"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

sábado, 2 de marzo de 2013

¿Loco? POR GUY DE MAUPASSANT

¿Estoy loco? ¿O simplemente celoso? No lo sé, pero he sufrido horriblemente. He realizado un acto de locura, de locura furiosa, es cierto; pero los celos anhelantes, pero el amor exaltado, traicionado, condenado, pero el abominable dolor que soporto, ¿no basta todo eso para hacernos cometer crímenes y locuras sin ser un verdadero criminal de corazón o de cerebro? ¡Oh! He sufrido, sufrido, sufrido de una forma continua, aguda, espantosa. Amé a aquella mujer con frenético arrebato… Aunque, ¿será esto cierto? ¿La amé? No, no, no. Me poseyó en cuerpo y alma, se apoderó de mí, me ligó. He sido, soy, su cosa, su juguete. Pertenezco a su sonrisa, a su boca, a su mirada, a las líneas de su cuerpo, a la forma de su rostro; jadeo bajo la dominación de su apariencia externa; pero a Ella, a la mujer de todo eso, al ser de ese cuerpo, la odio, la desprecio, la execro, y siempre la he odiado, despreciado, execrado; pues es pérfi da, bestial, inmunda; impura; es la mujer de perdición, el animal sensual y falso en el cual el alma no existe, en quien el pensamiento no circula jamás como un aire libre y vivifi cante; es la bestia humana; menos que eso: no es sino un seno, una maravilla de carne suave y redonda donde habita la infamia. Los primeros tiempos de nuestra relación fueron extraños y deliciosos. Entre sus brazos siempre abiertos, yo me agotaba en un furor de deseos insaciables. Sus ojos, como si me hubiesen dado sed, me hacían abrir la boca. Eran grises al mediodía, se teñían de verde al caer la noche, y de azul al nacer el sol. No estoy loco: juro que tenían esos tres colores. En las horas de amor eran azules, como fatigados, con pupilas enormes y nerviosas. Sus labios, agitados por un temblor, dejaban asomar a veces la punta rosada y húmeda de su lengua, que palpitaba como la de un reptil; y sus pesados párpados se alzaban lentamente, descubriendo aquella mirada ardiente y anonadada que me enloquecía. Al estrecharla entre mis brazos yo miraba sus ojos y me estremecía, tan sacudido por la necesidad de matar a aquella bestia como por el imperioso deseo de poseerla sin cesar. Cuando ella cruzaba mi habitación, el rumor de cada uno de sus pasos producía una conmoción en mi alma; y cuando empezaba a desnudarse, dejando caer su vestido, y saliendo, infame y radiante, de las ropas que se aplastaban a su alrededor, yo sentía a lo largo de mis miembros, a lo largo de los brazos, a lo largo de las piernas; en mi pecho sofocado, un desfallecimiento infi nito y cobarde. Un día, me di cuenta de que estaba harta de mí. Lo vi en sus ojos, al despertar. Inclinado sobre ella, yo esperaba cada mañana esa primera mirada. La esperaba, lleno de rabia, de odio, de desprecio hacia aquel animal dormido cuyo esclavo era. Pero cuando el azul pálido de la niñas, ese azul líquido como el agua, se descubría, aún languideciente, aún fatigado, aún enfermo de la caricias recientes, era como una rápida llama que me quemaba, exasperando mis ardores. Aquel día, cuando sus párpados se abrieron, percibí una mirada indiferente y triste que ya no deseaba nada. ¡Oh! Lo vi, lo supe, lo sentí, lo comprendí al punto. Se había acabado, acabado, para siempre. Y tuve la prueba de ello a cada hora, a cada segundo. Cuando la llamaba con los brazos y los labios, se volvía hacia otro lado molesta, murmurando: «¡Déjeme en paz!» o bien: «¡Es usted odioso!», o bien: «¿No podré estar tranquila?» Entonces me sentí celoso, pero celoso como un perro, y astuto, desconfi ado, disimulado. Sabía perfectamente que pronto ella volvería a empezar, que algún otro vendría a reavivar sus sentidos. Tuve unos celos frenéticos; pero no estoy loco; no, desde luego que no. Esperé; ¡oh!, la espiaba; no habría podido engañarme; pero permanecía fría, indolente. Decía a veces: «Los hombres me asquean.» Y era cierto. Entonces tuve celos de ella misma; celos de su indiferencia, celos de la soledad de sus noches; celos de sus gestos, de su pensamiento, que seguía siendo infame, celos de todo lo que adivinaba. Y cuando tenía a veces, al levantarse, aquella mirada muelle que seguía antaño a nuestra noches ardientes, como si alguna concupiscencia hubiera atormentado su alma y removido sus deseos, me acometían ahogos de cólera, temblores de indignación, pruritos de estrangularla, de derribarla bajo mis rodillas y hacerle confesar, apretándole la garganta, todos los vergonzosos secretos de su corazón. ¿Estoy loco? No. He aquí que una noche la noté feliz. Sentí que una nueva pasión la embargaba. Estaba seguro, indudablemente seguro. Ella palpitaba como después de mis abrazos; sus ojos llameaban, sus manos estaban calientes, toda su vibrante persona desprendía ese vaho de amor del que provenía mi enloquecimiento. Fingí no comprender nada, pero, mi atención la envolvía como una red. Nada descubrí, empero. Esperé una semana, un mes, una estación. Ella fl orecía en el brote de un incomprensible ardor; se apaciguaba en la felicidad de una inasible caricia. Y, de repente, ¡adiviné! No estoy loco. Lo juro, ¡no estoy loco! ¿Cómo decirlo? ¿Cómo hacerme entender? ¿Cómo expresar esta cosa abominable e incomprensible? He aquí la forma en que me enteré. Una tarde, ya lo he dicho, una tarde, cuando ella regresaba de un largo paseo a caballo, se dejó caer, con los pómulos rojos, el pecho anhelante, las piernas fl ojas, los ojos fatigados, en una silla baja, frente a mí. ¡Yo la había visto ya así! ¡Ella amaba! ¡No podía equivocarme! Entonces, perdiendo la cabeza, para no contemplarla más, me volví hacia la ventana, y divisé a un criado que conducía de la brida hacia la cuadra su gran caballo, que se encabritaba. También ella seguía con los ojos al animal fogoso y retozón. Después, cuando hubo desaparecido, se adormeció de pronto. Pensé en ello toda la noche; y me pareció calar en misterios que jamás había sospechado. ¿Quién sondeará jamás las perversiones de la sensualidad de las mujeres? ¿Quién comprenderá sus inverosímiles caprichos y el sometimiento extraño a las más extrañas fantasías? Todas las mañanas, con la aurora, ella partía al galope por llanuras y bosques; y todas las veces regresaba lánguida, como después de frenesíes de amor. ¡Había comprendido! Ahora estaba celoso del caballo nervioso y galopante; celoso del viento que le acariciaba el rostro cuando ella se abandonaba a una loca carrera; celoso de las hojas que besaban, al pasar, sus orejas; de las gotas de sol que caían sobre su frente a través de las ramas; celoso de la silla que la llevaba y que ella oprimía con sus muslos. Todo eso era lo que la hacía feliz, lo que la exaltaba, la saciaba, la agotaba, y después me la devolvía insensible y casi desfallecida. Resolví vengarme. Me mostré dulce y lleno de atenciones con ella. Le tendía la mano cuando iba a saltar a tierra tras sus carreras desenfrenadas. El furioso animal coceaba hacia mí; ella le acariciaba el cuello curvado, besaba sus ollares temblorosos sin limpiarse luego los labios; y el perfume de su cuerpo, sudoroso como tras la tibieza del lecho, se mezclaba en mi nariz con el olor acre y bravío del animal. Esperé mi día y mi hora. Ella pasaba todas las mañanas por el mismo sendero, en un bosquecillo de abedules que se internaba en la selva. Salí antes del alba, con una cuerda en la mano y mis pistolas ocultas sobre el pecho, como si fuera a batirme en duelo. Corrí hacia el camino que le gustaba; tensé la cuerda entre dos árboles; y después me oculté entre las hierbas. Pegué la oreja al suelo; oí su galope lejano; después la distinguí allá al fondo, bajo las hojas, como al fi nal de una bóveda, llegando a todo correr. ¡Oh!, no me había equivocado, ¡era eso! Parecía arrebatada de alegría, la sangre le subía a las mejillas, había locura en su mirada; y el movimiento precipitado de la carrera hacía vibrar sus nervios con un gozo solitario y furioso. El animal tropezó en mi trampa con las dos patas delanteras, y rodó con los huesos rotos. ¡A ella, la recibí en mis brazos! Tengo fuerzas como para cargar un buey. Después, cuando la deposité en el suelo, me acerqué a El, que nos miraba; y entonces, mientras intentaba morderme aún, acerqué una pistola a su oreja… y lo maté… como a un hombre. Pero caí a mi vez, con la cara cruzada por dos latigazos; y cuando ella se abalanzaba de nuevo sobre mí, le disparé mi otra bala en el vientre. Díganme, ¿estoy loco? MAUPASSANT, Guy de. El Horla y otros cuentos fantásticos.

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