"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

domingo, 18 de septiembre de 2011

El libro de arena. Jorge Luis Borges.

...thy rope of sands...

George Herbert (1593-1623)

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

-Vendo biblias -me dijo.

No sin pedantería le contesté:

-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

Al cabo de un silencio me contestó:

-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

-Será del siglo diecinueve -observé.

-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.

Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:

-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.

Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.

En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:

-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?

-No -me replicó.

Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.

Me pidió que buscara la primera hoja.

Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.

-Ahora busque el final.

También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:

-Esto no puede ser.

Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número.

Después, como si pensara en voz alta:

-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

-¿Usted es religioso, sin duda?

-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.

Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.

-Y de Robbie Burns -corrigió.

Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:

-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?

-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.

Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.

-A black letter Wiclif! -murmuró.

Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

-Trato hecho -me dijo.

Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.

Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.

No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.

Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.

Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

JUAN LÓPEZ Y JOHN WARD. JORGE LUIS BORGES

Les tocó en suerte una época extraña.

El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los catógrafos, auspiciaba las guerras.

López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.

El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en una aula de la calle Viamonte.

Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.

Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.

El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.

sábado, 10 de septiembre de 2011

” Escribo en acrobáticas y aéreas piruetas, escribo porque deseo hablar profundamente. Aunque escribir sólo me esté dando la gran medida del silencio”
Clarice Lispector

Las V cortas.


"Un día todas las v cortas del mundo bolaron en bandada, representando una graciosa forma en el horizonte y que ahora algunas abes imitan"

Lilian Elphick

Metamorfosis en 21 palabras .Por Carlos Rafael Landi

"Un pájaro me soñó. Al despertar tenía manos y no alas. Triste porque ya no podía volar, se dedicó a escribir".

Imagen en 27 palabras. Por Carlos Rafael Landi


"Y el fantasma vino zigzagueando y me atravesó. Cuando quise verlo ya no estaba. Ahora, dos mundos me habitan y mi sombra algunas veces me besa la mejilla"

Balada de la piedra. Lilian Elphick

“Qué curioso es ver el viento en su transparencia de pelo revuelto. Y qué inquietante esta inmovilidad inquebrantable frente al mar convulso, y las agujas de agua fatigándome, los pequeños crustáceos cerca de mí, arriba de mí, silenciosos y activos. Qué decir de las gaviotas graznando asesinatos: me abraza la sangre que poco a poco se evapora. El pañuelo voló hace mucho.
Y por ser piedra, lloro"

"Diálogo de tigres". Por Lilian Elphick.

“Luego de caminar por las extensas planicies de la escritura, los tigres llegan al río del silencio. Ahí se bañan y olvidan que están hechos de tiempo y de sangre. A sus pieles mojadas se adhiere la palabra ’pez’. La tigresa puede nadar debajo del agua a gran velocidad; el tigre da brincos contra la corriente. Juegan a acariciar burbujas.
-¿A quién le contaremos nuestra historia?- pregunta ella.
-¿Cuál historia?- pregunta él.
Los tigres jadean bajo el sol implacable y sus patas se hunden en la arena. Tienen sed. Saben que morirán si no encuentran una mano que morder, aquella que los escribe en la mitad de la noche”.

Microrelato: El amor. Por Carlos Rafael Landi.


Nos amamos desde el lugar de las palabras; el amor era una escritura que iba y venía.

El rinoceronte.

Jean y Berenger tienen una cita y se instalan en un café. Ofrecen un contraste completo. El primero, Jean, es autoritario e incluso agresivo. El segundo, Berenger, parece cansado y apático. Jean le lanza una serie de reproches: su retraso, cuando han llegado a la misma hora, el abuso que ha hecho de la bebida, su aspecto descuidado y además su falta de voluntad, a lo que Berenguer responde débilmente.

Es entonces cuando se oye un ruido insólito. Un galope precipitado, unos bramidos: un rinoceronte acaba de cruzar la calle. No lo vemos pero varias personas se juntan para seguir su carrera: el ama de casa, a quien del susto se le ha caído la bolsa de la compra pero no ha descuidado su gato, el tendero y la tendera, el dueño del café, la camarera y dos hombres, el viejo señor y el lógico. Sus reacciones son diversas pero da la impresión que están más impactados que asustados.

Berenger dando poca importancia a la aparición del animal se limita a decir : « ça fait de la poussière », « un rhinocéros en liberté, ça n'est pas bien ». Además, acaba de ver a la joven Daisy de quien está enamorado, pero es demasiado tímido para declararse, y no se siente capaz de rivalizar por ella con su compañero de la oficina, Dudard. El retrato de Berenger se completa : no se encuentra satisfecho con su existencia.Jean se burla de él, le moraliza y pretende darle una lección de voluntad y unas recetas para cultivarse ; mientras tanto en la mesa de al lado, el lógico le explica al señor viejo lo que es el silogismo.

El rinoceronte parecía ya olvidado cuando de nuevo se oyen los ruidos característicos del animal : galope precipitado, jadeo ronco, bramidos. Los personajes se ponen, al principio, a hablar cada vez más alto para dominar el tumulto, después, ven al rinoceronte abalanzándose delante de ellos.

A la camarera se le cae su bandeja, y el ama de casa aparece con lágrimas llevando en sus brazos un gato muerto y ensangrentado. La inverosimilitud, el escándalo mismo del fenómeno no son percibidos. La discusión que sigue es la siguiente : ¿es el mismo rinoceronte ?, ¿tenía un cuerno o dos ?, ¿es un rinoceronte de Asia o de Africa ?.

Berenger sostiene contra Jean que el rinoceronte tiene dos cuernos y es de África. El tono sube, Jean no se reprime y exclama : « Les deux cornes, c'est vous qui les avez » y añade, lo que muestra el mecanismo de la ira : « Espèce d'Asiatique ».

Finalmente se marcha furioso, la discusión no ha terminado todavía ; el lógico, saliendo de su discreción, añade a la confusión general : « Il se peut que depuis tout à l'heure le rhinocéros ait perdu une de ses cornes », mientras, Berenger, medita en solitario y siente haber reñido con Jean.


Luego se reúnen Daisy, la mecanógrafa, Botard, maestro jubilado, Dudard, quien realiza la función de subjefe y el jefe de servicio, Sr. Papillon.

Expedientes polvorientos, percha donde están colgadas unas blusas grises o viejas americanas : es el mundo de Courteline, son las 9 :30.

Se comenta la noticia que el periódico anuncia referente a unos gatos aplastados. Botard no puede creérselo, pues no es muy partidario de creerse todos los chismes que circulan por ahí, sin embargo, Daisy, si que ha visto al monstruo que ha hecho todo esto y si que lo cree. Mientras tanto, el jefe de servicios está retirando la hoja del registro de firmas cuando entra Berenger ; Daisy le hace firmar rápidamente en la hoja, mientras que Botard está intentado combatir la ignorancia y el oscurantismo.

Se hace determinar a Berenger que él también ha visto al rinoceronte. Él lo confirma, pero Botard deja entender que lo ha hecho para alagar a Daisy. La discusión continua ahora sobre el número de cuernos y el número de rinocerontes, cuando el jefe de servicio ordena a todos ponerse a trabajar, todos vuelven a su trabajo y el jefe sale de allí.

Esto no impide a Botard, un minuto más tarde, refunfuñar entre dientes que se trata de una burla. El Sr. Papillon entra entonces y se percata de la ausencia de uno de sus funcionarios, el Sr. Boeuf, en ese momento llega la señora Boeuf jadeante. Empieza por escusar a su marido, después, con voz entrecortada anuncia que ha sido perseguida desde su casa a la oficina por un rinoceronte y que éste se encuentra debajo de la escalera. En efecto, en esos momentos se oyen unos bramidos, unos golpes sordos y al instante la escalera se hunde.

Todos los que estaban allí miran hacia abajo y observando al rinoceronte constatan que tiene dos cuernos, la discusión amenaza con volver a empezar, Botard no se da por vencido y denuncia esto como « une machination infâme », cuando bruscamente, la Sr. Bouef reconoce en el monstruo a su marido que la llama dulcemente y se desmaya.

Daisy, que parece ser la única que tiene dominio de la situación reflexiona como poder salir de esta situación. Va a la habitación de al lado para llamar a los bomberos pero la Sr. Boeuf ya a vuelto en sí y salta al vacío, cayendo sobre la espalda del animal, al instante los dos se alejan rápidamente. Estamos en plena fantasmagoria.

Al momento llegan los bomberos y les ayudan a bajar, Berenger, que ha permanecido muy tranquilo baja el último prometiéndose ir a ver al mediodía a su amigo Jean para hacer las paces.

Jean está acostado en la cama, tose, lleva un pijama verde, está despeinado y parece de muy mal humor. Entra Berenger y se disculpa por el arrebato del día anterior, pero Jean no oye nada y responde con unos curiosos gruñidos a la cariñosa inquietud de su amigo.

En adelante, el cambio se va a realizar, y casi bajo nuestros ojos, Jean se convierte en rinoceronte : su respiración es ruidosa, su piel se endurece, le sale la joroba y un cuerno.

En su vocabulario aparecen unos términos inquietantes : « Je dois chercher ma nourriture », « Je n'ai confiance que dans les vétérinaires ».

Él mismo se llama misantrópico, se abalanza derecho, él destruiría de buena gana a los hombres. Así pues, físicamente, intelectualmente y moralmente, Jean se ha convertido progresivamente en un rinoceronte y se precipita con la cabeza bajada hacia Berenger diciéndole : « Je te piétinerai », Berenger, atemorizado, con la americana agujereada, trata de escaparse para alertar a los vecinos y al portero pero estos también se han convertido en rinocerontes. Aparecen por todas partes, bajan por las calles en manada.

El acto se termina de una forma trágica : « comment faire ? »

Berenger está en su habitación, estirado en su diván y con la cabeza vendada. Se oyen unos rinocerontes en la calle. Berenger sueña y se agita. Se despierta y constata con alivio que no tiene fiebre, su tós también le inquieta pero se calma poco a poco y se exhorta a tener fe.

En ese momento entra su compañero de la oficina, Dudard, que trae noticias. Él no comprende las inquietudes de Berenger, quien tiene miedo al contagio.

Berenger se plantea nuevas preguntas : ¿está inmunizado ?, ¿se pueden proteger ?, aunque no quieran contagiar, ¿cogerán este mal igual ?. Dudard afirma que los rinocerontes no son malos y Berenger le dice : « Rien qu'à les voir... cela me serre le coeur ».

Por primera vez se siente solidario ante todo lo que llega y no puede permanecer indiferente. No quiere aceptar la situación y medita en alertar a las autoridades y tratar el tema para « couper le mal à sa racine ». a continuación, Dudard le informa que su jefe, el Sr. Papillon, también se ha convertido en rinoceronte.

Berenger está escandalizado : « Il avait le devoir de ne pas succomber ». Dudard le dice que no tiene conocimiento, es intolerante y habla como Botard, el maestro. Es necesario adoptar una actitud de comprensión, de neutralidad, una actitud digna de un intelectual, como el lógico.

En ese mismo instante se ve que el sombrero del lógico está empalado sobre el cuerno de un rinoceronte. Berenger muestra el puño por la ventana y exclama : « Non, je ne vous suivrai pas ».

Entra entonces Daisy, con un cesto bajo el brazo, Ella tampoco comprende la agitación de Berenger. Daisy ha llevado algo para comer y no era fácil encontrar provisiones : « Ils dévorent tout ». Se invita a Dudard a quedarse, pero irresistiblemente atraído por las manadas de rinocerontes que se abalanzan por la calle y dando el pretexto que : « son devoir est de suivre ses chefs et sus camarades », se precipita hacia la puerta. Un rinoceronte más, un hombre menos.

Daisy y Berenger se quedan solos. Berenger la estrecha en sus brazos ¿es la hora del amor ?. No, el teléfono suena y lo único que se oyen son bramidos, Berenger se acerca hacia su puesto de radio para tener noticias. Todos son rinocerontes ; sólo quedan ellos.

Daisy propone a Berenger que sea razonable con ellos. Cuando Berenger le habla de salvar el mundo, ella le responde que está loco, y cuando le habla de amor, ella le responde que esta debilidad no se puede comparar con la energía de los rinocerontes. Se ha terminado, él la abofetea, ella le perdona el ataque de ira, la llamada de los monstruos es como la de las sirenas. Ella se va dulcemente.

La última escena es un monólogo de Berenger delante del espejo : « que faire ? ».

Empieza por tomar una decisión : A mí no se me tendrá, pero se echa hacia atrás y piensa : « ¿ y si llegara a convencerlos ?, « ¿ y si son ellos los que tienen razón ? ». Él habló como Daisy : son ellos los que tienen razón y desea ser como ellos, tener uno o dos cuernos, la piel rugosa y dar bramidos. Berenger se encuentra solo pero llega a la conclusión de que debe defenderse contra toda la humanidad, pués , él es el último hombre qu finalmente lanza un grito desesperado: " ¡No capitularé jamás!"

Los tigres. por CARLOS RAFAEL LANDI

Los tigres heridos por flechas que no son flechas cualquieras, sino flechas que detienen corazones enamorados y sueños imposibles, sin leer a Borges, prometen verse de nuevo cuando no dejen huellas y el amor sea un olvido, un dejarse estar... En su último salto al vacío sus colas llevaran atadas muchas palabras. Y cuando decidan estar solos y tomar cada uno su rumbo, treparán la pared, pero les costará mucho porque ambos estarán cargados de sueños.

lunes, 5 de septiembre de 2011

NARCISO. POR MANUEL MUJICA LÁINEZ


Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.
Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.

Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.

Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.

Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.

Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.

Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna ­y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles­ cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.

Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.

domingo, 4 de septiembre de 2011

El sueño. Por Carlos Rafael Landi.


Me di cuenta de que había sido sólo un sueño; sin embargo, no por ello me resultó agradable.

Desde esa noche lo único que ansío es despertar..., ¡pero aún no ha podido ser!
¡Al contrario, he descubierto que soy un habitante de este terrible mundo onírico! Aquella primera noche dejó paso al amanecer, y caminé sin rumbo por el solitario terreno pantanoso.

Cuando llegó la noche aún seguía vagando, esperando despertar. Pero de repente aparté la maleza y vi ante mí el viejo castillo... ¡A su lado había un ser de rostro fantasmal que alzaba la cabeza y aullaba extrañamente a la luz de la luna!
Todos los días sucede lo mismo. La noche me toma como siempre en ese lugar desconocido. He intentado no moverme cuando sale la luna, pero debo caminar en mis sueños, porque despierto con el ser aterrador aullando ante mí a la brillante luna; entonces doy media vuelta, y empiezo a correr desesperadamente.
¿Cuándo despertaré?