"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

jueves, 30 de mayo de 2013

"LA LLORONA" POR CARLOS RAFAEL LANDI

"En recuerdo de mi madre, Elsa"

"La llorona” era una mujer que deambulaba por las noches en las calles del barrio Saladillo de Rosario allá por 1930. Lanzaba siempre un llanto desgarrador. Su vestido de color blanco brillaba en la oscuridad, aunque no era posible distinguir sus rasgos faciales. Los relatos de mi madre la describen también como una mujer sin pies, que parecía desplazarse por el piso sin rozarlo. Los vecinos afirmaban que su eterno penar se debía a que buscaba a un hijo recién nacido que asesinó arrojándolo al arroyo que cruzaba la ciudad para ocultar un pecado de juventud. Y como parte de su penitencia, castigaba a los muchachos que andaban en amores prohibidos: se subía a sus caballos y podía llegar a matarlos en un helado abrazo mortal.
Se la llamaba “la llorona” porque sus gemidos eran tan insistentes que hasta hacía enloquecer a los perros, mientras deambulaba por las noches (sobre todo cuando eran de plenilunio).
Muchos la consideraban señal de malos presagios, un indicador de mal agüero: podía acercarse para enfermar a las personas, empeorar a los enfermos o traer desgracias a los seres queridos. Decían que en algunas ocasiones buscaba consuelo y ayuda, despertando piedad en la gente, y cuando se acercaban a consolarla les robaba todas sus pertenencias.
 En la casa de mi madre cuando aparecía la misteriosa mujer, le entregaban por entre las rejas de la ventana que daba a la calle, una bolsita con azúcar y un poco de yerba para el mate.


martes, 28 de mayo de 2013

LA PLANCHADORA SIN CABEZA.. POR CARLOS RAFAEL LANDI

"En recuerdo de mi padre, Rafael"


 El Parque Rivadavia ubicado en el centro del barrio porteño de Caballito, quedaba a dos cuadras y media de mi casa y no siempre fue un lugar de entretenimientos. En ese terreno, antes de convertirse en el lugar ideal para juegos de niños y compra-venta de productos usados -revistas mejicanas, monedas, discos, fotos antiguas, libros, marquillas de cigarrillos- había sido la quinta del viejo Lezica. Por aquel entonces, Candelaria Lezica de Serantos, biznieta del Lezica peruano, dedicó buena parte de su vida a reconstruir la historia de su casta. Tres generaciones: el viejo Juan Antonio, teniente coronel condecorado por Liniers en las invasiones inglesas; don Ambrosio, amigo y financista de San Martín, Alvear y Pueyrredón en las luchas por la independencia americana; y don Ambrosio Plácido, comerciante importantísimo y fuerte pilar de los porteños dirigentes, precursores de la Generación de ´80.

 A fines de 1861 Candelaria era una adolescente. Como todas las temporadas, ese año pasaba diciembre en la quinta comprada por el abuelo, a un par de horas de la casa del centro. Don Ambrosio permanecía en la ciudad atendiendo sus negocios, mientras las mujeres se instalaban en la quinta de las afueras. A veces, los fines de semana, subía al carruaje que lo llevaba por el Camino del Oeste, y se quedaba con ellas unos días, para regresar luego a la ciudad, a sus tareas habituales. Candela era feliz cuando su madre disponía abrir las puertas de la casa para los "días de recibo". Fue entonces cuando el amor y la leyenda se encontraron en una de esas tertulias.

 Era domingo, la señora Lezica había dispuesto las cuatro como hora de recibo. Todos los vecinos de las quintas de la zona fueron invitados: los Peña, lindantes con su propiedad , del otro lado de la calle Silva (hoy Centenera), los Gouland, cruzando Provincias Unidas (hoy Juan B. Alberdi), también los Devoto, los Duportal, los Videla Dorna y la familia Terragona... lo que no se supo es quien había invitado al forastero que llegó aquella tarde. El joven cruzó la galería y entró a la casa con una gran sonrisa. Llevaba puesto un sombrero chato y rápidamente se dirigió, seductor, hacia Candela. "Magníficos ventanales para una magnífica casa" dijo elogiando las ventanas devidrios color azul y caramelo que decoraban la galería. Candela se ruborizó cuando el forastero, sin cumplir con la formalidad de ser autorizado por la madre, la invitó a bailar. Su actitud insolente no pasó inadvertida. Algún pretendiente de Candela se sintió ofendido, otro, respetuoso y con buenas maneras, quiso intervenir. La prohibición de la madre de acercarse al joven llegó enseguida. Candela, aunque quiso protestar, fue enviada a su habitación, terminando así un romance antes de comenzara. El forastero fue invitado a abandonar la quinta.

 Por esos días había desaparecido la negra planchadora de la casa. La primera suposición fue que Candela, furibunda, la había hecho despedir al enterarse que ella recibía hombres en su piecita cuando oscurecía. Y pronto se tejió la leyenda... Cuentan así que cuando cierta noche uno de los amantes de la negra planchadora llegó a pedirle sus favores, ella se negó. Entonces él, furioso de amor y de odio, la degolló en los fondos de la quinta, cerca del paredón que daba a la calle Provincias Unidas. Desde esa noche misteriosa, los vecinos de Caballito comenzaron a escuchar las quejas de la negra asesinada. Alguno, incluso, dijo haber visto su espíritu vagando por el parque, con la plancha al rojo en la mano y gimiendo descabezada. Muchos años después, en 1927, un nieto de Candelaria, negoció con la Municipalidad la propiedad de la quinta. La única condición que puso la familia fue que el futuro solar llevara el nombre Lezica, para rendir homenaje a la familia. No hubo, por cierto, tal reconocimiento y la quinta de la familia Lezica fue transformada en paseo público con el nombre de Parque Rivadavia.

Durante las vacaciones de verano de 1861, Candelaria Lezica de Serantos, una bella adolescente, se instaló en la quinta de su bisabuelo. La joven disfrutaba mucho de los martes, cuando a las cuatro de la tarde su madre, aprovechando la ausencia masculina ya que todos salían por negocios, abría las puertas para brindar fiestas de té y baile a los hombres de apellidos importantes con el objetivo de emparejar a su hija con el más rico del barrio. La señora indicaba a la servidumbre qué tareas cumplir y les ordenaba que atendieran con una gran cordialidad. Además, le exigía a la encargada de planchar que se quedara en el patio trasero para no ser vista por los invitados que conocían su reputación de buena amante en la cama. Ella se retiraba con la plancha y los canastos de ropa, se paraba al lado del ombú y protestando repetía: “La negra planchadora bajo el ombú se queda, planchando trajes y enaguas, para que no la vean”.

 Esa tarde, un muchacho apuesto pero desconocido, se hizo presente en la reunión vestido de punta en blanco desde su sombrero chato hasta sus zapatos de charol recién lustrados. Sin perder mucho tiempo, se acercó a la alegre Candelaria y la sacó a bailar un vals. La madre de la joven, indignada por la intromisión del extraño que alborotó el ambiente, entre gritos lo echó y encerró a su hija en su habitación. Hasta el otro día nadie vio a la planchadora y creyeron que Candelaria la había despedido enojada tras encontrarla con uno de sus amantes. Pero llegado el mediodía, el jardinero de la quinta entró espantado a la cocina y contó haberla encontrado sin cabeza recostada al lado del ombú. Allí mismo la enterraron y días más tarde descubrieron que su muerte fue a causa de un crimen pasional, ya que ese martes por la noche no quiso atender a uno de sus amantes y por celos, este la degolló con el filo de un hacha, dejó su cuerpo ensangrentado sobre el pasto y huyó con la cabeza de la mujer arrastrándola de sus rulos morochos.

 Años más tarde, en 1927, el nieto de la ya fallecida Candelaria, le vendió la Quinta del viejo Lezica al Estado y el presidente Marcelo T. de Alvear inauguró allí el Parque Rivadavia demoliendo la casa, pero conservando el enorme ombú. Desde entonces, están quienes aseguran que cada martes por la noche, la planchadora se pasea sin cabeza por el parque, con su plancha al rojo vivo

viernes, 17 de mayo de 2013

EL LEVE PEDRO. ENRIQUE ANDERSON IMBERT

Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso. -Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda -Languideces -le respondió su mujer. -Tal vez. Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta. -Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata. Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana. Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo. Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo. Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco. -¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo! -Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado? Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino: -Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas. -¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe. Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa. -¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar. -¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión. Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió: -¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo. -Mañana mismo llamaremos al médico. -Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta. Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro. -¿Tienes ganas de subir? -No. Estoy bien. Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz. Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo. Parecía un globo escapado de las manos de un niño. -¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada. Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe. -Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa. Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible. Aterrizaba. En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

miércoles, 15 de mayo de 2013

MONOGRAFÍA. POR CARLOS RAFAEL LANDI

“No olvido, o al menos pretende no hacerlo, construyo amalgamas que me intuyen y me justifican”. Desde lejos todo parece raro y difuso. Esa sensación de extrañeza que siempre me han inspirado los viajes ahora parece esfumarse. Este tour ya está en marcha, totalmente decidido y sin posibilidad alguna de volver atrás.

 Empezó en el momento en que salí de la casa corriendo, asustado por el fantasma de la mujer, con la urgencia de los dieciocho años. La luz del día me ayuda a aclarar los recuerdos, no quiero confundirme. Quiero retener todo lo que me parece importante, la memoria primordial, la historia acaecida y los sueños. Las estrellas y un raro designio van ganando espacio en el cielo que empieza a oscurecer, recuerdo que de niño yo tenía esta sensación de crepúsculo. Ahora comprendo las fronteras y las banderas que estudié en los mapas de los manuales escolares, distingo donde empieza un país y donde termina el otro. Esta visión me recuerda los debates acerca de un mundo menos fragmentado y verdades no tan unánimes. Desde aquí la perspectiva tiene una cualidad sustancial, nueva, diferente.

Mis ojos aprenden otra dimensión. Veo mil contornos de azul y blanco, formas y figuras múltiples, es la desarmonía más armónica que jamás imaginé. Sí, este viaje empezó una mañana temprano, con libros y cuadernos entre mis manos. Todavía me parece escuchar la voz de mi madre apurándome por la hora de entrada a la escuela y la mía quejándose de las actividades del día. Siempre sentí que las tareas eran agotadoras, en cada una de ellas se imponía algo que siempre resultaba imprescindible, así todos los obstáculos se volvían excitantes.

 El aire de septiembre acompañaba un viento dudoso, era de noche y un vértigo repentino me impidió ver si la luz se iba o se escondía o me seguía, era zigzagueante. Sentí que mis libros caían al piso, fue inútil intentar rescatarlos, alguien inmovilizó mis brazos. Sólo sentí que estaba desconcertado. Las últimas semanas habían sido de muchas corridas y comentarios, los análisis de la situación eran tan esclarecedores como controvertidos y seguir leyendo era finalmente la opción que me daba seguridad. Me estaba acostumbrando a leer entre líneas y a asociar indicios, frente al libro me sentía libre. Sucedía inevitablemente algún milagro luminoso entre los retazos de la lectura y las historias se cruzaban y daban vueltas hasta volver al principio y recomenzar entonces a bucear en el tiempo que había heredado. Sumergirme en ese tiempo suponía cierta libertad, los protagonistas y las contingencias de la historia que nos precedía eran el andamiaje sobre el cual armaría nuestro propio tiempo. No pude volver a casa esa noche.

El lugar donde me habían llevado era oscuro, extrañaba mis libros. Tenía que terminar el trabajo de historia que comenzaba así: "Un día aparecieron los hombres sobre la tierra, construyeron dólmenes y menhires, y cuando se terminaron las piedras, llegó la edad de los metales; entre los ríos Tigris y Eufrates, nacieron los sumerios y los acadios pero después se fueron y llegaron los egipcios que vivieron muchos años gracias a la fertilidad del Nilo; aparecieron los griegos que inventaron la democracia hasta que los romanos formaron un imperio que luego los bárbaros destruyeron; entonces vino la edad media, Carlomagno y el régimen feudal, los caballeros, las cruzadas, el arte gótico y la guerra de los cien años..." Margarita aumentaba el fervor y aceleraba la enumeración: "Otro día llegó el Renacimiento con Leonardo y Miguel Angel pero Lutero produjo un cisma y Colón se lanzó a los viajes del descubrimiento, Magallanes, Elcano y Cortés, Tenochtitlán, Perú y Atahualpa, los Borbones y los Austrias, las nuevas ideas, la diosa razón y Robespierre; los virreynatos, las invasiones inglesas, el cabildo abierto... y un día, un día ¡nació la Patria!" así concluía.

 Me dolían las piernas y no era por haber caminado. Tenía que terminar el trabajo para la escuela, en mis manos habían aparecido algunas lastimaduras que me impedían escribir. Me quedaban los pensamientos y muchas horas para pensar. En unos días vencía el plazo para la entrega del trabajo de historia y mis libros habían quedado tirados en la calle. Yo tenía el hábito de entregar las tareas a tiempo, creo que de tanto escuchar a mi padre decir que las deudas y los impuestos se pagan antes de su vencimiento, pedir prórroga ya era sentirse en falta, así que se me ocurrió ir armando las ideas mentalmente, de este modo ganaría tiempo para después escribirlas.

 El suceso de los bombardeos en la plaza en los días que yo tenía tres años era el tema que había elegido, buscar datos, enterarme, asombrarme, leer y confrontar opiniones, ver fotos, me tenían ocupada la cabeza y revueltas las entrañas. Ruidos de frenadas violentas cada vez más frecuentes se me confundían con los de aquellos aviones que un mediodía frío y nublado decidieron oscurecer aún más el cielo, cuarenta aviones sobre una ciudad abierta en un día habitual. Siento cada frenada como una de aquellas explosiones sobre la gente indefensa que trataba de huir junto con las palomas. Cadáveres esparcidos en una plaza que es como decir la felicidad mutilada. Una conspiración avanzando para sepultar bajo los escombros cualquier rasgo de igualdad , toneladas de odio para exterminar los pasos de quienes trabajaban, la alegría de niños en una excursión y la vida de un tirano que luego será prófugo. En el cielo empezó esta guerra. Fueron testigos las nubes oscuras por el frío pero más por no haber podido retener aquellos aviones. Invierno de junio, despojo y desconsuelo que se empezó a guardar en el silencio de unos frente al brindis y festejo de otros.

 Una frenada más estridente que las anteriores me sobresalta, azotan la puerta, a los tumbos llegan dos más, no los conozco. Con el paso de los días el tiempo se fue tornando flexible, desacostumbrado, era un tiempo que me llevaba casi a no preocuparme por avisar a mi familia la hora de regreso y a olvidar cuándo vencía la entrega del trabajo de historia. Un tiempo que a veces se llenaba de un olor a agua, una sensación en el aire que me regresaba a las horas de infancia en el arroyo Saladillo de Rosario junto a mis padres y mis tíos, cuando era la temporada de verano. Desde niño me fascinó el río, lo miraba sintiendo que me faltaban ojos, alzaba la mirada y me entretenía comprobando que su caudal seguía hacia adelante y hacia arriba. El horizonte del cielo me atraía tanto como el de abajo, ese espacio húmedo me pertenecía y yo a él. Esa realidad de agua y nubes era un universo que yo podía tocar con intensidad y con la certeza de ser parte de sus secretos

. Con los libros y las clases fui revelando algunos de ellos, por el río de mi infancia habían penetrado los conquistadores hacia las entrañas del continente y también llegó mi sangre antigua en las maletas de unos inmigrantes. Todos buscando un tesoro. Unos obsesionados con la mítica Sierra de la Plata, otros silenciando una historia y preparando sus manos y sus corazones para ensayar otra. Este paisaje ha sido tan generoso en su inmensidad, a qué mejor destino los hubiera llevado la corriente... La intemperie nunca impidió encontrar el tesoro del pan y los sueños. Después de atravesar el océano con muchos sueños y algo de pan, la sangre que venía desde el Mediterráneo tocó este río y se hizo de agua, dócil, limpia, imprescindible.

 El lugar donde estábamos seguía siendo oscuro, los pocos movimientos que hacíamos eran dificultosos y dolían, apenas caminábamos por pasillos estrechos hasta una escalera que nos regalaba un poco de luz. Era como andar por los bordes, oliendo una frontera desconocida. La constante eran los sonidos de los vehículos frenando, a veces me parecían ser motores de aviones; seguramente la urgencia y la preocupación por el trabajo de historia regresaban al punto de hacerme escuchar el sonido de los aviones de aquellos bombardeos. No tenía claro si mi memoria se afiebraba o los primeros calores de septiembre me enardecían la imaginación; tal vez no fuera imaginación. En todo caso, yo escuchaba sonido de aviones.

 Hay momentos que sentimos los retazos de la historia incrustarse en la piel, los recuerdos se fragmentan y saltan como trocitos de un rompecabezas que nos persigue; algunos instantes de lucidez nos permiten recomponer un tiempo que no sea puro pasar. Es una magia similar a aquella que me atrapaba cuando jugaba con los mapas de la escuela y descubría con un entusiasmo iniciático cómo se habían formado los continentes, me parecía tan claro que Siberia y Alaska habían sido una antes que las separara el estrecho de Bering, cómo América y África se unían por sus contornos casi con exactitud, todo encajaba. Yo jugaba con los mapas y tenía la ilusión que cuando creciera y estudiara podría conocer qué había producido la fragmentación. Cada vez éramos más, podía reconocer a algunos por las voces, los olores se habían transformado en una identidad que permitía el intercambio de opiniones. Nos hermanaba saber que esa noche ni la siguiente volveríamos a casa, pero sabíamos que mientras tanto estaríamos juntos. El pequeño sueño cotidiano era saber que éramos muchos y estábamos juntos. Saber... ¿podíamos saber qué era soñar o el sueño era creer que sabíamos? Tal vez sabíamos como saben los niños, sin saber... ¿Quiénes son los que se apropiaron de esa palabra y con ella, del saber? Vi acercarse una figura, parecía médico o enfermero, en cualquier caso se acercaría a ayudarme, sentí el ardor del pinchazo de una inyección y una calma repentina, los músculos empezaban a aquietarse, sumisos.

 Mi mente volvió a afiebrarse y otra vez el sonido de los aviones me envolvía, seguramente el plazo para entregar el trabajo de historia ya había vencido, era inútil seguir pensando en eso. Mi carne cada vez más quieta y mi percepción que se abría con la última claridad de la tarde. Alguien me quita la ropa y me siento desnudo por primera vez. Ya no era que el sonido de motores me llegaba desde afuera, ahora ese sonido era parte de mi desnudez. A medida que el vuelo ascendía las piezas del rompecabezas se multiplicaban y trataban de encontrar la correspondencia. En eso estaban mis pensamientos cuando me arrastraron hasta un breve hueco por el cual unas manos me soltaron. Lo sé porque un viento de todas las estaciones y todos los mares me golpeó en cada hueso. En la tristeza de la tarde el río me mira con asombro como yo lo miraba de niño, mientras las nubes bajan alivianándome el viaje

. El mundo que percibo desde la altura me parece una parte de mí mismo, todo impregnado de agua y de misterio. Ahora veo al río de mi infancia mezclarse con el mar donde todas las máscaras se borran, me pregunto qué deidades son las que habitan en tanto horizonte y si habrán logrado conservar sus máscaras. Ahora comprendo por qué nací a la orilla de un río que los guaraníes llamaron “Padre de las aguas” , para moverme en el límite como espacio vital, para preguntarme todo el tiempo y después qué... Veo marcas del pasado y del futuro flotando en el agua. Naves llegando al continente cargadas de inquisidores para intentar purificar con sus castigos los rituales de amor a la tierra. A Colón escribiendo en su diario las maravillas de la naturaleza que desconocía y mi emoción al recordar mi lectura de esas páginas cuando comenzaba el secundario, a Bartolomé de las Casas escribiendo sobre el holocausto indígena, al Chac Mool rebelándose contra el Dios único de la cruz, la resistencia de Moctezuma, a Tupac Amaru en el interrogatorio negándose a decir a sus captores a quién iba dirigido el tafetán con las frases escritas con su propia sangre, la misma sangre de los mancebos y sus mujeres en los siglos siguientes, los ecos de victorias y rebeliones, el humo de las derrotas, tierra devastada por invasores y pueblos quebrados, las tropas de Belgrano hacia el norte, las conversaciones de San Martín y Bolívar armando la patria fragmentada, el enemigo exponiendo para el terror las cabezas putrefactas de los vencidos que seguían murmurando, Artigas masticando las traiciones que lastimaban más que las derrotas, la justicia rota en pedazos desiguales, tirados en un basural los cuerpos fusilados de unos hombres leales, obispos levantando su dedo perfumado para bendecir a los asesinos..

. Veo rostros desde abajo y desde arriba, esas dimensiones ahora me resultan superfluas. En este espacio sin espejos por donde voy todo se abre mágicamente, vuelvo a verme desde el principio, cuando era niño y escuchaba los estruendos de las bombas cayendo sobre Plaza de Mayo, a mis padres escuchando los pormenores de las luchas de azules y colorados en radio Colonia, con el pasado y el ahora como únicas posesiones. Es mediodía, y el sol muestra su máximo esplendor, tanta belleza me atraviesa y a la vez me tranquiliza, siento la frescura del agua en todo mi cuerpo. Desde la altura todo se ve diminuto, hasta el horror parece más pequeño; lo que no logro saber es el tiempo que durará este viaje que comenzó la mañana que salí de casa corriendo, minutos, días, años... mi tiempo ahora es el horizonte. Estoy en un espacio donde no hay centro ni periferia, eso que según los libros perdidos se disputaban los poderes desde siempre, aquí es invisible, cualquier punto podría ser el puerto, cualquiera la metrópoli.

 Me veo desafiando el aire con los brazos abiertos, el cielo me mira, estoy seguro me hubiera querido retener. La luz se despedaza y acompaña mi caída. El mar tendrá en unos segundos una gota más, diminuta, insignificante... este océano ya no será el mismo después de que mi lágrima lo toque. Mientras caigo comprendo un tiempo desconocido para mí, veo mis huesos suaves, pulidos por la corriente, libres al fin; mis huesos desnudos para dejar la verdad al descubierto. Huesos despojados de todo, de dolores y de caricias, mi humanidad ya no hará sombra. ¿Cómo fue que la vida cruzó la línea? Recuerdo los días en que habíamos decidido que otro horizonte era posible, el miedo era ajeno y la culpa un pecado, el tiempo nos pertenecía y la felicidad no necesitaba proyecto porque éramos felices, tanto que no cabía en nosotros y salimos a decirlo con la urgencia de quien ha encontrado un tesoro. Caigo, extenuado. El agua se quiebra en mil esquirlas, la nube que vio las manos que me soltaron quedó hecha grietas y se perdió en el abismo. Alcanzo a ver una plaza por donde marchan hombres y mujeres en silencio. Es la misma de los bombardeos sobre los que estoy haciendo la monografía de historia…

SER O NO SER. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Ser o no ser, ese es el dilema. ¿Es es más noble para mi sufrir los golpes y las flechas del injusto destino o tomar fuerzas contra el ego y oponiéndose a las adversidades encontrar el fin, o dudar y aceptar que puede haber una buena fortuna para un joven melancólico como yo? Morir, dormir… nada más; y con un sueño poder decir que acabamos con el sufrimiento del corazón y los mil choques que por naturaleza son herencia de nuestro nacimiento. Morir, dormir, dormir… quizá soñar. Ahí está la dificultad. Ya que en ese sueño de muerte, los sueños que pueden venir cuando nos hayamos despojado de la confusión de esta vida mortal, nos hace frenar el impulso. Ahí está el respeto que hace de tan larga vida una calamidad. Pues quien soportaría los latigazos y los insultos del tiempo, la injusticia del opresor, el desprecio del orgulloso, el dolor penetrante de un amor despreciado, la tardanza de la ley, la insolencia del poder, y los insultos que el mérito paciente recibe del indigno cuando él mismo podría desquitarse de ellos con un puñal. Quejarse y soportar una vida cansada, por el temor a algo después de la muerte – El país sin descubrir de cuya frontera ningún viajero vuelve nos hace soportar los males que sentimos en vez de volar a otros que desconocemos. La conciencia nos hace cobardes a todos.

 El otro Hamlet mira a través de la ventana sentado en el sillón de terciopelo verde, quizás un pocillo de café acompañe la despedida. Lejos está en el tiempo la lejana Dinamarca medieval del príncipe Hamlet, por distintos caminos han surcado sus historias. Cuando era joven recitó de memoria el monólogo de Shakespeare en la clase de Literatura. El otro no necesitó matar a nadie en la realidad, tal vez en la mente a su padre. Sin embargo él y su homónimo comparten irremediablemente el destino de todos los hombres. Hoy se acerca su última hora, cuando el reloj marque las seis se resolverá el dilema ser o no ser, sólo quedan pocos minutos para ser. Todos los sueños se acumularán en uno interminable. Ya no puede decidir por sí mismo. El final es absolutamente deseable, sin dolor, sin deudas, en silencio. Cuando el reloj marque la hora señalada, ya no habrá nada, sólo un punto y aparte y luego todas las páginas en blanco.