"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

miércoles, 11 de junio de 2014

LAS TRES NOCHES DE ISAÍAS BLOOM. RODOLFO WALSH

No había terremotos ni inundaciones. No había partidos ni carreras, porque era miércoles. No había golpe militar. El dólar no subía ni bajaba.
–¿Qué quiere que haga? –dijo Suárez–. Yo mando la historia al diario, pero ellos van a poner los títulos. Y como no pasa nada, le tienen que sacar el jugo.
El comisario seguía rabioso y Suárez se echó a reír. Era alto, flaco y hecho a las patadas. Con el sombrerito echado sobre la nuca y las manos en los bolsillos del sobretodo, tenía una pinta de reo de película.
–¿Qué va a pasar? –preguntó.
–Nada. Que esta tarde nos cae encima el gabinete, y mañana el juez.
Eran las ocho de la mañana. El comisario había ordenado que nadie saliera de su pieza. Salieron todos. Se los encontraba en los pasillos, en la escalera, en la cocina. El ambiente era casi de jarana.
–Para colmo, este elemento.
–¿Qué son, estudiantes? –preguntó Suárez.
–Seis o siete. Un yiro. Un pasador de quinielas –se interrumpió al ver el tumulto–. A ver, Funes, dos minutos para despejarme la entrada y la calle.
Los periodistas habían entrado en una masa sólida, usando la técnica romana del ariete. Un fotógrafo lo fusilaba al comisario a mansalva.
–Sacás una más, y te la escracho toda –dijo sobriamente el comisario.
Vinieron a avisarle que ya estaba la ambulancia. Tomó a Suárez del brazo y fueron a la pieza del muerto. Suárez alcanzó a escuchar hipótesis perversas sobre su ascendencia, que formulaban sus colegas. Después trató de recordar todas las piezas de pensión, iguales a ésta, en que había vivido. Eran demasiadas. El ropero, las sillas y las camas gemelas, compradas en un remate. Un escritorio con libros de medicina y de química. Una alfombrita verde entre las dos camas, recortes de revistas pegados en las paredes.
Hasta la muerte era ordinaria en esa pieza. Un tipo tendido en una de las camas, con un cuchillo de ferretería clavado en la espalda.
–¿Cómo te llamás? –preguntó el comisario a la sombra desplomada en una silla en un rincón.
El otro alzó la cara. Una cara joven, preocupada y sin afeitar.
–Ya le dije, Isaías Bloom.
–Ah, no te hacía aquí.
–Es mi pieza.
–Bueno, ¿y qué pasó?
–Ya ve. Lo mataron a Olmedo.
–¿Vos lo encontraste?
–Sí. Hace un rato, cuando volví de la guardia en el hospital.
–¿Se te ocurre algo?
–No.
–Pensálo –dijo el comisario.
Entraron los camilleros y ellos salieron.
Fueron a ver al yiro. Era rubia, gorda y jovial. Estaba arreglándose las cejas, sentada en una gran cama de matrimonio.
–Hola –dijo el comisario–. Así que estás enojada con nosotros.
–¿Le parece que son horas para despertarla a una?
–No, lo que digo es que ya no venís a visitarnos.
Ella se rió.
–Ahora soy seria. Dentro de unos meses me caso.
–Si supieras cómo te creo.
–Andá, decí que no me conocés –se oyó la voz de Suárez detrás del comisario.
Ella se levantó de un salto y corrió a abrazarlo.
–¡Querido! ¿Qué hacés aquí? No me digás –lo miró con repentina desconfianza.
–El comisario y yo somos viejos amigos –se apresuró a explicarle Suárez.
–¿Por qué lo mataron al tipo? –preguntó el comisario.
–No se entiende –dijo ella–. Era un pan de Dios.
–¿Hay juego en la casa?
–Los muchachos suelen jugar a la generala –dijo ella.
El comisario dio media vuelta.
–Ya veo que me vas a dejar la comisaría llena de puchos otra vez.
Ella le cerró el paso.
–Valentín, a lo mejor. Pero no me queme, comisario.
–¿Mujeres? Aparte de vos, quiero decir.
–No me quiere creer. Yo ando derecha.
–¿Nieve? –ella puso los ojos en blanco–. Papelitos, drogas.
–Ah, no, comisario. En eso, todavía soy una virgen.
Fueron a ver a Valentín. Estaba haciendo una valija.
–Vos sí que sos un optimista –dijo el comisario.
El otro sonrió. Era un flaco picado de viruelas.
–Apenas saque el cana de la puerta, me las pico. ¡Uia! –exclamó al ver a Suárez–. ¿Qué hacés vos aquí?
–Vengo a pasar un numerito.
–¿Il morto que parla? –preguntó Valentín y se echó a reír hasta que sintió encima la mirada del comisario–. Andá, Batilana, decile que no tengo nada que ver y que me puedo ir.
–No tiene nada que ver. Se puede ir –le dijo Suárez al comisario.
–¿Qué hiciste con las anotaciones?
Valentín señaló dos o tres ceniceros llenos de papelitos quemados.
–Me ganaron de mano con el baño –comentó–. Hay mucha corrida esta mañana.
–Qué risa –dijo el comisario–. ¿Vos sabés la alegría que me da verte?
El otro hizo un gesto dubitativo.
–Y a vos también –prosiguió el comisario–. Se te nota en la cara. Vamos a arreglar para vernos más seguido.
Valentín cerró la puerta.
–¿No me vende? –preguntó en voz baja–. Busque por el lado de Alcira. Pero ojo, que es mi amiga.
–Sí –comentó el policía–. Ya me di cuenta de los amigos que son.
Cruzaron a tomar un café. Eran las diez.
–Pinta feo –admitió Suárez–. ¿Qué sabe del muerto?
–Lo mismo que nada. Estudiante boliviano. Daba un examen cada dos años. Anoche lo vieron entrar borracho, a eso de las cuatro.
En ese momento descubrieron a Isaías Bloom parado en la puerta del café, buscándolos con mirada de mochuelo. Le hicieron señas.
–Estuve reconstruyendo –explicó mientras se sentaba–. Olmedo estaba asustado. Hace cuatro días me dijo que tenía algo serio que contarme, y que a lo mejor iba a ver a la policía –a ustedes.
–¿Qué le pasaba?
–No quiso decir. Era muy hermético y estaba nervioso. Pero además, es cierto que estaban ocurriendo cosas raras. El domingo a la noche, por ejemplo, creo que alguien entró en la pieza. Yo estaba dormido y soñé algo. Soñé con un bosque y una mariposa de luz que revoloteaba entre los árboles y yo trataba de alcanzarla.
–Ajá –dijo el comisario, tamborileando sobre la mesa.
–Entonces me desperté y me pareció oír un ruidito metálico. Me quedé mirando la esfera luminosa del despertador que estaba sobre el escritorio. De golpe no la vi más, y enseguida volví a verla.
–¿Y eso qué quiere decir?
–A lo mejor quiere decir que alguien pasó frente al reloj cuando yo lo estaba mirando.
–Sería el mismo Olmedo.
–No, porque prendí la luz y estaba dormido. Al día siguiente se quejó de que le habían estado revisando las cosas.
–¿Qué cosas?
–Papeles, algo que estaba escribiendo, no sé. No le hice caso, porque parecía tan nervioso. Pero entonces pasó algo más raro. Yo tuve un sueño que se cumplió.
–Ajá –volvió a decir el comisario.
–Yo me analizo –explicó Isaías Bloom.
–¿Usted qué?
–Voy a un psicoanalista, porque pienso seguir la especialidad, y anoto lo que sueño.
El comisario se echó a reír.
–Yo lo único que sueño es que subo y bajo escaleras.
–No lo comente –aconsejó Isaías Bloom.
–¿Quiere decir algo? –preguntó el comisario, irritado.
–Nada malo. Pero escúcheme. Anteanoche tuve un sueño curioso. Iba por una calle oscura y de golpe vi caer una copa que se rompió con un ruido cristalino y desapareció. En el pavimento quedó un charquito de agua verde, como una estrella. Aquí viene una gran parte que no recuerdo, pero después yo compraba un diario y vi un titular que decía: “Se ha extraviado una copa que responde a la nota sol”, o algo así.
–Interesante –bostezó el comisario.
–Y ahora viene lo raro. A la mañana siguiente la copa había desaparecido.
El comisario dio un brinco.
–¿Qué copa?
–Una que tenía Olmedo sobre la mesa de luz. Una copa verde como la del sueño. Tomaba mucha agua de noche.
El comisario respiró hondo y cerró los ojos. Cuando los abrió, Isaías Bloom cruzaba la calle.
–Hay cada colifa –comentó el comisario.
En la primera pieza (los mismos muebles, la misma alfombra entre las camas, aunque ésta era roja) había dos futuros abogados, petisos y cordobeses, en mangas de camisa. El comisario los encontró insolentes y ávidos de divertirse. “Me dan ganas de sopapearlos”, comentó más tarde. “Pero si usted los mira fijo, le dicen torturador”.
No habían visto nada, no habían oído nada y, en consecuencia, no iban a decir nada.
–Un boliviano menos –fue lo único que comentó el que hablara por los dos–. Ahora falta el otro.
Fueron a ver al otro. Aquí había una sola cama, otra alfombrita verde y un indio adusto, incomprensible, vestido de punta en blanco.
–Vos tampoco sabés –anticipó el comisario.
–Señor Velarde –dijo el otro.
–¿Qué te pasa?
–Que no me tutee.
–Tenés razón –admitió el comisario–. Sos un tipo importante. ¿Alquilás la pieza para vos solo?
–Voy a llamar al cónsul –dijo Velarde.
Cuando entraron en la última pieza, el comisario se trepaba por las paredes. Aquí dominaba el litoral. Un correntino y un misionero interrumpieron un dúo de guitarra para preguntarle cómo andaba eso. El comisario intentó inútilmente hacerles decir que odiaban a los bolivianos en general y que una muerte a cuchillo era admirable. Suárez, modestamente, contó la cuarta alfombrita rectangular. Era roja. Cuando se fueron, las guitarras y las voces nasales arremetieron con las estrofas burlonas del “Sargento Zeta”.
Se había hecho la una. Salieron a almorzar. Mientras esperaban los tallarines, la radio del restaurant transmitía una versión uruguaya del crimen. Los cronistas, que se habían reagrupado en la calle, entraron en formación correcta. Un gordito pecoso abrió el fuego.
–¿Podemos participar de su conferencia de prensa, comisario?
–Rajá, pibe.
–¿Pongo que la policía está desconcertada?
–Poné que hay optimismo –dijo el comisario.
–Y este individuo –preguntó el pecoso señalando a Suárez con el lápiz–. ¿Participa en la investigación o es un sospechoso?
–A éste le lustrás los zapatos –sugirió Suárez.
–Ajá. Sos un genio vos.
–Chau, Belmondo –dijo otro.
–No te olvidés de llamar –se despidió el tercero– cuando necesités una mortaja.
Rumbearon en fila hacia el teléfono.
–¿Ve? –se quejó Suárez, ofendido–. Se la agarran conmigo. ¿Qué le costaba largarles algo?
–¿Qué, por ejemplo?
–Que ya tiene todo aclarado –dijo Suárez.

Isaías Bloom parpadeaba incesantemente bajo el tiroteo de preguntas.
–Usted sueña con una mariposa iluminada. ¿Puede ser una linterna?
–Puede ser.
–Una linterna que le está alumbrando los ojos.
–Sí. Eso es muy conocido. Uno oye un portazo y sueña con una explosión. Siente olor a quemado y sueña con un incendio.
–Eso ocurre la noche del domingo –terció el comisario–. Usted se despierta, ve desaparecer la esfera del reloj, enciende la luz y no hay nadie.
–Es el asesino que se ha ido –murmuró Isaías.
–Llevándose unos papeles que lo acusaban de algo –prosiguió Suárez–. Pero la segunda noche usted sueña que la copa de Olmedo se rompe y por la mañana ha desaparecido. ¿Puede ser que usted haya soñado eso justamente porque la copa se rompió y usted oyó el ruido en sueños?
–Claro que puede ser. Pero no se rompió, porque no estaba.
–No estaba porque se la llevaron.
–¿Rota? –dijo Isaías Bloom, incrédulo.
–Rota, con alfombra y todo. Con la alfombra mojada llena de pedazos de vidrio.
–Pero si a la mañana siguiente la alfombra estaba, y estaba seca…
El comisario miró a Suárez con inquietud.
–No era la misma –dijo Suárez–. En dos piezas no había alfombras, en otras dos había alfombras rojas, y en otras dos, alfombras verdes. El único que tenía otra alfombra verde es el asesino.
Pero el comisario corría ya hacia la pieza de Velarde, donde sólo encontró el hálito de una fuga que no lo iba a llevar más lejos que el Aeroparque.
Los hombres del gabinete habían llegado por fin y envolvían con cuidado una alfombrita verde que todavía conservaba rastros de humedad y, si tenían suerte, de veneno, y algunas esquirlas de vidrio.
–Le temblaron las manos al envenenarle el agua a Olmedo –explicaba ahora el comisario a los periodistas–. Se le rompió la copa y no tuvo más remedio que llevársela para no dejar huellas. A la noche siguiente se decidió por el cuchillo. Parece que estaba desesperado por lo que iba a contarnos Olmedo, si le daba tiempo. Andaban los dos en el tráfico de drogas y Olmedo quiso abrirse. Eso es todo. Los detalles los inventan ustedes.
A la salida se encontraron con Isaías Bloom.
–Seguí soñando, pibe –dijo el comisario.

LOS OJOS DEL TRAIDOR. RODOLFO WALSH



El 16 de febrero de 1945 tropas rusas complementaron la ocupación de Budapest. El 18 fui arrestado. El 20 me pusieron en libertad y me restituí a mis funciones en el Departamento Oftalmológico del Hospital Central. Nunca he sabido la causa de mi detención. Tampoco supe por qué me pusieron en libertad.
Dos meses más tarde tuve en mis manos una solicitud firmada por Alajos Endrey, condenado a muerte, que aguardaba el cumplimiento de la sentencia. Ofrecía donar sus ojos al Instituto de Recuperación de la Vista, fundado por mí a comienzos de la guerra, y en el cual realicé —aunque ahora lo nieguen Istvan Vezer y la camarilla de advenedizos que me han difamado y obligado a expatriarme— dieciocho injertos de córnea en pacientes ciegos. De ellos, dieciséis fueron coronados por el éxito. El paciente número diecisiete se negó tenazmente a recuperar la vista, aunque la operación fue técnicamente perfecta.
El caso número dieciocho es el tema de este relato, que escribo para distraer las horas de mi solitario destierro, a millares de kilómetros de mi Hungría natal.
Fui a ver a Endrey. Estaba en una celda pequeña y limpia, que recorría incesantemente, como una fiera enjaulada. Ningún rasgo notable lo recomendaba a la atención de un hombre de ciencia. Era un sujeto pequeño, irritable, con una permanente expresión de acoso en la mirada. Presentaba huellas evidentes de desnutrición. Un examen sumario me reveló que tenía la córnea en buen estado. Le comuniqué que su ofrecimiento estaba aceptado. No indagué sus motivos. Los conocía de sobra: sentimentalismo de última hora, acaso un oscuro afán de persistir, aunque fuera en mínima parte, incorporado a la vida de otro hombre. Me alejé por los corredores de piedra gris, flanqueado por la mirada indiferente u hostil del guardia.
La ejecución se realizó el 20 de septiembre de 1945. Recuerdo vagamente una procesión de hombres silenciosos y semidormidos, un camino polvoriento que ascendía entre matorrales, un amanecer intrascendente. Improvisé una mesa de operaciones en una choza con techo de cinc, a cincuenta pasos del sitio de la ejecución. Pensé, ociosamente, que el ejecutado podía ser yo, que el destino era absurdo, que la muerte era una costumbre trivial.
Preparé cuidadosamente al paciente. Era ciego de nacimiento, por deformación en cono de la córnea, y se llamaba Josef Pongracz. Pasé por los párpados los hilos destinados a mantenerlos abiertos. En aquel trámite me sorprendió la fatal descarga.
Dos soldados trajeron al muerto en unas angarillas. Una cuádruple estrella de sangre le condecoraba el pecho. Tenía las pupilas dilatadas en un vago asombro.
Extraje el ojo y recorté el trozo de córnea destinado al injerto. Luego extraje la zona enferma de la córnea del paciente y la reemplacé con el injerto.
Diez días más tarde retiré los vendajes. Josef se incorporó y dio un par de pasos indecisos. Observé sus reacciones. Su cara adquirió una expresión de indecible temor.Veía. Estaba perdido.
Miró en torno, buscándome entre los objetos que componían la sala de operaciones. Cuando le hablé, me reconoció; quiso sonreír. Le ordené que se dirigiera a la ventana. Vaciló, y entonces yo lo tomé del brazo y lo guié, como si fuera un niño. Cuando lo puse frente a la ventana, cerró los ojos, tocó la solera, el marco, los vidrios, una y otra vez, infinitamente. Después abrió los ojos y miró a lo lejos. 
—Atardece —dijo, y empezó a llorar silenciosamente.
Dos meses más tarde recibí la visita del doctor Vendel Groesz, del Instituto de Psiquiatría. Había ido a verlo Josef. Hallábase, según me dijo, en un estado desastroso, en una honda depresión mental, agravada por pesadillas y alucinaciones; lo amenazaba la esquizofrenia.
Dos días después de la operación (me dijo el doctor Groesz) Josef había soñado con un vago panorama, casi desnudo de detalles: un cerro, un camino, una luz gris y espectral. El sueño se había repetido siete noches seguidas. A pesar del carácter inofensivo de esas representaciones, Josef se había despertado siempre dominado por un oscuro e injustificable terror.
El doctor Groesz consultó sus notas.

“Era como si yo hubiera estado ahí antes, y fuera a suceder algo terrible”. Son sus propias palabras.
El doctor Groesz confesó que en este caso habían fracasado todos los procedimientos usuales. Cualesquiera fuesen los complejos de Josef, no podían estar relacionados con sensaciones o recuerdos visuales, pues era ciego de nacimiento. Desde que recuperara la vista, no había salido de la ciudad. Ignoraba pues, en rigor, lo que era una colina, lo que era un camino polvoriento de montaña, a menos que se pudiera llamar conocimiento al concepto impreciso, adimensional, propio del ciego. El panorama que inquietaba los sueños de Josef no era, pues, un recuerdo visual; tampoco un recuerdo visual modificado por la peculiar simbología onírica, sino un producto inexplicable, arbitrario, del subconsciente.
—El sueño —dijo el doctor Groesz— por muy alejado que parezca de la experiencia, se basa siempre en ella. Donde no hay experiencia previa, no puede haber sueños correspondientes a esa experiencia. Por eso los ciegos no sueñan, o al menos sus sueños no están constituidos por representaciones de orden visual, sino táctil o auditivo.
En ese caso, sin embargo, había un sueño de carácter visual (cuya repetición indicaba su importancia), anterior a toda experiencia visual del mismo orden.
Forzado a buscar una explicación, el doctor Groesz había recurrido a los arquetipos o imágenes primordiales de Jung —cuyas teorías rechazaba por fantásticas—, especie de herencia onírica que recibimos de nuestros antepasados, y que pueden irrumpir intempestivamente en nuestros sueños y aun en nuestra vida consciente.
—Yo soy un hombre de ciencia —me aclaró, innecesariamente, el doctor Groesz—, pero no puedo prescindir de ninguna hipótesis de trabajo, por opuesta que sea a mi experiencia y a mi peculiar modo de ver las cosas. Pero también hube de desechar esa hipótesis. Ya verá usted por qué.
“Una semana después, el panorama escueto y desnudo de los primeros sueños empezó a completarse, como una fotografía que se revelara lentamente. Una noche fue una piedra de forma peculiar; la noche siguiente, una cabaña de techo de cinc, bajo el abrigo de dos árboles adustos e idénticos; después un amanecer sin sol; un perro que vagaba entre los árboles... Noche a noche, detalle por detalle, el cuadro se va completando. Ha llegado a describirme, en media hora de prolijas disquisiciones, la forma exacta de un árbol, la forma exacta de algunas ramas de ese árbol, y hasta la forma de algunas hojas. El cuadro se perfecciona siempre. Ningún detalle previo desaparece. Lo he probado. Todos los días le hago repetir el sueño de la noche anterior. Siempre es el mismo, exactamente, pero con algún detalle más.
“Hace una semana me mencionó por primera vez cinco figuras que habían aparecido en el cuadro. Cinco contornos, cinco siluetas oscuras, recortadas contra el amanecer grisáceo. Cuatro de ellas están en una misma línea, de frente; la quinta, a un costado, está de perfil. La noche siguiente las cinco figuras estaban uniformadas; la figura del costado empuñaba una espada. Al principio las caras eran borrosas, casi inexistentes; después se fueron precisando”.
El doctor Groesz consultó una vez más sus notas.
—La figura del costado, que empuña la espada, es un oficial joven y rubio. El primer soldado de la izquierda es bajo, y el uniforme le queda chico. El segundo le hace recordar(fíjese usted bien: recordar) a su hermano menor; Josef me ha dicho, casi llorando, que él no tiene hermanos, nunca los tuvo, pero ese soldado le hace recordar a su hermano menor.El tercero tiene bigote negro y uniforme muy raído; evita mirarlo; tiene la mirada a un costado... El cuarto es un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruza el costado izquierdo de la cara, desde la oreja a la comisura de la boca, como un río tortuoso y violáceo; un paquete de cigarrillos asoma por el bolsillo de su guerrera.
El doctor Groesz sacó un pañuelo de un bolsillo y se enjugó la frente.
—Ayer —dijo, y por la forma en que dijo “ayer” comprendí que se avecinaba algo terrible—, ¡ayer Josef vio el cuadro completo! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
“Los soldados tenían fusiles y le apuntaban, con el dedo en el gatillo, listos para hacer fuego.
“Lo internamos inmediatamente. Se resiste a dormir, porque teme soñar que está ante un piquete de fusilamiento, teme sentir ese horror inmediato e inaudito de la muerte. Pero el cuadro, que antes sólo aparecía en sueños, ahora lo persigue también cuando está despierto. Le basta con cerrar los ojos, aun en el fugaz instante del parpadeo, para verlo: el oficial con la espada desenvainada, los cuatro soldados alineados en posición de hacer fuego, los cuatro fusiles apuntados al corazón.
“Esta mañana ha  pronunciado un nombre extraño. Le pregunté quién era, y dijo que era él. Cree ser otra persona. Un caso evidente de esquizofrenia”.
—¿Cuál es el nombre? —pregunté
—Alajos Endrey —repuso el doctor Groesz.
Mediante la recomendación de un jefe militar —cuyo nombre, por razones obvias, no menciono— logré entrevistar al oficial que había dirigido la ejecución de Alajos Endrey. No me recordaba. Yo, por mi parte, apenas lo había mirado en nuestro fugaz encuentro anterior. Accedió, con fría cortesía militar, a mi descabellado pedido.
Un par de minutos más tarde, los cuatro soldados que habían integrado el piquete de fusilamiento aquella gris y casi olvidada mañana estaban formados ante mí. Entonces vi el cuadro que había visto el desventurado Josef con los ojos del traidor Alajos Endrey.
El primer soldado de la izquierda era bajo y gordo, y el uniforme le quedaba chico; en el segundo creí percibir una vaga semejanza con el propio Endrey; el tercero tenía bigote negro y ojos que evitaban mirar de frente; su uniforme estaba muy gastado. El cuarto era un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruzaba el costado izquierdo de la cara, como un río tortuoso y violáceo...

 

lunes, 9 de junio de 2014

EL QUE NO SALTA ES UN HOLANDÉS. MABEL PAGANO

"No hay más ciego que aquel al que
el miedo no deja ver. Ni más ignorante que
aquel al que el miedo no deja comprender"

Pacho O’Donnell 


Estaban ahí aquel día en que nosotros nos pegamos al televisor portátil llevado por el gerente, ya que el acontecimiento, muchachos, justifica el abandono del trabajo por un rato, imagínense, hace casi cuarenta años que los argentinos esperamos algo así. Vengan, chicas, que esto no se lo pueden perder y nosotras, que ni locas, porque una cosa es un partido cualquiera y otra muy distinta, un mundial. Pero la Flaca dijo yo tengo que hacer ese trámite de la importadora y se fue. Volvió cuando ya estábamos en los escritorios, todos emocionados porque todo salió perfecto, según Javier, y qué bárbaros los gimnastas, para el cadete y para nosotras, con la banda y el desfile y los papelitos, una maravilla, no sabés lo que te perdiste, pero la Flaca sin interesarse, ahí parada, con los ojos fijos en ninguna parte y diciendo que a la misma hora del festejo, ellas estaban ahí, en la Plaza, como cien, dando vueltas a la Pirámide, algunas llorando y otras diciéndoles a los periodistas extranjeros que no tenían noticias de hijos, hermanos y padres. Y los tipos seguro que las filmaban para hacernos quedar como la mierda en el exterior, Javier interrumpió golpeando el escritorio y el cadete asegurando que no importa porque, total, quién les va a dar bolilla a cuatro chifladas y nosotras diciéndole terminala con eso, Flaca, que por ahí, andá a saber cuál es la verdad y el gerente rematando con que me gustaría saber quién les paga para que saboteen la imagen del país.
Los días siguieron: la república era una gran cancha de fútbol. Empatamos, ganamos, perdimos, pero no importa, porque la copa se la van a llevar si son brujos y el televisor ya fijo en la oficina, mirá, mirá que remate, cómo se perdió el gol ese boludo y aquel hoy no pega ni una. Las mujeres, ya bien al tanto de lo que significa un córner, cuál es el área chica y qué es lo que debe hacer el puntero derecho. Pero Goyito, el de Expedición, desapareció hace cuatro días y nada, dale Flaca, vos siempre la misma amargada, el cadete con sonrisa de costado y Javier que por algo habrá sido, che, porque a mí todavía nadie me vino a buscar. Y ellas siguen ahí, dando vueltas a la Pirámide, ma sí, ya se van a ir, acabala, parecés la piedra en el zapato, pero tienen que darles una explicación, lo que tienen que darles es una paliza y listo, así se dejan de decir macanas cuando el país está de fiesta. Hay que embromarse con alguna gente, la patria no les importa, el gerente opinando desde la primera fila frente a la pantalla y la Flaca como para sí misma, el fútbol no es la patria. Gol. Gooooolllll. Golazo. ¡Ar-gen-ti-na! ¡Ar-gen-ti-na!
¿Hacen falta seis para pasar a la final? Se hacen los seis, pero a la hermana de Carrasco la secuestraron anoche a dos cuadras de la facultad, que se embrome, por meterse donde no debe, dijiste vos y Javier yo siempre le vi algo raro a esa chica, enganchando enseguida con que después de los seis pepinos a los peruanos, concierto de cacerolas en el edificio, en pleno Barrio Norte, nunca visto, el delirio, la locura y nosotras, contando de la caravana de coches y el novio y el marido, con las banderas, los gorritos y las cornetas, nos acostamos como a las cuatro y hasta la chica aquella, Mariana, la de Libertador, con la vincha y subiéndose a un camión que pasaba para el centro, no se puede creer, ¿viste? Por un anónimo, nada más que por una denuncia sin fundamento y al otro porque ayudaba al cura y a las monjas en la villa del Bajo Flores. Te digo que no me quedó uña por comerme y la hora maldita no pasaba nunca, tocando el techo con cada gol y mirando el reloj, hasta que al fin se dio. Se me cayeron las lágrimas, ¡qué final! ¡El que no salta es un holandés! Y los que desaparecen son argentinos, dale Flaca, no empecés, ¿no te dije, pibe, que la Copa se quedaba aquí? Todos con las banderas y los pitos, a gritar y a cantar, dale con el tachín- tachín, juntos, en aquella fiesta que parecía que no iba a terminar nunca, porque ganamos, salimos campeones y fue como una borrachera de la que nos despertamos con este dolor de cabeza que nos martillea las sienes y un revoltijo de estómago que aumenta a medida que la tapa de la olla se va corriendo. Las cuentas finales no aparecen y la lata está rota de tantas manos que se le metieron adentro. Pero lo peor es lo otro, ellas que siguen ahí, ellas, que ya estaban pidiendo por los que no estaban mientras nosotros saltábamos, sordos a lo que decían algunos como la Flaca, ustedes no se dan cuenta de lo que está pasando y cuando comprendan, ya va a ser tarde. Aseguraba que éramos como los alemanes, que veían el humo saliendo de las chimeneas de los campos de concentración y miraban para otra parte, se callaban, como callamos nosotros, entonces y después, tapándonos hasta las orejas cuando las sirenas nos interrumpían las noches, o escuchábamos algún grito, o se llevaban a alguien del piso de abajo. Nos dieron un pirulín para matar el hambre, Flaca, tenías razón y una entrada al circo para comprarnos la conciencia.

jueves, 5 de junio de 2014

PIGMALIÓN Y GALATEA.

Era de Chipre el escultor Pigmalión, artista que no gustaba de las mujeres porque según consideraba, éstas eran imperfectas y pasibles de muchas críticas. Y tan convencido estaba del acierto de su opinión que resolvió no casarse nunca y pasar el resto de su vida sin compañía femenina.

Pero, como no soportaba la completa soledad, el artista chipriota esculpió una estatua de marfil tan bella y perfecta como ninguna mujer verdadera podría serlo. La llamó Galatea y de tanto admirar su propia obra, terminó enamorándose de ella. le llegó a comprar las más bellas ropas, joyas y flores: los regalos mas caros. Todos los días pasaba horas y horas contemplándola, y de cuando en cuando besaba tiernamente los labios fríos e inmóviles. Tal vez hubiera vivido hasta el fin de sus días ese amor silencioso, de no ser por la intervención de Venus que era objeto de intenso culto en la isla donde vivía Pigmalión. En su homenaje se celebraban las más pomposas ceremonias y los más ricos sacrificios, y su templo de Pafos era el más importante de los santuarios venusinos de todo el mundo helénico. 

En una de esas fiestas, según cuenta el poeta Ovidio, el escultor estuvo presente. También ofreció sacrificios y elevó al cielo sus ardorosas suplicas: “A vosotros ¡oh dioses!, a quienes todo es posible os suplico que me deis por esposa” –no se atrevió a decir mi virgen de marfil- “una doncella que se parezca a mi virgen de marfil. 

Atenta , la diosa del amor escuchó el pedido, y para mostrar a Pigmalión que estaba dispuesta a atenderlo, hizo elevar la llama del altar del escultor tres veces más alto que las de los otros altares. pero el infeliz artista no comprendió el significado de la señal. Salió del santuario, y entristecido, tomó el camino de su casa. Al llegar fue a contemplar de nuevo la estatua perfecta. Y después de horas y horas de muda contemplación la besó en los labios. Tuvo entonces una sorpresa: en vez de frío marfil, encontró una piel suave y una boca ardiente. A un nuevo beso, la estatua despertó y adquirió vida, transformándose en una bella mujer real que se enamoró perdidamente del creador.

Para completar la felicidad del artista, Venus propició la unión y le garantizó la fertilidad. Del casamiento nació un hijo, Pafo, que tuvo la dicha de legar su nombre a la ciudad consagrada a la diosa que había nacido alrededor del santuario dedicado al numen de la atracción universal.




 Pigmalión, misógino narcisista,
que a la dulce mujer aborreciste
al no hallar nunca aquella que creíste
pudiera ser tu esposa y fiel amante. 
Y solo con tus manos, arrogante,
en nacarado mármol esculpiste
la más bella mujer que jamás viste
con cuerpo más fulgente que el diamante.

Mas aunque la belleza le sobró,
la hermosa Galatea carecía
del alma que el gran Zeus no le dió.

Afrodita, al mirar la obra baldía,
del dolor del humano se apiadó
llenándola de vida y poesía.

lunes, 19 de mayo de 2014

NARRACIÓN SOBRE EL MITO DE EDIPO.

Layo, hijo de Lábdaco, de la estirpe de Cadmo, era rey de Tebas y estaba casado con Yocasta, hija del noble tebano Menoceo, sin haber tenido hijos en todos sus años de matrimonio. Anhelando vivamente un heredero, consultó el caso a Apolo de Delfos, recibiendo del oráculo la siguiente respuesta: «¡Layo, hijo de Lábdaco! Pides la bendición de un hijo; pues bien, te será concedido uno. Pero sabe que por mandato del Destino perderás la vida por mano de este mismo hijo. Tal es el mandato del Cronida Zeus, que ha escuchado la maldición de Pélope a quien un día tú robaste el suyo». Es el caso que en su juventud Layo había tenido que huir de su patria y el rey del Peloponeso le había acogido hospitalariamente en su palacio, pero él, pagando con ingratitud a su bienhechor, había raptado en los juegos de Nemea a Crísipo, el bello hijo de Pélope (1).
Consciente de su culpa, Layo creyó al oráculo y vivió largo tiempo separado de su esposa. Sin embargo, el acendrado amor que los unía, hizo que se juntasen a pesar de la advertencia del Destino y al fin Yocasta dio a luz un hijo. Venido ya éste al mundo, los padres recordaron la sentencia del oráculo y, para sustraerse a ella, a los tres días mandaron exponer al recién nacido en las salvajes montañas de Citerón con los pies horadados y atados. Pero el pastor que había recibido el cruel encargo sintió compasión por aquel niño inocente y lo entregó a un compañero que guardaba en aquel mismo monte los reba-ños de Pólibo, rey de Corinto. Luego, volviendo a casa, se presentó al Monarca y a su esposa diciéndoles que había cumplido su orden. Éstos creyeron que el niño habría perecido de hambre o devorado por las fieras, haciendo de este modo imposible la realización del oráculo. Aquietaron su conciencia con el pensamiento que, al sacrificar al hijo, le habían preservado del crimen de parricidio y vivieron desde entonces con el corazón aligerado.
Entretanto el otro pastor desligaba los pies, cuyos talones aparecían traspasados de parte a parte, de aquel niño que le había sido entregado y cuya procedencia desconocía en absoluto. Por sus pies heridos le llamó Edipo, lo que significa «el de los pies.hinchados», y lo llevó a su señor, el rey Pólibo de Corinto. Compadecido éste de aquel ser abandonado, lo entregó a su esposa Mérope y lo crió como si fuese hijo suyo. siendo tenido por tal en la corte y en todo el país. Ya mozo, siguió gozando de la consideración de primer ciudadano del reino, viviendo en la feliz convicción de ser hijo y heredero del rey Pólibo, quien no tenía otros. Pero un azar vino a sacarlo de su dichosa ignorancia y precipitarlo a los abismos de la desesperación. Un corintio que por envidia le aborrecía desde mucho tiempo antes, en un banquete, exaltado por el vino, dijo a voz en grito a Edipo, que se sentaba enfrente, que no era hijo de Pólibo. Afectado gravemente por aquel reproche, apenas si pudo el mozo aguar-dar el final de la comida, si bien de momento disimuló sus dudas.
A la mañana siguiente se presentó a sus padres, que realmente no lo eran, sino adoptivos, y les pidió la verdad. Pólibo y su esposa estaban muy indignados con el que había proferido las ofensivas palabras y trataron de desvanecer las dudas de su hijo, si bien no pudieron darle una categórica respuesta. El amor que el joven vio en aquel proceder suyo le hizo bien, pero desde aquel día la desconfianza no dejó ya de roerle el corazón, pues las palabras de su enemigo le habían penetrado en lo hondo. Finalmente tomó el báculo en secreto y, sin decir nada a sus padres, se encaminó al oráculo de Delfos con la esperanza de obtener de él la refutación de aquella inculpación afrentosa. Pero Febo Apolo, en lugar de responder a su pregunta, le reveló una nueva desdicha que le amenazaba mucho más cruel que la anterior.
Dijo el oráculo: «Darás muerte a tu propio padre, te desposarás con tu madre y dejarás a los hombres una descendencia execrable». Al oir Edipo aquel fallo, le sobrecogió una angustia indecible y, como el corazón seguía diciéndole que unos padres tan amantes como Pólibo y Mérope forzosamente debían ser sus progenitores legítimos, no se atrevió a volver a su patria por miedo a que, empujado por la fatalidad, pudiera poner la mano sobre su amado padre Pólibo y, atacado de irresistible locura, contraer un matrimonio infame con su madre Mérope. Partiendo de Delfos, tomó el camino de Beocia. Se encontraba todavía en la vía que conduce de aquella ciudad a la de Daulia cuando, al llegar a una encrucijada, vio que venía hacia él un carruaje ocupado por un anciano desconocido con un heraldo, el cochero y dos criados. El sendero era angosto, y el cochero, obedeciendo al viejo, quiso apartar con malos modos al caminante. Edipo, colérico de temperamento, replicó con un golpe al insolente conductor. El viejo, al ver que el mozo las emprendía con tal descaro contra el cochero, apuntándole con el bastón de doble punta que llevaba en la mano, le pegó un fuerte bastonazo en la cabeza. Exasperado Edipo, sirviéndose por primera vez de la hercúlea fuerza que le concedieron los dioses, levantó su báculo y lo descargó sobre el anciano con tanta furia, que el hombre cayó rodando de su asiento. Se produjo una pelea; Edipo tenía que defenderse contra tres adversarios, pero venció su juvenil vigor y, después de derribarlos a todos, excepto a uno, que huyó, prosiguió su camino.
Estaba convencido de no haber hecho otra cosa que defender su vida contra un plebeyo foceo o beocio y sus criados, pues el anciano no llevaba ninguna insignia de su alto rango. Y sin embargo, el muerto era Layo, rey de Tebas y padre del homicida, de viaje hacia el oráculo pítico; con lo cual quedaba cumplida la predicción hecha a padre e hijo, y que ambos habían tratado de esquivar. El rey de Platea, Damasístrato, encontró los cadáveres de los caídos en la encrucijada y, compadecido, mandó darles sepultura. Muchos años más tarde el viajero que pasaba por allí podía ver aún su monumento funerario, constituido por un montón de piedras.
Edipo se casa con su madre
Edipo
Poco después de aquel suceso se había aparecido ante las puertas de la ciudad de Tebas en Beocia, la Esfinge, un monstruo alado que tenía rostro y pecho doncella y el resto de león. Era hija de Tifón y Equidna, la ninfa-serpiente, madre de numerosos engendros, y hermana de Cerbero, el can de los infiernos, de la Hidra de Lerna y de la Quimera que escupía fuego. Aquel monstruo se había establecido sobre una roca y desde ella planteaba a los habitantes de Tebas toda suerte de acertijos que había aprendido de las Musas. Si el que se había avenido a resolver el enigma no lo acertaba, la Esfinge lo desgarraba y devoraba. Aquella plaga vino a azotar la ciudad en el momento en que ésta lloraba a su Rey, asesinado en el curso de un viaje —nadie sabía por quién— y en cuyo lugar había empuñado las riendas del poder de Creonte, hermano de la reina Yocasta. Llegaron las cosas hasta el extremo de que la Esfinge apresó y devoró al propio hijo del regente, el cual no había sabido resolver un enigma planteado por ella.
Aquella desgracia indujo a Creonte a pregonar públicamente que daría el trono y la mano de su hermana Yocasta a quien librase la ciudad de aquel ser sanguinario.
Edipo acertó a llegar a Tebas, con su báculo de viajero, precisamente cuando acababa de hacerse público el ofrecimiento. Interesándole el peligro y el premio tanto más cuanto que estimaba en_poco la vida por efecto de las amenazadoras predicciones que sobre él gravitaban; se dirigió a las rocas donde la Esfinge tenía su residencia y le pidió que le plantease un enigma. Pensando formular al forastero uno indescifrable, le díjo el siguiente: «Cuadrúpedo por la mañana, bípedo a mediodía, trípedo al atardecer. De todos los seres vivos es el único que cambia el número de pies; y cuanto mayor es el número de los que mueve, menor es la fuerza y rapidez de sus miembros». Edipo se sonrió al escuchar el acertijo, que no le pareció ofrecer ninguna dificultad.
—Tu enigma es el hombre —le díjo—: al alborear de su vida, mientras es un niño débil y sin fuerzas, anda sobre los dos pies y las manos; cuando es vigoroso, al mediodía de su vida, anda sobre dos pies solamente; y por fin, al llegar al ocaso de su existencia, anciano necesitado de apoyo, empuña entonces el bastón para que le sirva de tercera pierna.
El acertijo había sido acertadamente resuelto, y la Esfinge, presa de vergüenza y desesperación, se lanzó a la muerte desde lo alto de la peña (2). En recompensa Edipo recibió el reino de Tebas y la mano de la viuda, que era su propia madre. Yocasta le dio hasta cuatro hijos, uno tras otro; primero los gemelos Etéocles y Polinices, después dos hijas, Antífona primero y luego Ismene y los cuatro eran a la vez sus hijo y sus hermanos.
Descubrimiento de los crímenes de Edipo
Aquel secreto permaneció irrevelado por largo tiempo, y Edipo, que a pesar de algunas intemperancias era un buen rey, gobernaba, feliz y amado, el pueblo de Tebas al lado de Yocasta. Al correr de los años los dioses enviaron al país una peste que hacía estragos entre los habitantes y no cedía ante ningún remedio. Los tebanos, creyendo ver en aquella terrible plaga algún castigo enviado por el Cielo, buscaron protección en su soberano, a quien tenían por un favorito de los dioses. Hombres y mujeres, viejos y niños, precedidos de los sacerdotes coronados con ramos de olivo, comparecieron ante el real palacio, y sentándose en torno a las gradas del altar que allí se levantaba, aguardaban la salida de su señor. Cuando Edipo, atraído por la multitud, se presentó a la puerta del palacio y se hubo informado del motivo de que toda la ciudad humeara de incienso y resonara de lamentaciones, el más anciano de los sacerdotes, hablando en nombre de todos, dijo:
—Tú mismo, ves, señor, la miseria que sufrimos: un insoportable calor agosta campos y prados, en nuestras casas se ceba la peste devastadora, y en vano lucha la ciudad por levantar la cabeza de entre las olas sangrientas de tanta ruina. En esta calamidad venimos a buscar ayuda en ti, amado soberano nuestro. Ya una vez nos salvaste de aquel mortal tributo con que nos oprimía la horrible Esfinge, y es seguro que no lo hiciste sin la ayuda de los dioses. Por eso nos confiamos a ti; también tú nos salvarás esta vez, con el auxilio de los dioses o de los hombres.
—¡Pobres hijos míos! —respondió Edipo—, bien conozco el motivo de vuestra súplica. Sé cuánto sufrís, pero ningún corazón padece como el mío; mi alma lleva luto no por unos pocos, sino por toda la ciudad. No venís a despertar a un hombre cogido por el sueño, sino que mi mente está a todas horas buscando algún remedio, y al fin creo haber hallado uno. He enviado a Creonte, mi cuñado, a Apolo de Delfos a preguntar qué he de hacer o decir para salvar la ciudad.
Todavía estaba hablando el Rey cuando Creonte, abriéndose paso por entre la multitud, se le acercó y, en presencia de todos, le dio cuenta de la respuesta del oráculo. Éste no era en verdad muy consolador: El dios ordenaba que se eliminara la impiedad que el país albergaba y no se la dejase crecer hasta que se hiciera inexpiable; pues el asesinato del rey Layo pesaba sobre aquella tierra como un gravísimo crimen. Edipo, que no tenía la más remota sospecha de que el viejo a quien él diera muerte era aquel por cuya causa estaban encolerizados los dioses, hizo que le contasen el asesinato del Rey; pero tampoco se iluminó su espíritu al escuchar la relación. Se declaró dispuesto a investigar el caso de aquel homicidio y despidió al pueblo congregado. Inmediatamente mandó pregonar por todo el país que quien tuviese alguna noticia sobre el asesino de Layo debía comunicarla, y que si alguien de tierras extranjeras supiese algo del crimen, se haría acreedor, al dar cuenta de ello, a la gratitud y a una recompensa de la ciudad. Al revés, aquel que, por solicitud hacia un amigo, callase y pretendiese sacudirse la culpa de su complicidad, sería excluido de todos los servicios divinos, banquetes rituales y de todo trato y comercio con sus conciudadanos. Finalmente, al autor del crimen le hacía objeto de las más terribles maldiciones; le anunciaba la miseria y las mayores calamidades para toda su vida y la condenación después de ella. Y aquella sentencia se cumpliría aunque el criminal viviese oculto en el propio palacio real. Además, envió dos emisarios al ciego adivino Tiresias, cuya inteligencia y penetración casi igualaban a las del mismo Apolo. El viejo augur no tardó en presentarse, guiado por un lazarillo, ante el Rey y la asamblea del pueblo. Edipo le expuso la cuita que atormentaba a todos y le pidió que utilizase sus artes de vidente y les ayudase a encontrar el rastro del asesinato.
Pero Tiresias, prorrumpiendo en un grito de dolor y extendiendo los brazos hacia el Rey en actitud de horror:
—¡Es espantoso saber aquello que sólo trae desgracia al que lo sabe! ¡Déjame que me vuelva, oh Rey; soporta tú lo tuyo y deja que yo cargue con lo mío!
Pero Edipo apremió aún más al adivino, mientras el pueblo que le rodeaba, se postraba de rodillas ante él. Al negarse el viejo a dar más explicaciones, el Monarca montó en cólera y acusó a Tiresias de encubridor e incluso de cómplice de la muerte de Layo. A no haber sido ciego, no vacilaría en achacarle el crimen a él solo. Aquella acusación desató la lengua del profeta:
—Edipo—dijo—, tú mismo has pronunciado tu sentencia. No hables, no dirijas la palabra a nadie, pues tú eres la maldición que mancilla a esta ciudad. ¡Sí, tú eres el regicida y tú eres el que vives con lo más preciado en relaciones abominables!
Edipo se sintió ofuscado: trató al profeta de brujo, de intrigante embaucador; expresó asimismo sus sospechas contra su cuñado Creonte y acusó a ambos de conspirar contra el trono, del que querían arrojarle a él, el salvador de la ciudad, con sus falaces maquinaciones. Pero Tiresias le designó aún con más fuerza como parricida y marido de su madre y, después de vaticinarle su próxima desgracia, alejóse enojado, de la mano de su lazarillo. Ante la acusación del Rey había acudido precipitadamente Creonte, originándose una viva disputa entre ambos, que Yocasta, interponiéndose, trató en vano de acallar. Creonte se alejó agraviado y lleno de cólera contra su cuñado.
Más ciega aún que el Rey estaba su esposa Yocasta. No bien hubo oído de boca de su esposo que Tiresias le había tratado de asesino de Layo, estalló en grandes improperios contra los adivinos y su ciencia.
—¡Mira, esposo mío —exclamó—, si saben poco los adivinos! Míralo en un ejemplo. Mi primer marido recibió también un oráculo según el cual tenía que morir de manos de su hijo. Y he aquí que Layo fue asesinado por unos bandoleros en una encrucijada; y en cuanto a nuestro único hijo, fue arrojado, atado de pies, a una montaña desierta, no llegando a vivir ni tres días. He aquí cómo se cumplen las profecías de los adivinos.
Estas palabras, pronunciadas por la Reina en tono de mofa, produjeron sobre Edipo una impresión muy distinta de la que ella esperaba.
—¿En la encrucijada -—preguntó, presa de gran excitación—, cayó Layo? Oh, dime, ¿cómo era su figura, qué edad tenía?
—Era alto —respondió Yocasta, no comprendiendo aquella alteración de su marido—; el pelo empezaba a encanecer sobre su frente; se parecía bastante a ti, tanto en figura como en porte.
—¡Tiresias no es ciego; Tiresias ve! —exclamó entonces Edipo con terror, pues un rayo de luz había atravesado de repente la noche de su espíritu.
Sin embargo, el mismo horror le impulsó a seguir investigando, como con la esperanza de que sus preguntas serían contestadas con respuestas que demostrasen ser errado aquel espantoso descubrimiento. Pero todo coincidía y, por último, se enteró de que un criado que había logrado salvarse había narrado todos los detalles del crimen. Aquel criado, empero, había suplicado, al ver a Edipo en el trono, que se le enviase lo más lejos posible de la ciudad, a los pastos del Rey. Edipo quiso verle, y el esclavo fue llamado a la ciudad.
Antes de que llegara se presentó un mensajero de Corinto para comunicar a Edipo la muerte de su padre Pólipo e invitarle a hacerse cargo del trono de su país.
Al escuchar esta embajada, la Reina exclamó, en tono de triunfo:
—¿Dónde estáis, altas sentencias divinas? ¡El padre a quien Edipo debía dar muerte, ha expirado dulcemente de vejez!
Pero la noticia produjo un efecto muy distinto en el piadoso rey Edipo, que aun cuando siempre se había sentido inclinado a considerar a Pólibo como su padre, no podía comprender que un oráculo no se cumpliese. No quería tampoco ir a Corinto, porque allí vivía Mérope y cabía que se realizase la segunda parte de la profecía: el casamiento con su madre. Pero muy pronto el mensajero le libró de esta duda. Era el mismo hombre que, muchos años antes, en el monte Citerón, recibiera de un criado de Layo un niño recién nacido con los pies atravesados y atados. Reveló al Rey que, aunque en efecto heredero de Pólibo de Corinto, no era sino un hijo adoptivo de éste. Un oscuro afán por saber la verdad llevó a Edipo a preguntar por aquel criado de Layo que, siendo él niño, le había entregado al corintio, y entonces supo que se trataba del mismo pastor que, habiendo escapado cuando la muerte de Layo, guardaba a la sazón los ganados reales en la frontera.
Al oir esto Yocasta, con un grito de dolor se alejó de su marido y del pueblo allí congregado. Edipo, que con intención trataba de engañarse a sí mismo, interpretó erradamente su alejamiento.
—Seguramente teme —dijo al pueblo—, como mujer orgullosa, que yo sea de humilde origen. Pero yo me tengo por hijo de la dicha y no me avergüenzo de esta procedencia.
Se presentó entonces el viejo pastor, que había sido traído de muy lejos y a quien el corintio identificó como el mismo que un día le entregara el niño en Citerón. El hombre estaba lívido de espanto y quiso negarlo todo, pero ante las irritadas amenazas de Edipo, que mandó atarle con cuerdas, dijo al fin la verdad: que Edipo era hijo de Layo y Yocasta; que el terrible fallo de los dioses según el cual habría de matar a su padre, lo había puesto en sus manos, pero que él, apiadado, habíale dejado con vida.
Yocasta y Edipo hacen justicia sobre sí mismos
Todas las dudas quedaban desvanecidas y el horrible drama descubierto. Con un grito de demencia precipitóse Edipo al palacio y se puso a correr por sus aposentos, pidiendo una espada con que borrar de la tierra aquel monstruo que era a la vez su madre y su esposa. Como, ante su acceso de locura, todos lo evitaban, dirigióse bramando horriblemente a su dormitorio y, haciendo saltar la doble puerta, cerrada por dentro, se precipitó en el interior. Un espectáculo horripilante detuvo su carrera. El cuerpo de Yocasta, sueltos los cabellos y balanceándose sobre el lecho, colgaba miserablemente del techo; la Reina se había ahorcado pasándose un cordón por el cuello. Después de permanecer largo rato con la mirada clavada en la muerta, Edipo se le acercó exhalando fuertes gemidos y bajó la cuerda hasta que el cadáver quedó tendido en el suelo. Luego, inclinándose sobre él, le arrancó del pecho los prendedores de oro que le sujetaban el vestido. Levantándolos al aire, maldijo sus ojos y para que ya no pudieran ver más lo que haría y sufriría, se clavó las aceradas puntas en ellos hasta atravesar el globo y hacer brotar de las órbitas un torrente de sangre. Pidió luego que le abriesen las puertas, a él, el ciego, y le condujesen afuera para presentarlo ante el pueblo tebano como parricida, como incestuoso, como una maldición del Cielo y estigma de la tierra. Los criados obedecieron su mandato, pero el pueblo, en vez de recibir con horror al soberano a quien tanto había amado y venerado, lo hizo con ferviente compasión. El propio Creonte, su cuñado, víctima de sus injustas sospechas, corrió a él, no para ofenderlo, sino para sustraer a aquel hombre tan cruelmente probado a la luz del sol y a las miradas del pueblo, y recomendarlo a la piedad de sus hijos. Tanta bondad conmovió al abatido Monarca. Transfirió el trono a su cuñado rogándole lo preservase para sus jóvenes hijos, y pidió una tumba para su desdichada madre y la protección del nuevo soberano para sus hijas huérfanas. Para sí, en cambio, solicitó que se le arrojase del país por él doblemente mancillado, y se le desterrara al monte Citerón, que ya sus padres le destinaran para sepultura, y donde ahora viviría o moriría, según dispusiesen los dioses. Llamó luego a sus hijas, deseoso de oir su voz por vez postrera, y puso las manos sobre sus cabezas inocentes. A Creonte le bendijo por todo el bien que de él recibiera sin merecerlo y le deseó, así como a su pueblo, una protección de los dioses mejor de la que él había recibido.
Entonces Creonte le condujo de nuevo a la casa, y aquel salvador de Tebas, tan enaltecido pocas horas antes, el poderoso monarca obedecido por miles de subditos, Edipo, que habiendo descifrado tan profundos enigmas no había sabido resolver hasta tan tarde el espantoso de su vida, iba ahora, convertido en ciego mendigo, a salir de las puertas de su ciudad natal para andar errante fuera de las fronteras de su reino.
Edipo y Antígona
Antígona
En las primeras horas que siguieron a aquel descubrimiento, lo más deseable para Edipo hubiera sido una muerte repentina; habría incluso considerado un bien que el pueblo, levantándose contra él, lo hubiese lapidado. Parecíale también un regalo aquel destierro que solicitaba y que su cuñado Creonte le concedía. Pero al encontrarse en su casa, sumido en las tinieblas, con la cólera menguando poco a poco, comenzó también a darse cuenta de lo horrible que debía ser la existencia de un exilado ciego por tierras extrañas. El amor a la patria volvió a despertarse en él con el sentimiento de que, por un delito cometido sin conciencia ni intención, eran ya un castigo bastante la muerte de Yocasta y la ceguera que él mismo se había provocado; y no rehuía la idea de manifestar a Creonte y a sus hijos Etéocles y Polinices su deseo de quedarse en casa.
Pero entonces se demostró que el enternecimiento de Creonte había sido sólo una emoción momentánea, y que la naturaleza de sus hijos era también dura y egoísta. Creonte forzó a su desgraciado pariente a persistir en su primitiva resolución, y los hijos, cuyo deber primordial era ayudar a su padre, le negaron su asistencia. Es más, sin dirigirle casi una palabra pusieron en su mano el báculo de mendigo y le expulsaron del palacio real de Tebas. Sólo sus hijas dieron prueba de piedad filial hacia el repudiado padre. La menor, Ismene, permaneció en casa de sus hermanos con objeto de servir en lo posible la causa de su progenitor y constituirse en abogado del peregrino. La mayor, Antígona, compartió el destierro con él y guió los pasos del pobre ciego. De este modo le acompañó en su dura odisea, estuvo a su lado andando a pie descalzo y sin comer a través de bosques salvajes; los ardores del sol y las cataratas del cielo no fueron bastante para arrancar a la tierna doncella de la vera de su padre y, mientras en casa, junto a sus hermanos, habría sido objeto de todas las atenciones, se sentía contenta en la miseria con tal que el mísero anciano pudiese saciar el hambre. La primera intención de él había sido pasar su vida o morir en la desolada montaña de Citerón; pero, piadoso como era, no quiso dar aquel paso sin la aprobación de los dioses y al efecto se encaminó ante todo al oráculo de Apolo pítico.
Se le Comunicó allí un fallo consolador. Los dioses reconocían que Edipo había delinquido involuntariamente contra la Naturaleza y contra las más sagradas leyes de la humanidad. Cierto que una falta tan grave debía ser purgada, aun habiendo sido involuntaria; pero el castigo no sería eterno. Así le reveló el dios lo siguiente: le esperaba la redención, aunque a largo plazo, cuando llegase al país, designado por el Destino, donde las diosas venerables, las rigurosas Euménides, le otorgasen un refugio. Ahora bien, el nombre de Euménides, «las benévolas», era a la vez un sobrenombre de las Erinias o Furias, las diosas de la venganza, a las que los mortales tratan de honrar y apaciguar dándoles un apelativo propiciatorio. De modo que la sentencia del oráculo era enigmática y pavorosa. ¡Junto a las Furias debía hallar Edipo la paz y la redención de su castigo por sus pecados contra natura! No obstante, se confió a la promesa del dios y, dejando al Destino su cumplimiento, siguió errando por Grecia acompañado y cuidado de su piadosa hija, viviendo de las limosnas de las gentes compasivas. Pedía siempre poco y recibía poco; pero siempre se contentaba con ello, pues la larga duración de su destierro, la necesidad y la nobleza de su temple le habían enseñado la frugalidad.
Edipo en Colono
Edipo
Tras una larga peregrinación, ora a través de tierras habitadas, ora por regiones desiertas, un atardecer llegaron los dos caminantes a una risueña aldea rodeada de un soto encantador. Ruiseñores voleteaban entre el boscaje dando al viento sus dulces trinos, el aire estaba impregnado del aroma de las vides, muchos olivos y laureles recubrían las rugosas peñas, y en lugar de afearlo añadían un encanto más a aquel paraje. Edipo, ciego y todo, percibía por los restantes sentidos la belleza del lugar y, por la pintura que de él le hizo su hija, hubo de deducir que era sagrado. En la lejanía se alzaban las torres de una ciudad, y Antígona había averiguado que se encontraban cerca de Atenas. Edipo, cansado de la jornada, habíase sentado en una roca. Un aldeano que acertó a pasar, le mandó que se levantase, alegando que aquel suelo era sagrado y no toleraba la pisada del hombre. Así supieron los peregrinos que se hallaban en el lugar llamado Colono, en la región y el soto de las omnividentes Euménides, nombre bajo el cual veneraban los atenienses a las Erinias.
Entonces conoció Edipo que había alcanzado el término de su peregrinación y que estaba cerca el fin apacible de su aciago Destino. Sus palabras volvieron pensativo al campesino, el cual no se atrevió ya a arrojar de su asiento al extranjero, sin haber informado antes del caso al Rey.
—¿Quién reina, pues, en vuestro país? —preguntó Edipo, que, en el curso de su prolongada desgracia, había perdido toda noción de lo que en el mundo ocurría.
—¿Así no conoces al poderoso y noble héroe Teseo? —replicó el aldeano—, ¡pero si el mundo entero anda lleno de su fama!
—Bien, pues siendo vuestro soberano de tan nobles sentimientos —dijo Edipo—, te ruego que seas mi mensajero y vayas a pedirle que se llegue a este sitio; será un leve servicio que le valdrá gran recompensa.
—¿Qué beneficio podría hacer un ciego a nuestro Rey? —inquirió el campesino, dirigiendo al forastero una mirada sonriente y compasiva—. Y sin embargo —continuó—, si no fuese por tu ceguera, buen hombre, tu porte sería noble y digno, y eso me obliga a honrarte. Haré, pues, lo que me pides y transmitiré tu ruego a mis conciudadanos y al Rey. Quédate aquí hasta que haya despachado tu encargo. Ellos decidirán luego si puedes continuar aquí o debes seguir tu camino.
Al sentirse Edipo de nuevo solo con su hija, levantándose de su asiento, se arrojó al suelo para desahogar su corazón en una fervorosa plegaria a las Euménides, aquellas terribles hijas de las Tinieblas y de la madre Tierra, que habían establecido su amable morada en aquel soto.
—¡Oh divinidades terribles, a la par que misericordiosas —dijo—, concededme ahora, según la sentencia de Apolo, el desenlace de mi vida, a no ser que creáis que, en mi penoso destino, no he sufrido aún lo bastante! ¡Compadeceos, hijas de la Noche; apiádate tú, venerable ciudad de Atenas, de la mísera sombra de aquel que llamaban Edipo, pues el que veis aquí no es ya el que antes era!
No estuvieron solos por mucho tiempo. La noticia de que un ciego de aspecto majestuoso se había instalado en el bosque de las Furias, cerrado a los pasos de los mortales, pronto hubo congregado a los ancianos del pueblo en torno a él, venidos para impedir la profanación. Y aumentó aún su terror cuando el ciego se dio a conocer como un hombre perseguido por el Destino. Temiendo atraer sobre ellos la cólera de la divinidad si permitían que siguiera en aquel lugar sagrado un ser señalado por el Cielo, le ordenaron que abandonase la comarca sin demora. Edipo les rogó insistentemente que no le arrojasen de la meta de su peregrinación, la meta que le anunciara la misma voz de la divi-nidad. Antígona unió sus súplicas a las de su padre:
—Si no os compadecéis de los cabellos blancos de mi padre —dijo la doncella—, tened piedad siquiera de mí, la desvalida, pues sobre mí ninguna culpa pesa. ¡Ea, concedednos vuestro favor!
Mientras se cambiaban estos coloquios y los habitantes seguían indecisos, titubeando entre la compasión y el temor a las Erinias, Antígona vio que se acercaba una muchacha montada en un potro con el rostro resguardado de los rayos del sol por un sombrero de viaje. La seguía un criado, también a caballo.
—¡Es ella, mi Ismene! —exclamó con alegre sobresalto—, ¡Ya veo el brillo de sus queridos ojos! Sin duda nos trae noticias de la patria.
Muy pronto la muchacha, la menor de los hijos del expulsado Monarca, llegó junto a ellos y se apeó de la montura. Se había marchado de Tebas seguida del único criado que encontrara ver-daderamente fiel, para llevar al padre nuevas de la situación de su casa. Sus hijos se hallaban en gran apuro por su propia culpa. Al principio su intención había sido dejar el trono a su tío Creonte, pues la maldición de su raza flotaba, amenazadora, ante sus ojos. Poco a poco, sin embargo, a medida que la imagen de su padre fue borrándose en el pasado, se desvaneció también aquella idea: se despertó en ellos la ambición de la soberanía y la dignidad real y, con ella, la discordia. Polinices, que tenía de su parte el derecho de primogenitura, fue el primero que se instaló en el trono; pero Etéocles, el segundo, no contento con reinar alternativamente con su hermano, como éste le propusiera, amotinó al pueblo y arrojó al mayor del país. Éste, según el rumor que circulaba por Tebas, había huido a Argos en el Peloponeso, donde se había casado con la hija del rey Adrasto y, reclutando amigos y aliados, amenazaba a su ciudad natal con la conquista y la venganza. Pero al mismo tiempo se había difundido una nueva sentencia del oráculo, según la cual los hijos de Edipo nada podrían sin su padre; debían buscarlo, muerto o vivo, si estimaban su propia salvación.
Tales eran las noticias que traía Ismene a su padre. Las gentes de Colono escuchaban asombradas, y Edipo, levantándose de la piedra que le servía de asiento;
—¿Así están las cosas? —dijo, y la majestad real irradiaba de su rostro ciego—. ¿En el desterrado, en el ciego se busca ayuda? ¿Ahora que nada soy, ahora voy a convertirme de verdad en un hombre?
—Así es —dijo Ismene, continuando su narración—. Debes saber, padre, que precisamente por eso nuestro tío Creonte vendrá aquí en breve y que yo me he anticipado a él. Pues pretende convencerte o capturarte para conducirte a la frontera del Estado tebano, con objeto de que el fallo del oráculo se cumpla en bien suyo y de nuestro hermano Etéocles, sin que tu presencia profane la ciudad.
—¿Y por quién has sabido todo esto? —preguntó Edipo.
—Por unos peregrinos que regresan de Delfos.
—Y si muero allí —siguió preguntando el padre—, ¿me enterrarán en tierra tebana?
—Esto —replicó la doncella— no lo permite tu crimen.
—¡En este caso —exclamó el viejo Rey, indignado—, nunca me tendrán! ¡ Si para mis dos hijos la ambición es más fuerte que el amor filial, que el Cielo no extinga nunca sus fatales discordias, y si la resolución de su pleito depende de mí. ni el que ahora se sienta en el trono seguirá ocupándolo ni el desterrado volverá a ver su patria; Éstas, éstas sí son mis hijas. ¡Que mi culpa muera en ellas, por ellas pido la bendición del Cielo, y pido tambien un nuevo amparo, amigos piadosos! Dadnos, a ellas y a mí, vuestra asistencia y os ganaréis para vuestra ciudad un poderoso baluarte.
Edipo y Teseo
Los coloneses sintiéronse poseídos de un gran respeto por el ciego Edipo, que aun en el destierro tan poderoso parecía, y le aconsejaron que, por medio de una libación, reparase la profanación del bosque de las Furias. Sólo entonces supieron los ancianos el nombre y el inocente delito del rey Edipo, y quién sabe si el horror de su acción no habría vuelto a endurecerles en su contra, a no haberse presentado en aquel momento el rey Teseo, llamado por la embajada transmitida. Este monarca se dirigió amable y deferente al ciego forastero y le habló con palabra afectuosa:
—Pobre Edipo, no me es desconocida tu suerte y ya tus órbitas vaciadas por la violencia me dicen a quién tengo ante mí. Tu desgracia me llega al fondo del alma. Dime lo que buscas en los alrededores de esta ciudad y lo que quieres de mí. El motivo que te incita a solicitar mi ayuda habría de ser espantoso para que te negase mi asistencia. No he olvidado que, como tú, también yo crecí en tierra extraña y hube de hacer frente a muchos peligros.
—En tu breve discurso reconozco la nobleza de tu alma—contesto Edipo—. Vengo a formularte un ruego que es en realidad un don. Te regalo este cuerpo mío cansado de sufrir, un bien considerable aunque no lo parezca. Entiérrame y recibirás grandes bendiciones por tu acto de piedad.
—En verdad —replicó Teseo, asombrado—, es bien pequeña la gracia que me pides. Pide algo mejor, algo más difícil; todo te lo otorgaré.
—El favor no es tan ínfimo como crees —prosiguió Edipo—, pues tendrás que librar una batalla por este mísero cuerpo mío.
Y entonces le contó su destierro y el tardío y egoísta afán de sus parientes por tenerle de nuevo con ellos; luego le pidió con instancia su heroica ayuda. Teseo le escuchó atentamente, y después, en tono solemne:
—Sólo por el hecho de estar mi casa abierta a todo forastero, no puedo dejar de tenderte la mano; ¡ cómo lo haría, pues, cuando tanto bien nos prometes, a mí y a mi patria, y cuando es la mano de los dioses la que te ha guiado a mi hogar!
Y dejó a la libre elección de Edipo irse con él a Atenas o quedarse como huésped en Colono. Edipo optó por lo segundo, porque el Destino había dispuesto que en el lugar donde se hallaba debía lograr la victoria sobre sus enemigos y dar un fin glorioso a su vida. El rey de Atenas, después de haberle prometido toda su protección, regresó a la ciudad.
Edipo y Creonte
Poco tardó el rey Creonte de Tebas en presentarse en Colono con gente armada y dirigirse hacia donde se hallaba Edipo.
—Os sorprende mi irrupción en tierras de Ática —dijo a los moradores de la aldea, que seguían congregados—, pero ni os preocupéis ni os irritéis, pues no soy tan joven que la petulancia me incite a emprender una guerra contra la ciudad más fuerte de Grecia. Soy un viejo a quien sus conciudadanos envían con el único objeto de mover a este hombre a que regrese conmigo a Tebas de buen grado.
Después, volviéndose a Edipo, le expresó con las palabras más escogidas su hipócrita condolencia por la desgracia suya y de sus hijas. Pero Edipo, levantando su báculo y extendiéndolo en señal de que Creonte no debía acercársele más:
—¡Desvergonzado impostor —le gritó—, sólo esto faltaba a mi pena, que vinieses a apresarme y me llevases! No esperes liberar por mi mediación a la ciudad del castigo que le aguarda. No seré yo quien vaya a vosotros, sino que os enviaré el demonio de la venganza, y mis dos ingratos hijos no poseerán más tierra tebana que la necesaria para yacer muertos!
Creonte intentó entonces apoderarse del Rey ciego, por la violencia, pero los habitantes de Colono se opusieron, obedientes a las palabras de Teseo. Entretanto los tebanos, aprovechándose del tumulto, a una señal de Creonte habían apresado a Ismene y Antígona, arrancándolas del lado de su padre. Se las llevaron venciendo la resistencia de los coloneses, y Creonte dijo al anciano, en tono de mofa:
—Siquiera te he quitado tus báculos. ¡Ahora, ciego, trata de seguir tu camino!
Y, envalentonado por aquel éxito, lanzándose de nuevo contra Edipo, le había puesto ya la mano encima cuando se presentó Teseo, atraído a Colono por la noticia de la incursión armada. No bien hubo oído y visto lo que ocurría, envió criados a pie y a caballo a la carretera por donde los tebanos se llevaban a las doncellas raptadas, y a Creonte le dijo que no le soltaría hasta que hubiese restituido a Edipo sus hijas.
— ¡Hijo de Egeo —le replicó el otro, abochornado—, en verdad que no vine a hacer la guerra contra ti y tu ciudad! Sin embargo, ignoraba que tus conciudadanos sintiesen tanto celo por este ciego pariente mío, a quien quería yo hacer un bien; que prefiriesen albergar al parricida, al incestuoso, a dejar que fuese devuelto a su patria.
Teseo le ordenó que callase, le siguise sin demora y le indicase el lugar donde se encontraban las muchachas; poco después conducía a las doncellas salvadas a los brazos del emocionado Edipo. Creonte y los criados habían desaparecido.
Edipo y Polinices. Fin de Edipo
Pero aún no había llegado la hora del reposo para el desgraciado Edipo. Teseo trajo la noticia de que un próximo pariente de Edipo, que, sin embargo, no procedía de Tebas, había entrado en Colono, y estaba postrado como suplicante en el altar del templo de Poseidón, donde Teseo acababa de ofrecer un sacrificio.
—¡Es mi aborrecible hijo Polinices —exclamó Edipo, airado—; me sería insoportable tener que oirle!
Sin embargo, Antígona, que quería a aquel hermano como el mejor y el más apacible, supo amortiguar la cólera del padre y lograr, siquiera, que escuchase al infeliz. Después de haber solicitado la asistencia de su protector, no fuera caso que pretendiese llevarlo por la fuerza, permitió a su hijo presentarse ante él.
Ya con su comparecencia Polinices hizo prueba de una disposición de espíritu muy distinta de la de su tío Creonte, y Antígona no dejó de llamar sobre ello la atención de su padre:
—Veo al forastero —dijo— acercarse sin acompañantes. Las lágrimas le fluyen de los ojos.
—¿Es él? —preguntó Edipo desviando la cabeza.
—Sí, padre, Polinices se encuentra en tu presencia.
El hijo se postró ante su padre y le abrazó las rodillas. Levantando la mirada, vio apenado sus vestidos de mendigo, sus órbitas vacías, su blanco cabello despeinado y flotando al aire.
—¡Ah! demasiado tarde me entero de esto —exclamó—; sí, yo mismo he de confesarlo: me olvidé de mi padre. ¿Qué habría sido de él sin la solicitud de mi hermana? He pecado gravemente contra ti, padre mío. ¿No podrás perdonarme? ¿Te callas? ¡Habla, di algo, padre! No te vuelvas de mí enojado inexorablemente! ¡Oh hermanas queridas, tratad de hacer mover estos labios cerrados!
—Di primero tú mismo lo que te ha traído aquí, hermano —respondió la dulce Antígona—; tal vez tus palabras le devolverán la voz.
Entonces contó Polinices cómo había sido expulsado por su hermano, su acogida en Argos por el rey Adrasto, quien le había dado a su hija por esposa, y cómo se había ganado allí la amistad de siete príncipes con sus tropas para su justa causa y, con esos aliados, tenía ya cercado el territorio tebano. Y con lágrimas pedía a su padre que marchase con él para ayudarle a derribar a su insolente hermano y recibir nuevamente la corona de Tebas de manos de su hijo.
Pero aquellas contritas palabras del hijo no lograron ablandar el ánimo inflexible del padre ofendido.
—¡Miserable! —le dijo, sin levantar del suelo al suplicante—. Cuando el trono y el cetro se hallaban aún en tu poder, arrojaste a tu propio padre de la patria, envuelto en estas mismas ropas de mendigo de que ahora te dueles, ahora, cuando la misma desgracia ha caído sobre ti. Tú no eres hijo mío, ni tú ni tu hermano; si de vosotros hubiese dependido, hace tiempo que estaría muerto; si vivo, es gracias a mis hijas. También a vosotros os espera la venganza de los dioses. Tú no destruirás tu ciudad natal; yacerás en tu sangre, y tu hermano en la suya. ¡ Ésta es la respuesta que puedes llevar a los príncipes aliados tuyos!
Entonces Antígona se acercó a Polinices que, aterrorizado por la maldición de su padre, habíase levantado y retrocedido unos pasos.
—Escucha mi súplica más ardiente, Polinices —le dijo, abrazándole—, ¡vuelve a Argos con tu ejército, no hagas la guerra a tu país!
—¡Imposible! —repuso el hermano, vacilando—, la fuga sería mi vergüenza y mi perdición. ¡Aunque los dos hermanos tengamos que perecer, jamás podremos ser amigos!
Así diciendo, se soltó de los brazos de su hermana y se alejó desesperado.
De este modo Edipo había resistido a las solicitudes de ambas partes y las había entregado al dios de la venganza. Su propio destino quedaba cumplido. Se sucedía en el cielo el retumbar de los truenos, y el anciano, comprendiendo aquella voz, llamaba ansiosamente a Teseo. La tempestad sumía en tinieblas a toda la comarca. Una gran angustia se apoderó del ciego Rey; temía que su amigo no le hallase ya vivo o en posesión de sus sentidos, y así no pudiese expresarle su gratitud por tantas bondades. Al fin llegó Teseo, y entonces Edipo confirió su ben-dición solemne sobre la ciudad de Atenas. Luego requirió al Rey para que, cumpliendo el mandato de los dioses, le acompañase solo al lugar donde debía morir, sin ser tocado por la mano de ningún mortal y ante los ojos del solo Teseo. A ningún humano debería éste revelar el sitio donde Edipo había abandonado la Tierra. Mientras la tumba sagrada que encerraría sus restos permaneciese secreta, sería una defensa contra todos los enemigos de Atenas, mayor que innumerables lanzas y escudos y que todos los aliados. A continuación permitió a sus hijas y a los habitantes de Colono que le acompañasen un trecho, y toda la comi-tiva se encaminó hacia las sombras pavorosas del bosque de las Erinias. Nadie fue autorizado a tocar a Edipo. Él, el ciego, guiado hasta entonces por la mano de su hija, parecía haber recobrado de repente la vista y, maravillosamente erguido y fuerte, caminaba delante de todos, mostrándoles el camino del término que le señalara el Destino.
En medio del bosque de las Erinias se veía una hendidura, cuya boca estaba revestida por un umbral de bronce, y a la que conducían varios caminos. De aquella cueva se contaba desde tiempos remotísimos que era una de las entradas por las que se desciende al Hades. Edipo tomó uno de los senderos, pero sin permitir que la multitud le siguiese hasta la misma gruta. Deteniéndose bajo un árbol hueco, se sentó en una piedra y se desató el cinturón de su sórdido vestido de mendigo. Pidiendo a sus hijas le trajeran agua viva, se lavó de todas las impurezas de su larga peregrinación y se vistió un magnífico ropaje que su hija trajo de una casa cercana. Cuando ya estaba vestido y como rejuvenecido, se oyó el estrépito de un trueno subterráneo. Las muchachas, que hasta entonces habían cuidado a su padre, se arrojaron en sus brazos, y Edipo, oprimiéndolas estrechamente contra su pecho y besándolas, les dijo:
—¡Hijas mías, adiós! A partir de este día ya no tenéis padre.
Vino a despertarles de aquel abrazo una voz semejante al trueno, que no se sabía si bajaba del cielo o subía del abismo:
—¿Qué esperas, Edipo? ¿Por qué demorarnos todavía?
Al oir el ciego Monarca aquella voz, conociendo que era el dios que le llamaba, se desprendió de los brazos de sus hijas y, llamando ¿unto a sí al rey Teseo, puso en sus manos las de las doncellas en señal de que se obligaba a no abandonarlas jamás. Después ordenó a todos los demás circunstantes que se marchasen sin volverse; sólo Teseo franquearía con él la abierta entrada. Sus hijas y el séquito, obedeciendo a la orden, no se volvieron a mirar hasta haberse alejado buen trecho; entonces vieron que se había producido un gran prodigio. Ni rastro se divisaba del rey Edipo; no se veía ni un relámpago, ni se oía un trueno, ni un remolino de viento; en el aire reinaba la calma más absoluta. Parecía como si el tenebroso umbral del reino de las sombras se hubiese abierto suave y silenciosamente a su paso, y por la grieta el redimido anciano hubiese sido conducido, sin dolor y sin gemidos, como en alas inmateriales, a los abismos insondables. Pero veían a Teseo, resguardándose los ojos con la mano, como si hubiese contemplado una visión divina y deslum-brante. Y le vieron luego cómo levantaba las manos al Cielo, a los Olímpicos, y las bajaba humildemente hasta el suelo, rogando a los dioses del Averno. Después de una breve plegaria, el Rey volvió al lado de las doncellas y, habiéndoles asegurado su paternal protección, regresó con ellas a Atenas, sumido en profundas meditaciones.