"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

jueves, 18 de octubre de 2012

EL MUNDO ES UN LUGAR CONFUSO.

Escapé del colegio por primera vez cuando tenía doce años. Rosa se armó de valor y vino conmigo. Faltaban pocos días para que terminaran las clases. Era noviembre. Ella me había pedido conocer los mejores paisajes de la ciudad y yo le propuse ir al puente ferroviario negro, a los montes más cercanos y a la presa nueva del arroyo. Cuando dije todo esto, ella me preguntó si yo sabía leer la mente. Rosa venía de la provincia de Tucumán porque al padre lo habían trasladado como gerente del Banco Nación. Como habían alquilado un departamento en la misma cuadra donde yo vivía, nos hicimos amigos.

Pedaleamos cada uno con su bicicleta por el camino de la Provita rumbo al puente negro, un paisaje arenoso, ajeno al verde plano de la llanura a la que estamos acostumbrados. Al llegar, bajamos hasta el lecho del arroyo, luego descansamos y mojamos nuestros pies en el agua, un agua transparente sobre un fondo amarillo con orilleros inquietos que huían espantados del origen de las olas.
Más tarde, subimos a las pequeñas montañas linderas al arroyo, unas montañas que no superaban el metro y medio de altura, y desde allí vimos las extensas plantaciones, los galpones y las vacas. Cuando retomamos el camino fue para conocer el establo de la Estancia del Sel. Oímos chillidos que sonaron a regocijo animal. Un cuidador nos dejó entrar para que miráramos de cerca a los caballos de carrera. Rosa acarició la cabeza de una yegua mansa que no dejaba de mirarla a los ojos.

Luego fuimos hasta un bosque de eucaliptos, enormes y en hilera, separados por una distancia de tres metros, y bordeados por un alambrado que alguna vez fijó el límite de una propiedad. Trepé un árbol para volver a buscar un sitio alto, pero esta vez Rosa se quedó abajo. Tuve que esforzarme bastante para describir lo que veía sentado en aquella rama, pero nada de lo que dije le agradó, de modo que descendí para continuar con la caminata.

El cálido viento parecía darle magia a aquellos momentos. Ella bostezó, yo sonreí y le guiñé un ojo. Nos recostamos en el tronco de un árbol mirando para arriba. Buscamos formas en los árboles y le pusimos nombres. Una mariposa, el hombre de Neandertal, un rinoceronte, un unicornio, un eclipse parcial. Nos propusimos recordar todos aquellos nombres creados por nosotros para una visita futura. Después hablamos del torneo de fútbol intercolegial, de la escuela primaria, del pronto comienzo de la secundaria. Ella estaba contenta, sonreía con los labios y con los ojos al mismo tiempo. Luego hubo un paréntesis en la conversación y nos quedamos dormidos.

Cuando desperté, la cabeza de Rosa estaba recostada sobre mi hombro. Ya se estaba haciendo de noche. Dije entonces que había que regresar. Rosa se levantó como un resorte y tomó la delantera con su bicicleta azul. Las malezas estaban muy altas. Propuse apurarnos para aprovechar lo que quedaba del día, pero a poco de salir empezamos a ser perseguidos por dos pibes más grandes.
Llevaban rifles y tenían unos cuises muertos colgando de los manubrios de las bicicletas. Uno de ellos nos gritó con una voz que buscaba imponer un orden. Me dio escalofríos. Era la voz del mismísimo Friki, famoso por la enorme cantidad de entradas en la policía. Promovía riñas. Desfiguraba a los adversarios. El otro no se quedaba atrás y nos amenazaba con una completa banda sonora de insultos. El pulso me latía hasta en la nuca. Rosa se había quedado muda, temblaba de miedo.

Atravesamos una tranquera, y tomamos un camino angosto. Bordeamos una casa de campo y seguimos por ese mismo camino hasta dar con otro más ancho. Los enormes saltos me hicieron perder el espejo retrovisor. Yo pensaba que, en cualquier momento, un balín nos iba a perforar la espalda. Pocas veces vi que el andar de una bicicleta levantara tanto polvo. Era espeso, como fabricado por una máquina. Por suerte cuando miramos hacia atrás, Friki y su compañero ya no estaban, habían desistido de seguirnos.

Tardamos mucho en encontrar el camino de regreso. La desesperación no te deja pensar. Rosa lloró durante unos minutos, de golpe, sin freno a pesar de mi intento de consuelo. Manejamos hacia el oeste en dirección a las luces brillantes de la ciudad. La noche se nos había venido encima. Volvimos a cruzar las vías, e ingresamos al radio urbano por el bulevar con el sonido ronco de los silos de las cooperativas de granos. Antes de llegar a casa, nuestros padres y los vecinos estaban afuera. El rostro de la directora era el reflejo mismo de la desesperación. Dos móviles policiales custodiaban el lugar con las luces encendidas.

No se imaginan los ojos que tenía mi padre. Eran unos ojos bruscos, de odio. Cuánto más los miraba, tanto más ofuscados los encontraba. Hubiese contratado a un grupo de vocalistas negras para que le susurraran canciones melódicas al oído. Recordé su frase más célebre: “Los Sotello somos bien machos. No le tememos a nada”. El mundo es un lugar confuso. Tuve que inventar algo para dejarlo conforme. Necesitaba justificar mi larga ausencia. Buscaba que una vez adentro de mi casa no me agarrara a cintazos. Me vino a la mente una voz, una orden que me iba a ayudar a sobrevivir. Tomé del brazo a Rosa, la protegí del frío con mi campera de nailon y le di un beso en la boca. Ella me lo devolvió cerrando los ojos. Todavía temblaba de miedo.

Walter Gasparetti.  Periodista de La Capital de Rosario. Escribe #microcuentos y #microrelatos.