"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

sábado, 6 de febrero de 2010

Lobo... ¿estás? Pacho O'Donnell

Mario frente a su propia imagen, envejecida, refleja­da en un espejo.)

MARIO.—Me gustaría decir...

DOBLE (interrumpe).—“Me gustaría” es un verbo mie­doso, como “quisiera” o “desearía”.

MARIO (amoscado).—Quiero decir...

DOBLE.—Digo.

MARIO (firme).—Digo: me revienta que me impongan qué es lo que debo hacer, decir o pensar (en cuanto Mario termina de decir esas palabras tanto él como su doble se alarman y echan miradas en todas direcciones, asustados).

DOBLE.—No es prudente afirmar algo así.

MARIO (intenta sostener su firmeza).—Con la prudencia no se llega a ningún lado.

DOBLE.—Hombre prevenido vale por dos.

MARIO.—Eso me hace acordar a un viejo anuncio publicitario.

DOBLE (sugerente ).—Al imprudente lo parten en dos (se escucha el ulular de una sirena. Mario se inquieta y atemoriza). Quizá sea mejor no ser imprudente y morir de viejo luego de una vida tranquila, rodeado de los seres queridos y con aviso fúnebre en La Nación.

MARIO (exasperado).—Pero yo sé, lo sé sin una pizca de duda, que cada frase que no pronuncio, cada acción que no llevo a cabo, cada pensamiento que no dejo organizarse en mente, por prudencia, por miedo, es un paso más que me distancio
de mi mismo, de mi propio... (no encuentro la palabra) carozo (El Doble burlón aplaude). Dejarse dominar por el miedo es perderse para uno mismo

DOBLE.—¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bis!... ¡Qué frases tan her­mosas!... al menos sirven para no decir lo que sí tenés mie­do de decir.

MARIO (armándose de valor).—Me revienta que me impongan qué es lo que debo...

(Entra la maestra, montada en un caballo de utilería. Tiene una actitud grotescamente despótica. Algunos alum­nos de guardapolvo blanco.)

MAESTRA.—¿Quién ha sido?, ¿quién ha osado alzar su voz sin mi permiso? (ebria de poder). En todas partes hay alguien que manda y en este grado esa persona soy yo. Esa oportunidad, claro, no es para desaprovechar (deambulará entre el público, haciendo observaciones so­bre piernas cruzadas, uñas sucias, etc.). A ver, usted, ¿cuál es la raíz cúbica de un conjunto heterónomo cuya desinencia sea menor a tres centésimas de grado? (no da tiempo a alguna respuesta). No sabe, ¡y para eso sus pa­dres se matan trabajando y yo me desvivo enseñándoles!, para eso entrego mi vida por el bien de la humanidad, “humanidad” con hache, “desvivo” con ve
labio-dental las dos veces (su soberbia va in crescendo). ¡Usted!, ¿cuándo y dónde nací?, tampoco sabe, ¡formar fila!, ¡tomar distan­cia!, ¡callados la boca! (como en un dictado), vi la luz en el pueblecito de Domremy, en el Meuse (exagera la pronun­ciación francesa), el 6 de enero de 1412 y fui quemada en la hoguera, en Ru:án, el 30 de mayo de 1431, ¡las fechas son siempre muy importantes y las alturas de las monta­ñas también!, es indispensable memorizarlas para llegar a ser personas de bien, ¡me llamaban la doncella de Orleáns y fui un señero ejemplo de acendradas cualida­des morales, de valor cívico y de inmarcesible pureza espiritual!..., ¡repitan!

VARIOS ALUMNOS.—¡In-mar-ce-si-ble!

COMPAÑEROS (a Mario).—Dale, a que no te animás mariquita (Mario duda).

MAESTRA.—Yo, Juana de Arco, no vacilé en arrostrar los mayores peligros, en soportar penalidades y fatigas, y, finalmente, di mi vida, tras atroz tortura, a los dieci­nueve años, durante las Invasiones Inglesas (duda si se ha confundido).

COMPAÑEROS (azuzan a Mario).—Dale, a que no te animas, dale, te achicaste... (Mario se decide).

MAESTRA.—¡Tema: Las Invasiones Inglesas! Saquen sus cuadernos y...

MARIO (en un susurro, tímido).—Me revienta que me impongan qué es lo que debo...

MAESTRA (fuera de sí).—¿Quién ha sido?, ¿eh?, ¿quién? (es evidente el terror en todos los alumnos). Si el culpable no aparece el castigo recaerá sobre todos (uno de los com­pañeros señala a Mario). ¡Marío, usted!, ¡debí sospecharlo enseguida!

MARIO (intimidado).—Pero si yo no dije nada. MAESTRA.-Ah, sí, ¿no dijo nada?.. (señalando lapidariamente). ¡A dirección!

(Mario se dirige en la dirección señalada, antes le saca la lengua y amenaza con la mano al compañero delator. Se esfuman la maestra y los alumnos, se enciende otro sector del escenario y Mario se encuentra frente a un pelotón de fusilamiento.)

JEFE DEL PELOTÓN (marcial).—¡Carguen!... ¡apunten!...

MARIO (aterrado).—¡No, esperen, se equivocan, no es a mí, es a Liniers!

JEFE DEL PELOTÓN.—Tiene razón, discúlpeme... ¡trai­gan al reo! (entra Liniers empujado por varios esbirros que lo colocan en su lugar frente al paredón. Mario se le acerca conmovido).

MARIO.—¡Señor Liniers, me alegro de conocerlo, yo lo admiro tanto, tanto!... en mi manual hay una ilustra­ción suya que me gusta mucho, ¡la calqué y todo!

LINIERS (cabizbajo, derrotado).—Gracias, Marito.

MARIO (entusiasta).—¿Me firma un autógrafo? (Liniers lo hace desganadamente). Pero... ?por qué lo van a fusilar si usted...? (al Jefe del Pelotón). El es uno de los mayores héroes del manual escolar..., ¿acaso no fue él quien man­dó a hervir el aceite para tirárselo encima a los ingle­ses? (angustiado). ¿Acaso no fue él quien organizó la he­roica defensa de Buenos Aires cuando todo parecía per­dido y el virrey Sobremonte había huido cobardemente con el tesoro?

JEFE DEL PELOTÓN (impaciente).—Apartarse, por fa­vor, que debemos proceder.

MARIO.—¿Cómo lo van a fusilar si es un prócer?

JEFE DEL PELOTÓN (tajante).—El ser prócer no le da derecho a decir y hacer lo que le da la gana.

(Mario recula asustado y echa a correr despavorido. Coincidentemente con la detonación se apaga dicho sector del escenario y se enciende otro.)

MARIO (desesperado, abraza a su madre).—Mamá, mamita.

MADRE (tierna).—¿Qué pasa, mi chiquito?

MARIO.—Tengo miedo.

MADRE.—Te advertí que no comieras tantas galleti­tas antes de dormir.

MARIO.—No son las galletitas, mamá... es que te vas a morir.

MADRE (tranquilizadora).—Todos nos vamos a morir, Marito.

MARIO.—¿Vos también te vas a morir, mamita? (la ma­dre afirma con la cabeza). ¡Es una guachada eso de tener que morirse, no vale!... ¿y por qué nos tenemos que morir?

MADRE.—Porque Adán y Eva, en vez de hacer lo que debían, hicieron lo que les dio la gana.

MARIO (reflexiona).—Les fastidió que Dios quisiera imponerles lo que debían pensar, decir y hacer.

MADRE.—Sí, y nosotros pagamos su soberbia (con tono seguro). Bueno, ahora para que te tranquilices, para que se te vaya el miedo, te voy a contar un cuentito.





MARIO (medroso).—¿El del Corderito?

MADRE.—Sí, el que tanto te gusta.

(Aparecen en escena el Corderito y su madre, la Ove­ja. Mario y su madre observan, espectadores. Se genera una bella y convencional atmósfera de cuento infantil, con mariposas, pajaritos y llores. Música suave de cajita mu­sical.)

OVEJA.—Estoy algo resfriada, hijito, ve hasta el pue­blo a comprarme una aspirina.

CORDERITO (adorable).—Sí, mamita.

MARIO (a su madre).—¿Cómo se llamaba el Corderi­to, mamá?

MADRE.—Mario. Marito.

MARIO (impactado).—¿Ma... rio?

OVEJA.—Por favor, hijito, no te apartes del camino recto, no te desvíes, ya sabés que en el bosque se oculta el Lobo Feroz.

CORDERITO.—Sí, mamita.

(El Corderito parte, brincando y cantando. De pronto a un costado de la senda ve a un hermoso príncipe, quien lo saluda con afecto.)

CORDERITO (feliz).—¡Papá!

MARIO (ídem).—¡Papá!

(El Corderito se desvía de su camino para estrecharse en un emocionado abrazo con su padre.)

MADRE (a los gritos).—¡Es el Lobo Feroz! ¡La Oveja le había advertido que no se apartara del camino pero el Corderito es un tonto!

CORDERITO (al Príncipe).—¡Quiero hacerte tantas pre­guntas, papá, tantas!

MARI O (soplándole).—¡Preguntale por dónde nacen los chicos!, ¡y si es cierto que uno se vuelve idiota por hacerlo muy seguido!

PRÍNCIPE.—Vení, vamos a sentarnos aquí sobre la hierba, a charlar.

MADRE.—No tengas miedo, Mario, ahora va a llegar el Cazador para salvar al Corderito.

MARIO (afligido).—No, el Cazador no...

MADRE (contenta, aliviada).—Ahí llega, jpor fin! (entra el Cazador, grosero, con actitudes de matón. Porta una inmensa ametralladora).

CAZADOR.—¡Arriba las manos!

PRÍNCIPE (sobresaltado, obedece).—No estamos haciendo nada malo.

CAZADOR.—Todos dicen lo mismo.

MARIO (implorante, a su madre).—Mamita, por favor, que no dispare.

MADRE (inflexible, “dulce”).—Debe castigarlo, además arrancarle el Corderito de su vientre.

MARIO (desesperado).—¡Pero si no me comió, estába­mos charlando! (en ese momento, con absoluta y fiera cruel. dad, el Cazador dispara. El Príncipe lleva sus manos al pecho). ¡Papá! (el Cazador se esfuma).

PADRE (el Príncipe apoya una mano sobre el corazón, como si se tratase de una angina de pecho).—No te preocupes, hijo, enseguida voy a estar bien otra vez...

MARITO (preocupado).—Trabajas demasiado, papito, casi ni te veo, un poco los fines de semana y nada más.

PADRE.—A mí me gustaría tener más tiempo para es­tar juntos, Marito.

MARIO.—A mí también, papá.

PADRE.—Pero debo ganar el sustento diario, la vida está cada vez más dura.

(Aparece un grupo de mendigos, verdaderas escorias humanas, babeantes y cubiertos de andrajos.)

MARIO (impactado).—Mirá, son los mendigos del sub­te... ¡no puedo evitar que me provoquen asco!

PADRE (pedagógico).—El jefe de sus familias no pro­vee el sustento diario. Eso te demuestra que hay que ha­cer, decir y pensar lo que se debe y no lo que se desea.

MARIO (sincero).—Yo deseo a Norita, mi prima (se corri­ge), mejor dicho, quiero decir: a mí me gusta jugar con ella...

(Por un costado de la escena entra una niña hermosa, saltando a la soga. El padre se esfuma.)

MARIO (contento).—¡Norita!

NORITA (cuenta sus saltos).—Quince... dieciséis...diecisiete... dieciocho... diecinueve... veinte! (a Mario). ¿Querés jugar conmigo?

MARIO (en una lucha interior).—Los varones no juga­mos con las mujeres y yo no soy un mariquita.

NORITA (ofendida).—Entonces embromate (vuelve a saltar la cuerda y a contar sus saltos).

MARIO (arrepentido).—Bueno, está bien, juego (Norita no le presta atención). Dije que sí, que juego (impaciente por la indiferencia de su prima). ¡Norita! ¿Sos sorda o te hacés?

NORITA (dominando la situación)—catorce... quin­ce... espera a que termine... dieciocho... diecinueve... ¡veinte! Bueno, dale, ¿a qué jugamos?

MARIO.— A la mancha.

NORITA.—¿De a dos? No, es muy aburrida y vos corrés más rápido que yo (es evidente que hay un pacto tácito en­tre los dos). Mejor a la escondida.

MARIO.—No, a la escondida no porque hacemos mu­cho barullo y es la hora de la siesta (entusiasmado, en un susurro). Al doctor.

NORITA (ídem).—¡Dale, al doctor! (se lleva una mano a la cabeza y gime). ¡Ay, cómo me duele la cabeza!...

MARIO (disconforme).—La cabeza no, no vale, te dolía acá, la barriguita.

NORITA.—Me duele la cabeza y si no te gusta no juga­mos y chau.

MARIO (se resigna).—Buen... (imita una sirena de ambulancia que recorre escenario y platea hasta “estacio­nar” junto a la enferma. Representará una versión infantil de un “doctor”). Vamos a ver qué le pasa... abra la boca y saque la lengua y diga “aaaa”. (Norita obedece). Tiene la lengua verde, una porquería.

NORITA (ofendida).—Si vas a portarte como un grose­ro no juego más.

MARIO (toma una ramita del suelo).—Vamos a tomar­ le la temperatura (intenta colocársela en la entrepierna).

NORITA.—¡Ahí no se ponen los termómetros! (se la arrebata y se la coloca bajo del brazo). Mi médico me lo pone aquí.

MARIO (despectivo).—Tu médico es un idiota que no sabe nada.

NORITA (peleadora).—Es mucho mejor que el tuyo, para que lo sepas.

MARIO.—Me aburrí, no juego más (se aleja haciendo ruido de sirena que va transformándose en el rugido de un coche de carrera, desentendiéndose de la niña).

NORITA (tomándose la barriga).—Ah... ay... me duele mucho aquí abora... (Mario no le hace caso. Norita le gri­ta). ¡Doctor, me duele la barriga, aquí, y preciso una in­yección! (Mario acude feliz, excitado. Ambos se echan so­bre el suelo y comienzan a toquetearse con el pretexto de revisarla y de ponerle una inyección. Repentinamente, como surgido de la nada, aparece El Gran Mago, una figura im­ponente, sobre el nivel en que están los niños, grotesca, ves­tido con ropas rutilantes y ridículas. Algo así como la cari­catura de las ilustraciones de Dios en los textos religiosos. Su voz, meliflua e intencionada, sugerirá la de los predicadores. Durante toda su acción ejecutará pases de magia y pruebas de prestidigitación torpes, desmañadas y fraca­sadas ).

EL GRAN MAGO (sobresaltando a los niños).—¿Qué es­táis haciendo?

MARIO (avergonzado).—Nada, no hacíamos nada.

EL GRAN MAGO.—¿Nada?

NORITA (ídem).—Matábamos hormigas.

MARIO.—Sí, eso, hormigas, matábamos.

EL GRAN MAGO.—¿Hormigas? Si aquí no hay hormigas.

MARIO.—Es que las matamos muy bien.

EL GRAN MAGO (sugerente).—Las hormigas siempre buscan el agujerito, ¿lo habéis notado?, siempre enfilan hacia el agujerito.

MARIO.—Nosotros no, el agujerito no nos importa nada.

(El escenario va llenándose de payasos, funambulistas, prestidigitadores, personajes circenses o de fiestas infan­tiles. Sus acciones y voces serán chirriantes, amenazado­ras, distantes de la simpatía. Un aquelarre demoníaco con la apariencia de una ceremonia habitual. Muestran y cuel­gan carteles normatizadores: “prohibido estacionar”, “no desear la mujer del prójimo”, “no hablar con la boca lle­na”, etc.)

EL GRAN MAGO.—Tú debes esforzarte por ser un niño bueno.

MARIO.—Pero... ¡es dificilísimo no pecar, dificilísimo!

EL GRAN MAGO.—Se trata, simplemente, de estar muy atento y de guiarse por el temor al pecado. Temor justifi­cado porque el castigo al pecado es terrible... (imponen­te). ¡El infierno! ¡Para toda la eternidad!

MARIO (muy afligido).—¿Y la eternidad es mucho tiem­po? (El Gran Mago hace un ademán significativo). ¡Yo ten­go miedo de irme al infierno!

EL GRAN MAGO.—Te lo acabo de decir: un poco de te­mor es siempre necesario para comportarse (vacila en la palabra) correctamente (hace una seña a sus secuaces, quienes hacen entrar a un hombre semidesnudo, bellísi­mo, atlético, de expresión iluminada. Deberá sugerir un Mesías).

MARIO (intrigado).—¿Quién es ese hombre? ¿Qué le van a hacer?

(Varios payasos comienzan a pegarle a El Mesías, con la apariencia de los típicos juegos circenses, inofensivos, pero debe ser evidente que los golpes son reales, en una ver­dadera paliza que va provocando magullones y hemorra­gias. )

EL GRAN MAGO (observando la escena con indiferen­cia, a Mario ).—¿Has tenido malos pensamientos, última­mente? (Mario no responde, asustado. Ahora El Mesías ha caído en manos de los domadores quienes lo acosan y lo flagelan con sus látigos, sus pértigas y sus voces de mando ).

MARIO (muy angustiado por la crueldad del espec­táculo).—¿Cuál es el límite entre el cielo y el infierno?

(Por fin El Mesías es introducido en un baúl de feria. Un funambulista hará la tradicional prueba de atravesarlo con espadas, surge una catarata de sangre. Es evidente que El Mesías ha muerto.)

MARIO (desesperado).—¿Quién es ese hombre? ¡Sufre mucho!

EL GRAN MAGO (solemne).—Fue él mismo quien deci­dió su suerte. No sólo se fastidió de que le impusieran qué era lo que debería hacer, decir o pensar sino que también intentó hacer, decir o pensar cosas diferentes a las esta­blecidas...

(El cadáver de El Mesías es abandonado a un costado. Una luz cenital, pura y brillante, resaltará su presencia hasta el final de la obra. Mario se aproxima y lo observa, sin ocultar la fascinación que ese cuerpo le produce.)

MARIO.—Yo sé quién es este hombre... yo sé (El Gran Mago lo observa con dureza, intimidatorio)... lo he visto en infinidad de imágenes y de ilustraciones... (no se ani­ma a pronunciar su nombre, atemorizado por los payasos, domadores y funambulistas que lo acosan, amenazantes) ese hombre es... es... (profundamente conmovido). ¡Todos ustedes saben quién es él!

(Entra Un grupo de personas conducidas por El Doble. El Gran Mago y el resto de sus acólitos circenses se esfu­man.)

ALGUIEN I.—¿Cuál es?

ALGUIEN II.—¿Cuál de ellos?

DOBLE (señalando a Mario).—Él.

ALGUIEN.—Nos dijeron que usted tenía algo impor­tante que comunicarnos.

ALGUIEN III.—Algo que usted pensó.

ALGUIEN IV.—Nos gustaría que nos lo dijera.

ALGUIEN II.—Si nos interesa podríamos hacerlo, lle­vario a cabo (Mario se encuentra en un aprieto incómodo, una expectativa que podrá comprometerlo).

MARIO (con odio, a El Doble).—Así que vos sos el ortiva, el alcahuete que se los contó (lo hace desaparecer hacién­dolo estallar como un globo o esfumarse en medio de una nube de humo, es la renuncia a una imagen propia).

ALGUIEN I (impaciente).—¿Y?

ALGUIEN II.—Vamos, lo escuchamos.

MARIO (vacila).—Merev que me imploque deasde open.

(Los “Alguienes” repetirán dicha frase, que es la “com­prometedora” partida por la mitad y restada de sentido, y la acentuarán y silabearán de distintas maneras, en un principio atónitos y despistados, progresivamente entusias­mados con su musicalidad de manera de ir transformán­dola en algo semejante a un coro “a capella”. De pronto hace ruidosamente su irrupción un conjunto de rock pinta­rrajeado y artificial, munido de algunos elementos que con­notarán el poder: botas, cadenas, látigos, etc. Esta escena no podrá ser interpretada, bajo ningún concepto, como una crítica a la música progresiva. Dicho conjunto retoma la frase de Mario en ritmo de rock “pesado”, muy estridente y rítmico. Simultáneamente hacen su aparición otros per­sonajes que visten y se comportan como matones para-policiales vigilando el “orden” del resto de los per­sonajes que son conminados a bailar al unísono, Mario en­tre ellos, sin equivocarse, robóticamente, en una inmensa coreografía, no exenta de belleza y sugestión. La escena debe aludir a lo infernal. La luz va disminuyendo gradualmen­te en todo el escenario permaneciendo, muy potente y signi­ficativo, un spot cenital que resalta la imagen de El Mesías muerto. )

APAGÓN TOTAL

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