"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

martes, 26 de noviembre de 2013

ULISES Y LA MAGA. POR CARLOS RAFAEL LANDI

“Todos somos nada más que la encrucijada de un laberinto de fantasmas”
París, 13 de noviembre de 2013.
A Ulises le gustaba hacer el amor con la maga Circe porque nada podía ser más importante para él, y al mismo tiempo de una manera difícilmente definible, el placer lo alcanzaba por un momento y por eso se aferraba desesperadamente a ese cuerpo y prolongaba el abrazo, era como querer eternizar ese momento y así conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco oscura que lo perturbaba porque era temeroso de las imperfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando lo veía regresar a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarlo profundamente, incitarlo a nuevos juegos, y la otra, la credulidad crecía debajo de él y lo arrebataba, se sentía entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por un barranco, arañando el tiempo con las uñas, entre quejidos y un ronquido exasperante que duraba una eternidad.
Una noche le clavó los dientes, le mordió el brazo hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir, un poco perdido en sus divagues, y hubo un confuso cruzar de miradas sin palabras, Ulises sintió como si la Maga esperara de él la muerte, algo que en ella no era normal, un oscuro deseo reclamando una aniquilación, la lenta carcajada que rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los terrores. Sólo esa vez, descentrado como un matador mítico para quien matar es devolver al minotauro al laberinto y el mar al cielo, se aferró salvajemente a la Maga en una larga noche de la que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la doblegó y la usó como si fuera una muñeca de trapo, la conoció y le exigió las servidumbres de la más sometida mujer, la sintió Galatea, la tuvo entre los brazos oliendo a secreciones, le hizo beber su humanidad que corría por la boca como un desafío a los Logos y a las Pausas, le succionó la eternidad milenaria de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a una mujer, se fundió con la piel, el pelo y sus quejas, la poseyó hasta lo último de sus fuerzas, la tiró contra una almohada y la sábana y la sintió llorar de felicidad contra su cara.
Luego fueron a tomar un café al Old Navy en el boulevard de Saint Germain, y esa noche los dos cerraron un candado de vagas promesas en la telaraña de amores del Pont des arts, y la llave la tiraron al Sena.

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