"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

sábado, 18 de diciembre de 2010

CRUZAR EL ALAMBRADO. POR INÉS CAROZZA.


Con pasos trémulos se acercó al alambrado y más trémula aún su mano se aferró a él torpemente, sin embargo lo impulsaba una fuerza interior que no se hacía eco en sus movimientos, movimientos de anciano. Mira esa mano, sí la suya, aunque le parezca que es de otro, aunque no quiera reconocerla. La ve vieja, gastada, cubierta de un pellejo gris casi ceniciento, surcada por ríos azulados, marcados como los sarmientos de una vid. Pero sí, le pertenece, pertenece a ese cuerpo que también es suyo y que parece a punto de quebrarse.
El alambrado lo separa del afuera, de lo incierto, de lo desconocido y es que hace tanto que está ahí que lo asusta todo lo diferente que pueda encontrar, le da un poco de miedo, por eso todavía no se atrevió a dar el gran paso, a saltar la alambrada y hacerse de una libertad en el fondo tan ansiada.
Qué lo detiene se pregunta, qué. No tiene nada que perder y al fin y al cabo siempre se pierde o quién sabe tal vez se gane, sólo hay que tener el valor de intentarlo. Tampoco recuerda muy bien por qué está ahí. ¿Habrá cometido algún delito? Quizás mató a alguien, justa o injustamente, que para el caso es lo mismo. Tal vez es un ladrón, tal vez un médico, un músico, un albañil… Quién sabe, puede haber sido muchos… pero lo cierto, lo verdaderamente cierto, es que es un hombre. Qué ocurrió en su vida lo ignora, la única certeza es el alambrado y lo que está de este lado.
Mientras sus pensamientos se pierden en extravíos sin respuesta, los otros internados que se desparraman en grupos por el patio, inician el regreso hacia el interior, es la hora del almuerzo. Él no tiene apuro, una magra sopa lo espera, con un poco de suerte algo de pan, que disputará con el compañero de al lado, pero hoy no importa, qué se lo coma, él no tiene hambre. Qué extraño, se dice, si hasta ayer las tripas se le retorcían en mil dolores, en cientos de cuchillos insaciables esperando deshacer cualquier cosa que pudiera entrar por la boca. Pero hoy no, hoy solo el alambrado le preocupa, ya no importan el hambre y el dolor, el frío intenso que se filtra por entre sus zapatos rotos y sus raídas ropas, hoy es insensible a cualquier estimulo, hoy no siente miedo a los golpes de los guardias, hoy solo importa ese alambrado y lo que está detrás de él.
Alguien se acerca, le grita intempestivamente, lo arranca de sus desvaríos, lo arranca del alambrado y lo arrastra hacia adentro, no puede separarse del grupo, esa es la regla, otros iguales que él, esperan ya formados para el traslado. A dónde, nadie lo sabe, pero lo que sí es indudable es que siempre será de este lado del alambre.
Suben al vehículo, uno al lado del otro se acomodan en asientos improvisados con tablas. Cuando logran desviarse de la mirada de los guardias murmuran entre ellos la incertidumbre del viaje. Pronto llegan, el edificio que los espera es de piedra gris con puertas y ventanas enrejadas. Aquí los guardias visten batas blancas, los ayudan a ponerse en fila y a emprender la marcha hacia el interior. Parece un hospital, pabellones y pabellones con internados se abren ante sus ojos, hasta dar con uno en el que se quedaran él y su grupo. Las camas están prolijamente ordenadas, todo ahora es de color blanco, hasta la ventana por la que se ve un atardecer rosado que hiere la falta de color del interior. Sin embargo, su preocupación no menguó, el alambrado sigue afuera, lo espera, sabe que lo espera. Lo imagina cómo si fuera alguien, ya no es un hilo metálico entrecruzado, tiene vida, resplandece y de alguna manera siente que lo llama.
Esa noche, igual que tantas otras, no durmió. Cuando vinieron a repartir las inyecciones nocturnas para los más inadaptados, los que se resistían con gritos al encierro, él se hizo el dormido, así pudo evadir el pinchazo. Ahora estaba muy consciente de todo, el menor ruido lo ponía alerta y aceleraba su corazón.
Estaba viejo, cansado - pero como dije - una fuerza irrefrenable lo hacía moverse, aunque con lentitud y brusquedad. Escondiéndose del vigía, dio un largo rodeo para evitar la ronda nocturna, alcanzó la puerta trasera y arrastrándose casi, llegó hasta el alambrado. Una luz deslumbrante lo invitaba a pasar del otro lado, entonces empezó como pudo a trepar, sus dedos se hundían en el vacío y sus pies trastabillaban, no obstante ya llegaba, ya pronto alcanzaría el borde, entonces sólo había que hacer un esfuerzo más y pasar una pierna, luego la otra y descender. Quería que sus piernas se movieran más rápido, que sus pies no se trabaran, era difícil. Pero… ya faltaba poco, ya lo lograba, ya la incógnita de lo desconocido iba a ser develada. Tocó el suelo y en vez de amplitud como había imaginado, un oscuro y estrecho sendero se abría ante sus ojos. A tientas caminó extendiendo los brazos, las manos adelante, tratando de distinguir en la oscuridad.
Una súbita esperanza brilló en el fondo. Sería el fin del camino y luego seguro que sí, vendría la luz, vendría lo desconocido pero deseado. Siguió avanzando, de pronto sus pasos se aceleraron, qué los impulsaba, quién los atraía, siguió, siguió, siguió sin saber a dónde, sólo la luz delante lo guiaba… Entonces sintió que una fuerza superior lo succionaba, lo extraía hacia el otro lado, ya sus movimientos no le pertenecían, otros se habían adueñado de él…
La luz intensa del quirófano cegó sus ojos – la luz ciega tanto como la oscuridad – y una palmada resonó en el aire, inmediatamente comenzó el llanto… Es un varón dijo la partera y puso al niño en brazos de su madre.

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