"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

domingo, 25 de octubre de 2009

FANTOMAS CONTRA LOS VAMPIROS MULTINACIONALES POR JULIO CORTÁZAR.

Fantomas Contra los Vampiros Multinacionales




De cómo el narrador de nuestra fascinante historia salió de su hotel en Bruselas, de las cosas que vio por la calle y de lo que le pasó en la estación de ferrocarril.


La reunión de Bruselas del Tribunal Russell II había terminado a mediodía, y el narrador de nuestra fascinante historia tenía que regresar a su casa de París, donde lo esperaba un trabajo bárbaro, razón por la cual no tenía demasiadas ganas de volver; esto explicaba su tendencia a demorarse en los cafés, mirar a las chicas que paseaban por las plazas y revolotear por todas partes como una mosca en vez de encaminarse a la estación.


Ya tendría tiempo en el tren para reflexionar sobre lo sucedido en esa dura semana de trabajo; por el momento sólo le había interesado cerrar los ojos del pensamiento y dedicarse a no hacer nada, cosa que según él merecía de sobra. Le encantaba la vagancia por una gran ciudad, deteniéndose en las vitrinas, tomándose un café o una cerveza cada tanto en lugares donde la gente hablaba de otras cosas y vivía de otra manera, y sobre todo mirando a las chicas belgas, que como todas las demás chicas de este mundo eran esencialmente mirables y admirables. Fue así como nuestro narrador pasó largas horas derivando, caboteando, orzando y anclando en diferentes lugares de Brucelas, hasta que bruscamente entre dos tragos de una ginebra y la pitada al cigarrillo que se situaba exactamente entre los susodichos tragos, se dio cuenta de algo curioso: la presencia inconfundible de una multitud de latinoamericanos en los lugares más diversos de la ciudad.

Recapitulando (se le iba a ir el tren, pero por otra parte estaba ya a una cuadra de la estación y con un buen sprint llegaría a tiempo) se acordó de los dos dominicanos hablando animadamente en la plaza mayor, del boliviano que le explicaba a otro cómo comprarse una camisa en un supermercado del centro, de los argentinos que dudaban de la calidad del café antes de animarse con gran palmada en los hombros y entrar en un local de donde acaso saldrían agonizando. Pensó en las chicas (¿colombianas, venezolanas?), cuyo acento lo había decidido a arrimarse lo más posible, sin hablar de las minifaldas que constituían otro poderoso motivo de interés. En resumen, Bruselas parecía sensiblemente colonizada por el continente latinoamericano, detalle que al narrador le pareció extraño y bello al mismo tiempo. Pensó que una semana de trabajo en el Tribunal, donde el español había sido la lengua dominante, lo sensibilizaba demasiado a los fenómenos meramente turísticos; pero a la vez tuvo la impresión de que no era así y que hasta el aire olía a pampas, a sabanas y a selvas, cosa más bien infrecuente en una ciudad tan llena de belgas y cervecerías.

"Exilados, claro", pensó el narrador. "No tiene nada de extraño ni aquí ni en cualquier parte. De Chile, del Uruguay, de Santo Domingo, de Brasil; exilados. De Bolivia, de Colombia, la lista era larga y siempre la misma; exilados. Algunos habrían acudido para asistir a las sesiones del Tribunal Russell, para dar testimonio de persecución y de tortura; otros ya estaban ahí, ganándose la vida como podían o sobreviviendo en un mundo que ni siquiera era hostil, simplemente otro, distante y ajeno. En Munich, en París, en Londres era lo mismo, las voces latinoamericanas, los gestos reconocibles, las sonrisas o los largos, melancólicos silencios. Turismo: la mera palabra era un insulto, una bofetada. Bien se distinguía a los turistas, su manera de vestir y su aire de vacaciones. De todos los que acababa de ver, acaso solamente las dos chicas venezolanas eran turistas; el resto estaba ahí barrido por el odio de lejanos déspotas, haciendo frente a su destino de incierto término. Los exilados, el vago perfume de pampas y sabanas y selvas.


Arrancándose a una tristeza inútil, el narrador franqueó casi supersónicamente la distancia que lo separaba de la estación. El viaje sería largo, y pensó comprar un diario o una revista; vio el kiosco multicolor a la entrada de los andenes, y como faltaban siete minutos para el rápido de París, se abalanzó hacia la posible lectura. No contaba con lo imprevisible, en forma de una señora anteojuda y agazapada en su reducto de papeles impresos, que lo miró severamente y se quedó esperando.




—Señora —dijo estupefacto el narrador después de echar una ojeada al kiosko—, aquí lo único que se ven son publicaciones mexicanas.
—Qué le va a hacer —dijo resignadamente la señora—, hay días en que pasa cualquier cosa.
—Pero es imposible, usted me está engañando y ha escondido los diarios belgas.
—Moi, monsieur?
Sí, señora, aunque las razones de su insólita conducta me parezcan más bien inconcebibles.
—Ah, merde alors —dijo la vieja—, a mí no me venga con reclamaciones, yo vendo lo que el concesionario me pone en los estantes, bastante tengo con las várices y con mi esposo que se pescó la radiactividad por culpa de las merluzas contaminadas, dígame si es vida.
—¿Entonces yo, señora, si quiero enterarme de la marcha de la historia de aquí a París, tengo que zamparme un diario azteca?
—Mire, señor—observó sorpresivamente la vieja—, la historia viene a ser como un bife con papas fritas, uno lo pide en cualquier lado y siempre tiene el mismo sabor.
—De acuerdo, pero...
—Vaya a saber—dijo la señora—, porque ahora que uno lo piensa despacio, eso de los diarios mexicanos viene a ser más bien una tomada de pelo, ¿no le parece?
—Menos mal que usted lo admite —se alegró el narrador— Qué diablos, México no está a dos cuadras de Bélgica, y...
—Seguro —dijo la señora—, esos países quedan por el lado del Asia, es sabido. ¿A usted le parece que en México la merluza está también contaminada?
—Yo la merluza casi no la conozco —confesó el narrador—, el vacuno me invade el menú, qué le va a hacer.
Es una lástima —dijo la señora , porque gratinada y con una coronita de perejil es propiamente regia, sin contar que por la noche uno apaga la luz y fosforece, viera qué hermosura en el medio de la fuente, el médico dirá lo que quiera pero la radiactividad tiene su encanto.
—¿Y yo esta revista tengo que pagársela con águilas mexicanas, señora?
—De ninguna manera, el concesionario no acepta pájaros, aquí estamos en Bélgica y usted me garpa dos francos por esta revista.
—Se me va el tren, señora —dijo agitado el narrador.
—Culpa suya, señor, por no tener cambio. Dos, tres, cuatro, cinco, y este de cinco y otro de cinco que hacen quince, espere que no tengo más monedas, entonces le doy uno, dos, tres, cuatro y cinco, total veinte, merci beaucoup.
—Qué andén será, Dios querido.
—El cuatro, señor, todos los trenes para París salen del cuatro, menos algunos que salen del ocho, y ahora que me acuerdo hay otro por la tarde que...




De cómo el narrador alcanzó a tomar el tren in extremis (y a partir de aquí se terminan los títulos de los capítulos, puesto que empiezan numerosas y bellas imágenes para dividir y aliviar la lectura de esta fascinante historia).


Provisto de lectura en la forma que se acaba de explicar, el narrador trepó al expreso de París que ya tomaba velocidad, y después de catorce vagones protuberantes de turistas, hombres de negocios y una excursión completa de japoneses, dio con un compartimiento para seis, donde ya cinco confiaban en que con un poco de suerte tendrían más espacio. Pero plok, el narrador puso la valija en la red y se constituyó del lado del pasillo, no sin prospectar en el asiento de enfrente a una rubia que empezaba por unos zapatitos con plataforma de lanzamiento estratosférico y seguía en sucesivas etapas hasta una cápsula platinada envuelta ya en el humito que precede al cero absoluto en Cabo Kennedy.
O sea que estos ñatos estaban así:







Lo más desagradable era que el cura, la señorita y el señor enarbolaban sendas publicaciones en el idioma nacional, tales como Le Soir, Vedettes Intimes, etcétera, razón por la cual parecía casi idiota abrir una revistita llena de colorinches en cuya tapa un gentleman de capa violeta y máscara blanca se lanzaba de cabeza hacia el lector como para reprocharle tan insensata compra, sin hablar de que en el ángulo inferior derecho había un avisito de la Pepsi Cola. Imposible dejar de advertir por lo demás que la rubia platinada desprendía una ojeada cibernética hacia la revista, seguida de una expresión general entre parece-mentira-a-su-edad y cada-día-se-nos-meten-más-extranjeros-en-el-país, doble deducción que desde luego dificultaría toda intentona colonizadora del narrador cuando empezara a reinar la atmósfera solidaria que nace en los compartimientos de los trenes después del kilómetro noventa. Pero las revistas de tiras cómicas tienen eso, uno las desprecia v demás pero al mismo tiempo empieza a mirarlas y en una de esas, fotonovela o Charlie Brown o Mafalda se te van ganando y entonces FANTOMAS. La amenaza elegante, presenta.








La Inteligencia en Llamas



–Boletos–dijo el guarda.
Un episodio excepcional... arde la cultura delmundo... ¡Vea a FANTOMAS en apuros, entrevistándose con los más grandes escritores contemporáneos!
"¿Quiénes serán?", pensó el narrador, ya captado como sardina en red de nailon pero decidido a aceptar la ley del juego y leer figurita por figurita sin apurarse como manda la experiencia de placer que todo zorro viejo conoce y acata, un poco a la fuerza es cosa de decirlo. En fin, la cuestión era que...








Cosa de entrar en conversación, hubiera sido tan agradable poder mostrarle una de las primeras figuras a la nena platinada y decirle: "¿A usted le parece que este señor tiene aire de ser el director de la biblioteca de Londres?", para que ella renunciara por fin a sus Vedettes Intimes con tanto Alain Delon y Romy Schneider, porque en realidad ese señor parecía sobre todo un general retirado de Guadalajara, pero la sofisticada pasajera seguía línea a línea las incidencias matrimoniales de Sylvie Vartan, de manera que hubo tiempo de sobra para que el director de la biblioteca descubriera la ausencia de doscientos incunables, razón por la cual llamó horrorizado al patio escocés, más conocido por Scotland Yard, y el inspector Gerard, en fin, cualquiera podía asistir a la escena puesto que









–¿No le molesta que fume?
–Al contrario, casualmente iba a pedirle fuego –dijo la nena platinada extrayéndose con algún esfuerzo del divorcio de Claudia Cardinale.
–Se me ocurre que usted es italiana –dijo el narrador–, algo en el acento o en el pelo.
–Soy romana –dijo la nena, con gran éxito por parte del cura que le sonrió ecuménicamente.
–Justamente en Roma están pasando cosas terribles –dijo el narrador–, fíjese aquí.
–Non e possibile! –se contorsionó la nena después de mirar fijamente al diariero que anunciaba las nefandas nuevas–. ¿Se da cuenta que además han destrozado la biblioteca?




El narrador prefirió pasar por alto la ligera laguna cultural, máxime cuando lo que sucedía en la revista rebosaba de cultura, las bibliotecas europeas descubrían la desaparición de las obras de Víctor Hugo, Gautier, Proust, Dante, Petrarca y Petronio, sin hablar de manuscritos de Chaucer, Chesterton y H.G. Wells, y en ese mismo momento una pareja joven y esbelta salía de un teatro donde se representaba La ópera de tres centavos y la chica en cuestión parecía ávida de saber como podía comprobarse fácilmente seis figuritas más adelante







El astuto narrador había comprendido ya que el muchacho rubio era-nada-menos-que-Fantomas, y antes de que las cosas empezaran a precipitarse decidió cerrar la revista y los ojos (la nena rubia lo ninguneaba de nuevo, sumida en los graves problemas financieros del pobre Aristóteles Onassis) y resbalar despacito en el tobogán de la fatiga. Ocho días de trabajo en el Tribunal Russell, con una última reunión hasta la madrugada, horas y horas escuchando a relatores y testigos que aportaban pruebas sobre la represión en tantos países de América latina y el papel de las sociedades transnacionales en el pillaje de las economías y la dominación en el plano político y paralelamente, porque la dominación económica exigía otras dominaciones, otros cómplices y otras víctimas, la repetición hasta la náusea de testimonios sobre el asesinato, la tortura, la persecución, las cárceles en Chile, Brasil, Bolivia, Uruguay y no pare de contar. Como un símbolo que ya nadie nombraba, la sombra ensangrentada del Estadio Nacional de Santiago, el narrador creía escuchar otra vez las voces que se sumaban a lo largo del tiempo y los países, la voz de Carmen Castillo narrando ante el Tribunal la muerte de Miguel Enríquez, la voz de los jóvenes indios colombianos denunciando la implacable destrucción de su raza, la voz de Pedro Vuskovic presentando el acta de acusación y pidiendo la condena del gobierno norteamericano y de sus múltiples cómplices y sirvientes en la incesante violación de los derechos humanos y del derecho de cada pueblo a su autodeterminación y a su independencia económica. Cada tanto, como una obstinada recurrencia, alguien subía para dar testimonio de muertes y torturas, un chileno que mostraba las técnicas empleadas por los militares, un argentino, un uruguayo, la repetición de infiernos sucesivos, la presencia infinita del mismo estupro, del mismo balde de excrementos donde se hunde la cara de un prisionero, de la misma corriente eléctrica en la piel, de la misma tenaza en las uñas. Y al salir de todo eso (de la representación mental de todo eso, podía corregir el narrador) se entraba de nuevo en lo personal (pero entonces lo personal también debía ser una representación mental de la vida, una cortina de humo, un cómodo tren Bruselas-París, un número de Fantomas, un cigarrillo negro, una nena platinada cuyo tobillo acababa de rozar el suyo y era promisor y tibio aunque Onassis y Romy Schneider), una mera representación mental de la vida si todo lo otro se borraba con un simple parpadeo y un cambiar de tema. "No se borra", pensó el narrador, "en todo caso a mí no se me borra", y ningún tobillo tibio borraría nada aunque valiera como tobillo, como promesa de patita toda entera, una vez más esa difícil conquista de un equilibrio en el que la vida cesara de ser su propia representación y se buscara desde adentro y hacia adentro. Y aun así, qué difícil escapar al calambre de la culpabilidad, de no hacer lo suficiente, ocho días de trabajo para qué, para una condena sobre el papel que ninguna fuerza inmediata pondría en ejecución, el Tribunal Russell no tenía un brazo secular, ni siquiera un puñado de Cascos Azules para interponerse entre el balde de mierda y la cabeza del prisionero, entre Víctor Jara y sus verdugos. ("Pórtese bien", le estaba diciendo el señor al niño, cuyo portarse mal parecía consistir únicamente en jugar con una bolita de vidrio, hacerla saltar entre sus manos y recogerla cada tanto del suelo).







Adelantándose a sus palabras, el narrador le alcanzó fuego a la nena platinada. Para muchos portarse bien era eso, no salirse del molde social, un niño bien criado no juega con bolitas en un tren, un hombre que vuelve de un tribunal no se pone a leer tiras cómicas ni imagina los pechitos de una chica romana; o bien sí, lee la tira cómica e imagina los pechitos pero no lo dice y sobre todo no lo escribe porque inmediatamente le caerá encima uno de esos fariseísmos de la gente seria que para qué te cuento. Casi divertido (aunque lo jodiera la cosa, el calambrecito de la supuesta culpa) el narrador pensó que alguien muy querido había dicho que el primer deber de un revolucionario era hacer la revolución, frase que andaba engolando muchos pescuezos en tierras calientes y templadas, pero a nadie se le ocurría reparar en esa mención casi marginal de "primer deber", un deber al que seguían otros puesto que ése era el primero. Y esos otros no habían sido enumerados porque no hacía falta, porque al decir esa frase el Che había mostrado una vez más su humanidad maravillosa, había dicho "el primer deber" mientras tanto otros hubieran dicho "el único deber", y en ese pequeño cambio de nada, una palabrita por otra, estaba el gran matete, la diferencia capital no solamente en las conductas del presente sino en el destino aún tan lejano de cualquier revolución hecha o por hacer. "Razón por la cual", resumió el narrador, "vamos a entrarle a Fantomas como epítome de mi punto de vista en la materia, y a buen entendedor etcétera". Tenía esa mala costumbre de pensar como si estuviera escribiendo, y viceversa dicho sea de paso.
—Hace un calor terrible dijo la señora, despertándose de una siesta benemérita.


Todo el mundo salvo el niño miró en diversas direcciones en busca de las manijas o llaves que siempre responden a tales opiniones, y fue el cura quien la encontró casi debajo de su sotana y hubo un gran intercambio de sonrisas satisfechas. Para ese entonces el muchacho rubio se había enterado de las terribles noticias sobre la desaparición de libros de autores famosos y el diálogo final con su amiga era sumamente romántico.








El salto a la página siguiente era más bien brusco incluso en el plano de la moralidad y las buenas costumbres, porque en efecto el muchacho rubio era Fantomas que, revestido ya de una inexplicable máscara blanca, se instalaba en su harén cibernético, rodeado de digamos secretarias en minifalda que respondían a los nombres del zodíaco, idea delicada, y de toda clase de télex, teléfonos electrónicos y otros dispositivos tecnológicos. Justo a tiempo, porque la negrita Libra y el morochón Piscis se precipitaban hacia su amo y señor para anunciarle que acababa de arder la biblioteca de Calcuta, seguida de un incendio padre en la de Tokio, cuyo edificio valía una ojeada a las que casi inmediatamente se sumaron las de Bogotá y la de Buenos Aires.
"Menos mal que Borges ya se jubiló", se dijo el narrador que empezaba a compartir el cultísimo ambiente de la historieta. Pero no le quedó tiempo para meditar sobre la providencial salvación del ilustre escritor porque ya Libra volvía más negrita que nunca con la aterradora noticia de que acababan de desaparecer todas las Biblias, todas las Divinas Comedias y toda novela de Dostoyevsky (sic). Lo peor parecía ser la Biblia, pues en la televisión se agarraban la cabeza: "Es inexplicable cómo pudieron desaparecer todas las Biblias, calculadas en mil millones de ejemplares, repartidas en todo el mundo..."


Estupefacto ante la licuefacción de semejante best seller, el narrador no pudo menos que decírselo al cura, era su deber más elemental y no trepidó en mostrarle la figurita correspondiente, aunque la vestimeneta de Libra y lo que se alcanzaba a sopesar visualmente en Piscis no parecía demasiado recomendable para eclesiásticos. Hubiera preferido no escribirlo por obvio, pero el cura se puso del color de la ceniza y presa de un soponcio momentáneo, sólo atinó a decir: "¡Coño!" Más elocuente fue el señor, quien luego de enterarse de lo sucedido se enderezó en toda su estatura, que no era mucha, y bramó:


–¡Mi ejemplar de puño y letra de Gutenberg! ¡Es un complot de la masonería!


Una frenada más bien grosera les probó que ya estaban en París, y la salida del compartimiento resultó confusa por la mezcla de lágrimas, valijas y despedidas, sin habar de que la nena platinada, por lo visto indiferente al sentimiento religioso o bibliotecológico reinante, se mandó mudar la primera antes de que el narrador pudiera rescatar la revista y bajar su maleta, por lo cual el viaje en taxi hasta el Barrio Latino fue más bien melancólico y sin ningún tobillito que le diera esperanzas para esa noche y las siguientes. Una vez en su departamento, bañado y con un buen trago, los dos kilos de cartas por abrir que lo esperaban le impidieron seguir enterándose del bibliocidio, y cuando al fin decidió volver a la revista le ganaron de mano con el toque característico de las llamadas de larga distancia. Todavía inmerso en el aura cultural, pensó que a lo mejor era su querido Juan Carlos Onetti que se había vuelto loco y lo llamaba después de veintitrés años de silencio, pero apenas escuchó un musgo afelpado, un lento terciopelo penumbroso, supo que era Susan Sontag y le brincó un diástole de alegría porque tampoco Susan era de las que se prodigan en el teléfono.





Estás enterado, claro –dijo Susan.
–¿De qué? ¿De dónde me hablas? ¿Porqué tengo la impresión de que se trata de algo malo, y eso que no soy telépata ni vidente?
Lo mío no interesa –dijo Susan–, pero después que me rompieron las piernas tuve tiempo para pensar que...
–¿Las piernas?
–Ah, entonces no estás enterado. ¿Pero cómo puedes no estar enterado si Fantomas te llamó por teléfono antes que a mí?




Lo malo en este tipo de diálogo, solía decirse el narrador, es que se prolongan muchas páginas porque se componen sobre todo de monosílabos, gritos, preguntas espasmódicas, inicios de explicación cortados por nuevas preguntas, y tendencia recíproca a insultarse por la falta de rapidez mental. Todo eso sucedió tal cual, pero podía resumirse de todas maneras en una frase de Susan: "Cuelga y sigue leyendo, estúpido". Y anota mi teléfono para llamarme después".


Cosa que así se hizo, y bastó abrir la revista ahí donde la frenada del grosero maquinista había interrumpido la lectura para encontrarse con una orden de Fantomas a Libra:







A Libra no debían gustarle demasiado los hermosos e inteligentes libros del narrador, pues a pesar del orden de llamadas indicado por Fantomas, el primero en manifestarse fue el penúltimo:








Y aunque el narrador tenía la muy cuestionada costumbre de residir en París, se hizo presente desde Barcelona, lo cual lo halagó muchísimo porque esa especie de don de ubicuidad hubiera debido bastar como explicación de muchas cosas más bien insólitas que estaban sucediendo.








A Moravia lo habían amenazado con matarlo; al narrador también, pero especificando que lo degollarían. Mientras se disponía a enterarse del último llamado telefónico de Fantomas, pensó con un vago horror en esa especificación, pensó en el pasado y el presente de su país, en el retorno de un estado de cosas en el que las peores torturas parecían moneda corriente. Muy atrás, en la pantalla alargada del siglo pasado, galopaban en el recuerdo los mazorqueros de Juan Manuel de Rosas, un primer plano mostraba sus facones en la garganta de los prisioneros unitarios, la lenta "refalosa" descrita por Esteban Echeverría y por Hilario Ascasubi, el filo que poco a poco se abre . paso en los tejidos mientras la víctima mantenida en pie por los verdugos asiste a su propia horrible muerte y oye decir: "No se queje, amigo, a su madre le dolió más parirlo". Cosas así sucedían diariamente en Buenos Aires, en las provincias, con música de radio apagando los alaridos, con noticias de diarios amordazados por el miedo que lo reducían todo a términos como mutilaciones, apremios y vejámenes, la misma Mazorca elogiada en actos públicos, la misma barbarie presentada como reconquista de una patria en la que se hundían hora a hora los cuchillos de la desgracia y el desprecio. Pero sus reflexiones fueron cortadas por ese otro deguello tecnológico que es el teléfono, Fantomas, sombrío, llamaba a alguien sentado detrás de un vidrio roto:







Ya no tenía por qué esperar más, llamó a la clínica de Los Angeles y Susan parecía estar esperándolo, le hizo una broma por su lentitud mental y le contó su diálogo con Fantomas:








–Ya veo –dijo el narrador–. ¿Fue a visitarte?
–Llegará esta noche o mañana, pero ya sé todo. Las dos cosas.
–¿Las dos cosas, Susan?
–Sí, demorado. Mirá, estos matasanos de la clínica no me dejan hablar mucho tiempo, péro precisamente por eso te lo voy a explicar con todo detalle. Ni siquiera necesitas leer el final de la historia, porque es perfectamente falsa.
–No entiendo nada, Susan.
–Tú pagarás la comunicación y yo me aburro en esta cama, de modo que escucha. La primera cosa es la falsa, quiero decir el final de la historia, y apenas llegue Fantomas le demostraré que ha perdido el tiempo. A1 pobre le llevó un par de días descubrir la pista y enterarse de que una secta de psicóticos, dotados de medios electrónicos de destrucción, habían declarado la guerra a la cultura y lanzaban una ofensiva contra los libros allí donde estuvieran, soltándoles una lluvia de rayos láser o cualquiera de esas porquerías con nombres vistosos. La investigación terminó en París, donde un tal Steiner empezó a negar su culpabilidad, y entonces...







Hubo un largo silencio, y después el rumor caracteristico de alguien que bebe un vaso de jugo de naranja. El narrador encendió un cigarrillo; percibió al mismo tiempo el ruido de otro fósforo que se encendía a miles de kilómetros, y el suspiro satisfecho de Susan, a quien debían haberle prohibido terminantemente que fumara.




—Pero entonces —dijo el narrador—, colorín colorado, este cuento se ha acabado.
—Siempre me quedo corta cuando te trato de estúpido —dijo la voz de Susan—. El señor está encantado con el happy end, se tomará un buen whisky (maldito sea, aquí no hay más que jugos infectos) y se irá a la cama con una pelirroja o solo, que me da lo mismo para que sepas. La conciencia tranquila, el piyama bien planchado, los dientecitos brillantes porque él usa dentífrico Protirene que le hace tanto bien al nene.
—Susan, te quiero y te admiro demasiado para mandarte al quinto carajo. Me duelen tus dos piernas, Susan, me duele estar tan lejos de vos esta noche.
—Eres un amor —dijo Susan, y el narrador estimó que lo decía de veras y tuvo como ganas de pasearse por el cielo raso, de lanzar fuegos artificiales por la ventana—. No te das cuentas, dromedario argentino, que todo eso es una cortina de humo. La verdad es otra, Fantomas ha perdido el tiempo.
—Pero, Steiner...
—Pongo mi tercera pierna en el fuego que ni Steiner ni sus cómplices murieron en el incendio. Fantomas cayó en la peor trampa, la de creer que su misión había terminado. Es ahora que empieza lo importante, Julio, es ahora que tenemos que actuar.
—Mi querida, vuelvo de Bruselas tan cansado, tal vez sepas que...
—Lo sé, esta pieza está llena de diarios y yo sé leer si las letras son lo bastante grandes. El Tribunal Russell en Bruselas, verdad. La segunda reunión sobre los problemas latinoamericanos. Una sentencia muy dura y muy clara contra Ford, contra Kissinger, contra las sociedades vampiras, la ITT y el resto. La tengo aquí, mira, los amigos me traen los télex fresquitos. El Tribunal. . . Oye, lo que no sé es quiénes estaban en el Tribunal.
—Nos estamos saliendo del tema —dijo el narrador que seguía fijo en Fantomas, pero se detuvo al escuchar algo así como un rechinar de dientes, tal vez un mero ruido del teléfono, aunque nunca se sabía con Susan.
—¿Saliendo del tema? —dijo la enfermita como si cortara papel con una navaja—. Si alguna vez estuvimos en el tema es ahora, gaucho insípido. ¿Cómo puede ser que no te des cuenta? Es cierto que hay millones que tampoco, pero la gente paga por tus libros y esó crea obligaciones mentales, me parece.
—Somos más de una docena —acotó el narrador—, juristas, científicos, teólogos, sociólogos, dirigentes sindicales y escritores de diversos países. Somos eso que un ministro chileno calificó hace poco de banda de marxistas. Supongo que viniendo de la Junta lo creerás.
—Esos generales son tan simpáticos —dijo Susan— con sus uniformes planchaditos y siempre como un equipo de fútbol, en dos filas y muy serios. En fin, ustedes harían mejor en dar a conocer a todo el mundo la composición del tribunal, porque pasa que aquí, sin hablarte de casi toda la América latina, no están muy enterados.
—Hacemos lo posible, Susan, concedemos entrevistas, instamos a los periodistas a que difundan los trabajos y las conclusiones, vamos a la TV, hay veces en que tengo la impresión de ser uno de esos grandes putos del cine que se mueren por la publicidad; sé que hay que hacerlo, pero no marcha bien, el boxeo o las estrellas llenan las mejores páginas, somos muy pobres. Susan, nos falta...
—Dont cry, baby, dont cry —dijo Susan—, mamá te dará una banana de postre si eres bueno.
—Y por eso nuestra sentencia...
—No servirá para nada, monono, si ustedes y nosotros no encontramos el camino, y cuando digo nosotros no hablo de los esbeltos intelectuales tan admirados por las élites, sino de nosotros y de millones de mujeres y de hombres del planeta.
—Cosas así se han dicho todos los días en el Tribunal— murmuró el narrador, más bien abatido.
—Por eso es que necesitamos explicarle la verdad a Fantomas—dijo sorpresivamente Susan—, y mañana le voy a dar uno de esos tirones de orejas que le dejarán la máscara ladeada por una semana. Mira, basta por ahora, la enfermera ha pasado del púrpura vivo al verde morgue. Llama a Moravia, que no conoce la sentencia, y léesela, mañana te llamaré yo para que no te arruines del todo. Chuip chuip.



Eso en Susan significaba dos besos cariñosos, pero en cambio la carraspera de Moravia no tenía nada de estimulante.




—Manaccia la miseria—dijo a modo de saludo—. Mi biblioteca está completamente vacía, y hace un rato me llamó Italo Calvino desde París para decirme la misma cosa. Los de Mondadori...
—Ya sabemos, Alberto, yo ni siquiera me he molestado en ir a ver mis libros o lo que quede de ellos. Te llamo solamente para decirte un par de cosas antes de volverme loco, ocurre que Susan pretende que te explique lo que pasó en Bruselas, se le ha metido una idea en la cabeza y...
—No veo la relación.
—Yo tampoco, pero el matriarcado se hace sentir y yo obedezco.
—La sentencia del Tribunal está en todos los diarios, la leí después de hablar con Susan. Está muy bien, dicho sea de paso, por fin se nombran algunas cosas por sus verdaderos nombres. ¡¡Porca madonna, mis libros!!
—También han desaparecido los malos —le dije para consolarlo.
—Vete a la mierda —dijo Moravia, colgando con la rapidez de un águila.




La noche fue larga y llena de agujeros, uno enorme que iba de una punta a otra de la pared del salón, y otros más pequeños en diversos muros del departamento. El narrador necesitó todo su sentido del humor para apreciar el efecto que hacían algunos muñecos, pósters, estatuillas, calidoscopios e ídolos africanos, bruscamente en relieve allí donde no había quedado ni un solo libro. Hasta encontró algunas cajas de fósforos, un contraceptivo y unos anteojos de sol que daba por perdidos, sin hablar de una espesa capa de pelusas y dos vistosas arañitas que completamente perturbadas se paseaban de un lado a otro con el aire que hubiera tenido su tía (la del narrador) si al visitar por la mañana el gallinero lo hubiera encontrado vacío. Al final, y como a pesar de algunos rumores optimistas no disponía de un harén como Fantomas, se fue a dormir con la sola aunque íntima compañía de un embutal y se despertó por obra del teléfono y de la voz de Octavio Paz.




—Susan tiene razón —dijo Octavio— tampoco yo me había dado cuenta.
—¿Te llamó antes que a mí? —dijo el narrador, con los celos que correspondían.
—Sí, y te repito que tiene razón. Ya comprenderás, va a hablar contigo dentro de unos minutos, de modo que es mejor andar rápido.
—Yo...
—Somos unos perfectos intelectuales, Julio. Verifica mi diálogo con Fantomas y verás que le pido que haga algo por el amor que profesa al arte. Si pudiera cambiar ese texto, donde dice arte yo hubiera debido decir hombre. El resto que te lo explique Susan.




No colgó con la violencia de Moravia, porque cuando se es mexicano se es mexicano, pero de todas maneras colgó y el narrador anduvo media hora dando vueltas por el departamento como las dos arañas, preparándose un café que como siempre le salió tibio y fofo, y fumando con ese aire que se aprende en las películas de suspenso. La llamada de Susan lo pescó desnudo y enjabonado, y a diferencia de lo que pasa en esa clase de películas, no había teléfono en el baño, de manera que...




—Acaba de irse —dijo Susan—. Sécate de una vez, se te nota demasiado. Me dijo que se entrevistará con ustedes, pero dudo que lo haga, tiene cosas más importantes. Fantomas no estaba contento, hay que decirlo, pero creo que lo convencí, en todo caso se puso como en sus mejores momentos, los pectorales se le veían de lejos y tamblaba como un jet antes de soltar los frenos y largarse por la pista.
—Si aparte de esa descripción sexy me dijeras lo que pasa, Susan.
—Pasa que Fantomas sabe ahora que le tomaron el pelo, y en su caso no es una comprobación agradable.
—De acuerdo, le hicieron creer que el culpable era ese psicótico de París, etcétera.
—Hm. Ahora él y muchos más sabemos que la destrucción de las bibliotecas no es más que un prólogo. Lástima que yo no sea buena dibujante, porque me pondría en seguida a preparar la segunda parte de la historia, la verdadera. En palabras será menos interesante para los lectores.
—Decila de todas maneras, ya es tiempo.
—¿No la sientes en el aire? —murmuró Susan, y su voz venía cansada y dolorida, como si de pronto sus piernas rotas la llamaran a una realidad de yeso , de inyecciones , de interminables cuidados—. Julio, Julio, ¿quién es verdaderamente Steiner? ¿Cómo se llaman los que el Tribunal Russell acaba de condenar en Bruselas?
—Se llaman de mil, de diez mil, de cien mil maneras —dijo el narrador con la misma voz cansada, aunque sus piernas estuvieran intactas—, pero se llaman sobre todo ITT, sobre todo Nixon y Ford, sobre todo Henry Kissinger o CIA y DIA, se llaman sobre todo Pinochet o Banzer o López Rega, sobre todo General o Coronel o Tecnócrata o Fleury o Stroessner, se llaman de una manera tan especial que cada nombre significa miles de nombres, como la palabra hormiga significa siempre una multitud de hormigas aunque el diccionario la defina en singular.




Del otro lado se oyeron unos ruidos secos y rítmicos, que podían significar aplausos aunque vaya a saber.




—Ahora —dijo Susan después de chupar en algo que desde luego no era un mate amargo—, comprenderás por qué te hablé de la sentencia del Tribunal. La aventura de Fantomas es una vez más el Gran Engaño que los expertos del sistema nos han puesto por delante como una cortina de humo, igualito que en su tiempo la Alianza para el Progreso, o la OEA, o la reforma en vez de la revolución, o los bancos de fomento y desarrollo, no sé si hay uno o dieciocho, y las fundaciones dadoras de becas, y...
—Despacio —dijo el narrador— menos enumeraciones y más claridad, nena.
—El Gran Engaño —repitió Susan— la prueba es que hasta Fantomas el infalible se fue de boca con Steiner y su pandilla y creyó que la cosa estaba liquidada cuando no hacía más que empezar. ¿Qué son los libros al lado de quienes los leen, Julio? ¿De qué nos sirven las bibliotecas enteritas si sólo les están dadas a unos pocos? También esto es una trampa para intelectuales. La pérdida de un solo libro nos agita más que el hambre en Etiopía, es lógico y comprensible y monstruoso al mismo tiempo. Y hasta Fantomas, que sólo es intelectual en sus ratos perdidos, cae en la trampa como acabamos de verlo.
—Le estás hablando a un convencido —dijo el narrador— y además te va a salir carísimo, nena.
—Shit, tienes razón —dijo Susan—, en fin, Fantomas te explicará lo demás. Llámame por la noche, aquí todo es tan blanco y huele a limpieza, me clavan agujas, no hay más libros y lo único bueno que se ve en la TV es la adaptación de una novela mía que me sé de memoria.
—Mi pobre... empezó el narrador, pero no terminó nunca la frase porque los vidrios de la ventana volaron en astillas (y eso que según la ciencia el vidrio es un líquido) y de acuerdo a sus costumbres Fantomas se plantó con la máscara blanca y un traje azul eléctrico en mitad del salón. El narrador colgó, puesto que el ruido debía haber informado de sobra a Susan, y puso una cara más o menos.
—La puta que los parió —dijo Fantomas—, no voy a dejar a uno solo vivo, esto no me lo hacen a mí, conchemadres.
—¿La factura te la mando a tu casa? —quiso saber el narrador.
—Piscis te la pagará, es la tesorera. Rápido, al trabajo, necesito información, Norman Mailer acaba de darme datos interesantes, y mira lo que me manda Osvaldo Soriano desde Buenos Aires:







–Aplicarlos fuera del país –repitió el narrador–. Sí, claro, no es nuevo. Pero tené cuidado, Fantomas, con noticias de este tipo deben estar tratando de lanzarte a otra pista falsa, o por lo menos inútil. Vos sabés que Susan no se caracteriza por la claridad de sus explicaciones telefonicas, y, sin embargo, me parece que entendí.
–Yo también –dijo Fantomas, sentándose en el suelo y sacando un frasco superchato de grapa–, por eso quiero enterarme bien de lo que hicieron ustedes los hipercerebrales en el Tribunal Russell, porque según Susan ahí está el detalle.
–Mirá en los apéndices y encontrarás lo necesario –dijo el narrador mostrando las páginas finales de este mismísimo volumen–. Si querés una síntesis, te la hago en tres palabras: las sociedades multinacionales. La ITT puede servirte de resumen; aunque suena como una marca de yerba mate brasileña viene de bastante más al norte. ¿Querés que te muestre cómo las veo yo?
–Me sería sumamente grato –dijo Fantomas pasándome el frasco como para hacerme olvidar los pedazos de vidrio por el suelo.
–Así las veo –dijo el narrador.
–Parece el comienzo de Un perro andaluz –dijo Fantomas, siempre tan culto.
–Todo en nuestra América es el comienzo de ese perro, viejo, pocas veces hemos llegado a mirar algo de frente sin que la navaja o el cuchillo vinieran a vaciarnos los ojos.






Pero a esta altura de tan amena plática, ¿serías favorito de decirme qué me combinás, qué te provoca como acción, hacia dónde vas a orientar tu rauda manera de hacer moco las ventanas?




–Mailer me dio una lista, un amigo ecuatoriano me la completó, mis corresponsales de Londres, Munich, Nueva York y Lima están procesando electrónicamente algunas verduritas necesarias para completar el espectro, en fin, digamos que dentro de media hora llamará Libra aquí.
–Qué placer–dijo el narrador, que después de haberla visto en la revista tenía una debilidad particular por sus muslos tan renegridos como satinados. Cuando Libra se manifestó con un murmullo de antílope al borde de una fuente, el narrador consideró de su deber tomar personalmente nota de todas las informaciones, aunque Fantomas mostraba alguna tendencia a empuñar personalmente el tubo. De tan romántico diálogo resultó una lista de nombres y direcciones que Fantomas memorizó en un segundo, tras de lo cual quemó el papel previamente mojado en grapa: Por su parte el narrador sabía lo bastante sobre el tema como para simbolizar los múltiples datos en una sola imagen cuya multiplicación no hubiera engañado ni a una gallina alcoholizada.


–Este asunto me joroba un tantico, mano –dijo Fantomas–. Yo como sabes estoy por la acción directa, y eso de las multinacionales me compliea la estrategia en el ring, sin contar que son como esos gusanos que cuando más los cortás en pedazos, má se reproducen y saltan para todos lados. Anoche le propuse a García Márquez dedicarme exclusivamente a la CIA, porque la conozco mejor y además me tinca que fue ella la que me armó el asunto de Steiner, hijos de mil putas. Pero el Gabo me soltó una risotada necrofílica, sin hablar de la Susan hace un rato. Es una lástima, porque la CIA, tú ves







–Tan fácil –resumió Fantomas con un suspiro–, cuestión de ir siguiendo el mapa y páfate, en una semana les bajo la cresta.
–Nihil obstat –concedió el narrador–, pero será un nuevo Steiner en más grande. ¿Nunca oíste hablar de la DIA? Es cien veces más poderosa que la CIA, y no hay mapitas que te ayuden a localizarla. Como tu gusano, tendrías que volver a empezar, después de la DIA tendrías la GUA y la FOA y la REA, etc. Susan tiene razón, nos estamos quedando en la superficie, mascarita blanca, y entre tanto la verdadera raíz del problema sigue tan garifa. Tomá este pedacito de historia antigua, muy antigua puesto que remonta a 1970, casi la Edad Media si te fijás bien.









Una cartita de la ITT muy personal y confidencial como verás por el sello, pero que en castilla dice (se habla de Chile): "Por ejemplo, una solución constitucional podría nacer de desórdenes internos masivos, huelgas, y guerrilla urbana y rural. Esto justificaría moralmente una intervención de las fuerzas armadas por un periodo indefinido". Te repito la fecha, 1970.


Fantomas hinchó el pecho hasta que empezó a crujirle la camiseta, pero no dijo nada.
–Complemento de información –anunció el narrador–, publicado por el Vorwärst de Bonn. La Química Hoechst de Chile escribe a su central de Francfort.







"...una acción preparada hasta el último detalle y realizada brillantemente... El gobierno de Allende ha encontrado el final que merecía... Chile será en el futuro un mercado cada vez más interesante para los productos Hoechst".


–Que las aspirinas se les queden atravesadas en el culo – dijo amablemente Fantomas.
–Amén –dijo el narrador–, pero deberías encontrar algo que les duela más.
–De eso me ocuparé yo. Dame la lista. Creo que Susan y tú tienen razón, es allí donde hay que atacar, y ahora mismo.


El narrador lo vio encaminarse hacia una ventana que no era la rota, y soltó un grito terrible para detener un vuelo que ya se advertía en el aire de discóbolo de Fantomas.


–¿Qué te cuesta salir por la ventana rota?–suplicó–. Y otra cosa, Fantomas: ¿Vas a proceder solo?
–La soledad es mi fuerza, Julio. La soledad y mi don de transformarme infinitamente, llegar al enemigo bajo las apariencias más dispares. ¿Te conté el día en que le rompí la cara a John Wayne cuando creía que yo era una inocente huérfana perdida en el infierno de Las Vegas y me llevó a su cama so pretexto de telefonear a mis afligidos padres?
–Fantomas, este trabajo lo harás solo como siempre, pero no estoy seguro de que sirva de mucho.
–¿Qué pretendes? –gritó Fantomas crispándose para concentrar sus poderes levitatorios–. ¿Qué pida la colaboración de la policía, de la Cruz Roja Internacional? ¡Solo, solo solo! ¡Me basto y me sob...!

La otra ventana voló en mil pedazos, hijo de puta. El fresquete que empezaba a reinar en tan ventilado salón obligó al narrador a refugiarse en el dormitorio, donde con ayuda de varias botellas y mucho tabaco se dispuso a esperar los acontecimientos. Por suerte, Fantomas no acostumbraba a hacer esperar a nadie mucho tiempo, y a las dos horas diversos amigos empezaron a llamar desde los lugares más antipódicos, Eduardo Galeano desde la calle Pueyrredón en Buenos Aires, Julio Ortega desde Correo en Lima, Daniel Waksman desde México, Cristina Peri Rossi desde Barcelona, José Lezama Lima desde La Habana, la lista fue larga y elocuente, ahora era Lelio Basso desde Roma, Julio Le Parc desde Montrouge, Caetano Veloso estupefacto en Sao Paulo, Carlos Fuentes fatigando a las telefonista mexicanas, y naturalmente Susan Sontag, que lloraba de risa frente a cosas como éstas puesto que acababa de enterarse de que Fantomas, precedido por nada menos que Piscis, había asumido la personalidad de un millonario paralítico para asistir a una reunión del directorio de la Kennecot, de la cual todo el mundo había salido pálido y tembloroso.







–Traté de convencerlo, Susan –dijo el narrador–, pero ya lo conocés, me hizo su célebre discurso individualista y ya ves, seguirá por su cuenta, es seguro.


Como seguir siguió, y poco a poco las agencias de noticias fueron difundiendo los diferentes procedimientos gracias a los cuales Fantomas se había abierto camino en las fortalezas de aluminio y cristal de las sociedades multinacionales. Una imagen proveniente de Chicago lo mostraba inofensivo y soñador mientras llenaba una jarra de agua que luego acabó en el cráneo de Pennypepper E. Pennypepper, el rey del cobre y la sardina.







Según Heinrich Böll, que la envió por télex desde un diario de Francfort, la imagen siguiente mostraba a Fantomas guardándose impúdicamente el importe de la indemnización que la junta militar chilena acababa de pagarle a la Anaconda o a la Kennecot.







El narrador no solamente tenía amigos intelectuales, y le gustaba hacerlo notar de vez en cuando, máxime cuando en su relato los escritores llegaban ya a un número saturante. Por eso lo alegró recibir otra noticia por intermedio de Jean Claude Bouttier, adversario desafortunado de Carlos Monzón pero digno de respeto como lo probaba su interés en revelar la apariencia revestida por Fantomas antes de entrar en el despacho del presidente Gerald Ford, con el cual mantuvo un diálogo cuyo resultado no era aún conocido, pero podía imaginarse después de verle la cara:








La última imagen de tan extraordinaria serie preocupó no solamente al narrador sino al Osservatore Romano, pues nadie sabía con exactitud cuál de los dos personajes era Fantomas.






De todas maneras, a partir de ese momento cesaron las noticias, y los diarios pasaron rápidamente a temas tales como las últimas performances de Emerson Fittipaldi, el precio del bife, las ejecuciones o atentados de turno, la moda retro y el nuevo boom de Hollywood, que mostraba incontrovertiblemente el dinamismo de la libre empresa. Ya Susan podía pasearse un poco por su cuarto, y cuando llamó por última vez (por última vez en este contexto, se entiende) lo hizo con esa voz siempre desagradable de los que tienen razón y te remachan el clavo.
–Se acabó, Julio, te lo había dicho. Se ha vuelto a su guarida convencido de que puso el mundo patas arriba, y ya ves.
–Sí, la verdad es que no se ve gran cosa –dijo el narrador echando una ojeada a su ventana recién reparada y preguntándose hasta cuando duraría así–. Pero no nos impacientemos, Susan, todavía no se pueden medir los resultados.
–Serán pocos y falsos, verás. Fantomas es admirable y se juega la vida a cada paso, pero nunca le entrará en la cabeza que los otros son legión y que solamente con otras legiones se les puede hacer frente y vencerlos.
–Bah, si es cuestión de número pensá en Fidel y el Che, y hasta en Cortés o Pizarro si vamos al caso. Además, Fantomas es un justiciero solitario, si no fuera así nadie le dibujaría las historietas, te das cuenta. No tiene vocación de líder, nunca será un jefe de hombres.
–Por supuesto, y yo no se lo reprocho. A nadie hay que reprocharle que haga lo suyo enteramente solo. El problema es otro, porque nuestra realidad no es Steiner o una pandilla suelta, lo sabes de sobra. Y hasta que mucha gente comprenda esto, y haga también lo suyo a su manera, nos seguirán friendo como renacuajos.
–Nunca vi un renacuajo frito –dijo el narrador–. ¿Pero tú crees que un día terminaremos por encontrarnos, por reunirnos? Por supuesto estoy de acuerdo contigo, Susan, si llegáramos a eso frente a los vampiros y los pulpos que nos ahogan, si tuviéramos un jefe, un...
–No, Julio, no agregues "Fantomas" o cualquier nombre que se te ocurra. Por supuesto que necesitamos líderes, es natural que surjan y se impongan, pero el error (¿era realmente Susan la que hablaba? Otras voces se mezclaban ahora en el teléfono, frases en idiomas y acentos diferentes, hombres y mujeres hablando de cerca y de lejos), el error está en presuponer al líder, Julio, en no mover ni un dedo si nos falta, en esperar sentados que aparezca y nos reúna y nos dé consignas y nos ponga en marcha. El error es tener ahí delante de las narices cosas como la realidad de todos los días, como la sentencia del Tribunal Russell, ya que anduviste en eso y me sirve de ejemplo, y seguir esperando a que sea siempre otro el que lance el primer llamado.
–Susan, nuestros pueblos están alienados, mal informados, torcidamente informados, mutilados de esa realidad que sólo unos pocos conocen.
–Sí, Julio, pero todo eso se sabe también de otras maneras, se sabe por el trabajo o la falta de trabajo, por el precio de las papas, por el muchacho que balearon en la esquina, por los ricachos que pasan en sus autos delante de las villas miseria (es una metáfora porque tienen buen cuidado de no pasar en su puta vida). Eso se sabe hasta en el canto de los pájaros, en la risa de los chicos, en el momento de hacer el amor. Esas cosas se saben, Julio, las sabe un minero o un maestro o un ciclista, en el fondo todo el mundo las sabe, pero somos flojos o andamos desconcertados, o nos han lavado el cerebro y creemos que tan mal no nos va simplemente porque no nos allanan la casa o nos matan a patadas...

En ese teléfono pasaban cosas raras, además de las palabras venían imágenes más bien borrosas pero reconocidas y de cuando en cuando una voz de locutor repetía frases que el narrador conocía muy bien porque muy pocos días antes había participado en su redacción:
–El Tribunal Russell condena a las personas y autoridades que se han apoderado del poder por la fuerza y que lo ejercen despreciando los derechos de sus pueblos.
Condena por estos cargos a las personas que ejercen actualmente el poder en el Brasil, Chile, Bolivia, Uruguay, Guatemala, Haití, Paraguay y la República Dominicana.
–¿Y la Argentina? –dijo una voz que parecía salir derechito de un café de la calle Corrientes, a la altura del Once.









Con la sorpresa previsible, el narrador escuchó la inmediata respuesta del locutor:
–En lo que concierne a la República Argentina, el Tribunal expresa su profunda inquietud por las detenciones, persecuciones, torturas y asesinatos de militantes, obreros y profesionales, como también de refugiados políticos sudamericanos, y decide abrir inmediatamente una encuesta para estab1ecer la responsabilidad del gobierno argentino a este propósito.
–¿Y si nos corriéramos una nadita hacia el oeste? –preguntó una voz que pronunciaba netamente cada sílaba, cosa rara en el continente sudamericano.
–Andele –propuso otra voz que venía desde mucho más al norte–, ya se acabó el round de estudio y a ver si entran a fajarse, cuates.
El locutor parecía estar esperando, y los demás también, porque hubo un gran silencio y entonces:
–El Tribunal declara que en el caso de la junta militar presidida por el general Pinochet en Chile, ésta se encuentra en una situación de completa violación del derecho internacional y no merece ser considerada miembro integrante de la comunidad integrada de las naciones;
Condena a los gobiernos de los Estados que alientan tales procederes;
Condena por este hecho a los Presidentes Nixon y Ford, a los gobernantes de los Estados Unidos de América y especialmente al señor Henry Kissinger, cuya responsabilidad en el golpe fascista de Chile es evidente para el Tribunal, juzgando sobre los documentos publicados en los Estados Unidos.









El narrador entendió que también le correspondía decir algo, y alzaba elocuentemente la voz para imponerse a la infernal turbamulta telefónica cuando se vio rodeado de vidrios rotos y en medio de ese granizo la máscara blanca de Fantomas cómodamente sentado en el suelo al término de un aterrizaje digno de la Nasa. Pegado al teléfono, lo cual era un hándicap considerable, el narrador articuló la primera parte de una puteada que comprendía diversas cláusulas y pasajes, pero había algo en los ojos de Fantomas que lo llamó al silencio.


Me pregunto si no tenían razón, intelectuales de mierda –dijo Fantomas–, días y días de acción internacional y no parece que las cosas cambien demasiado.


–Dile que estuvo muy bien –aconsejó Susan, a quien no podía habérsele escapado el estallido de la ventana–, dile que es un buen comienzo y que ojalá otros comprendan.






–Estuviste fenómeno, negro dijo la voz argentina–, claro que hay otros que comprenden, leé los diarios y vas a ver.
–Los diarios no dicen nada de nosotros–dijo una voz que parecía venir de una mina de estaño–, pero todo se sabe alguna vez, compañeros.
–Lo bueno de las utopías –dijo claramente una voz afrocubana que resonaba como un cascabel–, es que son realizables. Hay que entrar a fajarse, compañero, del otro lado está el amanecer, y yo te planteo que...


Fantomas había bajado la cabeza, pero la máscara blanca no impidió que el narrador viera una lenta, hermosa sonrisa que era como un inventario de dientes blanquísimos. Del hueco sonoro venían voces, acentos, gritos, llamadas, afirmaciones, noticias; se sentía como si muchedumbres lejanísimas se juntaran en el oído del narrador para fundirse en una sola, incontenible multitud. Frases sueltas saltaban con acentos brasileños, guatemaltecos, paraguayos, y los chilenos pulidos y los argentinos a grito pelado, un arco iris de voces, una inatajable catarata de pechos y de voluntades. Cuando del otro lado alguien colgó el tubo, al narrador le pareció que todo quedaba desierto, entre astillas de vidrio y un frío del carajo miró a Fantomas, que lentamente se ponía de pie y se ajustaba el cinturón.


–Hice lo que pude –dijo Fantomas, tendiéndole la mano–. Sí, te prometo que saldré por la ventana rota.
Lo hizo, y el narrador se levantó a su vez, mareado y rendido y confuso. Por el agujero de la ventana miró hacia la calle desierta; sentado en el cordón de la vereda un niño rubio jugaba con unas piedritas. Jugaba muy seriamente, como hay que jugar, juntaba las piedritas, las tiraba entre sus pies tratando de que se entrechocaran, volvía a juntarlas, las tiraba de nuevo.


El narrador vio que Fantomas, de pie en el tejado de la casa de enfrente, miraba también al niño. Con un perfecto vuelo de paloma bajó a su lado, buscó en sus bolsillos y sacó un caramelo. El niño lo miró, aceptó el caramelo como la cosa más natural, e hizo un gesto de amistad. Fantomas se elevó en línea recta y se perdió entre las chimeneas.


El niño siguió jugando, y el narrador vio que el sol de la mañana caía sobre su pelo rubio.

miércoles, 21 de octubre de 2009

El Escuerzo

Leopoldo Lugones.

Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapo me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube comenzado la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo.

-¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! -exclamó con muestras de la mayor alegría-, en este mismo instante vamos a quemarlo.

-¿Quemarlo? -dije yo-; pero qué va a hacer, si ya está muerto…

-¿No sabés lo que es un escuerzo -replicó en tono misterioso mi interlocutora- y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.

Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo.

¡Un escuerzo!, decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso: ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera.

-¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? -interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años.

-De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado.

Julia sonrió.

-No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla…

-Será usted complacida, tanto más cuando que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa.

Así, pues, proseguí, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su narración, que es como sigue:

Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando maderas en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha.

La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharla, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del animal.

-Has de saber -le dijo- que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto.

El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja que aquello era una paparrucha buena para asustar chicos molestos, pero indigna de preocupar a una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del animal.

Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir, y él tuvo que decidirse a acompañarla.

No era tan distante, unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció.

-¿No te dije? -exclamó ella echándose a llorar-. Ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare!

-Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo!. Lo mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa.

Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llora, él procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro minuicioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche, siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera que poseía y dormir allí.

La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir con aquel calor dentro de una caja que seguramente estaría llena de sabandijas!

Pero tales fueron las súplicas de la anciana, que como el muchacho la quería tanto decidió acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de peligro.

Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel* de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia,

Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero si no era más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Más el escuerzo dio de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente.

Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa.

Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en sus ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas.

Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo.

Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha.

martes, 20 de octubre de 2009

IZUR

[Cuento. Texto completo]
Leopoldo Lugones

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.

Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.

Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.

No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.

Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.

El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:

Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.

Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.

Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.

Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.

Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.

La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.

Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.

Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.

Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.

Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.

Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...

Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.

Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.

Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.

Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.

Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.

Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.

El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.

Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.

Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.

En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.

Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.

No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.

En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.

No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.

Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.

A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.

Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.

El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.

Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.

Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.

Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.

He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.

Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.

Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.

Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:

-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...

lunes, 5 de octubre de 2009

IZUR

En “Izur”, Leopoldo Lugones enfatiza el discurso, focaliza el poder de la palabra. “Los monos”, dice el autor, “fueron hombres que por una u otra razón”, es decir, conscientemente, por convicción, “dejaron de hablar”. Entonces, a lo largo del cuento, Lugones se da a la tarea de explicar el proceso en el que su mascota vuelve al discurso. Presenta la venta de un simio, un entrenamiento para aprender –re-aprender– el lenguaje y, finalmente, cuando el instructor aparentemente ha fracasado en su empresa, en el lecho de muerte, el animal pide agua: “Amo, agua. Amo, mi amo…”. Esta historia es un reflejo directo de una época en la que los autores están ávidos de palabras, y les rinden culto, a su forma, su fonética: los modernistas se hipnotizan con las nuevas formas, los neologismos los fascinan. Pero no sólo; también se pierden en el laberinto del significado, la alteración de éste, la variación de todos los sentidos, la metáfora al infinito. Habiendo tantas posibilidades, tanto juego, ¿por qué dejar el discurso? ¿Cuál es esa una u otra razón? ¿El mono tendrá alguna réplica contra la maravilla discursiva?

Luis Villoro dice en La significación del silencio que el lenguaje aparece con la posibilidad de referirnos al mundo en su ausencia. Surge porque, al tratar de asir algo y notar que está fuera del alcance, se indica, primero con el dedo, luego con un sonido articulado que reemplaza al objeto inmanejable (Villoro, La significación del silencio, p.10). Así fue que surgieron los animales provistos de la palabra que, según los griegos, es lo que diferencia al hombre de las demás especies. Luego los parlantes se dividieron en logos y pausas.


Los logos creían en la palabra. Creían tanto en ella que sólo en ella y con ella se conducían. Aprendieron a depender tanto en las palabras –en un principio simples referencias de las cosas– que decidieron sustituir la realidad por éstas. Dejaron de pensar en el signo que simplemente era referencial del entorno y así, en un gesto de soberbia, lo suplantaron para vivir únicamente rodeados de símbolos. Los logos padecían la presencia del mundo; les parecía árido, llano; sentían que no era necesario estar frente a él. Incluso, por tranquilizar su ansia de perfección ante la simplicidad mundana y terrena, perdieron la vista. Esto no irrumpió demasiado en su manera sedentaria.


Tomaban entonces las palabras –para ellos, las cosas en sí– y las moldeaban a placer. Cada quien formaba su mundo y, cuando se encontraban con mundos afines al suyo, amistaban. Y así también se enamoraban. Al enamorarse, tomaban el nombre y lo adornaban: lo adornaban para depurarlo y amarlo más. Los enamorados se separaban cuando los rasgos que llamaba el amante dejaban de coincidir con las características que el amado sostenía sobre sí mismo. Se decían “no tienes derecho a poseerme; no me nombres más” y no volvían a hablarse.


Así, los logos alteraban el mundo al designarlo. Y cuando no designaban morían. Algo sin nombre era insufrible porque no sabían a qué atenerse con ello. Entonces, hacían lo posible por llamar lo innombrado de alguna manera; y cuando no lo lograban, silenciaban. El silencio era su mayor temor porque éste quería decir la terrible impotencia de manipular su mundo. Ese instante en el que todo estaba ausente verbalmente quería decir que la palabra –su universo, su vida– no era adecuada al modo como las cosas en torno se presentaban. Se daban cuenta de “la vanidad de la palabra” (Villoro, Lsds, p. 70) y, por tanto, de la suya, propia. En ese momento se evidenciaba que su dominio era posible sólo hasta donde el lenguaje lo permitía; y que el alcance de aquél era limitado. Entraban en dudas sobre su propia existencia. No entendían cómo en los comienzos de la historia habían reemplazado los objetos por las palabras, debido a una incapacidad de asir las cosas, de alcanzarlas; y, de pronto, así era imposible tenerlo todo. Se habían condenado al eterno deseo por haber ambicionado demasiado.


En cambio, para las pausas las palabras eran simples utensilios en la comunicación. Valía igual determinada forma de tacto, que una mirada larga o un ceño fruncido. Igual valía eso que decir “x me molesta” o “pienso que y”. Ellas sabían que las significaciones no resultan de las palabras, sino que las preceden (Villoro, Lsds, p. 7). Si algo se nombraba, había una realidad circundante a la que se referían. La palabra significaba existencia, pero una era inseparable de la otra. La palabra era señal, no creación o recreación. “El lenguaje es sólo una de las actualizaciones de una actitud previa que Heidegger llama el ‘habla’. La mímica y la danza, la música y el canto son modos del habla”. (Villoro, Lsds, p. 8) Las pausas sabían eso y lo vivían. La palabra… (Las palabras se las lleva el viento.) La palabra iba y venía. Se usaba, se desechaba. Se denigraba y cambiaba. Ciertamente nunca era completamente necesaria y la mayoría de las veces fácilmente prescindible.


Nunca entendieron el lenguaje poético. “¿Por qué –decían refiriéndose a los logos– son incapaces de ponerse al sol y prefieren inventar altos gritos amarillos? El calor y el color son más claros en la piel que en el habla.” Luego, recordaban que aquellos llevaban tiempo sacándose los ojos en extraños ritos, y callaban. Las pausas sentían lástima. Ellas poseían el mundo en vivo, y lo inalcanzable era un pretexto para seguir en movimiento. Así, las pausas eran nómadas por naturaleza. Empaparse de infinidad de colores, olores y texturas sin duda era mejor que estarlas llamando. Para ellas, la perfección estaba en la presencia misma.


Los nombres de las personas estaban asociados a los olores y formas que lo acompañaban. Las pausas vinculaban ese sonido con un contenido olfativo y visual. Se entendían de manera táctil. Se enamoraba por miradas, por cantos, por extraños y misteriosos bailes. A veces se hablaban, igual que gemían o ronroneaban.


Para ellas, al igual que centenares de gestos y palabras, el silencio era una posibilidad del habla que, como todo, intentaba comunicar “la reserva que distingue a un alma grave o recogida; el silencio manso que ocupa una actitud humilde o el altivo silencio que anuncia orgullo o desprecio; el noble silencio de quien escucha y el silencio farisaico de quien juzga” (Villoro, Lsds, p. 49). Creían en que “hay silencios cómplices que sin las palabras dicen lo que el otro quería escuchar. Hay silencios que reprueban y condenan y otros que otorgan y entregan. Hay silencios que expresan, sin querer, la palabra que no quiere pronunciarse y silencios perplejos que vacilan en ofrecer una palabra” (Villoro, Lsds, p. 57). Las pausas poseían el poder del silencio igual que los logos manejaban el poder de la palabra.


Con el tiempo, las pausas dejaron de hablar, “el hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado” (Lugones, “Izur”) y entonces los logos empezaron a llamarlos animales. Los logos dejaron de decirse así y se apropiaron del término “humano”. Un descendiente de estos se llamó “Izur” y fue vendido en el remate de un circo que había quebrado. El comprador hubiera pertenecido a la raza loga; el vendido a la pausa. El potencial logo recordó que en antigüedades milenarias tanto él como el otro habían sido provistos de la palabra. Luego, pensando que le haría un favor, decidió hacerle adquirir de nuevo el discurso. Izur se acordó. Recordó, también, que su antigua raza había dejado de hacerlo. Había regresado a su estado primigenio. Callaba por el simple placer de hacerlo y no por una imposibilidad. El comprador mismo sabía que “la raza imponía su milenario mutismo al animal” (Lugones, “Izur”).


En realidad, Izur no hablaba porque no le interesaba. Le parecía que su compañero estaba ahogado en soberbia y le aburría. Luego volvió a recordar: los logos temen al silencio; es la prueba irrevocable de su inminente equivocación. Y otra cosa: los logos son incapaces de comunicarse sin palabras; no entienden cualquier otra forma del habla porque son ciegos. Y así, en su lecho de muerte, decidió reconciliarse con él. Para nuestro logo este último acontecimiento no fue tanto una prueba de cariño y afecto como una de servilismo y subordinación. Finalmente había triunfado: su mascota había salido del equívoco y se había dado cuenta de la superioridad de la palabra sobre todo lo demás; de la importancia de la forma sobre el contenido. “Ni sentido práctico, ni sentido común, ni sentido único. Máxima pluralidad operativa: máxima pluralidad significativa.” (Saúl Yurkiévich, Suma crítica, p. 19) Izur había aceptado que el poder del silencio era inferior al poder de la palabra, al poder “de recrear imaginativamente la experiencia fáctica” (Yurkiévich, Sc, p. 19). Al hablar, no sólo había balbuceado cinco palabras –“Amo, agua. Amo, mi amo…” (Lugones, “Izur”)– sino muchas más: había dicho “es más descriptivo del entorno apelar a ti pronunciando estas cinco palabras que el que me veas aquí, sediento, sin poder moverme”; “es más fácil decir ‘agua’ que ir por ella”.