"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

sábado, 22 de marzo de 2014

Confesiones de una enferma imaginaria. POR ROMINA DOVAL



Algún día de febrero del año 2003, en Francia –donde hacía poco me había casado con Olivier, estudiaba literatura francesa y buscaba trabajo– pedí un turno urgente con mi médico de cabecera. Tenía una faringitis que ya duraba más tiempo que el normal y quería descartar la posibilidad de un cáncer de garganta o algo por el estilo. Tuve un poco de vergüenza al comentarle al médico mi hipótesis que él, al revisarme, descartó de inmediato. Como era de esperar, esto me tranquilizó y casi podría decir que me sentí feliz.
Luego, quiso hacerme un chequeo de rutina. Me tomó la presión y me auscultó. “Tiene un soplo”, me dijo. Tuve que pedirle que me lo repitiera. Antes de volver a escucharlo, se me taparon los oídos y unos estantes con libros que había en la pared se me superpusieron del mareo.
Le pregunté si iba a tener un infarto o me quedaba poco tiempo de vida.
El médico me tranquilizó diciéndome que los infartos no tenían nada que ver, que sólo necesitaba algún estudio complementario para “ponerle un nombre” a ese soplo, nada más. Volví a mi casa en estado de shock y con la sensación de haber sido condenada por el tribunal de la fatalidad. ¿Iba a morir joven como los poetas románticos? La verdad era que no me parecía nada romántico.
Lo primero que hice al llegar a casa fue llamar a mi padre en Buenos Aires. Quién mejor que él que es cardiólogo. Lamentablemente (para mí y las circunstancias) era el cumpleaños de mi madre.
La saludé como al pasar y le conté que tenía un soplo y que iba a morirme. ¿Hace falta decir que no me importaba nada más? Mi padre me aseguró diciéndome que antes que me hiciera una ecografía doppler, él ya podía afirmarme que no tenía nada, que se trataba de un soplo funcional.
Mi hermana, que también es médica, pasó a explicarme que un soplo funcional es algo así como el ruido de un funcionamiento normal, que en algunos se escucha más y en otros menos, como el ruido del estómago. Su comparación me pareció muy didáctica.
Pero, ¿si no era funcional?
Pasé gran parte de la noche y todos los días que precedieron a la cita con el cardiólogo buscando en Internet todas las enfermedades que podían esconderse detrás de un soplo. De un día para otro me volví una mediocre especialista de miocardiopatías hipertróficas, regurgitaciones mitrales crónicas y tricuspídeas; cada vez que una de ellas me parecía que podía corresponder, llamaba a mi padre o a mi hermana para que me tranquilizaran desechando mis teorías. La tranquilidad duraba poco, en general hasta que alguna nueva duda me hacía volver a consultar en Internet. Llegué a llamarlos hasta tres o cuatro veces al día y no sin pesar sospeché que trataban de evitarme.
El cardiólogo que me tocó en suerte era joven, amable y parecía tener todo el tiempo del mundo para escuchar mis hipótesis, de las cuales no dije una sola palabra. Me hizo un electrocardiograma que salió bien y me dijo que la ecografía casi no era necesaria porque era más que seguro que se trataba de un soplo funcional, pero así y todo me dio una orden para hacerla. Quedé algo más tranquila hasta que pedí turno para a ecografía y me enteré de que recién podía hacerla en un mes y medio. Supe que no iba a poder seguir una vida normal hasta que no tuviera la confirmación absoluta de que no tenía nada. Y no me equivoqué.
Un día salí a correr y sentí un dolor en el pecho.
Otro día, empecé a sentir dificultades para respirar.
Todo indicaba que lo que tenía no era, como todos los médicos decían, una cuestión menor. Mi marido, que desde entonces soporta estoicamente todas las elucubraciones sobre mi salud,me vio tan angustiada que me propuso: ¿por qué no te vas a Argentina? Seguramente tu padre va a poder conseguirte un turno antes. Y así, de un día para otro, me tomé un avión a Buenos Aires para hacerme una ecografía doppler. Contra lo que cualquiera podría pensar, la cercanía del estudio me aliviaba porque posiblemente iba a sacarme aquello de encima y al mismo tiempo no dejaba de torturarme: muy pronto sabría la verdad.
Una quijotada semejante no se termina haciendo de un día para otro. Por entonces visitaba con frecuencia a un odontólogo por dolores dentales que no correspondían a ningún problema, había pasado varios meses con una molestia imprecisa en la cara que me había hecho imaginar una gran cantidad de enfermedades y consultar a varios médicos clínicos sin obtener ninguna explicación, me había hecho varios estudios por una tos que tenía sistemáticamente a las cinco de la mañana y hasta un mediodía corrí a la guardia de la facultad porque me había reventado un granito rojo en el labio que no paraba de sangrar, lo que para mí era una prueba irrefutable de malignidad.
También por esa época, los estudios médicos, a los que paradójicamente me sometía para comprobar que no tenía nada, comenzaron a ponerme nerviosa hasta el punto de tener que tomarme tranquilizantes para poder realizarlos. Un médico que mira una placa de mi tórax me produce el efecto de un hombre apuntándome con una pistola.
Los hospitales con sus camillas y sus médicos yendo y viniendo, su penetrante olor a desinfectante me son repulsivos. De hecho, la primera vez que fui a un hospital vomité. Era muy chica pero puedo recordarlo perfectamente, un malestar que no sólo es físico sino moral. Cómo podía ser de otro modo.
En cada hospital un fantasma recorre sus pasillos: la muerte.
Cuando era chica y me enteré de que la gente moría, le pregunté a mi padre si eso que acababa de descubrir era cierto. O tal vez le pregunté qué pasaba después de la muerte. No recuerdo exactamente la pregunta. Han pasado muchos años de esta escena que suelo contar con minuciosidad a los terapeutas porque en ella encuentro, o quiero encontrar, el origen de mi hipocondría. Mi padre no tuvo otra alternativa que responder auna de las más incómodas preguntas que puede hacer un hijo: qué es morir.
Como es ateo, no me dijo que no me preocupara porque había otra vida más bella esperándome (relato que en la escuela de monjas me serviría de consuelo), no me dijo que nadie sabía nada y que había diferentes creencias o religiones, no me habló de la reencarnación.
Simplemente se limitó a darme una respuesta de ciencia ficción: que los científicos estaban haciendo una pastillita para que dentro de unos años la gente dejara de morirse.
La respuesta, hecha por la autoridad de un médico, me tranquilizó no sin crearme luego ciertas sospechas: ¿Y qué pasaría con los abuelos?, ¿llegaría a estar hecha la pastilla para cuando ellos fueran muy viejos?, ¿y qué pasaba con toda la gente que había muerto antes del descubrimiento de la pastillita? No me parecía justo. Unos años después, cuando las monjas me enseñaran que Jesucristo había venido a salvarnos del pecado, me haría una pregunta similar: ¿Y qué pasaba con los que habían vivido antes de Cristo y no habían tenido la oportunidad de escuchar y aprender su doctrina?, ¿se jorobaban sin más?
La respuesta de la pastilla –que como metáfora es linda porque puedo decir que me la tragué– me tranquilizó unos cuantos años, luego volvió y con más fuerza en la preadolescencia. Durante las noches, trataba de imaginarme aquel pozo negro que es la eternidad de la nada, y cuando llegaba a vislumbrarlo era una tortura física y psicológica espeluznante. Volví a hablar con mi padre del tema (¿inconscientemente tenía que reprocharle que su pastillita no había funcionado?).
No sé si es normal que una chica de 12 años lleve a su padre a un bar para contarle que la muerte le preocupa por sobre todas las cosas, que no puede aceptarla, en todo caso es lo que yo pude hacer. Tampoco sé qué efecto le habrá producido mi confesión, no parecía muy impresionado ni tampoco se rió con alivio. Al igual que ocho años atrás sacó de la galera una respuesta, de otro género, ya no fantástica sino romántica. Me dijo que a él también le costaba admitir la muerte, pero que de algún modo había maneras de no morir.
Marx, me dijo, no murió, Shakespeare tampoco. Y nombró a otros tantos hombres célebres. Una respuesta de cuño romántico venía como anillo al dedo a la preadolescente que leía a Borges en voz alta dando sorbitos de whisky. Pero también dijo algo sensato: olvidarme del tema y vivir todo lo que tenía que vivir a mi edad.
Le hice caso y viví como pude.
Tal vez tantos años de reprimir cualquier tipo de pensamiento que me llevara a tratar de entender la muerte o el infinito creó esta enfermedad sin enfermedad. Traté de hacer ficción con el tema y me costó bastante. No porque no tuviera material sino porque no daba con el tono. Los personajes eran melodramáticos y las escenas, patéticas. Fue una revelación cuando me di cuenta de que la historia tenía que contarse por el absurdo. Y así nació un cuento que se llama Caída libre y que cuenta cómo los ataques de pánico de un profesor universitario, que vive junto a una mujer hipocondríaca, terminan con una vida que él consideraba satisfactoria.
Pero escribir, hacer terapia u homeopatía no me curó.
Y así aquel año llegué a Buenos Aires, para asombro y consternación de mis amigos, no para pasar unas vacaciones o visitarlos sino para realizarme un estudio.
No bien llegué a la casa de mis padres, me fui al hospital. El final de la historia es previsible. La ecografía dio como resultado que tenía un soplo funcional y por la noche cenaba con mis amigos íntimos y me reía de mí misma. Claro que no estaba tan superada como para contarlo abiertamente a todo el mundo. A los menos íntimos les habré inventado algo, pero ya no recuerdo qué.
Años después volví definitivamente a la Argentina, pasé un año sin sobresaltos y llegué a sentirme curada. Le eché la culpa al exilio. Pero si algo aprendí de los viajes y el exilio es que lamentablemente uno se lleva a todos lados. Actualmente trato de ser más discreta y muchos de los que me conocen creen que estoy mejor. Puede ser.
Quizás he terminado por resignarme a vivir de sobresalto en sobresalto. Y así como a los diabéticos se les prohíbe el azúcar, a mí me han vedado terminantemente acudir a Internet para buscar enfermedades. No siempre puedo cumplirlo, pero al menos sé que no tengo que hacerlo. El miedo no es racional y mirar atrás, recortar este y aquel otro recuerdo para tratar de entender o encontrar una respuesta puede ser un ejercicio interesante pero nunca alcanzará para cambiar.
Y es que cada vez que tengo miedo a padecer algo y voy a un médico, en el fondo quiero que me cuenten la historia de la pastillita de nuevo. Hoy por hoy, está de moda otra pastillita, se llama ansiolítico y hay quienes dicen que hace maravillas. Pero cuando el efecto desaparece, el noble carruaje vuelve a ser una ordinaria calabaza y la princesa, una andrajosa aterrada. Quién sabe, tal vez eso sea vivir, pasar de la fantasía a la realidad y de la realidad a la fantasía.

martes, 18 de marzo de 2014

El sur. Jorge Luis Borges


El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:

-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.

-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

Borges y El Gaucho. por Pedro Patzer*


Borges que escribió la historia universal de la infamia, que indagó en la mitología griega y en los haikus japoneses, que alcanzó las mágicas montañas de Thomas Mann y las mil y una noches de los árabes. Ese mismo Borges que hoy se codea en el parnaso de la Literatura universal con Shakespeare y Cervantes fue uno de los escritores que más se ocupó del gaucho: “El gaucho todo lo había perdido, salvo el prestigio antiguo que exaltaron la aspereza y la soledad...” Ese Borges universal que tuvo que leer clandestinamente el Martín Fierro porque su familia no veía con buenos ojos al poema de José Hernández. Es decir, para Borges el Martín Fierro fue un libro prohibido, y sabemos que no hay nada más atractivo para un joven que lo prohibido: “...convenía que el héroe fuera de algún modo todos los gauchos o cualquier gaucho. Martín Fierro, al principio, carece de rasgos referenciales ...pero gradualmente se produjo una cosa mágica o por lo menos misteriosa: Fierro se impuso a Hernández. En lugar de la víctima quejumbrosa que la fábula requería, surgió el duro varón que sabemos, prófugo, desertor, cantor, cuchillero y, para algunos, paladín” De hecho, Borges, de manera provocadora, afirma: “Hernández hizo acaso lo único que un hombre puede hacer con una tradición: la modificó” Ese mismo Borges universal fue uno de los más lúcidos observadores del gaucho: “...sus preferencias fueron la guitarra que templaba con lentitud, el estilo menos cantado que hablado, la taba, las cuadreras, la redonda rueda del mate junto al fuego del leña y el truco hecho de tiempo, no de codicia” Aunque muchos consideran, equivocadamente, que Jorge Luis Borges odiaba lo argentino, podemos señalar que muy pocos escritores han descrito el gaucho como él: “Hijo de algún confín de la llanura/ Abierta, elemental, casi secreta,/Tiraba el firme lazo que sujeta/ Al firme toro de cerviz oscura./ Se batió con el indio y con el godo,/ Murió en reyertas de baraja y taba;/ Dio su vida a la patria, que ignoraba,/Y así perdiendo, fue perdiendo todo” Borges admiraba la valentía del gaucho: “Su pobreza tuvo un lujo: el coraje” De hecho la destacaba: “las profesiones del marinero y del soldado tienen la dignidad del peligro, la tuvo nuestro gaucho , que conoció en la pampa y en las cuchillas la lucha con la intemperie, con una geografía desconocida y con la hacienda brava” ¿Cómo será eso de luchar contra la intemperie? Tal vez tenga algo que ver con todo eso que el gaucho alcanzó, luego de tantos años de dialogar con la solitaria llanura: “Aprendió el arte del desierto y de sus rigores; sus enemigos fueron el malón que acechaba tras el horizonte azaroso, la sed, las fieras, la sequía, los campos incendiados...” Este ciego que tanto nos enseñó a ver, hace una especie de biografía del coraje del gaucho:“La dura vida impuso a los gauchos la obligación de ser valientes. Ejerció el valor desinteresado; en Chivilcoy me hablaron de un gaucho que atravesó media provincia para desafiar con buenos modales a otro, de quien sólo sabía que era valiente
Como Cervantes describió a los caballeros andantes, Borges hizo una pintura de la vida del gaucho: “Creó o heredó una esgrima del arma corta; el brazo izquierdo envuelto en el poncho a manera de escudo, listo el cuchillo para la estocada hacia arriba, peleaba en duelo singular con el hombre o, si era peón tigrero en alguna estancia del norte, con el jaguar” Como si el gaucho fuera un Hamlet de los desiertos, un príncipe dialogando con los fantasmas de las llanuras, Jorge Luis Borges lo coloca como protagonista del teatro de la intemperie: “Dios le quedaba lejos” ¿Qué es esto de que al gaucho Dios le quedaba lejos? Qué soledad tan crónica hallaba Borges en el gaucho, una soledad sin Dios, una soledad sin fantasmas, una soledad de dura fe: “Profesaron/la antigua fe del hierro y del coraje,/que no consiente súplicas ni gaje./Por esa fe murieron y mataron
Para Borges, toda la literatura sobre el gaucho consiguió que el propio gaucho se hiciera a imagen y semejanza de ella: “Un epigrama de Oscar Wilde nos advierte que la naturaleza imita al arte; los Podestá pueden haber influido en la formación del guapo orillero que a fuerza de criollo acabó por identificarse con los protagonistas de sus ficciones...En los archivos policiales de fines de siglo pasado se acusa a los perturbadores del orden “de haber querido hacerse el Juan Moreira”. Tal vez no huelgue recordar que de todos los gauchos forajidos, Juan Moreira fue el más famoso y que ahora lo reemplaza Martín Fierro
Sabemos que una de las obsesiones de Borges eran los cuchilleros, en el gaucho hallaba al padre de éstos: “El venerado Martín Fierro de Hernández y las biografías de cuchilleros de Eduardo Gutiérrez nos han inducido a ver en sus héroes el arquetipo de nuestro hombre de campo; en realidad el gaucho rebelde, definido ya por Sarmiento, no fue otra cosa que una de las especies del género. Matreros como Hormiga Negra, del pago de San Nicolás, o el Tigre de Quequén o, en la República Oriental , el Clinudo Menchaca que a la cabeza de una partida asaltaba estancias, fueron afortunadamente esporádicos; sino lo hubieran sido no los recordaría hoy la leyenda
Borges ve en el gaucho algo del mundo que perdimos: “Hoy es polvo de tiempo y de planeta;/Nombres no quedan, pero el nombre dura./Fue tantos otros y hoy es una quieta/ Pieza que mueve la literatura” Como si de alguna manera el gaucho fuera la infancia extraviada de la Argentina: “En don Segundo Sombra de Güiraldes, ya todo es elegíaco. De algún modo sentimos que cada uno de los hechos narrados ocurre por última vez. La época pastoril de nuestra historia ha quedado muy lejos... Hudson ,nacido y criado en la pampa, buscó el destierro para sentir mejor lo que había perdido
Jorge Luis Borges comprendió la riqueza literaria que posee la figura del gaucho: “Fue el hombre gris que, oscuro en la pausa/ penumbra del galpón, sueña y matea,/ mientras en el Oriente ya clarea/ la luz de la desierta madrugada” Y esta riqueza literaria que Borges hallaba en el guacho, trascendía fronteras, era universal: “El gaucho fue sin sospecharlo famoso, en 1856 Whitman escribió: Veo el gaucho que atraviesa los llano/ Veo el incomparable jinete de caballos tirando el lazo/ Veo sobre la pampa la persecución de la hacienda brava” Sin embargo a Borges no sólo le atraía la figura literaria del gaucho, sino también su dimensión humana: “Inútil definirlo étcnicamente; hijo casual de olvidados conquistadores y pobladores, fue mestizo de indio, a veces de negro, o fue de blanco. Ser gaucho fue su destino” Ser gaucho fue su destino, es decir para Borges ser gaucho es una especie de resignación ante la trama secreta del horizonte, que siempre nos espera más allá de la llanura de la vida: “Nunca dijo: soy gaucho. Fue su suerte/ No imaginar la suerte de los otros

domingo, 16 de marzo de 2014

El muerto.Jorge Luis Borges


Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque serhombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:

-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.

lunes, 10 de marzo de 2014

BLOW UP O LAS NUEVAS BABAS DEL DIABLO. POR CARLOS RAFAEL LANDI

 Bajé por la escalera del Hotel Lamark de la rue Marcadet 147, el domingo 7 de noviembre, justo hace cinco meses atrás. Uno baja cinco pisos toma el metro a dos cuadras, desciende en la Concorde y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos, de filmar.
 Yo soy Julio Denis, argentino, profesor de Literatura y fotógrafo aficionado. Llevaba tres semanas trabajando en la escritura de otra versión de "Continuidad de los parques". Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, ganándole al viento, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y el puente Alexander III. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo caminé hasta la isla Saint-Louis y me dispuse a recorrer la ribera del Sena, miré un rato el hotel de los inválidos, y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande, me senté en el parapeto que da al río y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
          Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías  con mi Nikon de 12 megapixeles ,  ya no soplaba el viento.
          Después seguí por la orilla del Sena hasta llegar a la punta de la isla, donde hay una linda e íntima placita. No había más que una pareja y, claro, palomas. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé iluminar por el sol, cuando de pronto vi por primera vez al jovencito.
          Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo, por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huída.
          Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros  que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia, pero comprendí vagamente lo que le podía estar ocurriendo al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar. Creo que sé mirar, si es que algo sé. De todas maneras, es importante elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas, aunque es más bien difícil.
          Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo, mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta y vestía un abrigo de piel marrón. Todo el viento de esa mañana  le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y refulgente,  que atrapaba a todo el mundo a sus pies y los dejaba  terriblemente solos  delante de sus hermosos ojos negros rasgados.
           El chico estaba  bien vestido y llevaba unos guantes rojos que yo hubiera jurado que eran de su hermana mayor, estudiante de psicología o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la campera. Durante un rato no le vi la cara, apenas su perfil  y una espalda de adolescente  que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Sobre el final de los catorce, quizá cerca de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los amigos antes de decidirse por un café, un tostado o un jugo. Andaría por las calles pensando en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas  o botellas de licor. En su casa llegaría el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá. Por eso tanta calle, todo el río para él y la  París misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas de un euro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
          Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, fingiendo su hombría y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego; el mayor encanto  era la previsión del desenlace. El muchacho terminaría por inventar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a peinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente yo esperaba sentado, aprontando casi sin darme cuenta la cámara, para sacar una foto excitante en un rincón de la isla de una pareja nada común hablando y mirándose.
         Curioso de que la escena  tuviera un final inquietante esperé para sacar la foto, si la sacaba en ese momento la imagen solo reflejaría a dos personas comunes tomándose las manos. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre de pelo gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, me miraba mientras hacía que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece, se pierde en el reflejo de los cristales. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte del paisaje. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza, y también el joven y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la escena, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre de blanco estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como  yo ese sabor maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito contra el parapeto, los veía casi de perfil, el pelo rubio y la cara de él que era más alto.  ¿Por qué esperar más? Si tenía un zoom de 22 k, con un encuadre donde no entraba el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio que yo tanto ansiaba.
          Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin la imagen reveladora, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles, preví la llegada a la casa y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un cobertor lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla tenue, y todo finalizaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara de u a ademán de un largo juego donde las torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.

         Sé que soy culpable de soñar literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a rumiar, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor  y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen instantánea.
          Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara la memoria de 8 gigas. Todo esto con una voz fuerte y clara, de buen acento parisino, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte, me importaba mucho muy no darle la memoria, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos y que todo el mundo se saca fotos para poner en las redes sociales. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe  se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto y perdiéndose como una saeta.
          Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la puerta del auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en el asunto. Empezó a caminar hacia nosotros. Corrí desesperado por la ribera del Sena, cada tantos minutos, alzaba los ojos y miraba para atrás, imaginaba la foto; a veces me imaginaba a la mujer, a veces el chico,  recordaba irónicamente la imagen enojada de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca, y mi huída pavorosa como de la de una pesadilla sacada de un thriller de Jason de viernes trece.
 
        Cuando desde la ventana del ático de mi casa  vi venir al hombre, detenerse cerca  y mirar hacia lo alto con las manos en los bolsillos y un aire de cólera entre hastiado y exigente, un sudor helado corrió por mi cuerpo patrón y entre balbuceos comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con dinero. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros,  no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al viejo de cara blanca y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de toda esta locura. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que mucho que ver con el silencio de la muerte. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarse hacia mí,  sentí los pasos  y ni siquiera me moví, sin perderlo de vista vi que  la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, y me apoyé en la pared de mi cuarto y sentí un ligero alivio porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo en la siguiente foto, huyendo con todo el pelo al viento llegar a la pasarela y volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca, en su puño se veía temblar un puñal filoso, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto negro que borraba la escena, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara. Un ardor agudo acarició mis entrañas y se apoderó de mí.
         


EL AMOR DE ULISES. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Él estaba enamorado de ella, era el amor de su vida, pero desapareció sin dejar rastro y Ulises solo quería volver a verla.
Se enderezó de golpe. Un movimiento brusco hizo que despertara y volviese a la realidad. Se encontraba traspirando y con el puño de la mano derecha cerrado, apretándolo fuerte para que aquello no se le escapase.
Estaba Ulises buscando a su antiguo amor, aquella que le había robado el corazón y se lo había llevado con ella. Por muchos esfuerzos de búsqueda no conseguía encontrarla, llevaba años sin saber nada de ella, y para colmo se había llevado su corazón.
 Casualmente, giró en una esquina y allí estaba ella, la mujer de su vida con el puño cerrado. Ulises no dudó y fue detrás de ella, sabía que aquello que apretaba en el puño era su corazón. La alcanzó y recuperó su corazón. Pero Ulises era consciente que estaba soñando y no quería despertarse, ya que estaba con la mujer amada, aquella que tanto tiempo llevaba sin ver. Apretaba el puño para que no se le escapase el sueño, quería verla. Apretaba el puño para que no se le escapase el corazón, era suyo. De repente, la maga Circe abrió la habitación y vio que Ulises aun dormía.


jueves, 6 de marzo de 2014

EL SILENCIO DE LAS SIRENAS. FRANZ KAFKA

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.