"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

sábado, 22 de marzo de 2014

Confesiones de una enferma imaginaria. POR ROMINA DOVAL



Algún día de febrero del año 2003, en Francia –donde hacía poco me había casado con Olivier, estudiaba literatura francesa y buscaba trabajo– pedí un turno urgente con mi médico de cabecera. Tenía una faringitis que ya duraba más tiempo que el normal y quería descartar la posibilidad de un cáncer de garganta o algo por el estilo. Tuve un poco de vergüenza al comentarle al médico mi hipótesis que él, al revisarme, descartó de inmediato. Como era de esperar, esto me tranquilizó y casi podría decir que me sentí feliz.
Luego, quiso hacerme un chequeo de rutina. Me tomó la presión y me auscultó. “Tiene un soplo”, me dijo. Tuve que pedirle que me lo repitiera. Antes de volver a escucharlo, se me taparon los oídos y unos estantes con libros que había en la pared se me superpusieron del mareo.
Le pregunté si iba a tener un infarto o me quedaba poco tiempo de vida.
El médico me tranquilizó diciéndome que los infartos no tenían nada que ver, que sólo necesitaba algún estudio complementario para “ponerle un nombre” a ese soplo, nada más. Volví a mi casa en estado de shock y con la sensación de haber sido condenada por el tribunal de la fatalidad. ¿Iba a morir joven como los poetas románticos? La verdad era que no me parecía nada romántico.
Lo primero que hice al llegar a casa fue llamar a mi padre en Buenos Aires. Quién mejor que él que es cardiólogo. Lamentablemente (para mí y las circunstancias) era el cumpleaños de mi madre.
La saludé como al pasar y le conté que tenía un soplo y que iba a morirme. ¿Hace falta decir que no me importaba nada más? Mi padre me aseguró diciéndome que antes que me hiciera una ecografía doppler, él ya podía afirmarme que no tenía nada, que se trataba de un soplo funcional.
Mi hermana, que también es médica, pasó a explicarme que un soplo funcional es algo así como el ruido de un funcionamiento normal, que en algunos se escucha más y en otros menos, como el ruido del estómago. Su comparación me pareció muy didáctica.
Pero, ¿si no era funcional?
Pasé gran parte de la noche y todos los días que precedieron a la cita con el cardiólogo buscando en Internet todas las enfermedades que podían esconderse detrás de un soplo. De un día para otro me volví una mediocre especialista de miocardiopatías hipertróficas, regurgitaciones mitrales crónicas y tricuspídeas; cada vez que una de ellas me parecía que podía corresponder, llamaba a mi padre o a mi hermana para que me tranquilizaran desechando mis teorías. La tranquilidad duraba poco, en general hasta que alguna nueva duda me hacía volver a consultar en Internet. Llegué a llamarlos hasta tres o cuatro veces al día y no sin pesar sospeché que trataban de evitarme.
El cardiólogo que me tocó en suerte era joven, amable y parecía tener todo el tiempo del mundo para escuchar mis hipótesis, de las cuales no dije una sola palabra. Me hizo un electrocardiograma que salió bien y me dijo que la ecografía casi no era necesaria porque era más que seguro que se trataba de un soplo funcional, pero así y todo me dio una orden para hacerla. Quedé algo más tranquila hasta que pedí turno para a ecografía y me enteré de que recién podía hacerla en un mes y medio. Supe que no iba a poder seguir una vida normal hasta que no tuviera la confirmación absoluta de que no tenía nada. Y no me equivoqué.
Un día salí a correr y sentí un dolor en el pecho.
Otro día, empecé a sentir dificultades para respirar.
Todo indicaba que lo que tenía no era, como todos los médicos decían, una cuestión menor. Mi marido, que desde entonces soporta estoicamente todas las elucubraciones sobre mi salud,me vio tan angustiada que me propuso: ¿por qué no te vas a Argentina? Seguramente tu padre va a poder conseguirte un turno antes. Y así, de un día para otro, me tomé un avión a Buenos Aires para hacerme una ecografía doppler. Contra lo que cualquiera podría pensar, la cercanía del estudio me aliviaba porque posiblemente iba a sacarme aquello de encima y al mismo tiempo no dejaba de torturarme: muy pronto sabría la verdad.
Una quijotada semejante no se termina haciendo de un día para otro. Por entonces visitaba con frecuencia a un odontólogo por dolores dentales que no correspondían a ningún problema, había pasado varios meses con una molestia imprecisa en la cara que me había hecho imaginar una gran cantidad de enfermedades y consultar a varios médicos clínicos sin obtener ninguna explicación, me había hecho varios estudios por una tos que tenía sistemáticamente a las cinco de la mañana y hasta un mediodía corrí a la guardia de la facultad porque me había reventado un granito rojo en el labio que no paraba de sangrar, lo que para mí era una prueba irrefutable de malignidad.
También por esa época, los estudios médicos, a los que paradójicamente me sometía para comprobar que no tenía nada, comenzaron a ponerme nerviosa hasta el punto de tener que tomarme tranquilizantes para poder realizarlos. Un médico que mira una placa de mi tórax me produce el efecto de un hombre apuntándome con una pistola.
Los hospitales con sus camillas y sus médicos yendo y viniendo, su penetrante olor a desinfectante me son repulsivos. De hecho, la primera vez que fui a un hospital vomité. Era muy chica pero puedo recordarlo perfectamente, un malestar que no sólo es físico sino moral. Cómo podía ser de otro modo.
En cada hospital un fantasma recorre sus pasillos: la muerte.
Cuando era chica y me enteré de que la gente moría, le pregunté a mi padre si eso que acababa de descubrir era cierto. O tal vez le pregunté qué pasaba después de la muerte. No recuerdo exactamente la pregunta. Han pasado muchos años de esta escena que suelo contar con minuciosidad a los terapeutas porque en ella encuentro, o quiero encontrar, el origen de mi hipocondría. Mi padre no tuvo otra alternativa que responder auna de las más incómodas preguntas que puede hacer un hijo: qué es morir.
Como es ateo, no me dijo que no me preocupara porque había otra vida más bella esperándome (relato que en la escuela de monjas me serviría de consuelo), no me dijo que nadie sabía nada y que había diferentes creencias o religiones, no me habló de la reencarnación.
Simplemente se limitó a darme una respuesta de ciencia ficción: que los científicos estaban haciendo una pastillita para que dentro de unos años la gente dejara de morirse.
La respuesta, hecha por la autoridad de un médico, me tranquilizó no sin crearme luego ciertas sospechas: ¿Y qué pasaría con los abuelos?, ¿llegaría a estar hecha la pastilla para cuando ellos fueran muy viejos?, ¿y qué pasaba con toda la gente que había muerto antes del descubrimiento de la pastillita? No me parecía justo. Unos años después, cuando las monjas me enseñaran que Jesucristo había venido a salvarnos del pecado, me haría una pregunta similar: ¿Y qué pasaba con los que habían vivido antes de Cristo y no habían tenido la oportunidad de escuchar y aprender su doctrina?, ¿se jorobaban sin más?
La respuesta de la pastilla –que como metáfora es linda porque puedo decir que me la tragué– me tranquilizó unos cuantos años, luego volvió y con más fuerza en la preadolescencia. Durante las noches, trataba de imaginarme aquel pozo negro que es la eternidad de la nada, y cuando llegaba a vislumbrarlo era una tortura física y psicológica espeluznante. Volví a hablar con mi padre del tema (¿inconscientemente tenía que reprocharle que su pastillita no había funcionado?).
No sé si es normal que una chica de 12 años lleve a su padre a un bar para contarle que la muerte le preocupa por sobre todas las cosas, que no puede aceptarla, en todo caso es lo que yo pude hacer. Tampoco sé qué efecto le habrá producido mi confesión, no parecía muy impresionado ni tampoco se rió con alivio. Al igual que ocho años atrás sacó de la galera una respuesta, de otro género, ya no fantástica sino romántica. Me dijo que a él también le costaba admitir la muerte, pero que de algún modo había maneras de no morir.
Marx, me dijo, no murió, Shakespeare tampoco. Y nombró a otros tantos hombres célebres. Una respuesta de cuño romántico venía como anillo al dedo a la preadolescente que leía a Borges en voz alta dando sorbitos de whisky. Pero también dijo algo sensato: olvidarme del tema y vivir todo lo que tenía que vivir a mi edad.
Le hice caso y viví como pude.
Tal vez tantos años de reprimir cualquier tipo de pensamiento que me llevara a tratar de entender la muerte o el infinito creó esta enfermedad sin enfermedad. Traté de hacer ficción con el tema y me costó bastante. No porque no tuviera material sino porque no daba con el tono. Los personajes eran melodramáticos y las escenas, patéticas. Fue una revelación cuando me di cuenta de que la historia tenía que contarse por el absurdo. Y así nació un cuento que se llama Caída libre y que cuenta cómo los ataques de pánico de un profesor universitario, que vive junto a una mujer hipocondríaca, terminan con una vida que él consideraba satisfactoria.
Pero escribir, hacer terapia u homeopatía no me curó.
Y así aquel año llegué a Buenos Aires, para asombro y consternación de mis amigos, no para pasar unas vacaciones o visitarlos sino para realizarme un estudio.
No bien llegué a la casa de mis padres, me fui al hospital. El final de la historia es previsible. La ecografía dio como resultado que tenía un soplo funcional y por la noche cenaba con mis amigos íntimos y me reía de mí misma. Claro que no estaba tan superada como para contarlo abiertamente a todo el mundo. A los menos íntimos les habré inventado algo, pero ya no recuerdo qué.
Años después volví definitivamente a la Argentina, pasé un año sin sobresaltos y llegué a sentirme curada. Le eché la culpa al exilio. Pero si algo aprendí de los viajes y el exilio es que lamentablemente uno se lleva a todos lados. Actualmente trato de ser más discreta y muchos de los que me conocen creen que estoy mejor. Puede ser.
Quizás he terminado por resignarme a vivir de sobresalto en sobresalto. Y así como a los diabéticos se les prohíbe el azúcar, a mí me han vedado terminantemente acudir a Internet para buscar enfermedades. No siempre puedo cumplirlo, pero al menos sé que no tengo que hacerlo. El miedo no es racional y mirar atrás, recortar este y aquel otro recuerdo para tratar de entender o encontrar una respuesta puede ser un ejercicio interesante pero nunca alcanzará para cambiar.
Y es que cada vez que tengo miedo a padecer algo y voy a un médico, en el fondo quiero que me cuenten la historia de la pastillita de nuevo. Hoy por hoy, está de moda otra pastillita, se llama ansiolítico y hay quienes dicen que hace maravillas. Pero cuando el efecto desaparece, el noble carruaje vuelve a ser una ordinaria calabaza y la princesa, una andrajosa aterrada. Quién sabe, tal vez eso sea vivir, pasar de la fantasía a la realidad y de la realidad a la fantasía.

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