"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

jueves, 18 de febrero de 2010

APUNTES Susana Pereira

Vázquez había enmudecido. Estaba inmóvil. Esto no resultaba extraño a quienes lo conocían. Era lo habitual al examinar un libro que le parecía bueno. Miraba largo rato en el vacío y finalmente irrumpía con un —Habráse visto... —y nadie podía explicarse el “habráse visto”, ni qué cosas pasarían por su mente en esos minutos.

Algunos decían que en su juventud fue poeta, otros que anarquista y buen actor de teatro independiente, pero en realidad nada podía probarse, ya que él se limitaba a hacer chistes de gran ingenio y terminar los trabajos rápidamente para tomar el cafecito de despedida con el secretario.

Las únicas obras con las que se manejaba dulcemente eran aquéllas de autores consagrados al estilo Sartre o Joyce, que a esta altura del mundo no merecen crítica. Cuando a su mesa de trabajo llegaba algún libro de éstos sonreía bonachón y escribía con placer. Pero antes o después de leer algún texto de autor desconocido, sacaba del bolsillo del saco una libretita pequeña, gorda, que parecía una agenda, pero era una libreta de apuntes. Y por lo general dejaba el libro a un costado del escritorio, levantando la mano como quien echa a un perro rabioso.

La libretita se había convertido en la obsesión de los compañeros de Vázquez. A mí siempre me gustaron los juegos y broma va broma viene acepté el desafío de indagar, muy sutilmente, su contenido.

Era un ser que repelía por lo perfecto. Una pulcritud extrema lo caracterizaba, hasta cuando aflojaba la corbata en esos días de gran calor en que no se aguantan las ganas de putear y rajar del diario cuanto antes para meterse en la bañera con agua fresca. Las aflojadas de corbata de Vázquez hicieron historia. Se miraba largo rato en el cristal de la ventana, luego fichaba alrededor y de a poco comenzaba a mover el cuello haciendo círculos para un lado y para otro hasta desprender el primer botón de la camisa resoplando acalorado.

Diez años que estaba en el diario, pero se me ocurre que nació criticando. Se mostraba abierto en las charlas de café, siempre y cuando no se le ocurriera a alguno decirle que escribía o al menos que intentaba hacerlo, porque lo marcaba con una mirada especial y el inocente se convencía de que mejor tirar el original que dárselo.

No sé por qué, a pesar de haber tenido constantemente una buena relación con mis compañeros, incluso coincidir con ellos en los pataleos, las risas y las broncas de fin de mes, no estaba totalmente convencida que joder a Vázquez fuera lo mejor. Me dejé llevar más por curiosidad que por aprobación. En definitiva, si querían saber algo de la libretita ¿por qué no lo averiguaban ellos?

Siempre interpreté las apuestas como una excusa para atreverse a realizar algo que no se es capaz de hacer si no recurriendo al “gano o pierdo”.

Sí, era repugnante, chupamedias, alcahuete, pero también se lo veía muy débil. Desde que murió su mujer, gran lectora y escucha de sus chamuyos literarios, la familia lo trataba como a un huérfano y no como a un viudo. Tan desinflado se lo veía adentro de la ropa que hasta el trofeo del cuello impecable había perdido.

—Che ¿para cuándo? —preguntaban los fanáticos todos los días. No me decidía, pues tenderle una trampa a Vázquez significaba hacerme amiga de él: al menos algún almuerzo, algún café fuera de hora ¿y si al tipo se le daba que me estaba metiendo con él? Era ese bichito del amor propio que siempre estuvo en mi contra, pero que, a pesar de las experiencias vividas, no pude corregir. Aún hoy después de lo ocurrido sería capaz de...

Y así fue viniendo la cosa. Yo dejaba transcurrir el tiempo, pero los demás no se olvidaban ni por broma, hasta que un día el gordo Abel me dijo:

—Mirá, si vos no tenés coraje, yo me animo.

“Si no tenés coraje...” Siempre lo tuve, para cosas con sentido y para pavadas como ésta de hurgar en la vida del “consagrado”, del “mejor”. ¿Coraje? ¿Y cómo iba a hacer sin coraje para meterme en esta profesión habiendo nacido mujer? Porque el gordo la tuvo servida de entrada por ser hombre pero las mujeres tenemos coraje en serio, sin grupo, para ser alguien, no quiero decir de importancia, persona, simplemente.

Empezaban las dudas. Él tan lejos de todo, tan inmerso en su vida pequeña, en su soledad de vengativo. “Vengativo”, esa palabra me dio el hilo de la cosa. ¿Por qué sería tan cruel con la gente desconocida o al menos que no pensaba como él. ¿De qué filtro les hablaba cuando dejaban el ejemplar sobre su escritorio?

Así fue que una noche, a la salida, lo invité a una charla con debate sobre la nueva novela negra en Estados Unidos. Aceptó. Durante el trayecto hacia la galería, dio una brillante exposición acerca de dicha literatura. Hablaba sin parar. Cuando el viejo de anteojos, previo carraspeo, comenzó la conferencia, chistaron a Vázquez. Yo quería volar, meter la cabeza dentro de un hormiguero. ¿Quién me mandó?

Terminamos en una cantina comiendo spaghettis al filetto, bien rociados con un litro de tinto de la casa. A él se le había dado por decir:

—Estos comerciantes inmundos nunca ponen un litro —que eso “eran tres cuartos”. Fue ahí donde conocí su inclinación a las curdas, que no eran curdas, melancolías, más bien. Miraba el pingüino, a esa altura vacío, sin cansarse de repetir:

—Eran tres cuartos y no un litro como le pedí.

Pagó en silencio y decidimos ir a tomar un café.

¿Quién iba a decirlo? Vázquez recitaba como los dioses a Vallejo. Aún hoy, Vallejo es un dolor para mí, por eso me gusta que otro recuerde sus poemas. Pero él se ponía muy mal al decir “Un pedazo de pan, tampoco habrá ahora para mí / Ya no más he de ser lo que siempre he de ser”. Me miraba con tristeza. Pidió una segunda ginebra que esa vez acompañé. De a poco una sensación difícil de explicar, una náusea profunda, me tocó al responderle “...Hallo una extraña forma, está muy rota / Y sucia mi camisa / Y ya no tengo nada. / Esto es horrendo”.

Le gustó que cortara los versos centrales pasando rápidamente a los últimos. Me dijo:

—Y pensar que ahora escriben cuatro porquerías y se creen... —anduvimos junto a Neruda, Machado, Baudelaire, como dos amigos a tal punto que nos olvidamos del reloj. Tuve el mal tino de repetirle algunas estrofas del Martín Fierro, argumentándole que ese poema nos duele a todos. Me miró largamente. Tenía los ojos rojos de ginebra, dijo algo así como “lo que a mí me duele del Martín Fierro es su poca importancia y lo mal escrito que está”.

El hombre que se ahogaba los días de verano por no aflojar la corbata, el que jamás llegó tarde al trabajo, el adulón de turno del publicista de turno, el que me confundió por la profundidad de su sentimiento al decir a los poetas de mi infancia y adolescencia, me enfureció ahora por su injusticia al referirse al Martín Fierro. Entonces recordé por qué estaba allí.

Sueño, dolor de cabeza, lo de siempre a veinticuatro horas de mucho vino y charla. Lo único claro de la noche anterior eran los ojos lagrimeantes de Vázquez al recitar a Vallejo y su mirada de odio al hablar de Hernández. Una cosa y otra me mortificaban. La primera porque hacía tiempo que no compartía “La rueda del hambriento”, la segunda porque así como Rimbaud o Lorca se hallaban muy dentro mío, el gaucho Fierro estaba instalado en mis sentimientos, era rebeldía y dolor renovados cada día. Hasta podía verlo como a un ser vivo, de por aquí.

—Juná cómo te mira. Dos días más y altro que la libretita le sacás... —me decía Elías por lo bajo, ahogado de risa. Los demás miraban con cara de preguntar “Y, ¿qué pasó anoche?” No tenía ganas de reírme ni con la carcajada de Elías, ni de responder a los demás que iban quedando fuera de escena, desplazados de una situación que me pertenecía. Además, no estaba dispuesta a largar prenda.

—La cosa no es difícil pero se necesita un tiempo largo para que Vázquez no se dé cuenta —les respondí a la salida. Quedaron conformes. Me sabían responsable para todo y no iba a fallar en esto. Caminé unas cuadras y al llegar a Paseo Colón y Belgrano oí que alguien me llamaba golpeando la ventana del bar. Ahí estaba, metido en el sobretodo marrón, casi oculta la cara por la bufanda larga y fuera de moda. Adentro de la nube de humo de su parisien, trató de ser amable, invitándome a comer pizza a la vuelta, que según él, la hacían buenísima, bien chatita y con abundante muzzarella.

En realidad, quería ganarme la discusión sobre el Martín Fierro, apabullarme con las últimas teorías europeas sobre literatura. Cierto que las silbaba de memoria, pero había algo más: a toda costa quería demostrar que era un ser especial, un crítico de críticos, un profesional de las letras. Ese implacable destructor de sueños para los que llegaban a su mesa, a esa altura era un pobre tipo para mí. Su desprecio a autores y a obras muy queridas me hizo recordar la libretita y con gran coraje le pregunté a quemarropa:

—Nunca se le ocurrió escribir, aunque sea algo sobre crítica literaria, porque mire que usted sabe, ¿eh?

Me miró confundido, pretextó falta de tiempo, vida privada con problemas, cuidar la casa él sólo ya que había enviudado.

—Pero no teniendo chicos... —insistí. No contestó y cambié de tema, buscando un punto de coincidencia para volver al ataque.

—¿Qué tal se lleva con Cortázar? —Todavía no entiendo qué le provocó tanta risa y realmente tenía una risa infantil. No era mi día porque tampoco hacía buenas migas con Cortázar, del cual enfatizaba que era la pobreza intelectual dentro de La Sorbona. Largaba cosas que las entendía sólo él. Nunca sentí gran amor por el belga-porteño, salvo a los catorce o quince años, así que mi pregunta no provocó ningún tema. Café mediante nos despedimos.

—Cortázar fue compañero mío del profesorado de letras —me dijo a modo de saludo.

—Lo mejor es El libro de Manuel —le respondí.

Apuestas de oficina que apenas rompen por un instante la mediocridad. ¿Quién las inventó? Cuántas veces al llamar oficina a la redacción fui reprobada hasta por los más frustrados dentro del diario. Lo tremendo era que algunos creían realmente tener una actividad diferente. Cuando me mandaban a taller me hacían feliz. Allí se respiraba otro aire, más puro. La guillotina cortaba papeles solamente. Tal vez el que menos hubiera estado de acuerdo conmigo fuera Vázquez, tan dueño de la verdad en ese poquito espacio de poder que le dejaron. Algo me decía que no pudo elegir. ¿Quién puede?

A veinticuatro horas del plazo debía apurar el trabajo. Quizás en un descuido sacarle la libretita o inventar algo. No encontraba la forma de llegar a ella. Además ¿por qué? Sí, ¿por qué? A lo mejor por haber andado siempre por donde no me propuse o porque yo también fui ganada por la curiosidad y eso es difícil de combatir. Al menos nunca pude.

—Tengo hecha de hace años una crítica al Martín Fierro —¡Qué infantil resultó el pretexto para invitarme a la casa! Esa sería la mía.

Más allá de querer demostrar su prolijidad en la crítica lo fundamental era que había ganado en dos días lo que nadie logró en años: ir a la casa de Vázquez. Aunque se tratara de un trabajo crítico a otro autor que no fuera Hernández, igualmente hubiera tomado distancia antes de aceptar o no sus posiciones. Invariablemente entendí que los críticos no se ubican en la mentalidad y sentir de un autor, de un creador. Por el contrario, ellos tienen esquemas definitivos sobre esto y aquello, y lo peor, velan permanentemente al escritor que llevan dentro. A pesar de que intuía que no era ésa la situación de Vázquez, que alguna vez habría intentado crear, no destruir.

—No hay nada nuevo en literatura. Nadie puede ser original —decía mientras encendía la luz del comedor. Un ambiente pequeño rodeado de libros. Junto al ángulo de la ventana una mesa cuadrada cubierta de diarios y sillas de esterilla gastadas. Ahí terminaba el departamento, eso era todo. Nos sentamos frente a frente y comenzó a leer la crítica al Martín Fierro. Aguanté diez minutos, corté su lectura reprochándole lo agraviante del texto y la falta de respeto para conmigo, conociéndome la posición frente a la obra. Se habrá sentido muy mal porque intentó arreglar la situación ofreciéndome café, a lo que respondí que prefería mate y al instante puso a calentar una pava de agua. Jamás hubiera sospechado que Vázquez tomaba mate. En fin, no estaba tan mal, metió un tango de fondo y se puso a cebar con esmero, lo hacía bastante bien. Faltaba algo, sí, la comunicación acostumbrada al matear, pero era pretender demasiado: el hombre estaba muy lejos de mi gente y a ellos los elegí, pero a él, no. A pesar de que a esa altura dudaba de no ser absoluta responsable de las cosas por ocurrir.

Se deshacía en mil excusas, que no había sido su intención, que en definitiva cada uno es dueño de pensar como más le gusta y que no imaginó que tomaría las cosas así. Al rato apunté a su amor propio preguntándole:

—Además de las críticas, ¿escribió algo suyo alguna vez?

—Todos los trabajos son míos —contestó con turbación.

—Y bueno —le dije—, me refiero a algo propio aparte de criticar lo de los demás.

Silencio. Levantó la vista hacia el último estante de la biblioteca de donde asomaban unas carpetas amarillas, aparentemente viejas. Las señaló con un movimiento de cabeza como diciendo allí estoy yo. Pedí ver sus carpetas. Pensé en poesías amatorias de largos padecimientos o laberintos en los que la pareja se pierde para no encontrarse nunca. Hacía esfuerzos tremendos por no tutearme, por no leerme sus cosas. Hasta que tomé valor y yo misma insistí que lo hiciera, que era una forma de conocerlo más.

—Eso no vale porque vos escribís y nunca me leíste nada. Otra gente leyó tus cosas.

“Vos”. “Leíste”. La cosa se ponía fea.

Eso que parecía una guía de teléfonos, tan amarilla y llena de tierra, con alguna diminuta e invisible pulga de papel, resumía la otra vida de Vázquez. No eran, como pensé, sólo poemas. Había cuentos, capítulos de una novela sin terminar. ¡Cuántos padecimientos personales por gestar una criatura que hinchó el vientre y no salió jamás, desconocida a pesar de las fuertes contracciones! ¿Qué pasó?, pregunté al oír un relato metafísico de esos que por el treinta y cinco o treinta y ocho pretendieron imitar a los surrealistas quedando en abstracciones.

—Cosas de la vida —extinguido su gesto sobrador, se lo veía viejo.

Hablaba con dificultad y muy rápido:

—Que no me olvido de los culpables, los que me humillaron, lo que cuestionaron, los... —era todo muy confuso, mezclaba sus antiguos sufrimientos con un encono especial, parecía un actor ensayando por última vez una escena repetida.

—Él es el peor de todos —no tardé en darme cuenta a quién se refería y aclaró más cosas al decirme: —¿Te das cuenta? Hace diez años me dijo: “Esto le dejará tiempo para sus cosas”. Mis cosas... —Fui cruel sin proponérmelo al darle mi punto de vista sobre la imaginación, explicándole que era lo más interno e inviolable de un ser, pero era tarde, no podía oírme, puestos en marcha los fantasmas no le daban tregua.

—Es un canalla. Me manda recomendados para favorecer en la crítica. Ah, pero él no sabe que... —todo intento de volver a Vázquez a la normalidad hubiera sido inútil, lloraba hipando, encerrado en sí. Y como una es una hasta con el enemigo, la libretita en mi mano fue un objeto más de los que había en el departamento. ¿Total, qué tenía anotado en ella? Trozos de cuentos, esbozos, proyectos, muchos proyectos. Eso era Vázquez: un proyecto que había nacido muerto y que a su vez tenía la capacidad de matar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario