"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

lunes, 26 de marzo de 2012

EL MITO DE PIRAMO Y TISBE

Era Píramo el joven más apuesto y Tisbe la más bella de las chicas de Oriente. Vivían en la antigua Babilonia, en casas contiguas. Su proximidad les hizo conocerse y empezar a quererse. Con el tiempo creció el amor. Hubieran terminado casándose, pero se opusieron los padres. Aunque no les dejaban verse, lograban comunicarse de alguna forma; no pudieron los padres impedir que cada vez estuvieran más enamorados: el fuego tapado hace mejor rescoldo. La pared medianera de las dos casas tenía una pequeña grieta casi imperceptible, pero ellos la descubrieron y la hicieron conducto de su voz. A través de ella pasaban sus palabras de ternura, a veces también su desesperación: no podían verse ni tocarse. A la noche se despedían besando cada uno su lado de la pared. Pero un día toman una decisión. Acuerdan escaparse por la noche, burlando la vigilancia, y reunirse fuera de la ciudad. Se encontrarían junto al monumento de Nino, al amparo de un moral que allí había, al lado de una fuente. Ese día se les hizo eterno. Al fin llega la noche. Tisbe, embozada, logra salir de casa sin que se den cuenta y llega la primera al lugar de la cita: el amor la hacía audaz. En esto se acerca a beber a la fuente una leona, con sus fauces aún ensangrentadas de una presa reciente. Al percibirla de lejos a la luz de la luna, Tisbe escapa asustada y se refugia en el fondo de una cueva. En su huida se le cayó el velo con que cubría su cabeza. Cuando la leona hubo aplacado su sed en la fuente, encontró el velo y lo destrozó con sus garras y sus dientes. Algo más tarde llegó por fin Píramo. Distinguió en el suelo las huellas de la leona y su corazón se encogió; pero cuando vio el velo de Tisbe ensangrentado y destrozado, ya no pudo reprimirse: "Una misma noche - dijo - acabará con los dos enamorados. Ella era, con mucho, más digna de vivir; yo he sido el culpable. Yo te he matado, infeliz; yo, que te hice venir a un lugar peligroso y no llegué el primero. ¡Destrozadme a mí, leones, que habitáis estos parajes! Pero es de cobardes limitarse a decir que se desea la muerte". Levanta del suelo los restos del velo de Tisbe y acude con él a la sombra del árbol de la cita. Riega el velo con sus lágrimas, lo cubre de besos y dice: "Recibe también la bebida de mi sangre". El puñal que llevaba al cinto se lo hundió en las entrañas y se lo arrancó de la herida mientras caía tendido boca arriba. Su sangre salpicó hacia lo alto y manchó de oscuro la blancura de las moras. Las raíces de la morera, absorbiendo la sangre derramada por Píramo, acabaron de teñir el color de sus frutos. Aún no repuesta del susto, vuelve la joven al lugar de la cita, deseando encontrarse con su amado y contarle los detalles de su aventura. Reconoce el lugar, pero la hace dudar el color de los frutos del árbol. Al distinguir un cuerpo palpitante en el suelo ensangrentado, un estremecimiento de horror recorrió todo su cuerpo. Cuando reconoció que era Píramo, se da golpes, se tira de los pelos y se abraza al cuerpo de su amado, mezclando sus lágrimas con la sangre. Al besar su rostro, ya frío, gritaba: "Píramo, ¿qué desgracia te aparta de mí? Responde, Píramo, escúchame y reacciona, te llama tu querida Tisbe". Al nombre de Tisbe, entreabrió Píramo sus ojos moribundos, que se volvieron a cerrar. Cuando ella reconoció su velo destrozado y vio vacía la vaina del puñal, exclamó: "Infeliz, te han matado tu propia mano y tu amor. Al menos para esto tengo yo también manos y amor suficientes: te seguiré en tu final. Cuando se hable de nosotros, se dirá que de tu muerte he sido yo la causa y la compañera. De ti sólo la muerte podía separarme, pero ni la muerte podrá separarme de ti. En nombre de los dos una sola cosa os pido , padre mío y padre de este infortunado, que a los que compartieron su amor y su última hora no les pongáis reparos a que descansen en una misma tumba. Y tú, árbol que acoges el cadáver de uno y pronto el de los dos, conserva para siempre el color oscuro de tus frutos en recuerdo y luto de la sangre de ambos". Dijo y, colocando bajo su pecho la punta del arma, que aún estaba templada por la sangre de su amado, se arrojó sobre ella. Sus plegarias conmovieron a los dioses y conmovieron a sus padres, pues las moras desde entonces son de color oscuro cuando maduran y los restos de ambos descansan en una misma urna.

martes, 13 de marzo de 2012

EL MITO DE NARCISO Y ECO

Eco era una joven ninfa de los bosques, parlanchina y alegre. Con su charla incesante entretenía a Hera, esposa de Zeus, y estos eran los momentos que el padre de los dioses griegos aprovechaba para mantener sus relaciones extraconyugales. Hera, furiosa cuando supo esto, condenó a Eco a no poder hablar sino solamente repetir el final de las frases que escuchara, y ella, avergonzada, abandonó los bosques que solía frecuentar, recluyéndose en una cueva cercana a un riachuelo. Por su parte, Narciso era un muchacho precioso, hijo de la ninfa Liríope. Cuando él nació, el adivino Tiresias predijo que si se veía su imagen en un espejo sería su perdición, y así su madre evitó siempre espejos y demás objetos en los que pudiera verse reflejado. Narciso creció así hermosísimo sin ser consciente de ello, y haciendo caso omiso a las muchachas que ansiaban que se fijara en ellas. Tal vez porque de alguna manera Narciso se estaba adelantando a su destino, siempre parecía estar ensimismado en sus propios pensamientos, como ajeno a cuanto le rodeaba. Daba largos paseos sumido en sus cavilaciones, y uno de esos paseos le llevó a las inmediaciones de la cueva donde Eco moraba. Nuestra ninfa le miró embelesada y quedó prendada de él, pero no reunió el valor suficiente para acercarse. Narciso encontró agradable la ruta que había seguido ese día y la repitió muchos más. Eco le esperaba y le seguía en su paseo, siempre a distancia, temerosa de ser vista, hasta que un día, un ruido que hizo al pisar una ramita puso a Narciso sobre aviso de su presencia, descubriéndola cuando en vez de seguir andando tras doblar un recodo en el camino quedó esperándola. Eco palideció al ser descubierta, y luego enrojeció cuando Narciso se dirigió a ella. - ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me sigues? - Aquí... me sigues... -fue lo único que Eco pudo decir, maldita como estaba, habiendo perdido su voz. Narciso siguió hablando y Eco nunca podía decir lo que deseaba. Finalmente, como la ninfa que era acudió a la ayuda de los animales, que de alguna manera le hicieron entender a Narciso el amor que Eco le profesaba. Ella le miró expectante, ansiosa... pero su risa helada la desgarró. Y así, mientras Narciso se reía de ella, de sus pretensiones, del amor que albergaba en su interior, Eco moría. Y se retiró a su cueva, donde permaneció quieta, sin moverse, repitiendo en voz queda, un susurro apenas, las últimas palabras que le había oído... "qué estúpida... qué estúpida... qué... estu... pida...". Y dicen que allí se consumió de pena, tan quieta que llegó a convertirse en parte de la propia piedra de la cueva... Pero el mal que haces a otros no suele salir gratis... y así, Nemesis, diosa griega que había presenciado toda la desesperación de Eco, entró en la vida de Narciso otro día que había vuelto a salir a pasear y le encantó hasta casi hacerle desfallecer de sed. Narciso recordó entonces el riachuelo donde una vez había encontrado a Eco, y sediento se encaminó hacia él. Así, a punto de beber, vio su imagen reflejada en el río. Y como había predicho Tiresias, esta imagen le perturbó enormemente. Quedó absolutamente cegado por su propia belleza, en el reflejo. Y hay quien cuenta que ahí mismo murió de inanición, ocupado eternamente en su contemplación. Otros dicen que enamorado como quedó de su imagen, quiso reunirse con ella y murió ahogado tras lanzarse a las aguas. En cualquier caso, en el lugar de su muerte surgió una nueva flor al que se le dio su nombre: el Narciso, flor que crece sobre las aguas de los ríos.