"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

miércoles, 20 de noviembre de 2013

CORTÁZAR Y NOSOTROS.

 Nunca tuve la oportunidad de conocer a Julio Cortázar en persona, y es algo que muchas veces lamento. Nunca coincidimos en ningún acto. Nunca fui a que me firmara alguno de sus libros,  y estoy seguro de que he leído prácticamente todos. Nunca le mandé una carta. Ni lo visité en ninguna de sus casas parisinas. La de la rue Martel, o la de la rue de L’Eperon. Un pequeño apartamento en un tercer piso sin ascensor donde había una plaquita con su apellido en el portal, Cortázar, y al que acudían todos los escritores jóvenes que pasaban entonces por París, a quienes siempre recibía, generoso y atento, con sus erres guturales, su mirada melancólica y sus manos, afectuosas.
 Nunca me crucé con él en el metro. Ni lo seguí por un museo o un parque. Así que guardo de él una imagen un tanto mítica, legendaria, soñada o ideada, de historias que me han ido contando o que he leído.
 Hace años, todos los de mi generación literaria queríamos ser Cortázar. Aquel Cortázar de rostro  juvenil , alto y despeluchado, con gafas y barba que vivía en el parís de las mañanas blancas y que pasaba sus tardes en el café Old Navy en el  125 del boulevard Saint Germain.
Según me contó  Marcel Mallamard esa tarde, Julio tenía una gata, Flanelle, que caía de vez en cuando a la calle desde alguna ventana, y perdía, abajo en el asfalto, una o dos de sus vidas,  es sabido que los gatos franceses tienen nueve y son con ellas generosos.
Me habló de aquella casa cómoda y luminosa, llena de discos y libros, y de un rincón de lectura en el que había un sillón verde aterciopelado y una mesa con lápices y pipas, un cenicero y una pirámide de cristal con una torre Eiffel en su interior. La había comprado en una tienda de antigüedades por la que pasaba casi a diario y ante cuyo escaparate se paseaba distraído. No se había atrevido a preguntar el precio pensando que costaría una fortuna. Pero un día descubrió que ya no estaba  y le sobrevino un extraño,  irreparable, sentimiento de pérdida. Cuando por fin se dirigió a entrar a la tienda, seguro que ya estaría vendida, y preguntó por la pirámide, le dijeron que solo la habían retirado para limpiarla, y se la llevó en ese mismo instante. Y recordaba siempre, divertido, lo barata que al final había sido y lo infundado de sus cautelas.
Ahora la pirámide estaba allí, encima de su mesa, al lado del sillón de patas cortas  en el que encajaba justo, largo y huesudo, sus piernas plegadas como un atril,  para leer fumando y escuchando a Ray Charles.
Cortázar murió en París el 12 de Febrero de 1984, lo enterraron el martes 14 de Febrero , un día frío y  gris, en el cementerio de Montparnasse, donde a media mañana llegó un furgón funerario oscuro – todo lo son, es cierto – tal vez azul o negro.
Lo esperaban muchos de sus amigos y su viuda Aurora Bernárdez, que lo atendió en los últimos meses. Los operarios introdujeron el ataúd en la misma tumba donde estaba enterrada Carol Dunlop, su última pareja que había fallecido dos años antes.
Todavía es costumbre dejar sobre la lápida, como recuerdo, frases, libros, cigarrillos, flores secas, cartas, monedas, tickets de metro, dibujos con una rayuela, y a veces un libro abierto de Borges o un paquete de cerezas.
La tarde apacible del martes 12 de noviembre de 2013 Inés y yo le dejamos un ticket de metro, y Monsieur Mallamard nos sacó esta foto:

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario