metálico entrecruzado, tiene vida, resplandece y de alguna manera siente que lo llama.
Esa noche, igual que tantas otras, no durmió. Cuando vinieron a repartir las inyecciones nocturnas para los más inadaptados, los que se resistían con gritos al encierro, él se hizo el dormido, así pudo evadir el pinchazo. Ahora estaba muy consciente de todo, el menor ruido lo ponía alerta y aceleraba su corazón.
Estaba viejo, cansado - pero como dije - una fuerza irrefrenable lo hacía moverse, aunque con lentitud y brusquedad. Escondiéndose del vigía, dio un largo rodeo para evitar la ronda nocturna, alcanzó la puerta trasera y arrastrándose casi, llegó hasta el alambrado. Una luz deslumbrante lo invitaba a pasar del otro lado, entonces empezó como pudo a trepar, sus dedos se hundían en el vacío y sus pies trastabillaban, no obstante ya llegaba, ya pronto alcanzaría el borde, entonces sólo había que hacer un esfuerzo más y pasar una pierna, luego la otra y descender. Quería que sus piernas se movieran más rápido, que sus pies no se trabaran, era difícil. Pero… ya faltaba poco, ya lo lograba, ya la incógnita de lo desconocido iba a ser develada. Tocó el suelo y en vez de amplitud como había imaginado, un oscuro y estrecho sendero se abría ante sus ojos. A tientas caminó extendiendo los brazos, las manos adelante, tratando de distinguir en la oscuridad.
Una súbita esperanza brilló en el fondo. Sería el fin del camino y luego seguro que sí, vendría la luz, vendría lo desconocido pero deseado. Siguió avanzando, de pronto sus pasos se aceleraron, qué los impulsaba, quién los atraía, siguió, siguió, siguió sin saber a dónde, sólo la luz delante lo guiaba… Entonces sintió que una fuerza superior lo succionaba, lo extraía hacia el otro lado, ya sus movimientos no le pertenecían, otros se habían adueñado de él…
La luz intensa del quirófano cegó sus ojos – la luz ciega tanto como la oscuridad – y una palmada resonó en el aire, inmediatamente comenzó el llanto… Es un varón dijo la partera y puso al niño en brazos de su madre.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

EL ABRAZO. POR CARLOS LANDI.


Se abrazan. No lo saben. No saben que ocurre eso. Pero a veces se abrazan así sin saber que ocurre. Juntos se entregan al amor, no saben que la tarde expira. Tampoco se separan en el anochecer. Son dos manojos de sentimientos que se ensimisman en la simetría del otro, en el cuerpo de la otredad.

Y no conversan de amor. Nunca lo hacen. Ni cuando estaban solos ni ahora juntos. No saben que lo que sienten se trata de eso: el amor. Esa palabra no la quieren pronunciar, la callan no saben qué es, qué puede ser.

Se nota que se abrazan sin saber. Algo los mantiene unidos. atracción, un poco de ansiedad, recuerdos. Pero no tienen recuerdos, recién se conocen, sólo han pasado minutos. Algo los sujeta muy fuerte a la vida, una oleada de emoción o un poco de distancia para olvidarse de las pesadillas.

Es fuerte este sentir, es muy fuerte. Los domina, los puede, los sobrepasa. Hablan de compasión, de suavidades de la piel, de los ojos. Observan la distancia levemente. Esa distancia no la dicen.

No se atreven a más, no quieren más. No saben que se quieren, no saben de que manera se puede amar. El espacio resulta muy pequeño para dos. El sol sale desesperado.

Se despiden para siempre. No se dan cuenta. La luz del día invade la arena.

De pronto él siente la soledad, un fuerte escalofrío. El viento sopla muy leve sin fuerza.
Tendido se siente como un náufrago del amor, busca sosiego, no lo encuentra.

Esa misma noche percibe la tristeza de su dolor. Lo abrazaron. Hace poco tiempo un cuerpo abrazó el suyo con una intensidad que pudo herirlo para siempre. Se siente morir, vive momentos de dolor, de pánico, de ahogo. Un amanecer se llevaron todo. Sólo le queda un recuerdo débil que lo enciende por dentro: el abrazo.

Así comienza su calvario, una historia distinta, la del miedo a que el abrazo no vuelva a producirse nunca más. La certeza, en realidad es que el abrazo no sucederá. Ahora tiene algo terrible, algo para no tener: una certeza dolorosa. Está solo.