Nuestro amor se
derrumbó como un castillo de arena en la playa, Circe, a pesar de aquel candado
viejo que sacrificamos en el Pont Des Arts,
un atardecer helado de Noviembre. Lo dejamos porque lo habías encontrado en la
Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para
cerrarlo en las ruedas de tu bicicleta antes de entrar en el metro. Circe, vos
siempre torpe y distraída y pensando en gatos negros o en un dibujito que hacían
las manchas de humedad en el cielorraso de tu habitación, cuantas veces me
llamabas por celular para que fuera a abrirlo porque no encontrabas la llave. Aquella tarde de nuestro juramento de amor
cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando llegamos al
puente, y en tu mano aparecieron pedazos de tela azul arrugada cayendo entre destellos
de varillas dobladas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos,
pensando que un candado encontrado en una plaza debía morir dignamente en la pasarela
de un puente , no podía entrar en el ciclo triste del tacho de basura o del
cordón de la vereda; entonces yo lo cerré lo mejor posible, lo llevamos hasta
la mitad del puente, y desde allá tiré
la llave con todas mis fuerzas al fondo del lecho del Sena, mientras vos me jurabas amor eterno con un
grito donde vagamente creí reconocer a una enamorada. Y en el fondo del río se
hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y fría y así
dejamos el puente, abrazados y semejantes a árboles mojados o a los actores de
cine de la película “Los puentes de Madison”.
Así quedó sellado para siempre
nuestro amor, Circe.
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