"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

viernes, 15 de julio de 2011

Una historia de fantasmas. Juan José Millás.

Cuando mi padre murió, encontré en uno de los cajones de su mesa de trabajo una caja de fósforos sin estrenar, aunque tenía 40 años o más. Me impresionó. Creo que el destino de los fósforos es arder como el de las estrellas apagarse. Aquellas cerillas, que habían escapado a su destino fatal, caían ahora en mis manos para crearme un dilema. Al principio supuse que sus cabezas estarían caducadas y que ya habrían perdido, en consecuencia, su oportunidad de arder. Pero luego pensé que quizá no, y que en tal caso yo era el instrumento del destino para que cumplieran su ciclo. Durante varios días jugué con la idea de encenderlas, pero siempre desistía por miedo, supongo, a que funcionaran, o quizá a que no funcionaran. Ninguna de las dos posibilidades resultaba tranquilizadora.

Anoche se fue la luz en casa. Estaba yo solo y no tenía con qué alumbrarme. Tras un rato de espera, me acordé de la caja de cerillas de mi padre y la busqué a tientas entre los objetos que llenan mi mesa de trabajo. Con el corazón en la garganta, saqué una y la froté sobre la lija. En seguida saltó una llamarada que tras estabilizarse empezó a alumbrar el espacio. Lo raro es que lo que se veía a su luz no era mi despacho, sino el de mi padre. Asombrado, mientras el rabo de la cerilla se consumía, vi cada uno de los rincones de aquella habitación en la que de pequeño tenía prohibida la entrada. Con el halo mortuorio característico del resplandor de los fósforos, observé la mesa sobre la que trabajaba mi padre, llena, por cierto, de fetiches también, como la mía, y un trozo de la raída alfombra llena de quemaduras de las colillas de tabaco. Me pareció que al fondo de la habitación había una figura (¿mi madre?), que no llegué a distinguir bien porque la cerilla me quemó los dedos y hube de arrojarla al suelo, aunque no sabría decir sobre qué alfombra cayó, si sobre la de mi padre o la mía.

Cuando dudaba si encender o no la segunda, volvió el fluido eléctrico y decidí que no. Al poco, regresó mi mujer y me preguntó qué me había pasado.

—Parece que has visto un fantasma.

No le dije que lo había visto, en efecto, o que yo había sido el fantasma de una realidad alumbrada por las cerillas de mi padre. Llevo desde ayer intentando evocar la figura borrosa que se veía al fondo de la habitación. Era una mujer, desde luego, pero quizá no era mi madre. Es más: no lo era, pues la habría reconocido en seguida. ¿De quién se trataba, pues? Creo que no podré averiguarlo hasta que se vaya de nuevo la luz y pueda encender, con esa coartada moral, otra cerilla.

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