"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

lunes, 29 de agosto de 2011

¿Loco? GUY DE MAUPASSANT

¿Loco?
¿Estoy loco? ¿O simplemente celoso? No lo sé,
pero he sufrido horriblemente. He realizado
un acto de locura, de locura furiosa, es cierto;
pero los celos anhelantes, pero el amor exaltado,
traicionado, condenado, pero el abominable dolor que
soporto, ¿no basta todo eso para hacernos cometer crímenes
y locuras sin ser un verdadero criminal de corazón
o de cerebro?
¡Oh! He sufrido, sufrido, sufrido de una forma continua,
aguda, espantosa. Amé a aquella mujer con frenético
arrebato… Aunque, ¿será esto cierto? ¿La amé? No, no,
no. Me poseyó en cuerpo y alma, se apoderó de mí, me
ligó. He sido, soy, su cosa, su juguete. Pertenezco a su
sonrisa, a su boca, a su mirada, a las líneas de su cuerpo,
a la forma de su rostro; jadeo bajo la dominación de su
apariencia externa; pero a Ella, a la mujer de todo eso,
al ser de ese cuerpo, la odio, la desprecio, la execro, y
siempre la he odiado, despreciado, execrado; pues es pérfi
da, bestial, inmunda; impura; es la mujer de perdición,
el animal sensual y falso en el cual el alma no existe, en
quien el pensamiento no circula jamás como un aire libre
y vivifi cante; es la bestia humana; menos que eso: no es
sino un seno, una maravilla de carne suave y redonda
donde habita la infamia.
Los primeros tiempos de nuestra relación fueron extraños
y deliciosos. Entre sus brazos siempre abiertos, yo me
agotaba en un furor de deseos insaciables. Sus ojos, como
si me hubiesen dado sed, me hacían abrir la boca. Eran
grises al mediodía, se teñían de verde al caer la noche, y
de azul al nacer el sol. No estoy loco: juro que tenían esos
tres colores.
En las horas de amor eran azules, como fatigados, con
pupilas enormes y nerviosas. Sus labios, agitados por un
temblor, dejaban asomar a veces la punta rosada y húmeda
de su lengua, que palpitaba como la de un reptil; y sus
pesados párpados se alzaban lentamente, descubriendo
aquella mirada ardiente y anonadada que me enloquecía.

Al estrecharla entre mis brazos yo miraba sus ojos y me
estremecía, tan sacudido por la necesidad de matar a
aquella bestia como por el imperioso deseo de poseerla
sin cesar.
Cuando ella cruzaba mi habitación, el rumor de cada
uno de sus pasos producía una conmoción en mi alma; y
cuando empezaba a desnudarse, dejando caer su vestido,
y saliendo, infame y radiante, de las ropas que se aplastaban
a su alrededor, yo sentía a lo largo de mis miembros,
a lo largo de los brazos, a lo largo de las piernas; en mi
pecho sofocado, un desfallecimiento infi nito y cobarde.
Un día, me di cuenta de que estaba harta de mí. Lo vi en
sus ojos, al despertar. Inclinado sobre ella, yo esperaba cada
mañana esa primera mirada. La esperaba, lleno de rabia,
de odio, de desprecio hacia aquel animal dormido cuyo esclavo
era. Pero cuando el azul pálido de la niñas, ese azul
líquido como el agua, se descubría, aún languideciente, aún
fatigado, aún enfermo de la caricias recientes, era como una
rápida llama que me quemaba, exasperando mis ardores.
Aquel día, cuando sus párpados se abrieron, percibí una
mirada indiferente y triste que ya no deseaba nada.
¡Oh! Lo vi, lo supe, lo sentí, lo comprendí al punto. Se
había acabado, acabado, para siempre. Y tuve la prueba
de ello a cada hora, a cada segundo.
Cuando la llamaba con los brazos y los labios, se volvía
hacia otro lado molesta, murmurando: «¡Déjeme en
paz!» o bien: «¡Es usted odioso!», o bien: «¿No podré estar
tranquila?»
Entonces me sentí celoso, pero celoso como un perro,
y astuto, desconfi ado, disimulado. Sabía perfectamente
que pronto ella volvería a empezar, que algún otro vendría
a reavivar sus sentidos.
Tuve unos celos frenéticos; pero no estoy loco; no, desde
luego que no.
Esperé; ¡oh!, la espiaba; no habría podido engañarme;
pero permanecía fría, indolente. Decía a veces: «Los
hombres me asquean.» Y era cierto.
Entonces tuve celos de ella misma; celos de su indiferencia,
celos de la soledad de sus noches; celos de sus gestos,
de su pensamiento, que seguía siendo infame, celos de
todo lo que adivinaba. Y cuando tenía a veces, al levantarse,
aquella mirada muelle que seguía antaño a nuestra
noches ardientes, como si alguna concupiscencia hubiera
atormentado su alma y removido sus deseos, me acometían
ahogos de cólera, temblores de indignación, pruritos
de estrangularla, de derribarla bajo mis rodillas y hacerle
confesar, apretándole la garganta, todos los vergonzosos
secretos de su corazón.
¿Estoy loco? No.
He aquí que una noche la noté feliz. Sentí que una nueva
pasión la embargaba. Estaba seguro, indudablemente
seguro. Ella palpitaba como después de mis abrazos;
sus ojos llameaban, sus manos estaban calientes, toda su
vibrante persona desprendía ese vaho de amor del que
provenía mi enloquecimiento.
Fingí no comprender nada, pero, mi atención la envolvía
como una red.
Nada descubrí, empero.
Esperé una semana, un mes, una estación. Ella fl orecía en
el brote de un incomprensible ardor; se apaciguaba en la
felicidad de una inasible caricia.
Y, de repente, ¡adiviné! No estoy loco. Lo juro, ¡no estoy
loco!
¿Cómo decirlo? ¿Cómo hacerme entender? ¿Cómo expresar
esta cosa abominable e incomprensible?
He aquí la forma en que me enteré.
Una tarde, ya lo he dicho, una tarde, cuando ella regresaba
de un largo paseo a caballo, se dejó caer, con los
pómulos rojos, el pecho anhelante, las piernas fl ojas, los
ojos fatigados, en una silla baja, frente a mí. ¡Yo la había
visto ya así! ¡Ella amaba! ¡No podía equivocarme!
Entonces, perdiendo la cabeza, para no contemplarla
más, me volví hacia la ventana, y divisé a un criado que
conducía de la brida hacia la cuadra su gran caballo, que
se encabritaba.
También ella seguía con los ojos al animal fogoso y retozón.
Después, cuando hubo desaparecido, se adormeció
de pronto.
Pensé en ello toda la noche; y me pareció calar en misterios
que jamás había sospechado. ¿Quién sondeará jamás
las perversiones de la sensualidad de las mujeres? ¿Quién
comprenderá sus inverosímiles caprichos y el sometimiento
extraño a las más extrañas fantasías?
Todas las mañanas, con la aurora, ella partía al galope por
llanuras y bosques; y todas las veces regresaba lánguida,
como después de frenesíes de amor.
¡Había comprendido! Ahora estaba celoso del caballo
nervioso y galopante; celoso del viento que le acariciaba
el rostro cuando ella se abandonaba a una loca carrera;
celoso de las hojas que besaban, al pasar, sus orejas; de
las gotas de sol que caían sobre su frente a través de las
ramas; celoso de la silla que la llevaba y que ella oprimía
con sus muslos.
Todo eso era lo que la hacía feliz, lo que la exaltaba, la
saciaba, la agotaba, y después me la devolvía insensible y
casi desfallecida.
Resolví vengarme. Me mostré dulce y lleno de atenciones
con ella. Le tendía la mano cuando iba a saltar a tierra
tras sus carreras desenfrenadas. El furioso animal coceaba
hacia mí; ella le acariciaba el cuello curvado, besaba
sus ollares temblorosos sin limpiarse luego los labios; y el
perfume de su cuerpo, sudoroso como tras la tibieza del
lecho, se mezclaba en mi nariz con el olor acre y bravío
del animal.
Esperé mi día y mi hora. Ella pasaba todas las mañanas
por el mismo sendero, en un bosquecillo de abedules que
se internaba en la selva.
Salí antes del alba, con una cuerda en la mano y mis pistolas
ocultas sobre el pecho, como si fuera a batirme en duelo.
Corrí hacia el camino que le gustaba; tensé la cuerda entre
dos árboles; y después me oculté entre las hierbas.
Pegué la oreja al suelo; oí su galope lejano; después la
distinguí allá al fondo, bajo las hojas, como al fi nal de
una bóveda, llegando a todo correr. ¡Oh!, no me había
equivocado, ¡era eso! Parecía arrebatada de alegría, la sangre
le subía a las mejillas, había locura en su mirada; y
el movimiento precipitado de la carrera hacía vibrar sus
nervios con un gozo solitario y furioso.
El animal tropezó en mi trampa con las dos patas delanteras,
y rodó con los huesos rotos. ¡A ella, la recibí
en mis brazos! Tengo fuerzas como para cargar un buey.
Después, cuando la deposité en el suelo, me acerqué a
El, que nos miraba; y entonces, mientras intentaba morderme
aún, acerqué una pistola a su oreja… y lo maté…
como a un hombre.
Pero caí a mi vez, con la cara cruzada por dos latigazos; y
cuando ella se abalanzaba de nuevo sobre mí, le disparé
mi otra bala en el vientre.
Díganme, ¿estoy loco?

MAUPASSANT, Guy de. El Horla y otros cuentos fantásticos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario