"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

lunes, 5 de octubre de 2009

IZUR

En “Izur”, Leopoldo Lugones enfatiza el discurso, focaliza el poder de la palabra. “Los monos”, dice el autor, “fueron hombres que por una u otra razón”, es decir, conscientemente, por convicción, “dejaron de hablar”. Entonces, a lo largo del cuento, Lugones se da a la tarea de explicar el proceso en el que su mascota vuelve al discurso. Presenta la venta de un simio, un entrenamiento para aprender –re-aprender– el lenguaje y, finalmente, cuando el instructor aparentemente ha fracasado en su empresa, en el lecho de muerte, el animal pide agua: “Amo, agua. Amo, mi amo…”. Esta historia es un reflejo directo de una época en la que los autores están ávidos de palabras, y les rinden culto, a su forma, su fonética: los modernistas se hipnotizan con las nuevas formas, los neologismos los fascinan. Pero no sólo; también se pierden en el laberinto del significado, la alteración de éste, la variación de todos los sentidos, la metáfora al infinito. Habiendo tantas posibilidades, tanto juego, ¿por qué dejar el discurso? ¿Cuál es esa una u otra razón? ¿El mono tendrá alguna réplica contra la maravilla discursiva?

Luis Villoro dice en La significación del silencio que el lenguaje aparece con la posibilidad de referirnos al mundo en su ausencia. Surge porque, al tratar de asir algo y notar que está fuera del alcance, se indica, primero con el dedo, luego con un sonido articulado que reemplaza al objeto inmanejable (Villoro, La significación del silencio, p.10). Así fue que surgieron los animales provistos de la palabra que, según los griegos, es lo que diferencia al hombre de las demás especies. Luego los parlantes se dividieron en logos y pausas.


Los logos creían en la palabra. Creían tanto en ella que sólo en ella y con ella se conducían. Aprendieron a depender tanto en las palabras –en un principio simples referencias de las cosas– que decidieron sustituir la realidad por éstas. Dejaron de pensar en el signo que simplemente era referencial del entorno y así, en un gesto de soberbia, lo suplantaron para vivir únicamente rodeados de símbolos. Los logos padecían la presencia del mundo; les parecía árido, llano; sentían que no era necesario estar frente a él. Incluso, por tranquilizar su ansia de perfección ante la simplicidad mundana y terrena, perdieron la vista. Esto no irrumpió demasiado en su manera sedentaria.


Tomaban entonces las palabras –para ellos, las cosas en sí– y las moldeaban a placer. Cada quien formaba su mundo y, cuando se encontraban con mundos afines al suyo, amistaban. Y así también se enamoraban. Al enamorarse, tomaban el nombre y lo adornaban: lo adornaban para depurarlo y amarlo más. Los enamorados se separaban cuando los rasgos que llamaba el amante dejaban de coincidir con las características que el amado sostenía sobre sí mismo. Se decían “no tienes derecho a poseerme; no me nombres más” y no volvían a hablarse.


Así, los logos alteraban el mundo al designarlo. Y cuando no designaban morían. Algo sin nombre era insufrible porque no sabían a qué atenerse con ello. Entonces, hacían lo posible por llamar lo innombrado de alguna manera; y cuando no lo lograban, silenciaban. El silencio era su mayor temor porque éste quería decir la terrible impotencia de manipular su mundo. Ese instante en el que todo estaba ausente verbalmente quería decir que la palabra –su universo, su vida– no era adecuada al modo como las cosas en torno se presentaban. Se daban cuenta de “la vanidad de la palabra” (Villoro, Lsds, p. 70) y, por tanto, de la suya, propia. En ese momento se evidenciaba que su dominio era posible sólo hasta donde el lenguaje lo permitía; y que el alcance de aquél era limitado. Entraban en dudas sobre su propia existencia. No entendían cómo en los comienzos de la historia habían reemplazado los objetos por las palabras, debido a una incapacidad de asir las cosas, de alcanzarlas; y, de pronto, así era imposible tenerlo todo. Se habían condenado al eterno deseo por haber ambicionado demasiado.


En cambio, para las pausas las palabras eran simples utensilios en la comunicación. Valía igual determinada forma de tacto, que una mirada larga o un ceño fruncido. Igual valía eso que decir “x me molesta” o “pienso que y”. Ellas sabían que las significaciones no resultan de las palabras, sino que las preceden (Villoro, Lsds, p. 7). Si algo se nombraba, había una realidad circundante a la que se referían. La palabra significaba existencia, pero una era inseparable de la otra. La palabra era señal, no creación o recreación. “El lenguaje es sólo una de las actualizaciones de una actitud previa que Heidegger llama el ‘habla’. La mímica y la danza, la música y el canto son modos del habla”. (Villoro, Lsds, p. 8) Las pausas sabían eso y lo vivían. La palabra… (Las palabras se las lleva el viento.) La palabra iba y venía. Se usaba, se desechaba. Se denigraba y cambiaba. Ciertamente nunca era completamente necesaria y la mayoría de las veces fácilmente prescindible.


Nunca entendieron el lenguaje poético. “¿Por qué –decían refiriéndose a los logos– son incapaces de ponerse al sol y prefieren inventar altos gritos amarillos? El calor y el color son más claros en la piel que en el habla.” Luego, recordaban que aquellos llevaban tiempo sacándose los ojos en extraños ritos, y callaban. Las pausas sentían lástima. Ellas poseían el mundo en vivo, y lo inalcanzable era un pretexto para seguir en movimiento. Así, las pausas eran nómadas por naturaleza. Empaparse de infinidad de colores, olores y texturas sin duda era mejor que estarlas llamando. Para ellas, la perfección estaba en la presencia misma.


Los nombres de las personas estaban asociados a los olores y formas que lo acompañaban. Las pausas vinculaban ese sonido con un contenido olfativo y visual. Se entendían de manera táctil. Se enamoraba por miradas, por cantos, por extraños y misteriosos bailes. A veces se hablaban, igual que gemían o ronroneaban.


Para ellas, al igual que centenares de gestos y palabras, el silencio era una posibilidad del habla que, como todo, intentaba comunicar “la reserva que distingue a un alma grave o recogida; el silencio manso que ocupa una actitud humilde o el altivo silencio que anuncia orgullo o desprecio; el noble silencio de quien escucha y el silencio farisaico de quien juzga” (Villoro, Lsds, p. 49). Creían en que “hay silencios cómplices que sin las palabras dicen lo que el otro quería escuchar. Hay silencios que reprueban y condenan y otros que otorgan y entregan. Hay silencios que expresan, sin querer, la palabra que no quiere pronunciarse y silencios perplejos que vacilan en ofrecer una palabra” (Villoro, Lsds, p. 57). Las pausas poseían el poder del silencio igual que los logos manejaban el poder de la palabra.


Con el tiempo, las pausas dejaron de hablar, “el hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado” (Lugones, “Izur”) y entonces los logos empezaron a llamarlos animales. Los logos dejaron de decirse así y se apropiaron del término “humano”. Un descendiente de estos se llamó “Izur” y fue vendido en el remate de un circo que había quebrado. El comprador hubiera pertenecido a la raza loga; el vendido a la pausa. El potencial logo recordó que en antigüedades milenarias tanto él como el otro habían sido provistos de la palabra. Luego, pensando que le haría un favor, decidió hacerle adquirir de nuevo el discurso. Izur se acordó. Recordó, también, que su antigua raza había dejado de hacerlo. Había regresado a su estado primigenio. Callaba por el simple placer de hacerlo y no por una imposibilidad. El comprador mismo sabía que “la raza imponía su milenario mutismo al animal” (Lugones, “Izur”).


En realidad, Izur no hablaba porque no le interesaba. Le parecía que su compañero estaba ahogado en soberbia y le aburría. Luego volvió a recordar: los logos temen al silencio; es la prueba irrevocable de su inminente equivocación. Y otra cosa: los logos son incapaces de comunicarse sin palabras; no entienden cualquier otra forma del habla porque son ciegos. Y así, en su lecho de muerte, decidió reconciliarse con él. Para nuestro logo este último acontecimiento no fue tanto una prueba de cariño y afecto como una de servilismo y subordinación. Finalmente había triunfado: su mascota había salido del equívoco y se había dado cuenta de la superioridad de la palabra sobre todo lo demás; de la importancia de la forma sobre el contenido. “Ni sentido práctico, ni sentido común, ni sentido único. Máxima pluralidad operativa: máxima pluralidad significativa.” (Saúl Yurkiévich, Suma crítica, p. 19) Izur había aceptado que el poder del silencio era inferior al poder de la palabra, al poder “de recrear imaginativamente la experiencia fáctica” (Yurkiévich, Sc, p. 19). Al hablar, no sólo había balbuceado cinco palabras –“Amo, agua. Amo, mi amo…” (Lugones, “Izur”)– sino muchas más: había dicho “es más descriptivo del entorno apelar a ti pronunciando estas cinco palabras que el que me veas aquí, sediento, sin poder moverme”; “es más fácil decir ‘agua’ que ir por ella”.

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