"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

lunes, 31 de octubre de 2011

EL QUE NO SALTA ES UN HOLANDÉS. MABEL PAGANO


Estaban ahí aquel día en que nosotros nos pegamos al televisor portátil llevado por el gerente, ya que el acontecimiento, muchachos, justifica el abandono del trabajo por un rato, imagínense, hace casi cuarenta años que los argentinos esperamos algo así. Vengan, chicas, que esto no se lo pueden perder y nosotras, que ni locas, porque una cosa es un partido cualquiera y otra muy distinta, un mundial. Pero la Flaca dijo yo tengo que hacer ese trámite de la importadora y se fue. Volvió cuando ya estábamos en los escritorios, todos emocionados porque todo salió perfecto, según Javier, y qué bárbaros los gimnastas, para el cadete y para nosotras, con la banda y el desfile y los papelitos, una maravilla, no sabés lo que te perdiste, pero la Flaca sin interesarse, ahí parada, con los ojos fijos en ninguna parte y diciendo que a la misma hora del festejo, ellas estaban ahí, en la Plaza, como cien, dando vueltas a la Pirámide, algunas llorando y otras diciéndoles a los periodistas extranjeros que no tenían noticias de hijos, hermanos y padres. Y los tipos seguro que las filmaban para hacernos quedar como la mierda en el exterior, Javier interrumpió golpeando el escritorio y el cadete asegurando que no importa porque, total, quién les va a dar bolilla a cuatro chifladas y nosotras diciéndole terminala con eso, Flaca, que por ahí, andá a saber cuál es la verdad y el gerente rematando con que me gustaría saber quién les paga para que saboteen la imagen del país.
Los días siguieron: la república era una gran cancha de fútbol. Empatamos, ganamos, perdimos, pero no importa, porque la copa se la van a llevar si son brujos y el televisor ya fijo en la oficina, mirá, mirá que remate, cómo se perdió el gol ese boludo y aquel hoy no pega ni una. Las mujeres, ya bien al tanto de lo que significa un córner, cuál es el área chica y qué es lo que debe hacer el puntero derecho. Pero Goyito, el de Expedición, desapareció hace cuatro días y nada, dale Flaca, vos siempre la misma amargada, el cadete con sonrisa de costado y Javier que por algo habrá sido, che, porque a mí todavía nadie me vino a buscar. Y ellas siguen ahí, dando vueltas a la Pirámide, ma sí, ya se van a ir, acabala, parecés la piedra en el zapato, pero tienen que darles una explicación, lo que tienen que darles es una paliza y listo, así se dejan de decir macanas cuando el país está de fiesta. Hay que embromarse con alguna gente, la patria no les importa, el gerente opinando desde la primera fila frente a la pantalla y la Flaca como para sí misma, el fútbol no es la patria. Gol. Gooooolllll. Golazo. ¡Ar-gen-ti-na! ¡Ar-gen-ti-na!
¿Hacen falta seis para pasar a la final? Se hacen los seis, pero a la hermana de Carrasco la secuestraron anoche a dos cuadras de la facultad, que se embrome, por meterse donde no debe, dijiste vos y Javier yo siempre le vi algo raro a esa chica, enganchando enseguida con que después de los seis pepinos a los peruanos, concierto de cacerolas en el edificio, en pleno Barrio Norte, nunca visto, el delirio, la locura y nosotras, contando de la caravana de coches y el novio y el marido, con las banderas, los gorritos y las cornetas, nos acostamos como a las cuatro y hasta la chica aquella, Mariana, la de Libertador, con la vincha y subiéndose a un camión que pasaba para el centro, no se puede creer, ¿viste? Por un anónimo, nada más que por una denuncia sin fundamento y al otro porque ayudaba al cura y a las monjas en la villa del Bajo Flores. Te digo que no me quedó uña por comerme y la hora maldita no pasaba nunca, tocando el techo con cada gol y mirando el reloj, hasta que al fin se dio. Se me cayeron las lágrimas, ¡qué final! ¡El que no salta es un holandés! Y los que desaparecen son argentinos, dale Flaca, no empecés, ¿no te dije, pibe, que la Copa se quedaba aquí? Todos con las banderas y los pitos, a gritar y a cantar, dale con el tachín- tachín, juntos, en aquella fiesta que parecía que no iba a terminar nunca, porque ganamos, salimos campeones y fue como una borrachera de la que nos despertamos con este dolor de cabeza que nos martillea las sienes y un revoltijo de estómago que aumenta a medida que la tapa de la olla se va corriendo. Las cuentas finales no aparecen y la lata está rota de tantas manos que se le metieron adentro. Pero lo peor es lo otro, ellas que siguen ahí, ellas, que ya estaban pidiendo por los que no estaban mientras nosotros saltábamos, sordos a lo que decían algunos como la Flaca, ustedes no se dan cuenta de lo que está pasando y cuando comprendan, ya va a ser tarde. Aseguraba que éramos como los alemanes, que veían el humo saliendo de las chimeneas de los campos de concentración y miraban para otra parte, se callaban, como callamos nosotros, entonces y después, tapándonos hasta las orejas cuando las sirenas nos interrumpían las noches, o escuchábamos algún grito, o se llevaban a alguien del piso de abajo. Nos dieron un pirulín para matar el hambre, Flaca, tenías razón y una entrada al circo para comprarnos la conciencia.

jueves, 27 de octubre de 2011

INSTRUCCIONES PARA LLORAR. JULIO CORTÁZAR

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.

Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

lunes, 24 de octubre de 2011

VIDEO PÉRDIDA Y RECUPERACIÓN DEL PELO. JULIO CORTÁZAR

PÉRDIDA Y RECUPERACIÓN DEL PELO. JULIO CORTÁZAR

Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista.

Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna de las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería y que sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño.

Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante meses viviremos rocleados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizarnos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos del hampa, con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de día ganamos en un ministerio o una casa de comercio.

Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia contra una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se decidirá a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión tormentosa de los detritos en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda.

Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.

viernes, 14 de octubre de 2011

CELESTINA. SILVINA OCAMPO

Era la persona más importante de la casa. Manejaba la cocina y las llaves de las alacenas. Era necesario complacerla.

Para que fuera feliz, había que darle malas noticias: esas noticias eran tónicos para su cuerpo, deleites para su espíritu.

–Celestina, hoy, mientras daba a luz, murió de un ataque al corazón la señora Celina Romero, aquella mujer simpática y bondadosa, a quien convidó usted con carbonada y niños envueltos. Nadie se ocupará del hijo, que tiene dos cabezas y una sola oreja.

–¿Y en todo lo demás el niño es normal?

–No. Tiene el talón del pie colocado adelante, los dedos en el talón, además de las pestañas dentro de los párpados. Hablan de hacerle una operación.

–¡Qué pavada operar a un recién nacido!

Celestina se incorporaba en la silla, como en el agua una flor marchita, y revivía.

–Celestina, hay terremotos en Chile; maremotos también. Ciudades enteras han desaparecido. Los ríos se transforman en montañas, las montañas en ríos. Se desbordan, se vienen abajo. Predicen el fin del mundo.

Celestina sonreía misteriosamente. Ella que era tan pálida, se sonrojaba un poco.

–¿Cuántos muertos? –preguntaba.

–Todavía no se sabe. Muchos han desaparecido.

–¿Podría mostrarme el diario?

Le mostrábamos el diario, con las fotografías de los desastres. Las guardaba sobre su corazón.

–¡Qué broma! –respondía.

–Celestina, la criminalidad infantil aumenta. Ayer, mientras el señor Ismael Rébora, que usted conoce, dormía, con la dosis habitual de somnífero, su nieto, Amílcar, de ocho años de edad, con el cuchillo que utilizaba para sacar punta a los lápices y a las cañas de bambú, le infirió varias heridas mortales. El señor Ismael Rébora tuvo tiempo de encender la luz para ver como le asestaban la cuarta puñalada y comprobar que el autor del hecho, no sólo era un niño, sino su nieto, amargura que para él duró la fracción de un segundo, pero no para su familia, que ocultó el asesinato con éxito, y que tiene que convivir ahora con un pequeño criminal que asesinará con el tiempo al resto de la familia.

–A lo mejor –respondía Celestina.

Durante horas fue amable, bondadosa, alegre, casi bonita; tarareaba una canción española, que expresaba claramente su regocijo.

Celestina podía vivir en carne propia las malas noticias.

–Esta casa está incendiándose –le dijeron un día–. Los bomberos ya están al pie del edificio, tratando de apagar el incendio. No, no es una broma. De los grifos, en vez de agua, salen llamas. No podemos salvarnos, porque la escalera que da al pasillo de la puerta de calle está ardiendo y la de servicio está obstruida por los tirantes de madera que cayeron. De cada ventana se asoma el fuego, con sus ojos de anguila eléctrica.

Celestina, reconfortada con la mala noticia, se salvó del incendio sin una quemadura. Los otros inquilinos de la casa murieron o se salvaron con quemaduras de tercer grado.

A veces, por increíble que parezca, no hay malas noticias en los diarios. Es difícil, pero sucede. Entonces, hay que inventar crímenes, asaltos, muertes sobrenaturales, pestes, movimientos sísmicos, naufragios, accidentes de aviación o de tren, pero estas invenciones no satisfacen a Celestina. Mira con cara incrédula a su interlocutor.

Y llegó un día en que tuvimos sólo buenas noticias, y la imposibilidad de inventar malas noticias.

–¿Qué hacemos? –preguntaron Adela, Gertrudis y Ana.

–¿Buenas noticias? No hay que dárselas –dije, pues me había encariñado con Celestina.

–Algunas poquitas no le harán daño –dijeron.

–Por pocas que sean, le harán daño –protesté–. Es capaz de cualquier cosa.

Nos secreteábamos en las puertas. ¡Aquel último accidente, horrible, que yo le había anunciado, la dejó tan contenta! Fui personalmente a ver el tren descarrilado, a revisar los vagones en busca de un mechón de pelo, de un brazo mutilado para describírselo.

Como si hubiera presentido que estábamos preparándole una emboscada, nos llamó.

–¿Qué hacen? ¿Qué están complotando, niñas?

–Tenemos una buena noticia –dijo Adela, cruelmente.

Celestina palideció, pero creyó que se trataba de una broma. El sillón de mimbre donde estaba sentada, crujió debajo de su falda oscura.

–No te creo –dijo–. Sólo hay malas noticias en este mundo.

–Pues, no, Celestina. Los diarios están llenos de buenas noticias –dijo Ana, con los ojos brillantes–. De acuerdo con las estadísticas, se han podido combatir eficazmente las peores enfermedades.

–Son cuentos –musitó Celestina–. ¿Y tú, con esa carita triste, qué noticia me traes? –me dijo débilmente, con una última esperanza.

–Los crímenes han disminuido notablemente –exclamó Adela.

–En cuanto a la leucemia, es una historia antigua –musitó Gertrudis.

–Y yo gané a la lotería –dijo Ana diabólicamente, sacando un billete del bolsillo.

Esas voces agrias, anunciando noticias alegres, no auguraban nada bueno. Celestina cayó muerta.

lunes, 10 de octubre de 2011

La Soga (Silvina Ocampo)

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.”La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor.Si alguien le pedía:—Toñito, préstame la soga.El muchacho invariablemente contestaba:—No.A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.