"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL DÍA QUE CONOCÍ A INÉS. POR CARLOS RAFAEL LANDI



"Hay vidas enteras que nacen y mueren sin que haya sucedido nada importante, y días
que valen por toda una vida" "A partir de ahora buscaré los siempres en los jamases. La belleza en este mundo” Muriel Barbery



Los recuerdos suelen tener la pureza de un día soleado. Tal vez por eso la imagen de Inés me viene de golpe cada vez que regreso a ese 31 de Julio. Y claro, también aparecen los días del colegio, cuando la vida apenas consistía en correr unas cuadras detrás del colectivo solo por el gusto de mirar en secreto a la profesora de Caligrafía, escuchar canciones en el Wincofon de Los Beatles, Los Gatos o Sylvie Vartan, y también tocar el bajo en el grupo Leyenda.

A veces me parece ver a Inés salir de la escuela, pecosa y exacta como hace tantos años... Sin embargo, cuando lo pienso mejor, me doy cuenta de que la vida es una especie de ilusión óptica: vemos lo que no existe o lo que existió alguna vez y que nunca más tendremos. Es entonces cuando regreso a ese día en que su imagen cambió para siempre todos mis inviernos.

Fue esa tarde de Julio calurosa. Yo tenía entonces diecinueve años y no conocía otra cosa que no fuera la adoración a ídolos o la melancolía. Recuerdo clarito cuando salió del colegio a las seis menos cuarto y la crucé en José María Moreno, casi por un azar, era un arreglo de la tía Coca. Aunque tenía miedo de decir algo que no le gustara no parecía perturbarse demasiado. Por el contrario: la hice reir.

Creo que fue justamente esa primera imagen -su rostro radiante- la que me hizo comprender que Inés no parecía de este mundo. Sólo la música me parece capaz de expresar la vehemencia que experimenté aquella tarde. Inés era hermosa, y su rostro tenía una armonía tan perfecta que no dejaba lugar a dudas: era casi un ángel.

Ese día comenzó mi locura. Empecé a frecuentar su casa con la secreta intención de verla nuevamente y hasta cometí algunos excesos, lo reconozco. Pero ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer?. Ella había trastocado mi vida para siempre.

Le gustaba leer a Freud -lo hacía de soslayo para no levantar ningún manto de sospecha-, mientras yo me quedaba mirándola desde algún lugar distante con el enamoramiento propio de un adolescente enajenado: esperando el momento oportuno para saltar el abismo que existía entre su divinidad y mi intelectualidad reprimida.

Así pasaron varios meses en los que, con una exagerada actitud de desesperación, corría al colegio y a la casa sólo para verla. El lugar comenzó a hacerse conocido y cuando llegó la primavera me encontré invadido totalmente por el amor. A veces me escondía entre las tapas de sus libros y pasaba horas embelesado contemplando su rostro ausente, como el de un doliente al que se le acaban las oraciones. Otras veces -sobre todo cuando los amigos maliciosos rondaban el lugar- simplemente merodeaba como un perro sin dueño por las márgenes de su entorno para controlar que nadie la perturbara.

De a poco fui descubriendo que las Escrituras tienen razón. El amor es brujo: conoce los más íntimos secretos pero también exige los más grandes esfuerzos. Tal vez por eso, el amar a Inés en esa forma, significó no sólo una locura de juventud sino también mi única redención.

Con el tiempo conocí más cosas sobre ella. Supe de su interés por Vivaldi y los relatos de Cortázar (Rayuela). Pero sobre todo -y esto explica algunas cosas-, pude conocer que había nacido para mí. De su familia, en cambio, vi una madre rica en virtudes culinarias que nunca traspuso la puerta de su casa y un padre que simulaba muy bien ser autoritario, esos eran sus referentes inmediatos. Tenía también un hermano tan blanco como ella que concurría al tercero B y con el que solía jugar algunas veces en el patio de su casa, y además una hermana, también muy bella con la que grabábamos en mi Sony obras de terror de Narciso Ibañez Menta y con la que una vez fuimos solos al cine a ver una de Drácula.

Por fin, guardé mis dudas sobre sus gustos en el bolsillo y decidí regalarle un libro, no sabía si le iba a gustar. Había trazado un plan: la esperaría a la salida de la escuela, pero un examen sorpresivo de Matemáticas se encargó de arruinarme la partida. Cuando llegué a la casa Inés ya estaba sentada en la mesa estudiando, rubia y hermosa, como si estuviera posando para un fotógrafo imperceptible. Tenía toda la nerviosidad del atardecer.

La miré inmóvil desde mi escondite, entre las hojas de un viejo libro, mientras contenía la respiración. Temía que el menor movimiento transformara mi miedo en el desencanto de ella. Mi estómago parecía sufrir las consecuencias del momento: un dolor se movía dentro amenazando con arruinar la entrega de la preciada obra, le iba a regalar "Cien años de soledad" de García Márquez y no sabía como reaccionaría.

De pronto -casi intencionalmente-, Inés miró sonriente hacia mi escondite, vió el libro y clavó sus ojos en los míos. Lo hizo con tal dulzura que una mezcla de gratitud y amor nos unió en un beso interminable. Era su autor favorito.

Después de aquella tarde la volví a ver casi todos los días de mi vida. Los años se evaporaron, Inés y yo pasamos a vivir un tiempo distinto de adultez y dejamos la adolescencia. Alguna vez volvimos a Caballito. Sin embargo, nunca más me animé a recorrer de nuevo los adoquines de la calle Senillosa.

Aún la amo con todo mi corazón. Y pensar que todo comenzó con el embrujo de la tía Coca.

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