"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

miércoles, 3 de agosto de 2011

ARREPENTIMIENTO. Juan José Millás

Cuando el hombre subió al tren, yo ya había ocupado mi asiento, junto a la ventanilla. Se detuvo frente a mí, me observó con impertinencia y luego revisó un par de veces su billete, como si no acabara de creerse que le hubiera tocado pasillo. Al darme cuenta de su malestar, le propuse que cambiáramos nuestros lugares, pues a mí me daba lo mismo un sitio u otro. Pero dijo que no, como con miedo a que si aceptaba aquel favor tuviera que darme conversación durante el viaje. Se sentó, pues, de mala gana y abrió el móvil para hablar con alguien —quizá una secretaria— a quien se quejó de que, además de haberle dado pasillo, se encontraba sentado en dirección contraria a la de la marcha del tren. «Esa agencia de viajes es una mierda, no vuelvas a usarla», concluyó antes de colgar y guardar el aparato. Yo, entre tanto, fingía leer un libro. Curiosamente, la actitud el hombre, lejos de irritarme, me producía piedad. Era evidente que se había levantado con mal pie y que andaba buscando situaciones o lugares con los que justificar su desasosiego. A mí también me pasa a veces y luego me detesto por ello, pero no puedo evitarlo. Somos así.

Pidió tres periódicos a las azafatas, pero se limitó a deshojarlos sin leer ninguno. Había una desesperación conmovedora en el modo en que pasaba las páginas. Una vez destrozados los tres periódicos, desarmó sobre la mesa plegable un bolígrafo de oro, observando cada uno de sus componentes con un gesto de decepción algo cómico, como si su mecanismo le pareciera demasiado simple. Luego volvió a armarlo con expresión de superioridad. De vez en cuando bufaba o miraba el reloj, como si estuviera presionado por alguna urgencia. Naturalmente, rechazó el desayuno y le pareció mal que yo lo aceptara por las molestias que suponía para él. Luego permaneció un rato completamente quieto, como si orara, al cabo del cual se inclinó como si le hubiera dado un infarto.

Pero no le había dado un infarto, sino que estaba conteniendo unas ganas inmensas de llorar. Al volverme, vi su ojo derecho de perfil clavado sobre la mesa plegable.

—¿Le ocurre algo? —pregunté con prevención.

—Me ocurre —dijo— que me arrepiento de todo, de todo, me arrepiento de todo, pero no se preocupe, en seguida se me pasa.

En efecto, transcurridos unos segundos, volvió a incorporarse y adoptó la actitud de intransigencia anterior. Se apeó sin despedirse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario