"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

lunes, 5 de mayo de 2014

LOS MILAGROS DE JULIA. SILVIA PLAGER

El billete está allí, como todas las mañanas, dobladito, espiando bajo el velador. El brazo alarga su modorra y lo levanta. Sí, siempre la misma cantidad. La voz del hombre baila dentro de ella: “Mi mujer hace milagros con la plata”. La noche aún sigue pegada a las ventanas, cuando él le alcanza un mate. Ella se deja besar aplasta nuevamente su cara contra la almohada hasta que el sol se filtra incendiando la colcha. Recorre el dormitorio con su mirada tranquila, la mente fija en la última cuota. Corta el pan y lo sumerge en la taza. El vapor le forma gotitas en la nariz. Agrega otra cucharada de azúcar, y deja que el paladar se le inunde con el sabor papilla: “Seguro que al chico le gusta”. Y se acaricia el vientre esférico, pleno.
Cuando se lo dijo la sacó de la fábrica. “No quiero a mi hijo tras las rejas”. La fábrica crece ante la vigilante presencia de los portones de hierro. Para Julia no eran tan malos, se abrían y los dos volvían juntos, y todo se llenaba de gente y esperaban el colectivo rojo con el cartel verde, el cartel que los llevaba al barrio de casitas iguales, y se apoyaba en él que le decía “rubia, rubia”, con la voz ronca que se iba convirtiendo en murmullo y que volvía a crecer en la noche temprana. El ruido llena el hueco del sueño y cae en él, despegándolos de las sábanas. La hornalla abre su boca y transforma el rincón. Alargan las manos hacia el fuego, la pava aplasta el ídolo y erige su poder, Julia la levanta, la hace borbotear contra la boca del mate, la bombilla vuelve a ella con el sabor de Francisco.
Limpia su casa despacio, disfruta los rincones, dobla la ropa del hijo tejida en tardes que alargan el cuello atisbando la primera estrella. La mesa puesta, y el olor que sube de la olla, flota hacia la nariz de él que abre la puerta con su grito: “Rubia, Rubita, ¿dónde estás? Y Francisco come, traga sin decir una sola palabra y de a ratos levanta los ojos del plato y la mira como el cachorrito que crió en la casa del abuelo.
Estudia el billete, lo coloca en el monedero, y sale. Las caras son las mismas que volverán a repetirse, no importa en qué orden pero serán las mismas, y ella pisará firme y devolverá el saludo y sonreirá ante los ojos detenidos en su vientre y sacudirá la cabeza: “Julia, la mujer de Francisco, el pelo más rubio del barrio”.
La ruta le hace frenar su altivez. Del otro lado, irguiendo su moderna estructura, el supermercado. Cruza, detiene el aliento, bucea el aire, empuja la puerta circular, un olor parecido al de los pasillos de la fábrica le golpea la nariz. El bolso cartera pende el hombre, se ajusta a su paso, deposita la red sobre el carrito. Pasea ante ordenados estantes, deambula entre las heladeras; allí está su cena, “hace dos meses”, y los ojos rodando por los rincones y el bolso que traga y se vuelve a apretar contra su cadera y el corazón que late como todos los días, hace dos meses, y la mano que ahora ciñe su hombro y la voz que retumba en la habitación pequeña y la vergüenza y quién sabe cuántas veces lo habrás hecho, y la negativa, y dónde vivís, y la negativa, y el policía vestido de hombre que se la lleva del brazo. Caminan cuadras y Julia sacude su angustia, detiene la marcha, ruega, y que cumplo con mi deber, y el monedero libera el billete que el policía vestido de hombre aprisiona. No aparezcas más por aquí. Julia corre hasta la costa de casitas iguales, hacia la verde hilera de árboles, se apoya, acaricia la áspera corteza.
Imposible contar lo de hoy, y amasa, no podrá decirle la verdad, y amasa. No volverá a escuchar “Mi mujer hace milagros con la plata”, se limpia los ojos con el dorso enharinado, y amasa, y el ardor sirve de excusa para las lágrimas, y amasa, y ella piensa lo que va a decir lo que muy pronto dirá, lo que ya dice; “Francisco, necesito volver a trabajar, la plata no me alcanza para nada”.

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