"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

martes, 28 de mayo de 2013

LA PLANCHADORA SIN CABEZA.. POR CARLOS RAFAEL LANDI

"En recuerdo de mi padre, Rafael"


 El Parque Rivadavia ubicado en el centro del barrio porteño de Caballito, quedaba a dos cuadras y media de mi casa y no siempre fue un lugar de entretenimientos. En ese terreno, antes de convertirse en el lugar ideal para juegos de niños y compra-venta de productos usados -revistas mejicanas, monedas, discos, fotos antiguas, libros, marquillas de cigarrillos- había sido la quinta del viejo Lezica. Por aquel entonces, Candelaria Lezica de Serantos, biznieta del Lezica peruano, dedicó buena parte de su vida a reconstruir la historia de su casta. Tres generaciones: el viejo Juan Antonio, teniente coronel condecorado por Liniers en las invasiones inglesas; don Ambrosio, amigo y financista de San Martín, Alvear y Pueyrredón en las luchas por la independencia americana; y don Ambrosio Plácido, comerciante importantísimo y fuerte pilar de los porteños dirigentes, precursores de la Generación de ´80.

 A fines de 1861 Candelaria era una adolescente. Como todas las temporadas, ese año pasaba diciembre en la quinta comprada por el abuelo, a un par de horas de la casa del centro. Don Ambrosio permanecía en la ciudad atendiendo sus negocios, mientras las mujeres se instalaban en la quinta de las afueras. A veces, los fines de semana, subía al carruaje que lo llevaba por el Camino del Oeste, y se quedaba con ellas unos días, para regresar luego a la ciudad, a sus tareas habituales. Candela era feliz cuando su madre disponía abrir las puertas de la casa para los "días de recibo". Fue entonces cuando el amor y la leyenda se encontraron en una de esas tertulias.

 Era domingo, la señora Lezica había dispuesto las cuatro como hora de recibo. Todos los vecinos de las quintas de la zona fueron invitados: los Peña, lindantes con su propiedad , del otro lado de la calle Silva (hoy Centenera), los Gouland, cruzando Provincias Unidas (hoy Juan B. Alberdi), también los Devoto, los Duportal, los Videla Dorna y la familia Terragona... lo que no se supo es quien había invitado al forastero que llegó aquella tarde. El joven cruzó la galería y entró a la casa con una gran sonrisa. Llevaba puesto un sombrero chato y rápidamente se dirigió, seductor, hacia Candela. "Magníficos ventanales para una magnífica casa" dijo elogiando las ventanas devidrios color azul y caramelo que decoraban la galería. Candela se ruborizó cuando el forastero, sin cumplir con la formalidad de ser autorizado por la madre, la invitó a bailar. Su actitud insolente no pasó inadvertida. Algún pretendiente de Candela se sintió ofendido, otro, respetuoso y con buenas maneras, quiso intervenir. La prohibición de la madre de acercarse al joven llegó enseguida. Candela, aunque quiso protestar, fue enviada a su habitación, terminando así un romance antes de comenzara. El forastero fue invitado a abandonar la quinta.

 Por esos días había desaparecido la negra planchadora de la casa. La primera suposición fue que Candela, furibunda, la había hecho despedir al enterarse que ella recibía hombres en su piecita cuando oscurecía. Y pronto se tejió la leyenda... Cuentan así que cuando cierta noche uno de los amantes de la negra planchadora llegó a pedirle sus favores, ella se negó. Entonces él, furioso de amor y de odio, la degolló en los fondos de la quinta, cerca del paredón que daba a la calle Provincias Unidas. Desde esa noche misteriosa, los vecinos de Caballito comenzaron a escuchar las quejas de la negra asesinada. Alguno, incluso, dijo haber visto su espíritu vagando por el parque, con la plancha al rojo en la mano y gimiendo descabezada. Muchos años después, en 1927, un nieto de Candelaria, negoció con la Municipalidad la propiedad de la quinta. La única condición que puso la familia fue que el futuro solar llevara el nombre Lezica, para rendir homenaje a la familia. No hubo, por cierto, tal reconocimiento y la quinta de la familia Lezica fue transformada en paseo público con el nombre de Parque Rivadavia.

Durante las vacaciones de verano de 1861, Candelaria Lezica de Serantos, una bella adolescente, se instaló en la quinta de su bisabuelo. La joven disfrutaba mucho de los martes, cuando a las cuatro de la tarde su madre, aprovechando la ausencia masculina ya que todos salían por negocios, abría las puertas para brindar fiestas de té y baile a los hombres de apellidos importantes con el objetivo de emparejar a su hija con el más rico del barrio. La señora indicaba a la servidumbre qué tareas cumplir y les ordenaba que atendieran con una gran cordialidad. Además, le exigía a la encargada de planchar que se quedara en el patio trasero para no ser vista por los invitados que conocían su reputación de buena amante en la cama. Ella se retiraba con la plancha y los canastos de ropa, se paraba al lado del ombú y protestando repetía: “La negra planchadora bajo el ombú se queda, planchando trajes y enaguas, para que no la vean”.

 Esa tarde, un muchacho apuesto pero desconocido, se hizo presente en la reunión vestido de punta en blanco desde su sombrero chato hasta sus zapatos de charol recién lustrados. Sin perder mucho tiempo, se acercó a la alegre Candelaria y la sacó a bailar un vals. La madre de la joven, indignada por la intromisión del extraño que alborotó el ambiente, entre gritos lo echó y encerró a su hija en su habitación. Hasta el otro día nadie vio a la planchadora y creyeron que Candelaria la había despedido enojada tras encontrarla con uno de sus amantes. Pero llegado el mediodía, el jardinero de la quinta entró espantado a la cocina y contó haberla encontrado sin cabeza recostada al lado del ombú. Allí mismo la enterraron y días más tarde descubrieron que su muerte fue a causa de un crimen pasional, ya que ese martes por la noche no quiso atender a uno de sus amantes y por celos, este la degolló con el filo de un hacha, dejó su cuerpo ensangrentado sobre el pasto y huyó con la cabeza de la mujer arrastrándola de sus rulos morochos.

 Años más tarde, en 1927, el nieto de la ya fallecida Candelaria, le vendió la Quinta del viejo Lezica al Estado y el presidente Marcelo T. de Alvear inauguró allí el Parque Rivadavia demoliendo la casa, pero conservando el enorme ombú. Desde entonces, están quienes aseguran que cada martes por la noche, la planchadora se pasea sin cabeza por el parque, con su plancha al rojo vivo

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