Te conté la del Gordo
Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá
Noel.
Casi se convierte en otra víctima del
imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo, por decirlo de otra
manera. Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con
nuestras costumbres el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo
vestido para la nieve, abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo
tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno
nosotros? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos Aires en auto y viste al costado del
camino un reno morfando pasto debajo de un árbol?
Pero el pobre Gordo casi la palma con esa
historia... ¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se la cuento a todos. Fue
hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total. Pero en la lona lona,
no tenía un mango partido por la mitad, lo habían despedido de la proveeduría
donde laburaba y lo ponías cabeza abajo y no le caía una moneda. Para colmo, se
venían las fiestas y algo había que comprar para poner arriba de la mesa el 24
a la noche.
El Gordo tiene dos pibes que eran muy chiquitos
en ese entonces y a esa edad a los pendejos no les vas a andar explicando el
fato del FMI, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y todas esas
pelotudeces.
La cuestión es que empezó a buscar laburo,
alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que fuera. Primero empezó por su
barrio, con los amigos y conocidos, ahí por Mendoza al fondo. Ya después entró
a andar por cualquier lado para conseguir algo.
Y resulta que en el barrio Echesortu, una vieja
que tenía una casa bastante grande de electrodomésticos le ofrece disfrazarse
de Papá Noel y repartir caramelos a los chicos en la puerta para promocionar su negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos mangos, por
supuesto, que al Gordo le venían bastante bien. Y ahí fue el Luis, che.
Ahora, imaginate la escena, porque estamos hablando
de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a orillas del anchuroso río
Paraná.
El Gordo Luis, tenés que pensar en un tipo
arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar por los 120, porque es alto,
grandote, Luis.
Y te digo que resultaba perfecto para Papá Noel
porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca lo he visto enojado al Gordo, es
un pan de Dios.
Pero tenés que tener en cuenta una cosa
ineludible. Rosario... pleno verano... mediodía, un sol de la puta madre que lo
reparió, algo así como 83 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un
traje de Papá Noel con una tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa no te
miento, gorro, barba de algodón, bigotes, botas y guantes.
¡Guantes! Porque la vieja era una vieja
hinchapelotas, conservadora, que quería que el Gordo se pareciera exactamente a
Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre Gordo.
¿Viste que hay veces en que tipos hacen de Papá
Noel pero sin guantes y hasta a veces sin barba, o pendejas jovencitas vestidas
de colorado pero con polleritas cortonas, tipo minifaldas, y las gambas al aire
así están más frescas?
Pero claro, el Gordo Luis era perfecto para
hacer de Papá Noel y por eso se le ocurrió eso a esa vieja hija de puta. Porque
lo vio al Gordo gordo y con esos cachetitos medio coloradones que tiene el
tipo, el personaje, Santa Claus.
Hasta la voz media ronca tiene Luis... ¿viste
que Papá Noel se ríe siempre con esa risa ronca? Jo, jo. Hasta eso tiene Luis,
la voz ronca.
Jo, jo, jo... Pero vuelvo al tema. Doce del
mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la tierra, un calor infernal, los
pajaritos que se caían muertos al piso por la canícula, se venían en baranda y
se desnucaban contra la vereda... y el Gordo ahí, che, con el traje de lana
gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana de papel maché o algo así y
dándoles caramelos a los chicos que se juntaban para verlo.
A los quince minutos, a los quince minutos te
juro, el traje del Gordo ya no era colorado... ¿viste que esos trajes son
colorado medio clarito? Bueno, era violeta, violeta era, por la transpiración a
chorros que largaba el Gordo. Pero no un pedazo, alguna zona del traje, no. Ni
tampoco era solamente debajo de los brazos o arriba de la zapán que es donde
uno transpira más, no.
Era todo, completo, íntegro. Al Gordo le corrían
ríos de sudor sobre la piel, ríos, torrentes que le empapaban acá, acá, acá,
las ingles, las pelotas, las pantorrillas, ríos que le inundaban las botas, por
ejemplo. Me contaba después –porque todo esto me lo contó él mismo- que sentía
las botas llenas de agua, como si las hubiera metido en un balde de agua
caliente, le chapoteaban. Todo alrededor, no te miento, todo alrededor, en el
piso, en un diámetro de ocho metros más o menos en torno al Gordo, parecía que habían
baldeado. Toda la vereda mojada, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los
goterones de la cabeza, parecía las Aguas Danzantes el Gordo, imaginate.
Te digo que era ya un espectáculo grotesco,
lamentable, pero Luis le seguía metiendo voluntad, le ponía ganas, caminaba de
un lado al otro, se reía, llamaba a los chicos.
En eso, una vecina, una vieja de esas que nunca
faltan, que están al reverendo pedo como bocina de avión, que vivía a unas dos
puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y lo ve al Gordo. O
escuchó el griterío de los chicos y salió a ver que pasaba. Lo ve al Gordo y se
apiada de él... ¿Viste? Esas viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas, que
caminan medio encorvadas, que les cuesta moverse pero que rompen las pelotas
permanentemente, un cuete la vieja, una ladilla.
Se manda para adentro de nuevo la vieja,
flaquita ¿viste? Bajita, canosa con un rodete y aparece al rato con una jarra
así de grande, pero así de grande, con un líquido amarillento que parecía
limonada, lleno de hielo. Transpiraba de fría la jarra. Y se la ofrece al
Gordo, che.
El Gordo medio le dice que no, que no se hubiera
molestado, que no puede desatender su trabajo pero, en definitiva, la acepta,
lógicamente.
Además, los hijos de mil putas del negocio de
electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso de agua al Gordo. ¡Ni un
vaso de agua siquiera! Después hablan de los norteamericanos. Nosotros somos
tan hijos de puta como ellos para explotar a la gente. Lo que pasaba también es
que a esa hora había quedado un solo encargado en el negocio. La vieja que
contrató a Luis tenía como cinco negocios por
otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que
laburaba ahí se había quedado en el fondo del local, rascándose las bolas
debajo del único ventilador de techo que tenían esos miserables.
La cuestión es que la vecina saca un banquito
chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de su casa, medio sobre el
umbral para que no le diera el sol directo, le dice a Luis “Aquí se lo dejo”, y
ahí se lo deja.
Cuando el Gordo pudo zafar un poco del
pendejerío, te imaginás que con ese calor llegó un momento en que había mucha
menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó media jarra de un
saque.
Pero resulta que no era limonada, boludo, no era
limonada. Era vino blanco, vino blanco era.
La vieja le había zampado en la jarra un par de
botellas de vino blanco, le había metido hielo a rolete y se lo había dejado
ahí, con las mejores intenciones.
El Gordo, con la desesperación, con el calor que
tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta cuando ya se había mandado más de
catorce litros sin respirar, de un saque. Y aparte, seamos sinceros, cuando ya
se dio cuenta no pudo parar, no pudo parar. Te estoy hablando de un muchacho de
120 kilos después de estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000
grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo el vino blanco. Fondo
blanco.
Bueno, te imaginarás... te imaginarás el pedo
tísico que se levantó ese muchacho. Una curda inmediata y espantosa, demencial.
Una curda como para trescientas personas.
Casi no había desayunado, estaba sin almorzar,
para colmo, el Gordo no era un tipo que tomara mucho alcohol, al menos que yo
recuerde. Un poco de vino con la cena, nada más. Alguna copita de sidra. O a
veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones como el gin tonic, pero
con mucha más agua tónica que otra cosa.
¡El pedo que se agarró ese muchacho, Dios
querido, el pedo que se agarró!
No te digo que empezó a cantar boludeces, ni a
caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes, ni nada de eso. Pero entró a
regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la beneficencia, le dio
un ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco minutos con la
existencia de caramelos y chocolatines que eran para toda la tarde...
¡Y después empezó a regalar los
electrodomésticos! Empezó regalándole una tostadora eléctrica a un pendejo.
Después le regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes, después siguió
con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas, etcétera...
Llamaba a la gente a los gritos, entraba al
negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo.
Y el empleado que se rascaba las bolas adentro
del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el fondo, en una oficinita que
estaba detrás, arreglando papeles o apolillando una siesta mientras esperaba la
hora en que el patrón llegaba.
Lo cierto es que, te imaginás, a los quince
minutos en la puerta del negocio había un mundo de gente que venía de todas
partes alertada por los otros que ya habían ligado algo de arribeño, por la
mamúa del Gordo.
La gente pensaba que era una promoción del
negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba los artefactos, se los
llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me acuerdo, andá a cantarle a
Gardel.
En eso aparece el dueño del boliche, un pelado
con cara de amargo que llegó en su auto, un coche nuevo.
Y cuando el tipo se dio cuenta de lo que estaba
pasando se puso loco, lógicamente se puso loco. Entró a gritar, a arrebatarles
las cosas a la gente, a recuperar licuadoras, televisores portátiles, radios
que la gente se llevaba
Ante el despelote se despertó el empleado de
adentro y salió cagando aceite a ayudarlo al pelado. Había tironeos, forcejeos,
agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la cana, un patrullero que
andaba de ronda.
En el despelote, cuando medio se enteró de cómo
había venido la mano por lo que contaban los que se piraban con las licuadoras
y todo eso, que gritaban que Papá Noel se las regalaba, el pelado les indicó a
los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo ese
quilombo.
Y bien dice el Martín Fierro que no hay nada
como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí el Gordo se despejó, se dio
cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el Gordo.
Además, ya había vuelto a transpirar como un
litro del vino blanco, me imagino, se había aliviado un poco de la tranca, y
comprendió la cagada que se había mandado.
Pero te conté que es un tipo manso, un tipo
tranquilo que no se iba a poner a resistirse o a echarle la culpa a nadie. Supo
que tenía la culpa, y entonces, todavía medio tambaleante, bajó la sabiola, se
fue para adentro del negocio para cambiarse la ropa en el baño y meterse,
derechito viejo, solito, adentro del patrullero.
Afuera seguía el desbole entre el pelado, su
empleado, la gente y los canas que ahora también se habían unido a la tarea de
recuperar todo lo que había regalado el Gordo.
El Gordo se fue al baño, se mojó la cara, cosa
que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas de mierda de Papá Noel, se puso
la ropa que había llevado en un bolsito y salió de nuevo a la calle.
Cuando salía para la calle –el negocio es
bastante largo- lo ve venir al dueño con uno de los canas, desencajado el
pelado, a las puteadas, buscándolo. Claro, lo ve al Gordo, sin el traje
colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un bolso en la mano, el
pelo negro achatado por el agua de la canilla, y no lo reconoce.
No lo reconoce porque tampoco era él quien lo
había contratado sino la conchuda de su esposa. “¿Adónde está? ¿Adónde está?”
me contaba el Gordo que preguntaba el pelado, que venía a los pedos con el policía.
Y el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que se había sacado.
Yo no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en
curda o se hizo bien el boludo, la cosa es que señaló hacia el baño y el pelado
y el policía se mandaron para allí. Cuando el Gordo salió a la calle todavía
había un amontonamiento de gente y el otro empleado discutía con medio mundo
reclamando facturas o recibos de compra.
Nadie lo reconoció entonces al Gordo, sin el
disfraz. Incluso de última, el otro policía del patrullero que se había quedado
afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya se piraba y el Gordo piensa:
“Cagamos”.
Y el cana le pregunta “¿Ese bolso es suyo?”. El
Gordo me contó que él le iba a decir la verdad, que sí, que era suyo.
Pero tuvo miedo de que el cana le hiciera más
preguntas, o que se lo hiciera abrir y le dijo: “No, lo vengo a devolver”. Y se
lo entregó, un bolso de mierda que después de todo a él no le servía para un
carajo.
El Gordo se piró haciéndose el pelotudo,
temeroso todavía de que alguien lo reconociese y lo mandara en cana cuando ya
estaba a una cuadra.
Casi termina preso, el Gordo, mirá vos. Zafó
porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni cómo se llamaba ni adónde
vivía. Era un contrato basura, pero realmente basura el del pobre Gordo. Pero
casi termina engayolado. Por tener que disfrazarse de Papá Noel con esos
vestidos de invierno, podés creer.
Que los argentinos nos tengamos que vestir con
ropa de abrigo en pleno verano porque a los yankis se les ocurrió que Santa
Claus vende más que el Niñito Dios.
Eso le decía yo al Gordo, después, en el club.
“El año que viene ofrecete para algún pesebre, Gordo. Por lo menos de Niño Dios
te ponen en bolas en una cunita y te cagás de risa porque estás fresco.” Eso le
decía yo, para joderlo.
“De lo único que puedo hacer yo en un pesebre
viviente es de vaca, Zurdo –me decía el Gordo- De vaca”.
Pero por lo menos es un animal conocido, ¿no es
cierto? Un bicho familiar al paisaje, el rumiante emblemático de la pampa
húmeda, base de la riqueza de nuestro país. Algo nuestro... ¡Qué me vienen con
que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y los alces esos! Si mis pibes
me vienen a pedir un alce de ésos les pongo tal voleo en el orto que aterrizan
más allá de la Circunvalación del voleo que les pego, tenelo por seguro.
Ya bastante que el otro día les compré un
conejo, un conejo de verdad, que es terriblemente pelotudo y lo único que hace
es comer lechuga y cagarnos todo el patio. Y si me insisten con esas
pelotudeces inventadas por los yankis que se vayan a vivir a Cincinnati,
pendejos colonizados de mierda. Que a mí no me dicen el Zurdo al pedo, me lo
dicen por tener una formación doctrinaria...
¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de convertirse en
una nueva víctima del capitalismo salvaje.
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