A la hora de escribir este relato, hay una temperatura de - 4 grados en las calles de
París, son las doce de la noche y está nevando, un viento brutalmente helado te escama la piel y te congela la sangre. Hace mucho frío afuera y lo peor es que todos
intuyen que la nieve puede durar varios meses. Ese terror
a que la intemperie se convierta en un paisaje helado circula y se expande en
la ciudad, en la tele, en las escuelas, en los bares. Miedo, sí, angustia creciente
a que llegue el fin del fin del mundo.
Ante la idea de una soledad despiadada, muchos comienzan a buscar un
lugar en donde guarecerse. Vida hay una sola y encima es fugaz, se escucha, así
que carpe diem, por cuatro-días-locos-que-vamos-a-vivir, no nos privemos de
nada. La ansiedad ante un frío que
elimine el amor crece a cada minuto.
Cuando no se quiere ver, no hay ojos ni miradas que vean, una negación
que proviene de lo profundo del alma puede ser indestructible. Nada ni nadie la
puede perforar.
No se quiere ver nada de esto. Vale la pena no darse vuelta. En la penumbra de la noche los
desaprensivos parecen una fantasmagoría medieval.
En los medios, no faltan quienes se esfuerzan por diferenciarse. Un
mutismo que huele a agua estancada, una fuerte apuesta a callarse la boca ante
la amenaza de ese temido invierno, unas ganas de abrigarse.
Un artista en
su aislamiento, como no soportaba la completa soledad, esculpió una estatua de
marfil tan bella y perfecta como ninguna mujer verdadera podría serlo. La llamó
Miranda y de tanto admirar su propia
obra, terminó enamorándose de ella. Le llegó a fabricar las más bellas ropas,
joyas y flores: los regalos más caros. Todos los días pasa horas y horas
contemplándola, y de cuando en cuando besa con ternura los labios fríos e
inmóviles.
La
incomunicación en las familias aparece reflejada en la manera en que se utiliza
la palabra, todos hablan y hablan todo el tiempo, casi sin parar, pero sus
palabras sólo sirven para ocultar que no tienen nada que decirse y que no
tienen capacidad para entenderse. El frío congeló la vida, los sentimientos, la
sensibilidad. La palabra pierde su contenido, su significado, para
transformarse simplemente en un significante vacío que nada transmite.
Ahora no se
pueden tener ambiciones ni metas trascendentales, llegar a Dios, ganar el
paraíso o hacer una revolución.
Estamos solos,
no podemos compartir nuestros deseos, nuestros miedos, nuestras alegrías y
nuestros sueños, que futuro pretendemos construir si el hielo nos heló el alma.
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