"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

lunes, 30 de agosto de 2010

EL ESTRUCTURALISTA DUCLAUX. ENRIQUE ANDERSON IMBERT.


Llegué a París y lo primero que hice fue llamar por teléfono al gran Jean Duclaux con el fin de rogarle que me concediera una entrevista: le manifesté que era uno de sus admiradores y que quería conocerlo personalmente. Debió de haberme creído un colega, pues, ya en su casa, se sorprendió de verme tan joven. Me vi entonces en la necesidad de explicarle que era un mero estudiante. Al enterarse de que no conocía la ciudad, exclamó:
- ¡Ah! Haré que mi hijo, que tiene más o menos la misma edad que usted, lo pasee por un París que no figura en las guías de turismo.
Y antes de que pudiera agradecerle su atención se asomó a la puerta de su estudio y gritó, escaleras arriba:
- ¡Pataud!
- ¿Quoi? - respondió una voz.
- Descend, je voudrais te presenter un étudiant argentin. Pourrais-tu l'emmener et lui montrer le coins peu connus de Paris?
Dicho lo cual Monsieur Duclaux se volvió hacia mí:
- En seguida viene. Mi hijo es extraordinario. Ya lo verá usted. A él le debo, en realidad, aquel libro sobre el Símbolo que publiqué hace unos quince años. Lo escribí aprovechando las notas que había tomado cuando Pataud era un niño y empezaba a hablar. En su modo de aprender la lengua se cifraba toda la evolución lingüística, desde los orígenes del lenguaje. Vivíamos entonces en una granja, en las fueras de Chitry-les-Mines. Un día Pataud aplicó al pato la palabra "cua"- De allí, por una asociación especial, llamó "cua" a otros animales -pájaros, insectos- y a toda sustancia líquida, incluyendo la leche que veía. Las semejanzas se hicieron cada vez más sutiles. Como viera la efigie de un águila en una moneda, llamó "cua" a la moneda. "Cua" fue esto, aquello y lo de más allá. A medida que se ensanchaba su conocimiento del mundo, Pataud establecía un orden y "cuá" señalaba su común denominador, como si dijéramos: el secreto de la Gran Estructura... Mi hijo es de veras extraordinario. Espérelo aquí. No tardará en bajar. Yo, desgraciadamente, tengo que retirarme.
Y se fue, dejándome solo. Mientras esperaba examiné los libros de su biblioteca. Allí estaban, bien encuadernados, las importantes contribuciones del gran Duclaux al Estructuralismo contemporáneo. Al rato se oyeron pasos en la escalera y apareció un muchacho de mi edad: tenía la boca abierta y los ojos perdidos en el aire. Asombrado por el parecido entre el genio y el idiota, le pregunté tímidamente:
- ¿Pató?
- Cua - me contestó.
Salimos. Por las calles el Pato me iba explicando París:
- Cua, cua, cua...

jueves, 26 de agosto de 2010

CICATRICES. Por Marcelo Birmajer.


Hace mucho tiempo vivía en una aldea que no conocemos un muchacho de veinte años, justo y valiente. Pretendía a una doncella de su edad, blanca como la leche , y tal bella como vanidosa.
El muchacho tenia el rostro cruzado de cicatrices. La doncella, enferma de juvenil frivolidad, exigía para hablar de noviazgo, que el muchacho se quitara las cicatrices del rostro.
El muchacho sabía que esto era imposible, pero la doncella estaba acostumbrada a que se le cumplieran sus mas estrafalarios deseos. Así la habían tratado sus padres y los ricos hombres que la cortejaban.
El muchacho pasaba noches de insomnio pensando en como satisfacer el requerimiento, y la doncella insistía en que cuando se hubiese quitado las cicatrices, ella lo estaría aguardando.
¿Por qué el muchacho seguía amando a una dama tan necia? ¡Misterio! ¿Por qué una mujer tan agraciada era tan necia? ¡Mas misterio!
En una de las noches de insomnio que el muchacho sufría bajo un árbol del bosque (el estado de su alma le hacia imposible permanecer en una cama), acertó a pasar por allí un mago.
El muchacho vio llegar a un hombre en una carreta tirada por un mulo. Cuando el animal se detuvo, el hombre bajó de la carreta; y haciendo un movimiento de manos transformó al mulo en un hombre.
Hizo un pequeño fogón, sacó un pollo de la carreta, lo atravesó con un palo y comenzó a asarlo mientras conversaba con el mulo convertido en hombre.
El muchacho se frotó varias veces los ojos y se acerco impávido al prodigioso dúo.
· ¿Có..có...cómo has hecho eso?-preguntó
-Oh-dijo el mago sin darle importancia-. Es feo comer solo, y a la hora de la cena, siempre me procuro alguien con quien conversar.
Y ni bien terminó la frase, con un nuevo pase de manos, volvió a transformar al hombre en mulo.
-Ahora ya tengo con quien conversar- digo el mago, haciéndole un ademán al muchacho para que se sentara junto a el.
-¿Cómo haces eso?- repitió el muchacho.
-A excepción de cómo hago mis trucos, podemos conversar de todo lo que quieras-respondió el mago.
El muchacho, que tenía un solo tema en su magín, acercando su rostro al fuego, mostrándoselo al mago, se apresuró a decir:
-¡Apuesto a que con tu magia podrías quitarme todas las cicatrices del rostro!
-Por supuesto-respondió el mago sin un ápice de vanidad.
-Pues, adelante-dijo el muchacho
-¿Estas seguro de que es lo que quieres?-le preguntó el mago.
-De nada he estado más seguro-dijo el muchacho.
El mago pasó suavemente un dedo por una de las cicatrices del muchacho. De inmediato, entre los dos, se presento una imagen. Era el recuerdo del día en que el muchacho se había hecho esa cicatriz. Los cosacos atacaban la aldea, y el muchacho, valientemente, salía al encuentro de ellos. El sable de un cosaco le rozaba el rostro. Pero ahora, en la imagen que el mago presentaba, el recuerdo cambiaba: el muchacho se escondía tras unos toneles y no enfrentaba a los bandidos. Aguardaba escondido hasta que se marchaba, luego de haber realizado todo tipo de tropelías. Cuando la imagen se desvaneció, nuevamente estaban el mago y el muchacho junto al fogón. El mago fue hasta la carreta y regreso con un espejo. Lo limpio con la manga de su abrigo y se lo extendió al muchacho.
-Mírate-le dijo
El muchacho se observó. Efectivamente, la cicatriz ya no estaba.
-¡Prodigioso! – exclamó el muchacho.
-No es ningún prodigio- dijo el mago-.Si nunca has peleado contra los cosacos, ¿por qué habrías de tener esa cicatriz? ¿Quieres que te borre las otras?
-¡Por supuesto!- dijo el muchacho. Pero al instante se detuvo:
-Momento-agrego-. ¡Si he peleado contra los cosacos!
-No- le dijo el mago-.Ya no, y ya no tienes esa cicatriz.
-Solo te he pedido que me borres la cicatriz- dijo el muchacho-.No el momento en que me la hicieron.
-Eso- dijo el mago-, es imposible. No lo puede lograr ni el más sabio de los magos. Si partes de tu vida te han dejado cicatrices, debemos borrar esos recuerdos para borrar las cicatrices. ¿Te borro las demás?
-No- dijo el muchacho
Y luego de comer el pollo, ambos durmieron mansamente.
Cuando el muchacho despertó, al alba y bajo un árbol, el mago ya no estaba.
Corrió a ver a la doncella.
-Te he dicho que no te me acercaras hasta que no te quitaras las cicatrices del rostro- le dijo fríamente ella.
El muchacho no respondió a su insulto. Se señalo una cicatriz y le contó su historia. Señaló otra y otro recuerdo. . Una más y otro suceso de su vida. Termino de contarle el origen de la última cicatriz frente al rabino que los casó...

miércoles, 18 de agosto de 2010

La foto. Enrique Anderson Imbert


La foto
[Cuento. Texto completo]
Enrique Anderson Imbert

Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y...

¡Clic!

Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.

Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.

lunes, 16 de agosto de 2010

El leve Pedro. Enrique Anderson Imbert




Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.

-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda

-Languideces -le respondió su mujer.

-Tal vez.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.

Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.

-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:

-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.

-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.

-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:

-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

-Mañana mismo llamaremos al médico.

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

-¿Tienes ganas de subir?

-No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.

Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.

Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

lunes, 9 de agosto de 2010

Un pacto con el diablo. Por Juan José Arreola

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?

-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?

-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.

-¿Siete nomás?

-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.

Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:

-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?

-El diablo.

-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.

-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.

-Entonces el diablo...

-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.

Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:

-Ya llegarás al séptimo año, ya.

Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:

-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?

El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:

-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?

-Siendo así...

-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:

-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?

-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.

-¿Y si Daniel se arrepiente?...

Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:

-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...

-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.

-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.

-¿Qué dice usted?

-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.

-Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.

-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.

A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.

-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.

-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.

-Usted, ¿cumpliría?

No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!

Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.

Hice un esfuerzo y dije:

-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.

-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?

-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.

-¿Su alma?

Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:

-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.

No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.

Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.

-Usted, ¿es pobre?

Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:

-Usted, ¿es muy pobre?

-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.

-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?

-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.

-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.

-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.

-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...

-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...

-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...

Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:

-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...

Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:

-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.

Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:

-Aquí, en la cartera, llevo un documento que...

Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?

Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:

-Trato hecho. Sólo pongo una condición.

El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:

-¿Qué condición?

-Me gustaría ver el final de la película -contesté.

-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.

La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:

-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:

-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.

-¿Me da usted su palabra?

-Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.

En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.

Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:

-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?

La mujer respondió lentamente:

-Tu alma vale más que todo eso, Daniel...

El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.

Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba.

Echándome los brazos al cuello, me dijo:

-Pareces agitado.

-No, nada, es que...

-¿No te ha gustado la película?

-Sí, pero...

Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:

-¿Es posible que te hayas dormido?

Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:

-Es verdad, me he dormido.

Y luego, en son de disculpa, añadí:

-Tuve un sueño, y voy a contártelo.

Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.