"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

viernes, 18 de octubre de 2013

FELIZ ANIVERSARIO. POR CARLOS RAFAEL LANDI


El tema del tiempo a veces me hace pensar. Es tan raro. Cuando las cosas que viviste y que parecían abandonadas en un pasado remoto, vuelven así como si nada, se aparecen ante vos y de repente sos el mismo de aquella vez, tenés la misma edad, el mismo color de pelo, los mismos sueños, las mismas incertidumbres. Sin embargo, cuando te tomás el atrevimiento de mirarte al espejo para confirmar que realmente ese que fuiste está impreso en el vidrio, como si nunca se hubiera ido, el encantamiento se esfuma y te deja parado en el medio de la habitación, estupefacto, enredado en tu propia telaraña de tiempo, esa que te suele conducir a las preguntas que menos querés hacerte pero que no se van de tu cabeza de ninguna forma.
Creo que el problema es el día. Antes quizás sí, me dejaba cambiar el humor por una mañana nublada o por un atardecer. Ahora ya no.  Digo que el problema es el día porque hoy, al igual que todos los años, me toca celebrar. Y en esa celebración siempre llueven los recuerdos, las imágenes, las sensaciones impregnadas en la retina,  como dije antes, toda esta cuestión del tiempo.
No es fácil. Cualquiera podría decir que sí. Y en una de esas tienen razón. Qué sé yo. Pero no me puedo olvidar. Y si alguien quiere venir a juzgarme que lo haga, no creo que ninguno de esos que atinen a levantar el dedo sepan con tanta certeza de lo que hablo.
Ellos no estuvieron ahí. No supieron lo que es sentirse así. Sentir que el mundo se puede estar destruyendo, y vos sin que te importe nada, sin instinto de supervivencia, absorto frente a lo que tus ojos ven, aceptando que si ese es el final, si así tiene que ser, pues bien que lo sea, porque no necesitás otra cosa.
Igual nunca se lo dije a nadie. Ni lo haría tampoco. Van a pensar que estoy loco.
No.
La gente del barrio, me ve pasar y me saluda desde sus ventanas y supongo que imaginan cualquier cosa, porque salir con este frío a recorrer las calles de París es de un corajudo, o de un aventurero como le gusta decir a José.
Yo prefiero no explicarles, si después de todo no lo van a entender. No creo que se acuerden. Y si se acuerdan no le van a dar la importancia que tiene para mí.
Se hace de noche y en el banco de plaza junto al Sena brindo conmigo mismo. No sería un festejo si no levantara la copa y tomara aunque sea un sorbito en honor a ese día. Con uno solo alcanza.
Al principio me pareció medio tirado de los pelos todo este tema del aniversario. Porque pensándolo bien, no es algo muy normal, ya lo sé.
Pero bastó con llevarlo a cabo la primera vez para caer en la cuenta que el resto de los días no importaba. Que esa jornada, cada año a la misma hora y en el mismo sitio era lo único que valía la pena.
Y valía la pena porque era como volver a estar ahí.
Sentado al lado tuyo, viéndote en penumbras y las estrellas haciéndonos compañía, escuchando lo que decíamos pero sin contárselo a nadie, porque era algo nuestro, algo que viajaba de un corazón al otro, sin intermediarios más que las sílabas regaladas por tu boca, y luego el silencio y tus ojos y la espera ansiosa de mis manos por tomar las tuyas, para sentirte más cerca aún, creyendo que de esa forma podía retenerte junto a mí e inmortalizarte en mi memoria, y tu sonrisa, esa sonrisa capaz de hacer a un costado las ráfagas heladas del invierno  y abrazarme con el lazo más cálido y protector, alejándome de todo resabio de dolor o miedo, ahuyentando los fantasmas propios y los ajenos, los que se esconden en las sombras y carcomen el alma por dentro, iluminando todo a tu alrededor  acaso sin saberlo, acaso sin tomar noción del fulgor que rodea tu cuerpo y te hace ser más bella aún, con el fuego que despiden tus pupilas incandescentes.
Sos todo para mí. Y lo vas a seguir siendo hasta que las horas se terminen.

Ese fue el día más feliz de mi vida.
Por eso hoy estoy acá sentado.
Por eso hoy, mientras las luces se van apagando, miro las estrellas y te recuerdo. Vuelvo a esa noche mágica para seguir respirando, sabiendo que jamás volveré a ser tan feliz.
Es un aniversario con mi felicidad. Vos y yo somos conscientes que debemos encontrarnos cada año en este lugar.
Quizás les parezca estúpido. No puedo hacer nada contra eso.
De vos ya nada sé. Solo me queda el recuerdo de otro tiempo muy lejano.

Tal vez no me recuerdes, o sí.
Tal vez pasaste alguna noche por este puente  y te sentaste despacito en este banco, sin que nadie se entere, como hago yo, para imaginarme ahí junto a vos tomados de la mano, en un instante que me prestó la vida para tenerte conmigo y que como todo en la vida, vino a cobrárselo después.
No lo sé y probablemente nunca lo sepa.
Sólo me queda seguir tiritando de frío, pero no pienso moverme de acá. Todavía queda otro sorbo de champagne en la copa.
Y todavía estamos juntos.
Por favor, quedate un rato más.
Y si no es mucho pedir, dame la mano.
A tu salud.



INVITADO A:


jueves, 17 de octubre de 2013

EL HIJO DEL VAMPIRO. JULIO CORTÁZAR

Probablemente todos los fantasmas sabían que Duggu Van era un vampiro. No le tenían miedo pero le dejaban paso cuando él salía de su tumba a la hora precisa de medianoche y entraba al antiguo castillo en procura de su alimento favorito.
El rostro de Duggu Van no era agradable. La mucha sangre bebida desde su muerte aparente —en el 1060, a manos de un niño, nuevo David armado de una honda-puñal— había infiltrado en su opaca piel la coloración blanda de las maderas que han estado mucho tiempo debajo del agua. Lo único vivo, en esa cara, eran los ojos. Ojos fijos en la figura de Lady Vanda, dormida como un bebé en el lecho que no conocía más que su liviano cuerpo.
Duggu Van caminaba sin hacer ruido. La mezcla de vida y muerte que informaba su corazón se resolvía en cualidades inhumanas. Vestido de azul oscuro, acompañado siempre por un silencioso séquito de perfumes rancios, el vampiro paseaba por las galerías del castillo buscando vivos depósitos de sangre. La industria frigorífica lo hubiera indignado. Lady Vanda, dormida, con una mano ante los ojos como en una premonición de peligro, semejaba un bibelot repentinamente tibio. Y también un césped propicio, o una cariátide.
Loable costumbre en Duggu Van era la de no pensar nunca antes de la acción. En la estancia y junto al lecho, desnudando con levísima carcomida mano el cuerpo de la rítmica escultura, la sed de sangre principió a ceder.
Que los vampiros se enamoren es cosa que en la leyenda permanece oculta. Si él lo hubiese meditado, su condición tradicional lo habría detenido quizá al borde del amor, limitándolo a la sangre higiénica y vital. Mas Lady Vanda no era para él una mera víctima destinada a una serie de colaciones. La belleza irrumpía de su figura ausente, batallando, en el justo medio del espacio que separaba ambos cuerpos, con hambre.
Sin tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al amor con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady Vanda se retrasó en un segundo a sus posibilidades de defensa, y el falso sueño del desmayo hubo de entregarla, blanca luz en la noche, al amante.
Cierto que, de madrugada y antes de marcharse, el vampiro no pudo con su vocación e hizo una pequeña sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más tarde, al pensar en aquello, Duggu Van sostuvo para sí que las sangrías resultaban muy recomendables para los desmayados. Como en todos los seres, su pensamiento era menos noble que el acto simple.
En el castillo hubo congreso de médicos y peritajes poco agradables y sesiones conjuratorias y anatemas, y además una enfermera inglesa que se llamaba Miss Wilkinson y bebía ginebra con una naturalidad emocionante. Lady Vanda estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte. La hipótesis de una pesadilla demasiado verista quedó abatida ante determinadas comprobaciones oculares; y, además, cuando transcurrido un lapso razonable, la dama tuvo la certeza de que estaba encinta.
Puertas cerradas con Yale habían detenido las tentativas de Duggu Van. El vampiro tenía que alimentarse de niños, de ovejas, hasta de —¡horror!— cerdos. Pero toda la sangre le parecía agua al lado de aquella de Lady Vanda. Una simple asociación, de la cual no lo libraba su carácter de vampiro, exaltaba en su recuerdo el sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su lengua.
Inflexible su tumba en el pasaje diurno, érale preciso aguardar el canto del gallo para botar, desencajado, loco de hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda, pero sus pasos lo llevaban una y otra vez a la galería terminada en la redonda burla amarilla de la Yale. Duggu Van estaba sensiblemente desmejorado.
Pensaba a veces —horizontal y húmedo en su nicho de piedra— que quizá Lady Vanda fuera a tener un hijo de él. El amor recrudecía entonces más que el hambre. Soñaba su fiebre con violaciones de cerrojos, secuestros, con la erección de una nueva tumba matrimonial de amplia capacidad. El paludismo se ensañaba en él ahora.
El hijo crecía, pausado, en Lady Vanda. Una tarde oyó Miss Wilkinson gritar a la señora. La encontró pálida, desolada. Se tocaba el vientre cubierto de raso, decía:
—Es como su padre, como su padre.
Miss Wilkinson llegó a la conclusión de que el pequeño vampiro estaba desangrando a la madre con la más refinada de las crueldades.
Cuando los médicos se enteraron hablóse de un aborto harto justificable; pero Lady Vanda se negó, volviendoo la cabeza como un osito de felpa, acariciando con la diestra su vientre de raso.
—Es como su padre —dijo—. Como su padre.
El hijo de Duggu Van crecía rápidamente. No solo ocupaba el cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda apenas podía hablar ya, no le quedaba sangre; si alguna tenía estaba en el cuerpo de su hijo.
Y cuando vino el día fijado por los recuerdos para el alumbramiento, los médicos se dijeron que aquél iba a ser un alumbramiento extraño. En número de cuatro rodearon el lecho de la parturienta, aguardando que fuese la media noche del trigésimo día del noveno mes del atentado de Duggu Van.
Miss Wilkinson, en la galería, vio acercarse una sombra. No gritó porque estaba segura de que con ello no llegaría a nada. Cierto que el rostro de Duggu Van no era para provocar sonrisas. El color terroso de su cara se había transformado en un relieve uniforme y cárdeno. En vez de ojos, dos grandes interrogaciones llorosas se balanceaban debajo del cabello apelmazado.
—Es absolutamente mío —dijo el vampiro con el lenguaje caprichoso de su secta— y nadie puede interponerse entre su esencia y mi cariño.
Hablaba del hijo; Mis Wilkinson se calmó.
Los médicos, reunidos en un ángulo del lecho, trataban de demostrarse unos a otros que no tenían miedo. Empezaban a admitir cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su piel se había puesto repentinamente oscura, sus piernas se llenaban de relieves musculares, el vientre se aplanaba suavemente y, con una naturalidad que parecía casi familiar, su sexo se transformaba en el contrario. El rostro no era ya el de Lady Vanda. Las manos no eran ya las de Lady Vanda. Los médicos tenían un miedo atroz.
Entonces, cuando dieron las doce, el cuerpo de quien había sido Lady Vanda y era ahora su hijo se enderezó dulcemente en el lecho y tendió los brazos hacia la puerta abierta.
Duggu Van entró en el salón, pasó ante los médicos sin verlos, y ciñó las manos de su hijo.


Los dos, mirándose como si se conocieran desde siempre, salieron por la ventana. El lecho ligeramente arrugado, y los médicos balbuceando cosas en torno a él, contemplando sobre las mesas los instrumentos del oficio, la balanza para pesar al recién nacido, y Miss Wilkinson en la puerta, retorciéndose las manos preguntando, preguntando, preguntando.

jueves, 10 de octubre de 2013

La mano disecada. Guy de Maupassant


Un amigo mío, Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, hará cosa de ocho meses, a varios camaradas de colegio. Bebíamos ponche y fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente joven. Se abre súbitamente la puerta y entra como un vendaval uno de mis buenos amigos de la infancia:-¿A que no adivinan de dónde vengo? -exclamó en seguida.
-Apuesto a que vienes de Mabille -contesta uno.
-¡Caray! Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj -dice otro.
-Estabas ya borracho, y como te ha dado en la nariz el ponche de Luis, has subido a su casa para emborracharte de nuevo -contesta un tercero.
-No dan en el clavo; vengo de P., en Normandía, donde he pasado ocho días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que les voy a presentar, con su permiso.
Y diciendo y haciendo, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada; los músculos, extraordinariamente poderosos, estaban sujetos, interior y exteriormente, por una tira de piel apergaminada; las uñas amarillas, estrechas, cubrían aún las extremidades de los dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.
-Verán -dijo mi amigo-. Vendían hace unos días los cachivaches de un viejo brujo, muy conocido en la comarca; todos los sábados iba a su aquelarre montado en su palo de escoba, practicaba la magia blanca y la magia negra, hacía que las vacas diesen leche azul y las obligaba a llevar la cola igual que el compañero de San Antonio. Lo cierto es que aquel tunante sentía gran apego hacia esta mano; aseguraba que había pertenecido a un célebre criminal que fue ajusticiado el año mil setecientos treinta y seis, por haber tirado de cabeza a un pozo a su mujer legítima, en lo cual no creo que anduviese descaminado; después ahorcó del campanario de la iglesia al cura que los casó. Realizada esta doble hazaña, se lanzó a correr mundo, y durante su carrera, corta pero bien aprovechada, desvalijó a doce viajeros; asfixió, ahumándolos, a una veintena de frailes, y convirtió un monasterio de religiosas en un harem.
-Y ¿qué vas a hacer con esa monstruosidad? -gritamos todos a una.
-¿Qué? Verán. Voy a ponerla de tirador de la campanilla de la puerta, para asustar a mis acreedores.
-Amigo mío -dijo Henry Smith, un inglés grandulón y flemático-, en mi opinión, esa mano es carne de indio, conservada por un procedimiento nuevo; te aconsejo que la hiervas para hacer caldo.
-Basta de burlas, caballeros -dijo con la mayor seriedad un estudiante de medicina que estaba a dos dedos de la borrachera-; y tú, Pedro, el mejor consejo que puedo darte es que hagas dar tierra cristianamente a ese despojo humano, no vaya a ser que su propietario venga a reclamártelo, sin contar con que quizá esa mano haya adquirido malos hábitos. Ya conoces el refrán: "El que ha matado, matará".
-Y el que ha bebido, beberá -intervino el anfitrión, y acto seguido escanció al estudiante un vaso grande de ponche, que éste se echó al cuerpo de un trago, rodando luego, borracho perdido, debajo de la mesa.
Risas formidables acogieron aquella salida, y Pedro alzó su vaso saludando a la mano:
-Brindo -dijo- por la próxima visita de tu dueño.
Se cambió de conversación, y cada cual se retiró a su casa.
Al día siguiente tuve que pasar por su puerta y entré a visitarlo; eran cerca de las dos, y me lo encontré leyendo y fumando.
-¿Cómo sigues? -le pregunté.
-Muy bien -me contestó.
-¿Y tu mano?
-Has tenido que verla al tirar de la campanilla, porque la puse anoche allí, cuando llegué a casa. A propósito: se conoce que algún imbécil quiso jugarme una chuscada, porque a eso de la medianoche empezaron a alborotar a mi puerta; pregunté quién era, pero como nadie me contestó, volví a acostarme y me dormí.
En aquel mismo instante tocaron la campanilla; quien llamaba era el propietario de la casa, individuo grosero y muy impertinente. Entró sin saludar.
-Caballero -le dijo a mi amigo-, hágame el favor de quitar en el acto esa carroña que ha colgado usted del cordón de la campanilla, porque de lo contrario me veré obligado a despedirlo.
-Caballero -le contestó Pedro, con gran solemnidad-, ha insultado usted a una mano que no merece ser tratada así, porque perteneció a un hombre muy bien educado.
El propietario dio media vuelta y se marchó como había entrado. Pedro fue tras él, descolgó la mano y luego la ató a la cuerda de la campanilla que tenía en la alcoba.
-Así está mejor -dijo-. Esta mano, lo mismo que el morir habemos de los trapenses, me hará pensar en cosas serias cuando me vaya a dormir.
Permanecí una hora con mi amigo, me despedí de él y regresé a mi casa.
Aquella noche dormí mal, estaba agitado, nervioso; varias veces me desperté sobresaltado y hasta llegué a imaginarme que había entrado en mi habitación un hombre; me levanté a mirar dentro de los armarios y debajo de la cama; finalmente, cuando empezaba a quedarme transpuesto, a eso de las seis de la mañana, salté de la cama al sentir que llamaban violentamente a mi puerta. Era el criado de mi amigo; venía a medio vestir, pálido y tembloroso.
-¡Ay, señor! -exclamó sollozando-. ¡Han asesinado a mi pobre amo!
Me vestí a toda prisa y corrí a casa de Pedro. La encontré llena de gente que discutía muy agitada; estaban como en ebullición, todos peroraban, relatando el suceso y comentándolo cada cual a su manera. Llegué con grandes dificultades hasta el dormitorio de mi amigo, di mi nombre y me permitieron la entrada. Cuatro agentes de policía estaban de pie en el centro de la habitación, con el carné en la mano; examinaban todo, cuchicheaban entre sí de cuando en cuando y escribían; dos médicos conversaban cerca de la cama en que Pedro yacía sin conocimiento. No estaba muerto, pero su aspecto era horrible. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos; sus pupilas dilatadas parecían mirar fijamente y con espanto indecible una cosa pavorosa y desconocida; sus dedos estaban crispados y tenía el cuerpo tapado con una sábana que le llegaba hasta la barbilla. Levanté la sábana; se veían en su cuello las marcas de cinco dedos que se habían hundido profundamente en su carne; algunas gotas de sangre manchaban la camisa. Algo me llamó de pronto la atención; miré por casualidad a la campanilla de la alcoba: la mano disecada no estaba allí. Sin duda que los médicos la habrían quitado para que no se impresionasen las personas que tenían que entrar en la habitación, porque era una mano verdaderamente horrible. No pregunté qué había sido de ella.
Doy a continuación, recortado de un periódico del día siguiente, el relato del crimen, con todos los detalles que recogió la Policía:
"Ayer ha sido víctima de un atentado horrible el joven Pedro B., estudiante de derecho, que pertenece a una de las mejores familias de Normandía. Este joven se retiró a casa a las diez de la noche, y despidió a su criado, el señor Bonvin, diciéndole que estaba cansado y que iba a acostarse en seguida. A eso de la medianoche, el criado se despertó de pronto oyendo que tiraban violentamente de la campanilla que tiene su amo para llamar. Tuvo miedo, encendió una vela y esperó; la campanilla dejó de oírse por espacio de un minuto, pero luego volvió a sonar con tal violencia que el criado, fuera de sí de espanto, salió corriendo de su habitación y fue a llamar al portero; éste corrió a dar parte a la policía, y los individuos de ésta abrieron a viva fuerza la puerta; había transcurrido un cuarto de hora. Un horrible espectáculo se presentó a sus ojos: los muebles habían sido derribados y todo indicaba que entre la víctima y el malhechor había tenido lugar una lucha terrible. El joven Pedro B. yacía, inmóvil, en medio de la habitación, caído de espaldas, con los miembros rígidos, el rostro lívido y los ojos dilatados de terror; tenía en el cuello las marcas profundas de cinco dedos. El informe del doctor Bordeau, que fue llamado inmediatamente, dice que el agresor debía estar dotado de una fuerza prodigiosa y que su mano era extraordinariamente enjuta y nerviosa, porque los dedos se habían juntado casi al través de las carnes, dejando cinco agujeros como otros tantos balazos. No existe dato alguno que permita sospechar el móvil del crimen, ni quién pueda ser el autor."
Al siguiente día se leía en el mismo periódico:
"Al cabo de dos horas de cuidados asiduos del doctor Bordeau, el joven Pedro B., víctima del horrible atentado que relatábamos ayer, recobró el conocimiento. Su vida está ya fuera de peligro, pero se abrigan temores por su razón. No existe pista alguna del criminal."
En efecto, mi pobre amigo se había vuelto loco; lo visité todos los días en el hospital durante siete meses; pero ya no recobró la luz de la razón. Durante sus delirios pronunciaba frases extrañas y, como todos los locos, tenía una idea fija, creyéndose perseguido constantemente por un espectro. Un día vinieron a buscarme con urgencia, diciéndome que estaba mucho peor. Lo encontré agonizando. Permaneció durante dos horas muy tranquilo; de pronto, saltó de la cama, a pesar de todos nuestros esfuerzos, y gritó, agitando los brazos, presa de un terror espantoso: "¡Agárrala! ¡Agárrala! ¡Socorro, socorro, que me estrangula!" Dio dos vueltas a la habitación vociferando y cayó muerto, de cara al suelo.
Como era huérfano, tuve que encargarme de trasladar sus restos al pueblecito de P., en cuyo cementerio estaban enterrados sus padres. De ese pueblo regresaba precisamente la noche en que nos encontró bebiendo ponche en casa de Luis, y en que nos enseñó la mano disecada. Se encerró el cadáver en un féretro de plomo; cuatro días más tarde me paseaba yo tristemente en el cementerio donde se le iba a dar sepultura; me acompañaba el anciano sacerdote que le había dado las primeras lecciones.
Hacía un tiempo magnífico; el cielo azul resplandecía de luz; los pájaros cantaban en las zarzas del talud donde él y yo habíamos comido moras muchas veces cuando éramos niños. Creía estar viéndolo aún deslizarse a lo largo del seto vivo y meterse por un pequeño hueco que yo conocía muy bien, allá, al final del terreno de enterramiento de pobres; luego regresábamos a casa con las mejillas y los labios embadurnados del jugo de la fruta que habíamos comido; yo no quitaba mi vista de las zarzas, que ahora estaban llenas de moras; alargué instintivamente la mano, arranqué una y me la llevé a la boca; el cura había abierto su breviario y farfullaba en voz baja sus oremus, y hasta mis oídos llegaba desde el extremo de la avenida el ruido de los azadones de los enterradores, que cavaban la fosa. De pronto, éstos se pusieron a llamarnos; el cura cerró su breviario y fuimos a ver qué querían. Habían tropezado con un féretro.
Hicieron saltar la tapa de un golpe de pico, y nos encontramos ante un esqueleto de estatura desmesurada, que yacía de espaldas y parecía estarnos mirando con las cuencas de sus ojos vacías, como desafiándonos. Sin saber por qué, experimenté yo cierto malestar, casi, casi miedo.
-¡Fíjense! -exclamó uno de los enterradores-. A este tunante le dieron un hachazo en la muñeca, y aquí está la mano cortada.
Y recogió junto al cuerpo una mano grande, seca, que nos enseñó. Su compañero dijo, riéndose:
-¡Cuidado! Parece como si estuviera mirando, dispuesto a tirársete al cuello para que le devuelvas la mano.
-Amigos míos -dijo el sacerdote-, dejen a los muertos en paz y vuelvan a tapar ese féretro. Cavaremos en otro lugar la fosa del señor Pedro.
Como ya nada tenía que hacer allí, tomé al día siguiente el camino de regreso a París, no sin antes haber dejado cincuenta francos al anciano sacerdote para que celebrase misas en sufragio del alma de aquel muerto cuya sepultura habíamos turbado.
FIN

¿Loco? Guy de Maupassant.

Estoy loco? ¿O simplemente celoso? No lo sé, pero he sufrido de un modo horrible. He realizado un acto de locura, de locura furiosa, es cierto; pero los celos anhelantes, el amor exaltado, traicionado y condenado, el dolor abominable que soporto, ¿no basta todo eso para hacernos cometer crímenes y locuras sin ser realmente criminales de corazón o de cerebro?
¡Cuánto he sufrido, sufrido y sufrido de forma continuada, aguda y espantosa! Quise a esa mujer con un arrebato frenético… Y, sin embargo, ¿es cierto? ¿La quise? No, no, no. Ella me poseyó en alma y cuerpo, me invadió, me encadenó. Fui y sigo siendo su cosa, su juguete. Pertenezco a su sonrisa, a su boca, a su mirada, a las líneas de su cuerpo, a la forma de su rostro: jadeo dominado por su apariencia externa; pero a Ella, a la mujer de todo esto, al ser de ese cuerpo, la odio, la desprecio, la execro, siempre la he odiado, despreciado y execrado; porque es pérfida, bestial, inmunda, impura: es la mujer de perdición, el animal sensual y falso que carece de alma, en quien el pensamiento jamás circula como un aire libre y vivificador; es la bestia humana; menos que eso, no es más que un flanco, una maravilla de carne suave y redonda que habita la Infamia.
Los comienzos de nuestra relación fueron extraños y deliciosos. Entre sus brazos siempre abiertos, yo me agotaba en una furia de insaciable deseo. Como si me diesen sed, sus ojos me hacían abrir la boca. Eran grises al mediodía, se teñían de verde a la caída de la luz, y eran azules con el sol levante. No estoy loco: juro que tenían esos tres colores.
En los momentos del amor eran azules, como fatigados , con pupilas enormes y nerviosas. Sus labios, agitados por un temblor, dejaban asomar a veces la punta rosa y mojada de su lengua, que palpitaba como la de un reptil; y sus pesados párpados se alzaban lentamente, descubriendo aquella mirada ardiente y anonadada que me enloquecía.
Al estrecharla entre mis brazos, miraba sus ojos y me estremecía, sacudido tanto por la necesidad de matar aquella bestia como por la necesidad de poseerla sin cesar.
Cuando ella cruzaba mi habitación, el rumor de cada uno de sus pasos producía una conmoción en mi alma; y cuando empezaba a desnudarse y dejaba caer su vestido, al salir, infame y radiante, de las prendas interiores que se amontonaban a su alrededor, sentía a lo largo de mis miembros, a lo largo de los brazos, a lo largo de las piernas y en mi pecho jadeante, un desfallecimiento infinito y cobarde.
Un día me di cuenta de que estaba harta de mi. Lo vi en sus ojos al despertar. Inclinado sobre ella, esperaba todas las mañanas esa primera mirada. La esperaba lleno de rabia, de odio, de desprecio hacia aquella bestia dormida cuyo esclavo era. Pero cuando el azul pálido de su pupila, aquel azul líquido como el agua quedaba al descubierto, todavía lánguido, todavía fatigado, todavía enfermo por las caricias recientes, era como una llama rápida que me quemase, exasperando mis ardores. Cuando ese día su párpado se abrió, vi una mirada indiferente y sombría que ya no deseaba nada.
¡Oh! Lo vi, lo supe, lo sentí, lo comprendí inmediatamente. Todo estaba acabado, acabado para siempre. Y tuve la prueba a cada hora, a cada segundo.
Cuando la llamaba con mis brazos y mis labios, ella se volvía hacia otro lado, molesta y murmurando: “¡Déjame!”, o bien: “¡Qué odioso eres!”, o bien: “¿No podré estar tranquila?”
Entonces me sentí celoso, pero celoso como un perro, y taimado, desconfiado, simulador. Sabía que ella no tardaría en volver a empezar, que llegaría otro para reavivar sus sentidos.
Fui celoso con frenesí; pero no estoy loco; no, desde luego que no.
Esperé. Sí, la espiaba; ella no me habría engañado, pero continuaba fría, adormecida. A veces decía: “¡Me asquean los hombres!” Y era cierto.
Entonces tuve celos de ella misma; celos de su indiferencia, celos de la soledad de sus noches, celos de sus gestos, de su pensamiento, que yo siempre sentía infame; celos de todo lo que yo adivinaba. Y cuando algunas veces, al despertar, tenía aquella mirada blanda que seguía en tiempos pasados a nuestras noches ardientes, como si alguna lascivia acosase su alma y removiese sus deseos, yo sentía sofocos de cólera, temblores de indignación, la comezón de estrangularla, de poner mi rodilla sobre su cuerpo y hacerla confesar, mientras le apretaba la garganta, todos los secretos vergonzosos de su corazón.
¿Estoy loco? —No.
Pero una noche la sentí feliz. Sentí que en ella vibraba una pasión nueva. Estaba seguro, seguro sin duda posible. Palpitaba igual que después de mis abrazos: sus ojos llameaban, sus manos estaban calientes, toda su persona vibrante desprendía aquel vapor de amor que había hecho nacer mi locura.
Simulé no darme cuenta de nada, pero mi vigilancia la envolvía como una red.
Sin embargo, nada descubrí.
Esperé una semana, un mes, una estación. Ella florecía en el brote de un ardor incomprensible; se aplacaba en la dicha de una caricia imperceptible.
Y, de repente,  ¡lo adiviné! No estoy loco. Juro que no estoy loco.
¿Cómo decirlo? ¿Cómo darlo a entender? ¿Cómo expresar esa cosa abominable e incomprensible?
Me enteré de la manera siguiente:
Una tarde, ya lo he dicho, una tarde, cuando volvía de un largo paseo a caballo, se derrumbó frente a mí con los pómulos encendidos, el pecho palpitante, las piernas flojas y los ojos amoratados, en una silla baja. ¡Yo ya la había visto así! ¡Amaba a alguien! No podía equivocarme.
Entonces, perdiendo la cabeza, para no seguir mirándola me volví hacia la ventana, y vi a un lacayo que llevaba de la brida hacia la cuadra su gran caballo que se encabritaba.
También ella seguía con la vista el animal enardecido que daba saltos. Luego, cuando desapareció de nuestra vista, ella se durmió de pronto. Estuve pensando toda la noche; y me pareció que descifraba misterios que nunca había sospechado.
¿Quién sondeará nunca las perversiones de la sensualidad de las mujeres? ¿Quién comprenderá sus inverosímiles caprichos y la satisfacción extraña de las más extrañas fantasías?
Todas las mañanas, nada más apuntar la aurora, ella salía al galope por las llanuras y los bosques; y siempre volvía con las fuerzas agotadas, como tras los frenesíes del amor.
¡Yo había comprendido! Ahora estaba celoso del caballo nervioso y galopante; celoso del viento que acariciaba su rostro cuando ella daba una carrera enloquecida; celoso de las hojas que, al pasar, besaban sus orejas; de las gotas de sol que caían sobre su frente a través de las ramas; celoso de la silla que la llevaba y que ella apretaba entre sus muslos.
Era todo aquello lo que la hacía feliz, lo que la exaltaba, lo que la saciaba, la agotaba y me la devolvía luego insensible y casi desfallecida.
Decidí vengarme. Fui cariñoso y atento con ella. Le ofrecía mi mano cuando iba a desmontar tras sus desenfrenadas carreras. El animal furioso se lanzaba contra mí; ella le acariciaba su cuello curvo, lo besaba en las ventanas nasales temblorosas sin limpiarse luego los labios; y el perfume de su cuerpo sudoroso, como después de la tibieza del lecho, se mezclaba a mi olfato con el aroma acre y salvaje del animal.
Esperé mi día y mi hora. Ella pasaba todas las mañanas por el mismo sendero, por un bosquecillo de abedules que se adentraba hacia la selva.
Salí antes de amanecer, con una cuerda en la mano y mis pistolas escondidas sobre el pecho, como si fuera a batirme en duelo.
Corrí hacia el camino que tanto le gustaba; tendí la cuerda entre dos árboles; luego me escondí entre las altas hierbas.
Había puesto la oreja pegada contra el suelo; oí su galope lejano; luego lo percibí más cerca, bajo las hojas, como al final de una bóveda, llegando al galope. ¡Ay, no me había equivocado, era aquello! Parecía transportada de alegría, con las mejillas encendidas y locura en la mirada; y el movimiento precipitado de la carrera hacía vibrar sus nervios con un goce solitario y furioso.
El animal tropezó con las dos patas delanteras en mi trampa, y rodó por el suelo con los huesos rotos. A ella la recogí en mis brazos. Soy tan fuerte que puedo cargar con un buey. Luego, cuando la deposité en tierra, me acerqué a Él, que nos miraba; entonces, cuando todavía trataba de morderme, le puse una pistola en la oreja… y lo maté… como a un hombre.
Pero también yo caí, con el rostro cruzado por dos golpes de fusta; y cuando ella volvía a lanzarse sobre mí, disparé mi otra bala contra su vientre.
Díganme: ¿estoy loco?


martes, 8 de octubre de 2013

TE DIGO MÁS. ROBERTO FONTANARROSA

Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. 
Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo, por decirlo de otra manera. Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo vestido para la nieve, abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno nosotros? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto debajo de un árbol? 


Pero el pobre Gordo casi la palma con esa historia... ¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se la cuento a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total. Pero en la lona lona, no tenía un mango partido por la mitad, lo habían despedido de la proveeduría donde laburaba y lo ponías cabeza abajo y no le caía una moneda. Para colmo, se venían las fiestas y algo había que comprar para poner arriba de la mesa el 24 a la noche. 



El Gordo tiene dos pibes que eran muy chiquitos en ese entonces y a esa edad a los pendejos no les vas a andar explicando el fato del FMI, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y todas esas pelotudeces. 
La cuestión es que empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que fuera. Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí por Mendoza al fondo. Ya después entró a andar por cualquier lado para conseguir algo. 
Y resulta que en el barrio Echesortu, una vieja que tenía una casa bastante grande de electrodomésticos le ofrece disfrazarse de Papá Noel y repartir caramelos a los chicos en la puerta para promocionar su negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos mangos, por supuesto, que al Gordo le venían bastante bien. Y ahí fue el Luis, che. 

Ahora, imaginate la escena, porque estamos hablando de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a orillas del anchuroso río Paraná. 
El Gordo Luis, tenés que pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar por los 120, porque es alto, grandote, Luis. 
Y te digo que resultaba perfecto para Papá Noel porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca lo he visto enojado al Gordo, es un pan de Dios. 
Pero tenés que tener en cuenta una cosa ineludible. Rosario... pleno verano... mediodía, un sol de la puta madre que lo reparió, algo así como 83 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un traje de Papá Noel con una tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa no te miento, gorro, barba de algodón, bigotes, botas y guantes. 
¡Guantes! Porque la vieja era una vieja hinchapelotas, conservadora, que quería que el Gordo se pareciera exactamente a Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre Gordo. 
¿Viste que hay veces en que tipos hacen de Papá Noel pero sin guantes y hasta a veces sin barba, o pendejas jovencitas vestidas de colorado pero con polleritas cortonas, tipo minifaldas, y las gambas al aire así están más frescas? 
Pero claro, el Gordo Luis era perfecto para hacer de Papá Noel y por eso se le ocurrió eso a esa vieja hija de puta. Porque lo vio al Gordo gordo y con esos cachetitos medio coloradones que tiene el tipo, el personaje, Santa Claus. 
Hasta la voz media ronca tiene Luis... ¿viste que Papá Noel se ríe siempre con esa risa ronca? Jo, jo. Hasta eso tiene Luis, la voz ronca. 
Jo, jo, jo... Pero vuelvo al tema. Doce del mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la tierra, un calor infernal, los pajaritos que se caían muertos al piso por la canícula, se venían en baranda y se desnucaban contra la vereda... y el Gordo ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana de papel maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban para verlo. 
A los quince minutos, a los quince minutos te juro, el traje del Gordo ya no era colorado... ¿viste que esos trajes son colorado medio clarito? Bueno, era violeta, violeta era, por la transpiración a chorros que largaba el Gordo. Pero no un pedazo, alguna zona del traje, no. Ni tampoco era solamente debajo de los brazos o arriba de la zapán que es donde uno transpira más, no. 
Era todo, completo, íntegro. Al Gordo le corrían ríos de sudor sobre la piel, ríos, torrentes que le empapaban acá, acá, acá, las ingles, las pelotas, las pantorrillas, ríos que le inundaban las botas, por ejemplo. Me contaba después –porque todo esto me lo contó él mismo- que sentía las botas llenas de agua, como si las hubiera metido en un balde de agua caliente, le chapoteaban. Todo alrededor, no te miento, todo alrededor, en el piso, en un diámetro de ocho metros más o menos en torno al Gordo, parecía que habían baldeado. Toda la vereda mojada, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los goterones de la cabeza, parecía las Aguas Danzantes el Gordo, imaginate. 
Te digo que era ya un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía metiendo voluntad, le ponía ganas, caminaba de un lado al otro, se reía, llamaba a los chicos. 
En eso, una vecina, una vieja de esas que nunca faltan, que están al reverendo pedo como bocina de avión, que vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y lo ve al Gordo. O escuchó el griterío de los chicos y salió a ver que pasaba. Lo ve al Gordo y se apiada de él... ¿Viste? Esas viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas, que caminan medio encorvadas, que les cuesta moverse pero que rompen las pelotas permanentemente, un cuete la vieja, una ladilla. 
Se manda para adentro de nuevo la vieja, flaquita ¿viste? Bajita, canosa con un rodete y aparece al rato con una jarra así de grande, pero así de grande, con un líquido amarillento que parecía limonada, lleno de hielo. Transpiraba de fría la jarra. Y se la ofrece al Gordo, che. 
El Gordo medio le dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede desatender su trabajo pero, en definitiva, la acepta, lógicamente. 
Además, los hijos de mil putas del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso de agua al Gordo. ¡Ni un vaso de agua siquiera! Después hablan de los norteamericanos. Nosotros somos tan hijos de puta como ellos para explotar a la gente. Lo que pasaba también es que a esa hora había quedado un solo encargado en el negocio. La vieja que contrató a Luis tenía como cinco negocios por otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que laburaba ahí se había quedado en el fondo del local, rascándose las bolas debajo del único ventilador de techo que tenían esos miserables. 
La cuestión es que la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de su casa, medio sobre el umbral para que no le diera el sol directo, le dice a Luis “Aquí se lo dejo”, y ahí se lo deja. 
Cuando el Gordo pudo zafar un poco del pendejerío, te imaginás que con ese calor llegó un momento en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó media jarra de un saque. 
Pero resulta que no era limonada, boludo, no era limonada. Era vino blanco, vino blanco era. 
La vieja le había zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había metido hielo a rolete y se lo había dejado ahí, con las mejores intenciones. 
El Gordo, con la desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta cuando ya se había mandado más de catorce litros sin respirar, de un saque. Y aparte, seamos sinceros, cuando ya se dio cuenta no pudo parar, no pudo parar. Te estoy hablando de un muchacho de 120 kilos después de estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000 grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo el vino blanco. Fondo blanco. 
Bueno, te imaginarás... te imaginarás el pedo tísico que se levantó ese muchacho. Una curda inmediata y espantosa, demencial. Una curda como para trescientas personas. 
Casi no había desayunado, estaba sin almorzar, para colmo, el Gordo no era un tipo que tomara mucho alcohol, al menos que yo recuerde. Un poco de vino con la cena, nada más. Alguna copita de sidra. O a veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones como el gin tonic, pero con mucha más agua tónica que otra cosa. 
¡El pedo que se agarró ese muchacho, Dios querido, el pedo que se agarró! 
No te digo que empezó a cantar boludeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes, ni nada de eso. Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la beneficencia, le dio un ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco minutos con la existencia de caramelos y chocolatines que eran para toda la tarde... 
¡Y después empezó a regalar los electrodomésticos! Empezó regalándole una tostadora eléctrica a un pendejo. Después le regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes, después siguió con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas, etcétera... 
Llamaba a la gente a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo. 
Y el empleado que se rascaba las bolas adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el fondo, en una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles o apolillando una siesta mientras esperaba la hora en que el patrón llegaba. 
Lo cierto es que, te imaginás, a los quince minutos en la puerta del negocio había un mundo de gente que venía de todas partes alertada por los otros que ya habían ligado algo de arribeño, por la mamúa del Gordo. 
La gente pensaba que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba los artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me acuerdo, andá a cantarle a Gardel. 
En eso aparece el dueño del boliche, un pelado con cara de amargo que llegó en su auto, un coche nuevo. 
Y cuando el tipo se dio cuenta de lo que estaba pasando se puso loco, lógicamente se puso loco. Entró a gritar, a arrebatarles las cosas a la gente, a recuperar licuadoras, televisores portátiles, radios que la gente se llevaba 
Ante el despelote se despertó el empleado de adentro y salió cagando aceite a ayudarlo al pelado. Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la cana, un patrullero que andaba de ronda. 
En el despelote, cuando medio se enteró de cómo había venido la mano por lo que contaban los que se piraban con las licuadoras y todo eso, que gritaban que Papá Noel se las regalaba, el pelado les indicó a los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo ese quilombo. 
Y bien dice el Martín Fierro que no hay nada como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí el Gordo se despejó, se dio cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el Gordo. 
Además, ya había vuelto a transpirar como un litro del vino blanco, me imagino, se había aliviado un poco de la tranca, y comprendió la cagada que se había mandado. 
Pero te conté que es un tipo manso, un tipo tranquilo que no se iba a poner a resistirse o a echarle la culpa a nadie. Supo que tenía la culpa, y entonces, todavía medio tambaleante, bajó la sabiola, se fue para adentro del negocio para cambiarse la ropa en el baño y meterse, derechito viejo, solito, adentro del patrullero. 
Afuera seguía el desbole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora también se habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo. 
El Gordo se fue al baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas de mierda de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado en un bolsito y salió de nuevo a la calle. 
Cuando salía para la calle –el negocio es bastante largo- lo ve venir al dueño con uno de los canas, desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo. Claro, lo ve al Gordo, sin el traje colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un bolso en la mano, el pelo negro achatado por el agua de la canilla, y no lo reconoce. 
No lo reconoce porque tampoco era él quien lo había contratado sino la conchuda de su esposa. “¿Adónde está? ¿Adónde está?” me contaba el Gordo que preguntaba el pelado, que venía a los pedos con el policía. Y el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que se había sacado. 
Yo no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el boludo, la cosa es que señaló hacia el baño y el pelado y el policía se mandaron para allí. Cuando el Gordo salió a la calle todavía había un amontonamiento de gente y el otro empleado discutía con medio mundo reclamando facturas o recibos de compra. 
Nadie lo reconoció entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso de última, el otro policía del patrullero que se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya se piraba y el Gordo piensa: “Cagamos”. 
Y el cana le pregunta “¿Ese bolso es suyo?”. El Gordo me contó que él le iba a decir la verdad, que sí, que era suyo. 
Pero tuvo miedo de que el cana le hiciera más preguntas, o que se lo hiciera abrir y le dijo: “No, lo vengo a devolver”. Y se lo entregó, un bolso de mierda que después de todo a él no le servía para un carajo. 
El Gordo se piró haciéndose el pelotudo, temeroso todavía de que alguien lo reconociese y lo mandara en cana cuando ya estaba a una cuadra. 
Casi termina preso, el Gordo, mirá vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni cómo se llamaba ni adónde vivía. Era un contrato basura, pero realmente basura el del pobre Gordo. Pero casi termina engayolado. Por tener que disfrazarse de Papá Noel con esos vestidos de invierno, podés creer. 
Que los argentinos nos tengamos que vestir con ropa de abrigo en pleno verano porque a los yankis se les ocurrió que Santa Claus vende más que el Niñito Dios. 
Eso le decía yo al Gordo, después, en el club. “El año que viene ofrecete para algún pesebre, Gordo. Por lo menos de Niño Dios te ponen en bolas en una cunita y te cagás de risa porque estás fresco.” Eso le decía yo, para joderlo. 
“De lo único que puedo hacer yo en un pesebre viviente es de vaca, Zurdo –me decía el Gordo- De vaca”. 
Pero por lo menos es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al paisaje, el rumiante emblemático de la pampa húmeda, base de la riqueza de nuestro país. Algo nuestro... ¡Qué me vienen con que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y los alces esos! Si mis pibes me vienen a pedir un alce de ésos les pongo tal voleo en el orto que aterrizan más allá de la Circunvalación del voleo que les pego, tenelo por seguro. 
Ya bastante que el otro día les compré un conejo, un conejo de verdad, que es terriblemente pelotudo y lo único que hace es comer lechuga y cagarnos todo el patio. Y si me insisten con esas pelotudeces inventadas por los yankis que se vayan a vivir a Cincinnati, pendejos colonizados de mierda. Que a mí no me dicen el Zurdo al pedo, me lo dicen por tener una formación doctrinaria... 
¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de convertirse en una nueva víctima del capitalismo salvaje.

ACTIVIDADES: " TE DIGO MÁS" ROBERTO FONTANARROSA

1. Lean ”Te digo más” de Roberto Fontanarrosa.

2. A partir de lo estudiado, describan el Mundo Posible en que se desarrolla el cuento. ¿Cuáles son las diferencias con el Mundo Real? ¿Qué elementos del Mundo Real aparecen como reales también en el Mundo Posible del cuento?

3. Ahora escriban.
Tomen una secuencia del cuento que pueda constituir un hecho noticioso y reordénenla en un texto informativo.

Leer el texto “ Las malas palabras” y escribir una reflexión personal sobre el tema.
FONTANARROSA, Roberto: Las malas palabras
No voy a lanzar ninguna teoría. Un congreso de la lengua es un ámbito apropiado para plantear preguntas y eso voy a hacer.
La pregunta es por qué son malas las malas palabras, ¿quién las define? ¿Son malas porque les pegan a las otras palabras?, ¿son de mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen actitudes reñidas con la moral, obviamente. No sé quién las define como malas palabras. Tal vez al marginarlas las hemos derivado en palabras malas, ¿no es cierto?
Muchas de estas palabras tienen una intensidad, una fuerza, que difícilmente las haga intrascendentes. De todas maneras, algunas de las malas palabras... no es que haga una defensa quijotesca de las malas palabras, algunas me gustan, igual que las palabras de uso natural.
Yo me acuerdo de que en mi casa mi vieja no decía muchas malas palabras, era correcta. Mi viejo era lo que se llama un mal hablado, que es una interesante definición. Como era un tipo que venía del deporte, entonces realmente se justificaba. También se lo llamaba boca sucia, una palabra un poco antigua pero que se puede seguir usando.
Era otra época, indudablemente. Había unos primos míos que a veces iban a mi casa y me decían: “Vamos a jugar al tío Berto”. Entonces iban a una habitación y se encerraban a putear. Lo que era la falta de la televisión, que había que caer en esos juegos ingenuos.
Ahora, yo digo, a veces nos preocupamos porque los jóvenes usan malas palabras. A mí eso no me preocupa, que mi hijo las diga. Lo que me preocuparía es que no tengan una capacidad de transmisión y de expresión, de grafismo al hablar. Como esos chicos que dicen: “Había un coso, que tenía un coso y acá le salía un coso más largo”. Y uno dice: “¡Qué cosa!”.
Yo creo que estas malas palabras les sirven para expresarse, ¿los vamos a marginar, a cortar esa posibilidad? Afortunadamente, ellos no nos dan bola y hablan como les parece. Pienso que las malas palabras brindan otros matices. Yo soy fundamentalmente dibujante, manejo mal el color pero sé que cuantos más matices tenga, uno más se puede defender para expresar o transmitir algo. Hay palabras de las denominadas malas palabras, que son irremplazables: por sonoridad, por fuerza y por contextura física.
No es lo mismo decir que una persona es tonta, a decir que es un pelotudo. Tonto puede incluir un problema de disminución neurológico, realmente agresivo. El secreto de la palabra “pelotudo” –que no sé si está en el Diccionario de Dudas- está en la letra “t”. Analicémoslo. Anoten las maestras...
Hay una palabra maravillosa, que en otros países está exenta de culpa, que es la palabra “carajo”. Tengo entendido que el carajo es el lugar donde se ponía el vigía en lo alto de los mástiles de los barcos. Mandar a una persona al carajo era estrictamente eso. Acá apareció como mala palabra. Al punto de que se ha llegado al eufemismo de decir “caracho“, que es de una debilidad y de una hipocresía…
Cuando algún periódico dice “El senador fulano de tal envió a la m… a su par”, la triste función de esos puntos suspensivos merecería también una discusión en este congreso.
Hay otra palabra que quiero apuntar, que es la palabra “mierda”, que también es irremplazable, cuyo secreto está en la “r”, que los cubanos pronuncian mucho más débil, y en eso está el gran problema que ha tenido el pueblo cubano, en la falta de posibilidad expresiva.
Lo que yo pido es que atendamos esta condición terapéutica de las malas palabras. Lo que pido es una amnistía para las malas palabras, vivamos una Navidad sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje porque las vamos a necesitar.
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martes, 1 de octubre de 2013

El hambre. Manuel Mujica Lainez


Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.

Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.

Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.

El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.

¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.

El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.

Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...

Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...

No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.