"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

jueves, 29 de abril de 2010

LA CASA DE ASTERIÓN. JORGE LUIS BORGES.


Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que ho hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, cro, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madra; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprndiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suel, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensantgriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redeentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?



El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

lunes, 26 de abril de 2010

EL MITO DE TESEO Y EL MINOTAURO.


Se cuenta que, en una ocasión, Pasifae, esposa del rey de Creta, Minos, incurrió en la ira de Poseidón, y, este, como castigo, la condenó a dar a luz a un hijo deforme: el Minotauro, el cual tenía un enorme cuerpo de hombre y cabeza de toro. Para esconder al “monstruo”, Minos había mandado a construir por el famoso arquitecto Dédalo el laberinto, una construcción tremendamente complicada de la que muy pocos conseguían salir, escondiéndolo en el lugar más apartado.

A cada luna nueva, era imprescindible sacrificar un hombre, para que el Minotauro pudiera alimentarse, pues subsistía gracias a la carne humana. Sin embargo, y cuando este deseo no le era concedido, sembraba el terror y la muerte entre los distintos habitantes de la región.

El rey Minos tenía otro hijo, Androgeo, el cual, estando en Atenas para participar en diversos juegos deportivos, al resultar vencedor fue asesinado por los atenienses, obcecados en los celos que sentían tanto por su fuerza como habilidad. Minos, al enterarse de la trágica noticia, juró vengarse, reuniendo a su ejército y dirigiéndose luego a Atenas, la cual, al no estar preparada para semejante ataque sin previo aviso, tuvo pronto que capitular y negociar la paz.

El rey cretense recibió a los embajadores atenienses, indicándoles que habían asesinado cruelmente a su hijo, e indicando posteriormente que, las condiciones para la paz, eran las siguientes: Atenas enviará cada nueve años siete jóvenes y siete doncellas a Creta, para que, con su vida, pagaran la de su hijo fallecido. Los embajadores se sintieron presos por el terror cuando el rey añadió que los jóvenes serían ofrecidos al Minotauro, pero empero no les quedaba otra alternativa más que la de aceptar tal difícil condición. Tan sólo tuvieron una única concesión: si uno de los jóvenes conseguía el triunfo, la ciudad se libraría del atroz atributo.

Dos veces había pagado ya el terrible precio, pues dos veces una nave de origen ateniense e impulsada por velas había conducido, como se indicaba, a siete doncellas y siete jóvenes para que se dirigieran así a ese fatal destino que les esperaba. Pero, sin embargo, cuando llegó el día en que, por vez tercera, se sorteó el nombre de las víctimas a acudir a tal suerte, Teseo, único hijo del rey de Atenas, Egeo, se arriesgó inclusive a arriesgar su propia vida con tal de librar a la ciudad de aquel horrible futuro. Por tanto, al día siguiente, él y sus compañeros se embarcaron y, el rey, al despedir a su hijo, le comentó entre lágrimas y sollozos que pusieran, en este caso, velas blancas cuando regresase. Partieron, y, a los pocos días después, llegaron a la isla de Creta.

El temido y salvaje Minotauro, recluido en el laberinto, esperaba su comida hambriento. Empero, y hasta el día y la hora previamente establecidos, los jóvenes y las doncellas debían permanecer custodiados en una vivienda, situada a las afueras de la ciudad.

Esta prisión, en la cual los jóvenes eran tratados con la magnanimidad únicamente reservada a las víctimas de los sacrificios, estaba rodeada en sí por un parque que confinaba con el jardín en que las dos hijas de Minos solían pasearse (Fedra y Ariadna).

La fama del valor y de la belleza de Teseo había llegado incluso a oídos de las dos preciosas doncellas, y, sobre todo Ariadna -la mayor de ellas- desea fervientemente conocer y ayudar al joven ateniense.

Cuando, finalmente y tras pasar algunas jornadas, consiguió verlo un día paseando en el parque, lo llamó y le ofreció un ovillo de hijo, indicándole expresamente que representaba su salvación y la de sus compañeros, en tanto en cuanto entraran en el laberinto, deberían atar un cabo a la entrada, y a medida que penetraban en él lo irían devanando regularmente. De tal forma que, una vez muerto el Minotauro, podrían enrollarlo y encontrar así el camino hacia la salida.

Comentándole ésto, sacó de los pliegues de su vestido un puñal y se lo entregó a Teseo, indicándole que estaba arriesgando su vida por él, pues si su padre se enterara de aquello que estaba haciendo, entraría en una cólera y furia inmensas, y le dijo luego que, en caso de que triunfara, la salvara y la llevara con ella.

Al día siguiente, el joven ateniense fue conducido junto a sus demás compañeros al laberinto, y, cuando se halló lo suficiente dentro para no ser visto, ató el ovillo al muro y dejó que el hilo se fuera devanando poco a poco, mientras que, la salvaje bestia, mugía terriblemente presa de la inmensa hambre que tenía.

Teseo, sin embargo, avanzaba sin temor alguno, y finalmente, al entrar en la caverna, se halló frente al terrible Minotauro. Con un espantoso bramido, la bestia se abalanzó sobre el héroe de hoy, que hundió su puñal sobre el cuerpo algo débil del Minotauro. Con un espantoso bramido, y después de llevar a cabo unas cuantas apuñaladas más, el monstruo lanzó un último gemido.

A Teseo, por tanto, únicamente le quedaba enrollar de nuevo el hilo para recorrer el camino a seguir para poder salir de allí. A partir de este momento, no sólo habría salvado incluso a sus compañeros de su terrible destino, sino que incluso habría salvado a su propia ciudad.

Pero cuando la nave estuvo lista para marchar, Teseo, a escondidas, condujo a bordo a Ariadna y también a su bella hermana. Durante el viaje la nave ancló en la isla de Nassos para refugiarse de una furiosa tempestad, y, cuando los vientos se calmaron, no pudieron encontrar a Ariadna, buscándola por todas partes… pero sin encontrarla: se había perdido y se había quedado dormida en un bosque en el que, poco después, fue encontrada por el dios Dioniso, quien la hizo su esposa y la convirtió en inmortal.

TESEO Y EL MINOTAURO.

TESEO Y EL MINOTAURO

TESEO Y EL MINOTAURO.

jueves, 22 de abril de 2010

EL MITO DE ARACNE.


Aracne, hija del tintorero Idmón, era una joven famosa por su innegable habilidad para el tejido y el bordado. Tanta era su pericia en tales artes que, según cuenta la leyenda, hasta las ninfas del bosque y de las aguas abandonaban sus florestas para contemplar arrobadas como la joven tejedora remojaba en tinturas sus telas, entrelazaba luego los hilos y, finalmente, con sus primorosas manos componía espléndidos tapices.

Su prestigio era tal, que se sospechaba que era discípula de la propia Atenea, diosa de la sabiduría y maestra de las hiladoras, y así se lo refirió una de las ninfas que acudía a ver su labor:

- Tuvo que ser Atenea quien te concediera tan maravilloso don.

Pero Aracne, además de gran tejedora, era muy orgullosa, y no podía soportar que su arte fuese atribuido a nadie que no fuese ella misma, de modo que, replicando a la ninfa, se atrevió a retar a la propia diosa:

- ¡Atenea no me ha enseñado nada! Todo cuanto sé lo aprendí yo sola.... Y si Atenea quiere competir conmigo, que venga y lo haga, así sabremos quién es la mejor.

Horrorizadas, las ninfas se cubrieron los ojos, no pudiendo entender cómo una simple mortal se atrevía a desafiar a toda una diosa del Olimpo.

Cuando Atenea se enteró del desafío, montó en cólera y se apresuró a visitar a la bordadora, adoptando para ello la forma de una anciana coja y de grises cabellos. Camuflada de esa guisa, acudió al telar de la orgullosa joven y le aconsejó ser más modesta, así como tener más respeto y consideración hacia los dioses:

- Si yo estuviera en tu lugar. -dijo con la voz de la anciana que disimulaba su verdadera apariencia y apuntando a Aracne con su dedo huesudo-, no me mostraría tan engreída con la poderosa Atenea y le pediría humildemente que te perdonase por tu arrogancia.

Pero Aracne no estaba para monsergas y se enfrentó con insolencia a la renqueante anciana, a quien respondió con insultos y menosprecios:

- Ridícula vieja, ¿quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Si Atenea es la mitad de poderosa de lo que dicen, que venga aquí y lo demuestre tejiendo bordados mejores que los míos.

Atenea se enfadó entonces de veras, descubriéndose ante la soberbia joven, a quien, despojada de su disfraz, mostró su auténtica personalidad divina:

- Aquí estoy. Yo soy Atenea. Veamos ahora quién es la mejor.

Aracne enrojeció por la vergüenza y el temor, pero aun así mantuvo su desafío:

- Está bien. Comprobémoslo.

Atenea le lanzó una mirada de fuego. Tras los árboles, las ninfas contemplaban estupefactas la escena. Diosa y mujer se lanzaron entonces a mostrar sus habilidades con el telar. Los dedos de ambas se movían a toda velocidad, dejando entrever con los hilos verdaderos arcos iris de todos los colores: dorados, carmesíes, violetas....

Finalizada la prueba, ambas mostraron sus respectivas obras. En el tapiz de la diosa, mágicamente bordado, estaban representados los doce dioses principales del Olimpo en toda su grandeza y majestad. Además, para advertir a la muchacha, mostró cuatro episodios ejemplificando las derrotas que sufrían los humanos que desafiaban a los dioses.

Pero el tapiz de Aracne, festoneado por una primorosa franja de flores y yedra, mostraba además de a los dioses y diosas, muchas de sus aventuras lúdicas y amorosas en la Tierra, como, entre otras, el rapto de Europa por Zeus o la aventura de este último con Dánae. La obra era perfecta, tanto que las ninfas se quedaron maravilladas al contemplarlo. Verdaderamente, su tapiz era más magistral que el de Atenea. Incluso la propia Envidia, presente también en la lid, llegó a decir tras observarlo:

- No aprecio ningún defecto en tu obra.

Despechada por su derrota, Atenea sintió cómo la ira la desbordaba, de modo que tomó su lanza y rasgó el tapiz de Aracne, destrozándolo en mil pedazos, y luego continuó golpeando sin compasión a la propia Aracne, quien llena de oprobio y humillación salió de allí y trató de poner fin a su vida ahorcándose.

Sin embargo, Palas Atenea no permitió que muriera, pues la tenía reservado algo peor:

- No morirás, Aracne, sino que permanecerás colgada para siempre.

En ese momento, el cabello, nariz y orejas de la joven desaparecieron, su cabeza quedó reducida al tamaño mínimo y el resto del cuerpo quedó convertido en un vientre gigantesco. La diosa permitió, no obstante, que sus dedos pudieran seguir tejiendo, y de este modo Aracne, la primera araña de la tierra, continuó tejiendo por toda la eternidad.

lunes, 19 de abril de 2010

ENSEÑANZA QUE NOS DEJA EL MITO DE ANTÍGONA.


La figura de Antígona ha llegado hasta nosotros como símbolo de lealtad absoluta incluso ante el peligro de muerte. He aquí una hermana que, lejos de sentirse celosa de su hermano, reconoce la injusticia del destino que se ha cernido sobre él y rehúsa aceptarlo, incluso si en el proceso esto puede significar el sacrificio de su vida. Igualmente reconoce lo perverso de la falsa autoridad y el horror de la crueldad arbitraria, y hace todo lo posible por resistirse. Su claro sentido de la justicia es contagioso; pues, en respuesta a sus acciones, Hemón, su prometido, desobedece a su padre y la rescata.

Existen muchas inferencias sutiles en esta historia, aparte del resplandor de la lealtad de Antígona hacia su hermano. Creón, que se autodeclara rey de Tebas, representa las normas sociales imperantes en la época. Al tiempo que estas normas pueden ser impuestas por la fuerza, reflejan los valores y ambiciones personales de los que las promulgan, y su legitimidad final puede quedar abierta al cuestionamiento. Quienes, a manera de esclavos, obedecen a lo que «los grandes» definen como bueno o malo, pueden como Creón, estar vacíos internamente, sostenidos únicamente por el poder que ejercen en el mundo exterior. En consecuencia, lo que se considera como «socialmente correcto» en un momento dado, puede conducir después a una interpretación distinta de la corrección social, cuando la norma antigua da paso a una nueva; y solo alguien como Antígona, con una visión y un corazón claros, puede ver más allá de lo que se considera socialmente apropiado, y percibir lo que en verdad es correcto conforme a la voz interior del alma.

Aunque rara vez se invita a los niños a defender a sus hermanos ante semejante conflagración, no obstante la decisión que toma Antígona refleja el enorme poder moral y emocional de un corazón comprometido. No solo redime el espíritu errante de Polinices, sino que también transforma al hijo de Creón y redime la maldad de su padre, que pierde su poder. Esta profundidad del amor se puede hallar entre muchos hermanos, y constituye uno de los grandes regocijos y dones de una recia vida familiar. Puede ocurrir aun cuando el resto de la familia haya caído completamente en el abismo.

La mítica historia de la Casa de Tebas es sombría, y comienza incluso antes del propio Edipo. En esta familia a un error le sucede otro, de peor modo que en cualquier comedia de televisión, y la saga está plagada de las maldiciones de varios dioses ofendidos. La Casa de Tebas es la «familia disfuncional» por excelencia. No obstante, incluso ante la existencia de semejante caos, todavía puede persistir un vínculo de amor y de lealtad, como el de Antígona y Polinices. El poder del amor humano dentro de la familia es capaz de soportar incluso una herencia psicológica sumamente destructiva, redimiendo el pasado y reconstruyendo el futuro.


EPÍLOGO.


ESTE MITO GRIEGO ESTÁ RELACIONADO COMO VIMOS CON EL AMOR PROFUNDO Y LA LEALTAD QUE PUEDEN DESARROLLARSE ENTRE HERMANOS. AUN CUANDO EXISTEN NUMEROSOS PROBLEMAS EN ESTAS RELACIONES, TAMBIÉN SE PUEDE HALLAR MUCHA ALEGRÍA Y FELICIDAD.

LA HISTORIA DE ANTÍGONA NOS PONE ANTE UN PROFUNDO DILEMA MORAL: ¿QUÉ ELEGIR, LA LEALTAD A LA FAMILIA O A LA OPINIÓN SOCIAL?

EL MITO Y LA TRAGEDIA DE ANTÍGONA.


Antígona era una de las dos hijas del rey Edipo de Tebas, nacida de la unión oscura y trágica entre Edipo y su madre, Yocasta. Pero, a pesar de su sombrío nacimiento, el carácter de Antígona era leal y amoroso, y sus acciones eran absolutamente intachables. Después de que su padre descubriera la vergüenza de su matrimonio y tras ser expulsado de Tebas, ciego y perseguido por las vengativas Furias, Antígona fue su guía fiel mientras permaneció vagando de un país a otro durante años.

Tras el destierro de Edipo, sus hijos gemelos, Polinices y Eteocles, fueron elegidos ambos reyes de la ciudad, tras lo cual acordaron que cada uno reinaría en años alternos. Pero Eteocles, a quien le correspondió el primer periodo, no quiso dejar el trono al final del año y desterró de la ciudad a su hermano Polinices. En consecuencia, se desató una guerra terrible entre ambos por el reinado. Polinices, para evitar nuevas matanzas, propuso que la sucesión del trono se decidiera mediante un combate con su hermano. Eteocles aceptó el desafío, y en el curso de la amarga pelea que siguió se hirieron mortalmente el uno al otro. Por consiguiente, su tío Creón tomó el mando de los ejércitos y se declaró a sí mismo rey de Tebas, promulgando un edicto por el que se ordenaba que sus sobrinos muertos no podían ser enterrados. Sin recibir entierro, sus sombras deberían vagar eternamente por las orillas de la laguna Estigia. A quien desobedeciera este edicto, se le enterraría vivo como castigo.

Pero Antígona, que había amado intensamente a su hermano Polinices, sabía que la maldad que había conducido a la guerra provenía de Eteocles. Salió, pues, subrepticiamente por la noche e hizo una pira en la que colocó el cadáver de Polinices con objeto de liberar su alma en su viaje al inframundo.

Al mirar desde la ventana de su palacio, el rey Creón percibió un lejano resplandor que parecía proceder de una pira ardiente y, al ir a investigar, sorprendió a Antígona en su acto de desobediencia. Llamó a su hijo Hemón, a quien Antígona había sido prometida, y le ordenó que la enterrase viva. Hemón fingió hacer lo que le habían ordenado pero, en lugar de ello, se casó con Antígona en secreto y la envió lejos a vivir entre sus pastores. Allí nació un hijo de ambos. Así, la disposición de Antígona a morir, en lugar de traicionar a su corazón, creó vida en lugar de muerte.

lunes, 12 de abril de 2010

EL MITO Y LA TRAGEDIA DE EDIPO REY.


En la región de Beocia en la antigua Grecia, existió la ciudad de Tebas, de gran importancia y cuna de varios personajes y episodios de la mitología clásica.

Allí reinó un personaje llamado Layo con su esposa Yocasta (Homero la llama Epicaste, en La Odisea).

En la época, era costumbre de los griegos acudir a los oráculos para consultar la ventura, el futuro, los resultados de las batallas, la descendencia, la resolución de conflictos o la suerte de cualquier tipo de situaciones o de empresas en que los dioses o el destino pudieran influir. Por ello se entiende que eran los gobernantes y guerreros quienes más asiduamente acudían a los vaticinios de estos oráculos. No obedecer o no creer en lo que decía un oráculo, era considerado como una profanación y por tanto una falta grave.

Resulta que el rey tebano Layo, acudió una vez al famoso oráculo que existió en Delfos dedicado al dios Apolo. El oráculo le vaticinó que él sería asesinado por un hijo suyo.

Lleno de temor regresó a Tebas y cuando su esposa Yocasta dio a luz a su primer hijo, Layo ordenó que ataran por los pies al recién nacido y lo abandonaran en las laderas del monte Citerón, con la seguridad de que el niño moriría y así él se libraría del terrible vaticinio. Pero un pastor llamado Melibeo, que iba camino a Corinto, encontró al niño atado de pies, que por ello los tenía inflamados (Edipo significa, pies hinchados) y recogiéndolo lo llevó a la ciudad en donde lo entregó al rey Pólibo y a su esposa Mérope, quienes lo criaron como hijo propio.

Cuando Edipo creció y llegó a la edad viril, acudió al oráculo para consultar su futuro, recibiendo con mayúscula sorpresa la sentencia de que él estaba destinado a dar muerte a su padre y a casarse con su madre. Aterrado por esta respuesta, tomó la decisión de abandonar a Corinto para alejarse de Pólibo y Mérope, que él creía eran sus verdaderos padres.

Decidió irse para Tebas sin saber que allí había nacido y el destino hizo que en una estrechez del camino se encontrara con un carruaje que al pasar lo atropelló. Edipo reaccionó furiosamente y dio muerte al conductor que era nada menos que Layo, su verdadero padre, pero lógicamente sin saber de quien se trataba.

Así, se cumplió la primera parte de la trágica predicción del oráculo. Edipo retardó su regreso a Tebas para evitar que lo culparan de esa muerte, pero tiempo después reemprendió su camino. Antes de llegar a la ciudad, se encontró con la Esfinge, monstruo alado con cuerpo de león y cabeza de mujer, que tenía atemorizada a la población porque a los viajeros y caminantes les planteaba un enigma que si no era resuelto por ellos los devoraba.


El monstruo le planteó a Edipo el siguiente enigma: ¿Cuál es el ser que por la mañana camina en cuatro pies, al mediodía en dos y por las noche en tres? Edipo, luego de pensar algunos minutos, contestó que era el hombre, pues de niño andaba a gatas, luego cuando crecía andaba en sus dos pies y finalmente cuando envejecía tenía que utilizar tres, pues debía recurrir al bastón.

La Esfinge, cuando vio resuelto el enigma, se suicidó, como estaba vaticinado, arrojándose desde un peñasco y de esta manera, Edipo libró a Tebas del temido monstruo.

Mientras tanto, el trono de Tebas lo había ocupado Creonte un hermano de Layo, el rey muerto, quien había prometido que lo cedería a quien librara a Tebas de la temida Esfinge junto con la mano de la viuda Yocasta. La tragedia se va completando así porque entonces Edipo sin saberlo, asume el trono de su padre y se convierte en el esposo de su propia madre. Edipo y Yocasta empezaron a reinar en Tebas y engendraron cuatro hijos:


Antígona, Eteocles, Polinices e Ismene


La pareja y sus hijos vivieron felices varios años, hasta que una devastadora epidemia llegó a Tebas, lo cual hizo que el rey Edipo enviara a Creonte al oráculo de Delfos para consultar sobre la causa y remedio de la catástrofe. El oráculo comunicó que ésta no cesaría hasta tanto no se desterrara de Tebas al asesino de Layo.

Edipo entonces promete averiguar quien fue el culpable de esa muerte y manda para ello que traigan a su presencia a un famoso adivino llamado Tiresias. Este, conocedor de la trágica verdad, trata de ocultarla al principio, pero presionado por el propio Edipo, al fin tuvo que revelársela.

Inconcebible fue el asombro de Edipo quien inicialmente creyó que todo era una vil patraña de Creonte, pero a medida que fue hilando los hechos y circunstancias de su vida, se dio cuenta de que la triste y trágica verdad consistía en que él había matado a su propio padre y había cometido incesto con su madre.

Cuando Yocasta, madre y esposa, de Edipo supo este desenlace, entró a sus habitaciones y anonadada se suicidó. Edipo dominado por el desconcierto, la perplejidad y la desesperación, se sacó los ojos y huyó de Tebas acompañado tan solo por su pequeña hija Antígona.

Sus hijos Eteocles y Polinices lo repudian y él los maldice y les vaticina que acabarán dándose muerte mutuamente, lo cual hace parte del sino trágico de esta familia. Antígona, guía a su padre hasta Colono en el Atica, al sur de Tebas y se instalan en el bosque de las Euménides en las afueras de la ciudad, hasta que murió de viejo. En otra versión se dice que fue recibido hospitalariamente por Teseo

EL ORIGEN DEL TEATRO Y LA TRAGEDIA GRIEGA.

miércoles, 7 de abril de 2010

PIGMALIÓN Y GALATEA.



Era de Chipre el escultor Pigmalión, artista que no gustaba de las mujeres porque según consideraba, éstas eran imperfectas y pasibles de muchas críticas. Y tan convencido estaba del acierto de su opinión que resolvió no casarse nunca y pasar el resto de su vida sin compañía femenina.

Pero, como no soportaba la completa soledad, el artista chipriota esculpió una estatua de marfil tan bella y perfecta como ninguna mujer verdadera podría serlo. La llamó Galatea y de tanto admirar su propia obra, terminó enamorándose de ella. le llegó a comprar las más bellas ropas, joyas y flores: los regalos mas caros. Todos los días pasaba horas y horas contemplándola, y de cuando en cuando besaba tiernamente los labios fríos e inmóviles. Tal vez hubiera vivido hasta el fin de sus días ese amor silencioso, de no ser por la intervención de Venus que era objeto de intenso culto en la isla donde vivía Pigmalión. En su homenaje se celebraban las más pomposas ceremonias y los más ricos sacrificios, y su templo de Pafos era el más importante de los santuarios venusinos de todo el mundo helénico.

En una de esas fiestas, según cuenta el poeta Ovidio, el escultor estuvo presente. También ofreció sacrificios y elevó al cielo sus ardorosas suplicas: “A vosotros ¡oh dioses!, a quienes todo es posible os suplico que me deis por esposa” –no se atrevió a decir mi virgen de marfil- “una doncella que se parezca a mi virgen de marfil.

Atenta , la diosa del amor escuchó el pedido, y para mostrar a Pigmalión que estaba dispuesta a atenderlo, hizo elevar la llama del altar del escultor tres veces más alto que las de los otros altares. pero el infeliz artista no comprendió el significado de la señal. Salió del santuario, y entristecido, tomó el camino de su casa. Al llegar fue a contemplar de nuevo la estatua perfecta. Y después de horas y horas de muda contemplación la besó en los labios. Tuvo entonces una sorpresa: en vez de frío marfil, encontró una piel suave y una boca ardiente. A un nuevo beso, la estatua despertó y adquirió vida, transformándose en una bella mujer real que se enamoró perdidamente del creador.

Para completar la felicidad del artista, Venus propició la unión y le garantizó la fertilidad. Del casamiento nació un hijo, Pafo, que tuvo la dicha de legar su nombre a la ciudad consagrada a la diosa que había nacido alrededor del santuario dedicado al numen de la atracción universal.




Oh, Pigmalión, misógino tronante,
que a la dulce mujer aborreciste
al no hallar nunca aquella que creiste
pudiese ser tu esposa y fiel amante.
Y solo con tus manos, arrogante,
en nacarado mármol esculpiste
la más bella mujer que jamás viste
con cuerpo más fulgente que el diamante.

Mas aunque la belleza le sobró,
la hermosa Galatea carecía
del alma que el gran Zeus no le dió.

Afrodita, al mirar la obra baldía,
del dolor del humano se apiadó
colmándola de vida y poesía.


Antonio Pardal Rivas

sábado, 3 de abril de 2010

FILEMÓN Y BAUCIS: LA BONDAD Y EL AMOR HECHOS ÁRBOLES.


No es común que te hable una encina, menos que te salude un tilo, casi imposible incluso, que a hurtadillas los dos árboles se den besos. Lo que es en todo punto insólito es que después de cientos de años se sigan queriendo.


Contaban los más viejos cómo los abuelos de sus abuelos, y los abuelos de estos, siempre habían visto un tilo y una encina que susurraban con el viento palabras, que con la brisa acercaban sus miembros como en caricias. Tan próximos estaban el uno del otro que sus troncos partían del mismo tocón. Si no hubieran sido especies arbóreas tan distintas, uno hubiese jurado que eran el mismo arbusto.

Y contaban una antiquísima historia a la apacible sombra de los dos árboles, junto al claro en el que asomaban unas ruinas de un templo de dioses por aquel entonces casi olvidados.

Hablaban acerca de la visita de la que fueron objeto un matrimonio, ya viejo y de siempre paupérrimo: dos viajeros, a todas luces cansados de un largo viaje, llegaron al hogar de Filemón y Baucis –así se llamaban el matrimonio-, que más que casa eran tres paredes con una sucia techumbre. Los cansados forasteros pidieron algo de comer y de beber a la pobre pareja. Filemón, al punto, les rogó que entraran con gran simpatía, mientras que Baucis ya estaba en la cocina preparando las últimas olivas de las que disponían y unos cuencos de vino, dando fin así a la única ánfora que poseían. Les ofrecieron agua limpia para el aseo, les recostaron a la mesa y les sirvieron la poca comida de la que disponían. Fueron, en puridad, amables y hospitalarios hasta el punto de compartir todo lo que buenamente tenían.

Fue entonces cuando se obró un acto inaudito. Ante los sorprendidos ojos de Filemón y Baucis, la crátera donde mezclaban el vino para servirlo se llenó por sí sola, no dando fin al contenido por más que se intentara vaciar. La pareja, sospechando que sus huéspedes no eran corrientes mortales y avergonzados ante la pobreza de lo ofrecido con anterioridad –pese a que era lo único que poseían-, les rogaron que se sentaran de nuevo y que comieran la oca, solitario animal de su corral, que sacrificarían en su honor. Pero resultó que el plumífero era más rápido que sus viejos dueños, y buscó cobijo entre las piernas de los invitados. Fue entonces cuando aquellos vagamundos, con sus raídas ropas de viajeros y la suciedad propia de quien ha realizado un largo camino, se fueron transformando en dos seres deslumbrantes, de fuertes miembros, con impolutas vestiduras y largos y peinados cabellos. En este momento se dieron a conocer, eran el rápido Hermes y el poderoso Zeus, rey de dioses.

Los Olímpicos se disculparon, contestándoles que era más que suficiente con lo que habían dispuesto de forma tan generosa. «Es más –añadieron- fuisteis los únicos de toda la región en brindarnos ayuda». Los dioses conminaron a la pareja a seguirlos hasta lo alto de una ladera próxima desde la cual se divisaban los vastos terrenos próximos de sus vecinos. «Mirad a vuestro alrededor, –dijo Zeus- todo lo que veis será engullido por el agua. Así pagarán vuestros vecinos la falta de hospitalidad que casa por casa hemos recibido. Vosotros sois los únicos que nos habéis acogido como se debe. Por estas cosas, no sólo vuestra casa será respetada, sino que se os dará la eterna gratitud de los dioses.»

Y de esta manera comprobaron cómo súbitamente toda la región se inundaba salvo su humilde choza y cómo las casas se hundían y las familias perecían por su impiedad. Filemón y Baucis no derramaron ni una sola lágrima por sus vecinos, sabían que pocos asuntos existían más graves que la falta de hospitalidad y que los mandatos de los dioses estaban para ser cumplidos. Cuando ya no quedó ni una porción de tierra por cubrir de agua, ni vida en la región, los dioses se volvieron a la casa de los ancianos y obraron entonces un hecho que llenó de asombro al matrimonio. Las paredes de su casa, pobres como eran, se transformaron en dura y pulida piedra, y alrededor de ellas se elevaron graciosas columnas del más duro mármol. Su techo, hasta ahora lleno de grietas y mal cubierto de ramas, se transformó en oro, sujeto con fuertes dinteles y adornado con los más bellos motivos.

Zeus les dijo que, aparte de la conversión de su pobre casa en templo, le pidieran alguna otra cosa, que ellos, como dioses complacidos, les complacerían a su vez. Entonces los dos ancianos reflexionaron durante unos instantes a solas y al fin decidieron el deseo que más les placía sobre todos los demás. Querían hacerse sacerdotes de aquel nuevo templo, que otrora fuera su casa, honrando a los dioses hasta el fin de sus días, y lo más importante de todo, que a los dos les llegase la muerte al mismo tiempo para no tener que enterrar uno al otro. El sentir ese dolor les preocupaba desde hacía tiempo ya que, en verdad, mucho amor se profesaban.

Y pasaron aún largos años de felicidad, Filemón y Baucis seguían disfrutando de su amor y de la vida, y con diligencia realizaban las labores en el templo. Pero llegó el final de sus días y, en vez de morir, ambos se fueron convirtiendo en sendos árboles, él en tilo, ella en encina. Y así, muy juntos, permanecieron a lo largo de los años, y así, a su sombra, los abuelos de los abuelos de la gente que habitaba antaño en esa región -aun cuando aquellos dioses habían muerto y nada se sabía ya de ellos- seguían recordando a Filemón y a Baucis bajo la sombra del Tilo y de la encina que partían del mismo tocón.