"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

miércoles, 11 de junio de 2014

LAS TRES NOCHES DE ISAÍAS BLOOM. RODOLFO WALSH

No había terremotos ni inundaciones. No había partidos ni carreras, porque era miércoles. No había golpe militar. El dólar no subía ni bajaba.
–¿Qué quiere que haga? –dijo Suárez–. Yo mando la historia al diario, pero ellos van a poner los títulos. Y como no pasa nada, le tienen que sacar el jugo.
El comisario seguía rabioso y Suárez se echó a reír. Era alto, flaco y hecho a las patadas. Con el sombrerito echado sobre la nuca y las manos en los bolsillos del sobretodo, tenía una pinta de reo de película.
–¿Qué va a pasar? –preguntó.
–Nada. Que esta tarde nos cae encima el gabinete, y mañana el juez.
Eran las ocho de la mañana. El comisario había ordenado que nadie saliera de su pieza. Salieron todos. Se los encontraba en los pasillos, en la escalera, en la cocina. El ambiente era casi de jarana.
–Para colmo, este elemento.
–¿Qué son, estudiantes? –preguntó Suárez.
–Seis o siete. Un yiro. Un pasador de quinielas –se interrumpió al ver el tumulto–. A ver, Funes, dos minutos para despejarme la entrada y la calle.
Los periodistas habían entrado en una masa sólida, usando la técnica romana del ariete. Un fotógrafo lo fusilaba al comisario a mansalva.
–Sacás una más, y te la escracho toda –dijo sobriamente el comisario.
Vinieron a avisarle que ya estaba la ambulancia. Tomó a Suárez del brazo y fueron a la pieza del muerto. Suárez alcanzó a escuchar hipótesis perversas sobre su ascendencia, que formulaban sus colegas. Después trató de recordar todas las piezas de pensión, iguales a ésta, en que había vivido. Eran demasiadas. El ropero, las sillas y las camas gemelas, compradas en un remate. Un escritorio con libros de medicina y de química. Una alfombrita verde entre las dos camas, recortes de revistas pegados en las paredes.
Hasta la muerte era ordinaria en esa pieza. Un tipo tendido en una de las camas, con un cuchillo de ferretería clavado en la espalda.
–¿Cómo te llamás? –preguntó el comisario a la sombra desplomada en una silla en un rincón.
El otro alzó la cara. Una cara joven, preocupada y sin afeitar.
–Ya le dije, Isaías Bloom.
–Ah, no te hacía aquí.
–Es mi pieza.
–Bueno, ¿y qué pasó?
–Ya ve. Lo mataron a Olmedo.
–¿Vos lo encontraste?
–Sí. Hace un rato, cuando volví de la guardia en el hospital.
–¿Se te ocurre algo?
–No.
–Pensálo –dijo el comisario.
Entraron los camilleros y ellos salieron.
Fueron a ver al yiro. Era rubia, gorda y jovial. Estaba arreglándose las cejas, sentada en una gran cama de matrimonio.
–Hola –dijo el comisario–. Así que estás enojada con nosotros.
–¿Le parece que son horas para despertarla a una?
–No, lo que digo es que ya no venís a visitarnos.
Ella se rió.
–Ahora soy seria. Dentro de unos meses me caso.
–Si supieras cómo te creo.
–Andá, decí que no me conocés –se oyó la voz de Suárez detrás del comisario.
Ella se levantó de un salto y corrió a abrazarlo.
–¡Querido! ¿Qué hacés aquí? No me digás –lo miró con repentina desconfianza.
–El comisario y yo somos viejos amigos –se apresuró a explicarle Suárez.
–¿Por qué lo mataron al tipo? –preguntó el comisario.
–No se entiende –dijo ella–. Era un pan de Dios.
–¿Hay juego en la casa?
–Los muchachos suelen jugar a la generala –dijo ella.
El comisario dio media vuelta.
–Ya veo que me vas a dejar la comisaría llena de puchos otra vez.
Ella le cerró el paso.
–Valentín, a lo mejor. Pero no me queme, comisario.
–¿Mujeres? Aparte de vos, quiero decir.
–No me quiere creer. Yo ando derecha.
–¿Nieve? –ella puso los ojos en blanco–. Papelitos, drogas.
–Ah, no, comisario. En eso, todavía soy una virgen.
Fueron a ver a Valentín. Estaba haciendo una valija.
–Vos sí que sos un optimista –dijo el comisario.
El otro sonrió. Era un flaco picado de viruelas.
–Apenas saque el cana de la puerta, me las pico. ¡Uia! –exclamó al ver a Suárez–. ¿Qué hacés vos aquí?
–Vengo a pasar un numerito.
–¿Il morto que parla? –preguntó Valentín y se echó a reír hasta que sintió encima la mirada del comisario–. Andá, Batilana, decile que no tengo nada que ver y que me puedo ir.
–No tiene nada que ver. Se puede ir –le dijo Suárez al comisario.
–¿Qué hiciste con las anotaciones?
Valentín señaló dos o tres ceniceros llenos de papelitos quemados.
–Me ganaron de mano con el baño –comentó–. Hay mucha corrida esta mañana.
–Qué risa –dijo el comisario–. ¿Vos sabés la alegría que me da verte?
El otro hizo un gesto dubitativo.
–Y a vos también –prosiguió el comisario–. Se te nota en la cara. Vamos a arreglar para vernos más seguido.
Valentín cerró la puerta.
–¿No me vende? –preguntó en voz baja–. Busque por el lado de Alcira. Pero ojo, que es mi amiga.
–Sí –comentó el policía–. Ya me di cuenta de los amigos que son.
Cruzaron a tomar un café. Eran las diez.
–Pinta feo –admitió Suárez–. ¿Qué sabe del muerto?
–Lo mismo que nada. Estudiante boliviano. Daba un examen cada dos años. Anoche lo vieron entrar borracho, a eso de las cuatro.
En ese momento descubrieron a Isaías Bloom parado en la puerta del café, buscándolos con mirada de mochuelo. Le hicieron señas.
–Estuve reconstruyendo –explicó mientras se sentaba–. Olmedo estaba asustado. Hace cuatro días me dijo que tenía algo serio que contarme, y que a lo mejor iba a ver a la policía –a ustedes.
–¿Qué le pasaba?
–No quiso decir. Era muy hermético y estaba nervioso. Pero además, es cierto que estaban ocurriendo cosas raras. El domingo a la noche, por ejemplo, creo que alguien entró en la pieza. Yo estaba dormido y soñé algo. Soñé con un bosque y una mariposa de luz que revoloteaba entre los árboles y yo trataba de alcanzarla.
–Ajá –dijo el comisario, tamborileando sobre la mesa.
–Entonces me desperté y me pareció oír un ruidito metálico. Me quedé mirando la esfera luminosa del despertador que estaba sobre el escritorio. De golpe no la vi más, y enseguida volví a verla.
–¿Y eso qué quiere decir?
–A lo mejor quiere decir que alguien pasó frente al reloj cuando yo lo estaba mirando.
–Sería el mismo Olmedo.
–No, porque prendí la luz y estaba dormido. Al día siguiente se quejó de que le habían estado revisando las cosas.
–¿Qué cosas?
–Papeles, algo que estaba escribiendo, no sé. No le hice caso, porque parecía tan nervioso. Pero entonces pasó algo más raro. Yo tuve un sueño que se cumplió.
–Ajá –volvió a decir el comisario.
–Yo me analizo –explicó Isaías Bloom.
–¿Usted qué?
–Voy a un psicoanalista, porque pienso seguir la especialidad, y anoto lo que sueño.
El comisario se echó a reír.
–Yo lo único que sueño es que subo y bajo escaleras.
–No lo comente –aconsejó Isaías Bloom.
–¿Quiere decir algo? –preguntó el comisario, irritado.
–Nada malo. Pero escúcheme. Anteanoche tuve un sueño curioso. Iba por una calle oscura y de golpe vi caer una copa que se rompió con un ruido cristalino y desapareció. En el pavimento quedó un charquito de agua verde, como una estrella. Aquí viene una gran parte que no recuerdo, pero después yo compraba un diario y vi un titular que decía: “Se ha extraviado una copa que responde a la nota sol”, o algo así.
–Interesante –bostezó el comisario.
–Y ahora viene lo raro. A la mañana siguiente la copa había desaparecido.
El comisario dio un brinco.
–¿Qué copa?
–Una que tenía Olmedo sobre la mesa de luz. Una copa verde como la del sueño. Tomaba mucha agua de noche.
El comisario respiró hondo y cerró los ojos. Cuando los abrió, Isaías Bloom cruzaba la calle.
–Hay cada colifa –comentó el comisario.
En la primera pieza (los mismos muebles, la misma alfombra entre las camas, aunque ésta era roja) había dos futuros abogados, petisos y cordobeses, en mangas de camisa. El comisario los encontró insolentes y ávidos de divertirse. “Me dan ganas de sopapearlos”, comentó más tarde. “Pero si usted los mira fijo, le dicen torturador”.
No habían visto nada, no habían oído nada y, en consecuencia, no iban a decir nada.
–Un boliviano menos –fue lo único que comentó el que hablara por los dos–. Ahora falta el otro.
Fueron a ver al otro. Aquí había una sola cama, otra alfombrita verde y un indio adusto, incomprensible, vestido de punta en blanco.
–Vos tampoco sabés –anticipó el comisario.
–Señor Velarde –dijo el otro.
–¿Qué te pasa?
–Que no me tutee.
–Tenés razón –admitió el comisario–. Sos un tipo importante. ¿Alquilás la pieza para vos solo?
–Voy a llamar al cónsul –dijo Velarde.
Cuando entraron en la última pieza, el comisario se trepaba por las paredes. Aquí dominaba el litoral. Un correntino y un misionero interrumpieron un dúo de guitarra para preguntarle cómo andaba eso. El comisario intentó inútilmente hacerles decir que odiaban a los bolivianos en general y que una muerte a cuchillo era admirable. Suárez, modestamente, contó la cuarta alfombrita rectangular. Era roja. Cuando se fueron, las guitarras y las voces nasales arremetieron con las estrofas burlonas del “Sargento Zeta”.
Se había hecho la una. Salieron a almorzar. Mientras esperaban los tallarines, la radio del restaurant transmitía una versión uruguaya del crimen. Los cronistas, que se habían reagrupado en la calle, entraron en formación correcta. Un gordito pecoso abrió el fuego.
–¿Podemos participar de su conferencia de prensa, comisario?
–Rajá, pibe.
–¿Pongo que la policía está desconcertada?
–Poné que hay optimismo –dijo el comisario.
–Y este individuo –preguntó el pecoso señalando a Suárez con el lápiz–. ¿Participa en la investigación o es un sospechoso?
–A éste le lustrás los zapatos –sugirió Suárez.
–Ajá. Sos un genio vos.
–Chau, Belmondo –dijo otro.
–No te olvidés de llamar –se despidió el tercero– cuando necesités una mortaja.
Rumbearon en fila hacia el teléfono.
–¿Ve? –se quejó Suárez, ofendido–. Se la agarran conmigo. ¿Qué le costaba largarles algo?
–¿Qué, por ejemplo?
–Que ya tiene todo aclarado –dijo Suárez.

Isaías Bloom parpadeaba incesantemente bajo el tiroteo de preguntas.
–Usted sueña con una mariposa iluminada. ¿Puede ser una linterna?
–Puede ser.
–Una linterna que le está alumbrando los ojos.
–Sí. Eso es muy conocido. Uno oye un portazo y sueña con una explosión. Siente olor a quemado y sueña con un incendio.
–Eso ocurre la noche del domingo –terció el comisario–. Usted se despierta, ve desaparecer la esfera del reloj, enciende la luz y no hay nadie.
–Es el asesino que se ha ido –murmuró Isaías.
–Llevándose unos papeles que lo acusaban de algo –prosiguió Suárez–. Pero la segunda noche usted sueña que la copa de Olmedo se rompe y por la mañana ha desaparecido. ¿Puede ser que usted haya soñado eso justamente porque la copa se rompió y usted oyó el ruido en sueños?
–Claro que puede ser. Pero no se rompió, porque no estaba.
–No estaba porque se la llevaron.
–¿Rota? –dijo Isaías Bloom, incrédulo.
–Rota, con alfombra y todo. Con la alfombra mojada llena de pedazos de vidrio.
–Pero si a la mañana siguiente la alfombra estaba, y estaba seca…
El comisario miró a Suárez con inquietud.
–No era la misma –dijo Suárez–. En dos piezas no había alfombras, en otras dos había alfombras rojas, y en otras dos, alfombras verdes. El único que tenía otra alfombra verde es el asesino.
Pero el comisario corría ya hacia la pieza de Velarde, donde sólo encontró el hálito de una fuga que no lo iba a llevar más lejos que el Aeroparque.
Los hombres del gabinete habían llegado por fin y envolvían con cuidado una alfombrita verde que todavía conservaba rastros de humedad y, si tenían suerte, de veneno, y algunas esquirlas de vidrio.
–Le temblaron las manos al envenenarle el agua a Olmedo –explicaba ahora el comisario a los periodistas–. Se le rompió la copa y no tuvo más remedio que llevársela para no dejar huellas. A la noche siguiente se decidió por el cuchillo. Parece que estaba desesperado por lo que iba a contarnos Olmedo, si le daba tiempo. Andaban los dos en el tráfico de drogas y Olmedo quiso abrirse. Eso es todo. Los detalles los inventan ustedes.
A la salida se encontraron con Isaías Bloom.
–Seguí soñando, pibe –dijo el comisario.

LOS OJOS DEL TRAIDOR. RODOLFO WALSH



El 16 de febrero de 1945 tropas rusas complementaron la ocupación de Budapest. El 18 fui arrestado. El 20 me pusieron en libertad y me restituí a mis funciones en el Departamento Oftalmológico del Hospital Central. Nunca he sabido la causa de mi detención. Tampoco supe por qué me pusieron en libertad.
Dos meses más tarde tuve en mis manos una solicitud firmada por Alajos Endrey, condenado a muerte, que aguardaba el cumplimiento de la sentencia. Ofrecía donar sus ojos al Instituto de Recuperación de la Vista, fundado por mí a comienzos de la guerra, y en el cual realicé —aunque ahora lo nieguen Istvan Vezer y la camarilla de advenedizos que me han difamado y obligado a expatriarme— dieciocho injertos de córnea en pacientes ciegos. De ellos, dieciséis fueron coronados por el éxito. El paciente número diecisiete se negó tenazmente a recuperar la vista, aunque la operación fue técnicamente perfecta.
El caso número dieciocho es el tema de este relato, que escribo para distraer las horas de mi solitario destierro, a millares de kilómetros de mi Hungría natal.
Fui a ver a Endrey. Estaba en una celda pequeña y limpia, que recorría incesantemente, como una fiera enjaulada. Ningún rasgo notable lo recomendaba a la atención de un hombre de ciencia. Era un sujeto pequeño, irritable, con una permanente expresión de acoso en la mirada. Presentaba huellas evidentes de desnutrición. Un examen sumario me reveló que tenía la córnea en buen estado. Le comuniqué que su ofrecimiento estaba aceptado. No indagué sus motivos. Los conocía de sobra: sentimentalismo de última hora, acaso un oscuro afán de persistir, aunque fuera en mínima parte, incorporado a la vida de otro hombre. Me alejé por los corredores de piedra gris, flanqueado por la mirada indiferente u hostil del guardia.
La ejecución se realizó el 20 de septiembre de 1945. Recuerdo vagamente una procesión de hombres silenciosos y semidormidos, un camino polvoriento que ascendía entre matorrales, un amanecer intrascendente. Improvisé una mesa de operaciones en una choza con techo de cinc, a cincuenta pasos del sitio de la ejecución. Pensé, ociosamente, que el ejecutado podía ser yo, que el destino era absurdo, que la muerte era una costumbre trivial.
Preparé cuidadosamente al paciente. Era ciego de nacimiento, por deformación en cono de la córnea, y se llamaba Josef Pongracz. Pasé por los párpados los hilos destinados a mantenerlos abiertos. En aquel trámite me sorprendió la fatal descarga.
Dos soldados trajeron al muerto en unas angarillas. Una cuádruple estrella de sangre le condecoraba el pecho. Tenía las pupilas dilatadas en un vago asombro.
Extraje el ojo y recorté el trozo de córnea destinado al injerto. Luego extraje la zona enferma de la córnea del paciente y la reemplacé con el injerto.
Diez días más tarde retiré los vendajes. Josef se incorporó y dio un par de pasos indecisos. Observé sus reacciones. Su cara adquirió una expresión de indecible temor.Veía. Estaba perdido.
Miró en torno, buscándome entre los objetos que componían la sala de operaciones. Cuando le hablé, me reconoció; quiso sonreír. Le ordené que se dirigiera a la ventana. Vaciló, y entonces yo lo tomé del brazo y lo guié, como si fuera un niño. Cuando lo puse frente a la ventana, cerró los ojos, tocó la solera, el marco, los vidrios, una y otra vez, infinitamente. Después abrió los ojos y miró a lo lejos. 
—Atardece —dijo, y empezó a llorar silenciosamente.
Dos meses más tarde recibí la visita del doctor Vendel Groesz, del Instituto de Psiquiatría. Había ido a verlo Josef. Hallábase, según me dijo, en un estado desastroso, en una honda depresión mental, agravada por pesadillas y alucinaciones; lo amenazaba la esquizofrenia.
Dos días después de la operación (me dijo el doctor Groesz) Josef había soñado con un vago panorama, casi desnudo de detalles: un cerro, un camino, una luz gris y espectral. El sueño se había repetido siete noches seguidas. A pesar del carácter inofensivo de esas representaciones, Josef se había despertado siempre dominado por un oscuro e injustificable terror.
El doctor Groesz consultó sus notas.

“Era como si yo hubiera estado ahí antes, y fuera a suceder algo terrible”. Son sus propias palabras.
El doctor Groesz confesó que en este caso habían fracasado todos los procedimientos usuales. Cualesquiera fuesen los complejos de Josef, no podían estar relacionados con sensaciones o recuerdos visuales, pues era ciego de nacimiento. Desde que recuperara la vista, no había salido de la ciudad. Ignoraba pues, en rigor, lo que era una colina, lo que era un camino polvoriento de montaña, a menos que se pudiera llamar conocimiento al concepto impreciso, adimensional, propio del ciego. El panorama que inquietaba los sueños de Josef no era, pues, un recuerdo visual; tampoco un recuerdo visual modificado por la peculiar simbología onírica, sino un producto inexplicable, arbitrario, del subconsciente.
—El sueño —dijo el doctor Groesz— por muy alejado que parezca de la experiencia, se basa siempre en ella. Donde no hay experiencia previa, no puede haber sueños correspondientes a esa experiencia. Por eso los ciegos no sueñan, o al menos sus sueños no están constituidos por representaciones de orden visual, sino táctil o auditivo.
En ese caso, sin embargo, había un sueño de carácter visual (cuya repetición indicaba su importancia), anterior a toda experiencia visual del mismo orden.
Forzado a buscar una explicación, el doctor Groesz había recurrido a los arquetipos o imágenes primordiales de Jung —cuyas teorías rechazaba por fantásticas—, especie de herencia onírica que recibimos de nuestros antepasados, y que pueden irrumpir intempestivamente en nuestros sueños y aun en nuestra vida consciente.
—Yo soy un hombre de ciencia —me aclaró, innecesariamente, el doctor Groesz—, pero no puedo prescindir de ninguna hipótesis de trabajo, por opuesta que sea a mi experiencia y a mi peculiar modo de ver las cosas. Pero también hube de desechar esa hipótesis. Ya verá usted por qué.
“Una semana después, el panorama escueto y desnudo de los primeros sueños empezó a completarse, como una fotografía que se revelara lentamente. Una noche fue una piedra de forma peculiar; la noche siguiente, una cabaña de techo de cinc, bajo el abrigo de dos árboles adustos e idénticos; después un amanecer sin sol; un perro que vagaba entre los árboles... Noche a noche, detalle por detalle, el cuadro se va completando. Ha llegado a describirme, en media hora de prolijas disquisiciones, la forma exacta de un árbol, la forma exacta de algunas ramas de ese árbol, y hasta la forma de algunas hojas. El cuadro se perfecciona siempre. Ningún detalle previo desaparece. Lo he probado. Todos los días le hago repetir el sueño de la noche anterior. Siempre es el mismo, exactamente, pero con algún detalle más.
“Hace una semana me mencionó por primera vez cinco figuras que habían aparecido en el cuadro. Cinco contornos, cinco siluetas oscuras, recortadas contra el amanecer grisáceo. Cuatro de ellas están en una misma línea, de frente; la quinta, a un costado, está de perfil. La noche siguiente las cinco figuras estaban uniformadas; la figura del costado empuñaba una espada. Al principio las caras eran borrosas, casi inexistentes; después se fueron precisando”.
El doctor Groesz consultó una vez más sus notas.
—La figura del costado, que empuña la espada, es un oficial joven y rubio. El primer soldado de la izquierda es bajo, y el uniforme le queda chico. El segundo le hace recordar(fíjese usted bien: recordar) a su hermano menor; Josef me ha dicho, casi llorando, que él no tiene hermanos, nunca los tuvo, pero ese soldado le hace recordar a su hermano menor.El tercero tiene bigote negro y uniforme muy raído; evita mirarlo; tiene la mirada a un costado... El cuarto es un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruza el costado izquierdo de la cara, desde la oreja a la comisura de la boca, como un río tortuoso y violáceo; un paquete de cigarrillos asoma por el bolsillo de su guerrera.
El doctor Groesz sacó un pañuelo de un bolsillo y se enjugó la frente.
—Ayer —dijo, y por la forma en que dijo “ayer” comprendí que se avecinaba algo terrible—, ¡ayer Josef vio el cuadro completo! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
“Los soldados tenían fusiles y le apuntaban, con el dedo en el gatillo, listos para hacer fuego.
“Lo internamos inmediatamente. Se resiste a dormir, porque teme soñar que está ante un piquete de fusilamiento, teme sentir ese horror inmediato e inaudito de la muerte. Pero el cuadro, que antes sólo aparecía en sueños, ahora lo persigue también cuando está despierto. Le basta con cerrar los ojos, aun en el fugaz instante del parpadeo, para verlo: el oficial con la espada desenvainada, los cuatro soldados alineados en posición de hacer fuego, los cuatro fusiles apuntados al corazón.
“Esta mañana ha  pronunciado un nombre extraño. Le pregunté quién era, y dijo que era él. Cree ser otra persona. Un caso evidente de esquizofrenia”.
—¿Cuál es el nombre? —pregunté
—Alajos Endrey —repuso el doctor Groesz.
Mediante la recomendación de un jefe militar —cuyo nombre, por razones obvias, no menciono— logré entrevistar al oficial que había dirigido la ejecución de Alajos Endrey. No me recordaba. Yo, por mi parte, apenas lo había mirado en nuestro fugaz encuentro anterior. Accedió, con fría cortesía militar, a mi descabellado pedido.
Un par de minutos más tarde, los cuatro soldados que habían integrado el piquete de fusilamiento aquella gris y casi olvidada mañana estaban formados ante mí. Entonces vi el cuadro que había visto el desventurado Josef con los ojos del traidor Alajos Endrey.
El primer soldado de la izquierda era bajo y gordo, y el uniforme le quedaba chico; en el segundo creí percibir una vaga semejanza con el propio Endrey; el tercero tenía bigote negro y ojos que evitaban mirar de frente; su uniforme estaba muy gastado. El cuarto era un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruzaba el costado izquierdo de la cara, como un río tortuoso y violáceo...

 

lunes, 9 de junio de 2014

EL QUE NO SALTA ES UN HOLANDÉS. MABEL PAGANO

"No hay más ciego que aquel al que
el miedo no deja ver. Ni más ignorante que
aquel al que el miedo no deja comprender"

Pacho O’Donnell 


Estaban ahí aquel día en que nosotros nos pegamos al televisor portátil llevado por el gerente, ya que el acontecimiento, muchachos, justifica el abandono del trabajo por un rato, imagínense, hace casi cuarenta años que los argentinos esperamos algo así. Vengan, chicas, que esto no se lo pueden perder y nosotras, que ni locas, porque una cosa es un partido cualquiera y otra muy distinta, un mundial. Pero la Flaca dijo yo tengo que hacer ese trámite de la importadora y se fue. Volvió cuando ya estábamos en los escritorios, todos emocionados porque todo salió perfecto, según Javier, y qué bárbaros los gimnastas, para el cadete y para nosotras, con la banda y el desfile y los papelitos, una maravilla, no sabés lo que te perdiste, pero la Flaca sin interesarse, ahí parada, con los ojos fijos en ninguna parte y diciendo que a la misma hora del festejo, ellas estaban ahí, en la Plaza, como cien, dando vueltas a la Pirámide, algunas llorando y otras diciéndoles a los periodistas extranjeros que no tenían noticias de hijos, hermanos y padres. Y los tipos seguro que las filmaban para hacernos quedar como la mierda en el exterior, Javier interrumpió golpeando el escritorio y el cadete asegurando que no importa porque, total, quién les va a dar bolilla a cuatro chifladas y nosotras diciéndole terminala con eso, Flaca, que por ahí, andá a saber cuál es la verdad y el gerente rematando con que me gustaría saber quién les paga para que saboteen la imagen del país.
Los días siguieron: la república era una gran cancha de fútbol. Empatamos, ganamos, perdimos, pero no importa, porque la copa se la van a llevar si son brujos y el televisor ya fijo en la oficina, mirá, mirá que remate, cómo se perdió el gol ese boludo y aquel hoy no pega ni una. Las mujeres, ya bien al tanto de lo que significa un córner, cuál es el área chica y qué es lo que debe hacer el puntero derecho. Pero Goyito, el de Expedición, desapareció hace cuatro días y nada, dale Flaca, vos siempre la misma amargada, el cadete con sonrisa de costado y Javier que por algo habrá sido, che, porque a mí todavía nadie me vino a buscar. Y ellas siguen ahí, dando vueltas a la Pirámide, ma sí, ya se van a ir, acabala, parecés la piedra en el zapato, pero tienen que darles una explicación, lo que tienen que darles es una paliza y listo, así se dejan de decir macanas cuando el país está de fiesta. Hay que embromarse con alguna gente, la patria no les importa, el gerente opinando desde la primera fila frente a la pantalla y la Flaca como para sí misma, el fútbol no es la patria. Gol. Gooooolllll. Golazo. ¡Ar-gen-ti-na! ¡Ar-gen-ti-na!
¿Hacen falta seis para pasar a la final? Se hacen los seis, pero a la hermana de Carrasco la secuestraron anoche a dos cuadras de la facultad, que se embrome, por meterse donde no debe, dijiste vos y Javier yo siempre le vi algo raro a esa chica, enganchando enseguida con que después de los seis pepinos a los peruanos, concierto de cacerolas en el edificio, en pleno Barrio Norte, nunca visto, el delirio, la locura y nosotras, contando de la caravana de coches y el novio y el marido, con las banderas, los gorritos y las cornetas, nos acostamos como a las cuatro y hasta la chica aquella, Mariana, la de Libertador, con la vincha y subiéndose a un camión que pasaba para el centro, no se puede creer, ¿viste? Por un anónimo, nada más que por una denuncia sin fundamento y al otro porque ayudaba al cura y a las monjas en la villa del Bajo Flores. Te digo que no me quedó uña por comerme y la hora maldita no pasaba nunca, tocando el techo con cada gol y mirando el reloj, hasta que al fin se dio. Se me cayeron las lágrimas, ¡qué final! ¡El que no salta es un holandés! Y los que desaparecen son argentinos, dale Flaca, no empecés, ¿no te dije, pibe, que la Copa se quedaba aquí? Todos con las banderas y los pitos, a gritar y a cantar, dale con el tachín- tachín, juntos, en aquella fiesta que parecía que no iba a terminar nunca, porque ganamos, salimos campeones y fue como una borrachera de la que nos despertamos con este dolor de cabeza que nos martillea las sienes y un revoltijo de estómago que aumenta a medida que la tapa de la olla se va corriendo. Las cuentas finales no aparecen y la lata está rota de tantas manos que se le metieron adentro. Pero lo peor es lo otro, ellas que siguen ahí, ellas, que ya estaban pidiendo por los que no estaban mientras nosotros saltábamos, sordos a lo que decían algunos como la Flaca, ustedes no se dan cuenta de lo que está pasando y cuando comprendan, ya va a ser tarde. Aseguraba que éramos como los alemanes, que veían el humo saliendo de las chimeneas de los campos de concentración y miraban para otra parte, se callaban, como callamos nosotros, entonces y después, tapándonos hasta las orejas cuando las sirenas nos interrumpían las noches, o escuchábamos algún grito, o se llevaban a alguien del piso de abajo. Nos dieron un pirulín para matar el hambre, Flaca, tenías razón y una entrada al circo para comprarnos la conciencia.

jueves, 5 de junio de 2014

PIGMALIÓN Y GALATEA.

Era de Chipre el escultor Pigmalión, artista que no gustaba de las mujeres porque según consideraba, éstas eran imperfectas y pasibles de muchas críticas. Y tan convencido estaba del acierto de su opinión que resolvió no casarse nunca y pasar el resto de su vida sin compañía femenina.

Pero, como no soportaba la completa soledad, el artista chipriota esculpió una estatua de marfil tan bella y perfecta como ninguna mujer verdadera podría serlo. La llamó Galatea y de tanto admirar su propia obra, terminó enamorándose de ella. le llegó a comprar las más bellas ropas, joyas y flores: los regalos mas caros. Todos los días pasaba horas y horas contemplándola, y de cuando en cuando besaba tiernamente los labios fríos e inmóviles. Tal vez hubiera vivido hasta el fin de sus días ese amor silencioso, de no ser por la intervención de Venus que era objeto de intenso culto en la isla donde vivía Pigmalión. En su homenaje se celebraban las más pomposas ceremonias y los más ricos sacrificios, y su templo de Pafos era el más importante de los santuarios venusinos de todo el mundo helénico. 

En una de esas fiestas, según cuenta el poeta Ovidio, el escultor estuvo presente. También ofreció sacrificios y elevó al cielo sus ardorosas suplicas: “A vosotros ¡oh dioses!, a quienes todo es posible os suplico que me deis por esposa” –no se atrevió a decir mi virgen de marfil- “una doncella que se parezca a mi virgen de marfil. 

Atenta , la diosa del amor escuchó el pedido, y para mostrar a Pigmalión que estaba dispuesta a atenderlo, hizo elevar la llama del altar del escultor tres veces más alto que las de los otros altares. pero el infeliz artista no comprendió el significado de la señal. Salió del santuario, y entristecido, tomó el camino de su casa. Al llegar fue a contemplar de nuevo la estatua perfecta. Y después de horas y horas de muda contemplación la besó en los labios. Tuvo entonces una sorpresa: en vez de frío marfil, encontró una piel suave y una boca ardiente. A un nuevo beso, la estatua despertó y adquirió vida, transformándose en una bella mujer real que se enamoró perdidamente del creador.

Para completar la felicidad del artista, Venus propició la unión y le garantizó la fertilidad. Del casamiento nació un hijo, Pafo, que tuvo la dicha de legar su nombre a la ciudad consagrada a la diosa que había nacido alrededor del santuario dedicado al numen de la atracción universal.




 Pigmalión, misógino narcisista,
que a la dulce mujer aborreciste
al no hallar nunca aquella que creíste
pudiera ser tu esposa y fiel amante. 
Y solo con tus manos, arrogante,
en nacarado mármol esculpiste
la más bella mujer que jamás viste
con cuerpo más fulgente que el diamante.

Mas aunque la belleza le sobró,
la hermosa Galatea carecía
del alma que el gran Zeus no le dió.

Afrodita, al mirar la obra baldía,
del dolor del humano se apiadó
llenándola de vida y poesía.