"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

sábado, 3 de abril de 2010

FILEMÓN Y BAUCIS: LA BONDAD Y EL AMOR HECHOS ÁRBOLES.


No es común que te hable una encina, menos que te salude un tilo, casi imposible incluso, que a hurtadillas los dos árboles se den besos. Lo que es en todo punto insólito es que después de cientos de años se sigan queriendo.


Contaban los más viejos cómo los abuelos de sus abuelos, y los abuelos de estos, siempre habían visto un tilo y una encina que susurraban con el viento palabras, que con la brisa acercaban sus miembros como en caricias. Tan próximos estaban el uno del otro que sus troncos partían del mismo tocón. Si no hubieran sido especies arbóreas tan distintas, uno hubiese jurado que eran el mismo arbusto.

Y contaban una antiquísima historia a la apacible sombra de los dos árboles, junto al claro en el que asomaban unas ruinas de un templo de dioses por aquel entonces casi olvidados.

Hablaban acerca de la visita de la que fueron objeto un matrimonio, ya viejo y de siempre paupérrimo: dos viajeros, a todas luces cansados de un largo viaje, llegaron al hogar de Filemón y Baucis –así se llamaban el matrimonio-, que más que casa eran tres paredes con una sucia techumbre. Los cansados forasteros pidieron algo de comer y de beber a la pobre pareja. Filemón, al punto, les rogó que entraran con gran simpatía, mientras que Baucis ya estaba en la cocina preparando las últimas olivas de las que disponían y unos cuencos de vino, dando fin así a la única ánfora que poseían. Les ofrecieron agua limpia para el aseo, les recostaron a la mesa y les sirvieron la poca comida de la que disponían. Fueron, en puridad, amables y hospitalarios hasta el punto de compartir todo lo que buenamente tenían.

Fue entonces cuando se obró un acto inaudito. Ante los sorprendidos ojos de Filemón y Baucis, la crátera donde mezclaban el vino para servirlo se llenó por sí sola, no dando fin al contenido por más que se intentara vaciar. La pareja, sospechando que sus huéspedes no eran corrientes mortales y avergonzados ante la pobreza de lo ofrecido con anterioridad –pese a que era lo único que poseían-, les rogaron que se sentaran de nuevo y que comieran la oca, solitario animal de su corral, que sacrificarían en su honor. Pero resultó que el plumífero era más rápido que sus viejos dueños, y buscó cobijo entre las piernas de los invitados. Fue entonces cuando aquellos vagamundos, con sus raídas ropas de viajeros y la suciedad propia de quien ha realizado un largo camino, se fueron transformando en dos seres deslumbrantes, de fuertes miembros, con impolutas vestiduras y largos y peinados cabellos. En este momento se dieron a conocer, eran el rápido Hermes y el poderoso Zeus, rey de dioses.

Los Olímpicos se disculparon, contestándoles que era más que suficiente con lo que habían dispuesto de forma tan generosa. «Es más –añadieron- fuisteis los únicos de toda la región en brindarnos ayuda». Los dioses conminaron a la pareja a seguirlos hasta lo alto de una ladera próxima desde la cual se divisaban los vastos terrenos próximos de sus vecinos. «Mirad a vuestro alrededor, –dijo Zeus- todo lo que veis será engullido por el agua. Así pagarán vuestros vecinos la falta de hospitalidad que casa por casa hemos recibido. Vosotros sois los únicos que nos habéis acogido como se debe. Por estas cosas, no sólo vuestra casa será respetada, sino que se os dará la eterna gratitud de los dioses.»

Y de esta manera comprobaron cómo súbitamente toda la región se inundaba salvo su humilde choza y cómo las casas se hundían y las familias perecían por su impiedad. Filemón y Baucis no derramaron ni una sola lágrima por sus vecinos, sabían que pocos asuntos existían más graves que la falta de hospitalidad y que los mandatos de los dioses estaban para ser cumplidos. Cuando ya no quedó ni una porción de tierra por cubrir de agua, ni vida en la región, los dioses se volvieron a la casa de los ancianos y obraron entonces un hecho que llenó de asombro al matrimonio. Las paredes de su casa, pobres como eran, se transformaron en dura y pulida piedra, y alrededor de ellas se elevaron graciosas columnas del más duro mármol. Su techo, hasta ahora lleno de grietas y mal cubierto de ramas, se transformó en oro, sujeto con fuertes dinteles y adornado con los más bellos motivos.

Zeus les dijo que, aparte de la conversión de su pobre casa en templo, le pidieran alguna otra cosa, que ellos, como dioses complacidos, les complacerían a su vez. Entonces los dos ancianos reflexionaron durante unos instantes a solas y al fin decidieron el deseo que más les placía sobre todos los demás. Querían hacerse sacerdotes de aquel nuevo templo, que otrora fuera su casa, honrando a los dioses hasta el fin de sus días, y lo más importante de todo, que a los dos les llegase la muerte al mismo tiempo para no tener que enterrar uno al otro. El sentir ese dolor les preocupaba desde hacía tiempo ya que, en verdad, mucho amor se profesaban.

Y pasaron aún largos años de felicidad, Filemón y Baucis seguían disfrutando de su amor y de la vida, y con diligencia realizaban las labores en el templo. Pero llegó el final de sus días y, en vez de morir, ambos se fueron convirtiendo en sendos árboles, él en tilo, ella en encina. Y así, muy juntos, permanecieron a lo largo de los años, y así, a su sombra, los abuelos de los abuelos de la gente que habitaba antaño en esa región -aun cuando aquellos dioses habían muerto y nada se sabía ya de ellos- seguían recordando a Filemón y a Baucis bajo la sombra del Tilo y de la encina que partían del mismo tocón.

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