Era de Chipre el escultor Pigmalión, artista que no gustaba de las mujeres porque según consideraba, éstas eran imperfectas y pasibles de muchas críticas. Y tan convencido estaba del acierto de su opinión que resolvió no casarse nunca y pasar el resto de su vida sin compañía femenina.
Pero, como no soportaba la completa soledad, el artista chipriota esculpió una estatua de marfil tan bella y perfecta como ninguna mujer verdadera podría serlo. La llamó Galatea y de tanto admirar su propia obra, terminó enamorándose de ella. le llegó a comprar las más bellas ropas, joyas y flores: los regalos mas caros. Todos los días pasaba horas y horas contemplándola, y de cuando en cuando besaba tiernamente los labios fríos e inmóviles. Tal vez hubiera vivido hasta el fin de sus días ese amor silencioso, de no ser por la intervención de Venus que era objeto de intenso culto en la isla donde vivía Pigmalión. En su homenaje se celebraban las más pomposas ceremonias y los más ricos sacrificios, y su templo de Pafos era el más importante de los santuarios venusinos de todo el mundo helénico.
En una de esas fiestas, según cuenta el poeta Ovidio, el escultor estuvo presente. También ofreció sacrificios y elevó al cielo sus ardorosas suplicas: “A vosotros ¡oh dioses!, a quienes todo es posible os suplico que me deis por esposa” –no se atrevió a decir mi virgen de marfil- “una doncella que se parezca a mi virgen de marfil.
Atenta , la diosa del amor escuchó el pedido, y para mostrar a Pigmalión que estaba dispuesta a atenderlo, hizo elevar la llama del altar del escultor tres veces más alto que las de los otros altares. pero el infeliz artista no comprendió el significado de la señal. Salió del santuario, y entristecido, tomó el camino de su casa. Al llegar fue a contemplar de nuevo la estatua perfecta. Y después de horas y horas de muda contemplación la besó en los labios. Tuvo entonces una sorpresa: en vez de frío marfil, encontró una piel suave y una boca ardiente. A un nuevo beso, la estatua despertó y adquirió vida, transformándose en una bella mujer real que se enamoró perdidamente del creador.
Para completar la felicidad del artista, Venus propició la unión y le garantizó la fertilidad. Del casamiento nació un hijo, Pafo, que tuvo la dicha de legar su nombre a la ciudad consagrada a la diosa que había nacido alrededor del santuario dedicado al numen de la atracción universal.
Oh, Pigmalión, misógino tronante,
que a la dulce mujer aborreciste
al no hallar nunca aquella que creiste
pudiese ser tu esposa y fiel amante.
Y solo con tus manos, arrogante,
en nacarado mármol esculpiste
la más bella mujer que jamás viste
con cuerpo más fulgente que el diamante.
Mas aunque la belleza le sobró,
la hermosa Galatea carecía
del alma que el gran Zeus no le dió.
Afrodita, al mirar la obra baldía,
del dolor del humano se apiadó
colmándola de vida y poesía.
"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"
jueves, 26 de abril de 2012
martes, 24 de abril de 2012
CAPERUCITA ROJA, LA AUDACIA DE VIVIR.
Por Mercedes Carreira (*)
Todos conocemos a la tierna niña de la caperuza roja que tiene que cruzar el bosque para visitar a su abuelita enferma y… allí comienza la historia. Hay que salir de casa, nadie lo duda, lo importante es cómo estamos preparadas para caminar por el bosque.
Alguna vez te preguntaste ¿por qué este cuento sigue tan presente en nuestras vidas? ¿Por qué las editoriales lo editan una y otra vez? ¿Por qué nos gusta contárselo a nuestros hijos y nietos? ¿Por qué muchos escritores contemporáneos sienten necesidad de reescribirlo? Tal vez porque se podría titular Caperucita o cómo hallar la audacia de vivir, ésta frase puede sintetizar su mensaje (o al menos uno de ellos).
Vivir es salir al mundo (no quedarse encerrada en el cascarón) y enfrentarlo. El cuento de Perrault (donde no aparece el leñador para sacar a Caperucita de la panza del lobo) expresa, con notoria transparencia, la intención que tiene el autor de advertir a las niñas y mujeres jóvenes sobre los peligros que pueden encontrarse en las espesuras del bosque (la vida). Y lo mismo ocurre con la versión de los hermanos Grimm. Ambas muestran las consecuencias de exponerse a los peligros, a la maldad, sin haber sido advertida y/o estar preparada para eso.
En la versión de los Grimm, la madre de Caperucita le dice a la niña: “Ve antes de que haga calor, y al caminar pórtate muy bien y no te apartes del sendero, porque podrías caerte y se rompería la botella y la abuela se quedaría sin nada. Y cuando entres en su habitación no olvides decir ‘buenos días’, y no te pongas a husmear por todos los rincones…”. Parecería que lo importante es no romper la botella, decir “buenos días” y no ser curiosa. Ella cree que con eso le ha dado a su hija las recomendaciones necesarias para que evite los peligros del mundo exterior. Sin embargo, esas advertencias parecen acertijos más que consejos precisos para protegerla y la colocan en el papel de víctima, de “pobre Caperucita no sabía lo que le esperaba” al afrontar lo salvaje desconocido del bosque.
Algunos autores sostienen que estos cuentos señalan el peligro que existe en mantenerse “inocente” al caminar por la vida. En lo personal, creo que el peligro no radica en mantenerse “inocente” sino en permanecer ignorante de la realidad. La amenaza no reside en la ingenuidad o la inexperiencia, sino en el desconocimiento, en no contar con las herramientas elementales para identificar los peligros del bosque.
Si a las niñas se les explicara con claridad qué les espera, estarían alertas, podrían tener un “oído” crítico, sacar conclusiones, prever situaciones, evaluar riesgos… habría menos víctimas, menos abusos y violaciones. Porque la inocencia es positiva, está cargada de curiosidad, y la curiosidad nos invita a explorar el mundo, para descubrir nuevos espacios y personas. La curiosidad es sana, nos ayuda a crecer en experiencia, conocimientos y sabiduría; nos induce a ser audaces.
En contraste con esos dos relatos, durante el siglo XX y el actual se escribieron versiones en las que Caperucita no tiene nada de ingenua; incluso en algunas historias participa de las maldades, excesos y corrupciones de quienes habitan el “bosque”. Estas caperucitas
hiperconscientes pueden defenderse de los peligros que las acechan y salir indemnes al atravesar las densidades del bosque (también, son capaces de despojarse del papel de víctima, revertir la historia y sin remordimientos se transforman en victimario) porque “alguien” las alertó, aunque no aparezca un personaje que dé consejos, ellas sabencuidarse.
Tanto en las versiones tradicionales como en las transgresoras actuales, el relato apunta a buscar y acrecentar la fortaleza, lucidez y templanza, que se desprende del conocimiento. La audacia de vivir se consigue a partir de certezas y seguridades internas. De lo contrario, las dudas, las vaguedades, la ignorancia, nos inducen a replegarnos y nos llevan hacia la cobardía de vivir.
Algunas preguntas que pueden surgir son: ¿Qué consejos me dieron? ¿Fueron útiles? ¿Cómo salgo al “bosque”? ¿Tengo recursos para enfrentarme con lo desconocido salvaje? ¿Los consejos que doy son acertijos? ¿Mis consejos son herramientas?
Lo primordial es saber que somos humanos, y “errar es humano”, por eso debemos entrenarnos en observar el escenario por donde caminamos o vamos a caminar. Los errores nos aportan una lección; son fuente de sabiduría.
Sin importar la edad que tengamos, reflexionemos, porque día a día salimos al “bosque”, donde enfrentamos desafíos que pueden “devorarnos” o transformarse en una de las mejores experiencias de nuestras vidas que nos alentará a ser audaces para vivir.
(*) Coordinadora de los Talleres de Escritura Creativa y Autoconocimiento “Había una vez…”.
Todos conocemos a la tierna niña de la caperuza roja que tiene que cruzar el bosque para visitar a su abuelita enferma y… allí comienza la historia. Hay que salir de casa, nadie lo duda, lo importante es cómo estamos preparadas para caminar por el bosque.
Alguna vez te preguntaste ¿por qué este cuento sigue tan presente en nuestras vidas? ¿Por qué las editoriales lo editan una y otra vez? ¿Por qué nos gusta contárselo a nuestros hijos y nietos? ¿Por qué muchos escritores contemporáneos sienten necesidad de reescribirlo? Tal vez porque se podría titular Caperucita o cómo hallar la audacia de vivir, ésta frase puede sintetizar su mensaje (o al menos uno de ellos).
Vivir es salir al mundo (no quedarse encerrada en el cascarón) y enfrentarlo. El cuento de Perrault (donde no aparece el leñador para sacar a Caperucita de la panza del lobo) expresa, con notoria transparencia, la intención que tiene el autor de advertir a las niñas y mujeres jóvenes sobre los peligros que pueden encontrarse en las espesuras del bosque (la vida). Y lo mismo ocurre con la versión de los hermanos Grimm. Ambas muestran las consecuencias de exponerse a los peligros, a la maldad, sin haber sido advertida y/o estar preparada para eso.
En la versión de los Grimm, la madre de Caperucita le dice a la niña: “Ve antes de que haga calor, y al caminar pórtate muy bien y no te apartes del sendero, porque podrías caerte y se rompería la botella y la abuela se quedaría sin nada. Y cuando entres en su habitación no olvides decir ‘buenos días’, y no te pongas a husmear por todos los rincones…”. Parecería que lo importante es no romper la botella, decir “buenos días” y no ser curiosa. Ella cree que con eso le ha dado a su hija las recomendaciones necesarias para que evite los peligros del mundo exterior. Sin embargo, esas advertencias parecen acertijos más que consejos precisos para protegerla y la colocan en el papel de víctima, de “pobre Caperucita no sabía lo que le esperaba” al afrontar lo salvaje desconocido del bosque.
Algunos autores sostienen que estos cuentos señalan el peligro que existe en mantenerse “inocente” al caminar por la vida. En lo personal, creo que el peligro no radica en mantenerse “inocente” sino en permanecer ignorante de la realidad. La amenaza no reside en la ingenuidad o la inexperiencia, sino en el desconocimiento, en no contar con las herramientas elementales para identificar los peligros del bosque.
Si a las niñas se les explicara con claridad qué les espera, estarían alertas, podrían tener un “oído” crítico, sacar conclusiones, prever situaciones, evaluar riesgos… habría menos víctimas, menos abusos y violaciones. Porque la inocencia es positiva, está cargada de curiosidad, y la curiosidad nos invita a explorar el mundo, para descubrir nuevos espacios y personas. La curiosidad es sana, nos ayuda a crecer en experiencia, conocimientos y sabiduría; nos induce a ser audaces.
En contraste con esos dos relatos, durante el siglo XX y el actual se escribieron versiones en las que Caperucita no tiene nada de ingenua; incluso en algunas historias participa de las maldades, excesos y corrupciones de quienes habitan el “bosque”. Estas caperucitas
hiperconscientes pueden defenderse de los peligros que las acechan y salir indemnes al atravesar las densidades del bosque (también, son capaces de despojarse del papel de víctima, revertir la historia y sin remordimientos se transforman en victimario) porque “alguien” las alertó, aunque no aparezca un personaje que dé consejos, ellas sabencuidarse.
Tanto en las versiones tradicionales como en las transgresoras actuales, el relato apunta a buscar y acrecentar la fortaleza, lucidez y templanza, que se desprende del conocimiento. La audacia de vivir se consigue a partir de certezas y seguridades internas. De lo contrario, las dudas, las vaguedades, la ignorancia, nos inducen a replegarnos y nos llevan hacia la cobardía de vivir.
Algunas preguntas que pueden surgir son: ¿Qué consejos me dieron? ¿Fueron útiles? ¿Cómo salgo al “bosque”? ¿Tengo recursos para enfrentarme con lo desconocido salvaje? ¿Los consejos que doy son acertijos? ¿Mis consejos son herramientas?
Lo primordial es saber que somos humanos, y “errar es humano”, por eso debemos entrenarnos en observar el escenario por donde caminamos o vamos a caminar. Los errores nos aportan una lección; son fuente de sabiduría.
Sin importar la edad que tengamos, reflexionemos, porque día a día salimos al “bosque”, donde enfrentamos desafíos que pueden “devorarnos” o transformarse en una de las mejores experiencias de nuestras vidas que nos alentará a ser audaces para vivir.
(*) Coordinadora de los Talleres de Escritura Creativa y Autoconocimiento “Había una vez…”.
domingo, 22 de abril de 2012
EL MITO DE ARACNE
Aracne, hija del tintorero Idmón, era una joven famosa por su innegable habilidad para el tejido y el bordado. Tanta era su pericia en tales artes que, según cuenta la leyenda, hasta las ninfas del bosque y de las aguas abandonaban sus florestas para contemplar arrobadas como la joven tejedora remojaba en tinturas sus telas, entrelazaba luego los hilos y, finalmente, con sus primorosas manos componía espléndidos tapices.
Su prestigio era tal, que se sospechaba que era discípula de la propia Atenea, diosa de la sabiduría y maestra de las hiladoras, y así se lo refirió una de las ninfas que acudía a ver su labor:
- Tuvo que ser Atenea quien te concediera tan maravilloso don.
Pero Aracne, además de gran tejedora, era muy orgullosa, y no podía soportar que su arte fuese atribuido a nadie que no fuese ella misma, de modo que, replicando a la ninfa, se atrevió a retar a la propia diosa:
- ¡Atenea no me ha enseñado nada! Todo cuanto sé lo aprendí yo sola.... Y si Atenea quiere competir conmigo, que venga y lo haga, así sabremos quién es la mejor.
Horrorizadas, las ninfas se cubrieron los ojos, no pudiendo entender cómo una simple mortal se atrevía a desafiar a toda una diosa del Olimpo.
Cuando Atenea se enteró del desafío, montó en cólera y se apresuró a visitar a la bordadora, adoptando para ello la forma de una anciana coja y de grises cabellos. Camuflada de esa guisa, acudió al telar de la orgullosa joven y le aconsejó ser más modesta, así como tener más respeto y consideración hacia los dioses:
- Si yo estuviera en tu lugar. -dijo con la voz de la anciana que disimulaba su verdadera apariencia y apuntando a Aracne con su dedo huesudo-, no me mostraría tan engreída con la poderosa Atenea y le pediría humildemente que te perdonase por tu arrogancia.
Pero Aracne no estaba para monsergas y se enfrentó con insolencia a la renqueante anciana, a quien respondió con insultos y menosprecios:
- Ridícula vieja, ¿quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Si Atenea es la mitad de poderosa de lo que dicen, que venga aquí y lo demuestre tejiendo bordados mejores que los míos.
Atenea se enfadó entonces de veras, descubriéndose ante la soberbia joven, a quien, despojada de su disfraz, mostró su auténtica personalidad divina:
- Aquí estoy. Yo soy Atenea. Veamos ahora quién es la mejor.
Aracne enrojeció por la vergüenza y el temor, pero aun así mantuvo su desafío:
- Está bien. Comprobémoslo.
Atenea le lanzó una mirada de fuego. Tras los árboles, las ninfas contemplaban estupefactas la escena. Diosa y mujer se lanzaron entonces a mostrar sus habilidades con el telar. Los dedos de ambas se movían a toda velocidad, dejando entrever con los hilos verdaderos arcos iris de todos los colores: dorados, carmesíes, violetas....
Finalizada la prueba, ambas mostraron sus respectivas obras. En el tapiz de la diosa, mágicamente bordado, estaban representados los doce dioses principales del Olimpo en toda su grandeza y majestad. Además, para advertir a la muchacha, mostró cuatro episodios ejemplificando las derrotas que sufrían los humanos que desafiaban a los dioses.
Pero el tapiz de Aracne, festoneado por una primorosa franja de flores y yedra, mostraba además de a los dioses y diosas, muchas de sus aventuras lúdicas y amorosas en la Tierra, como, entre otras, el rapto de Europa por Zeus o la aventura de este último con Dánae. La obra era perfecta, tanto que las ninfas se quedaron maravilladas al contemplarlo. Verdaderamente, su tapiz era más magistral que el de Atenea. Incluso la propia Envidia, presente también en la lid, llegó a decir tras observarlo:
- No aprecio ningún defecto en tu obra.
Despechada por su derrota, Atenea sintió cómo la ira la desbordaba, de modo que tomó su lanza y rasgó el tapiz de Aracne, destrozándolo en mil pedazos, y luego continuó golpeando sin compasión a la propia Aracne, quien llena de oprobio y humillación salió de allí y trató de poner fin a su vida ahorcándose.
Sin embargo, Palas Atenea no permitió que muriera, pues la tenía reservado algo peor:
- No morirás, Aracne, sino que permanecerás colgada para siempre.
En ese momento, el cabello, nariz y orejas de la joven desaparecieron, su cabeza quedó reducida al tamaño mínimo y el resto del cuerpo quedó convertido en un vientre gigantesco. La diosa permitió, no obstante, que sus dedos pudieran seguir tejiendo, y de este modo Aracne, la primera araña de la tierra, continuó tejiendo por toda la eternidad.
Su prestigio era tal, que se sospechaba que era discípula de la propia Atenea, diosa de la sabiduría y maestra de las hiladoras, y así se lo refirió una de las ninfas que acudía a ver su labor:
- Tuvo que ser Atenea quien te concediera tan maravilloso don.
Pero Aracne, además de gran tejedora, era muy orgullosa, y no podía soportar que su arte fuese atribuido a nadie que no fuese ella misma, de modo que, replicando a la ninfa, se atrevió a retar a la propia diosa:
- ¡Atenea no me ha enseñado nada! Todo cuanto sé lo aprendí yo sola.... Y si Atenea quiere competir conmigo, que venga y lo haga, así sabremos quién es la mejor.
Horrorizadas, las ninfas se cubrieron los ojos, no pudiendo entender cómo una simple mortal se atrevía a desafiar a toda una diosa del Olimpo.
Cuando Atenea se enteró del desafío, montó en cólera y se apresuró a visitar a la bordadora, adoptando para ello la forma de una anciana coja y de grises cabellos. Camuflada de esa guisa, acudió al telar de la orgullosa joven y le aconsejó ser más modesta, así como tener más respeto y consideración hacia los dioses:
- Si yo estuviera en tu lugar. -dijo con la voz de la anciana que disimulaba su verdadera apariencia y apuntando a Aracne con su dedo huesudo-, no me mostraría tan engreída con la poderosa Atenea y le pediría humildemente que te perdonase por tu arrogancia.
Pero Aracne no estaba para monsergas y se enfrentó con insolencia a la renqueante anciana, a quien respondió con insultos y menosprecios:
- Ridícula vieja, ¿quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Si Atenea es la mitad de poderosa de lo que dicen, que venga aquí y lo demuestre tejiendo bordados mejores que los míos.
Atenea se enfadó entonces de veras, descubriéndose ante la soberbia joven, a quien, despojada de su disfraz, mostró su auténtica personalidad divina:
- Aquí estoy. Yo soy Atenea. Veamos ahora quién es la mejor.
Aracne enrojeció por la vergüenza y el temor, pero aun así mantuvo su desafío:
- Está bien. Comprobémoslo.
Atenea le lanzó una mirada de fuego. Tras los árboles, las ninfas contemplaban estupefactas la escena. Diosa y mujer se lanzaron entonces a mostrar sus habilidades con el telar. Los dedos de ambas se movían a toda velocidad, dejando entrever con los hilos verdaderos arcos iris de todos los colores: dorados, carmesíes, violetas....
Finalizada la prueba, ambas mostraron sus respectivas obras. En el tapiz de la diosa, mágicamente bordado, estaban representados los doce dioses principales del Olimpo en toda su grandeza y majestad. Además, para advertir a la muchacha, mostró cuatro episodios ejemplificando las derrotas que sufrían los humanos que desafiaban a los dioses.
Pero el tapiz de Aracne, festoneado por una primorosa franja de flores y yedra, mostraba además de a los dioses y diosas, muchas de sus aventuras lúdicas y amorosas en la Tierra, como, entre otras, el rapto de Europa por Zeus o la aventura de este último con Dánae. La obra era perfecta, tanto que las ninfas se quedaron maravilladas al contemplarlo. Verdaderamente, su tapiz era más magistral que el de Atenea. Incluso la propia Envidia, presente también en la lid, llegó a decir tras observarlo:
- No aprecio ningún defecto en tu obra.
Despechada por su derrota, Atenea sintió cómo la ira la desbordaba, de modo que tomó su lanza y rasgó el tapiz de Aracne, destrozándolo en mil pedazos, y luego continuó golpeando sin compasión a la propia Aracne, quien llena de oprobio y humillación salió de allí y trató de poner fin a su vida ahorcándose.
Sin embargo, Palas Atenea no permitió que muriera, pues la tenía reservado algo peor:
- No morirás, Aracne, sino que permanecerás colgada para siempre.
En ese momento, el cabello, nariz y orejas de la joven desaparecieron, su cabeza quedó reducida al tamaño mínimo y el resto del cuerpo quedó convertido en un vientre gigantesco. La diosa permitió, no obstante, que sus dedos pudieran seguir tejiendo, y de este modo Aracne, la primera araña de la tierra, continuó tejiendo por toda la eternidad.
lunes, 16 de abril de 2012
LAS RUINAS CIRCULARES. JORGE LUIS BORGES
And if he left off dreaming about you.
. .
Through the Looking-Glass,
VI
Nadie lo vio desembarcar en la
unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero
a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su
patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco
violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y
donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango,
repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le
dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto
circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color
del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los
incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe
honor de los hombres.
El forastero se tendió bajo el
pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían
cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino
por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería
su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado
estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses
incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la
medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies
descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región
habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia.
Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y
se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era
imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con
integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había
agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio
nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le
convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo
visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de
subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran
pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y
soñar.
Al principio, los sueños eran
caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba
en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo
incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los
últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran
del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía,
de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con
entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría
a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo
real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus
fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas
perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera
participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió
con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con
pasividad su doctrina y si de aquellos que arriesgaban, a veces, una
contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto,
no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco
más.
Una tarde (ahora también las tardes
eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer)
licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno.
Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que
repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca
eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones
particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe
sobrevino.
El hombre, un día, emergió del sueño
como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto
confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo
el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar
la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil,
veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar
el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se
deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los
viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar
la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más
arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden
superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que
amonedar el viento sin cara.
Comprendió que un fracaso inicial era
inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al
principio y buscó otro método de trabajo Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a
la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda
premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del
día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para
reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la
tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció
las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó
con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto,
del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano
aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas
noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a
atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo
vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos.
La noche catorcena rozó la arteria
pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El
examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el
corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los
órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo
innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un
mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche
tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los
demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y
elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago
habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se
arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes
de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un
tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó
con la estatua.
La soñó viva, trémula: no era un
atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y
también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su
nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le
habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma
soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador,
lo pensaran un hombre de carne y hueso.
Le ordenó que una vez instruido en
los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten
aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En
el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes.
Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del
universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el
pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada días las horas dedicadas al
sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo
inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido. . . En general,
sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi
hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá
si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a
la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día,
flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez
más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para
nacer—y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro
templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable
selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para
que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años
de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron
empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba
ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba
idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o
soñaba como lo hacen todos los hombres.
Percibía con cierta palidez los
sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones
de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una
suerte de éxtasis.
Al cabo de un tiempo que ciertos
narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo
despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de
un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no
quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de
todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su
hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por
atormentarlo.
Temió que su hijo meditara en ese
privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro.
No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación
incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado
(que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago
temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por
rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue
brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga
sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el
Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las
humaredas que herrumbraron el metal de las noches, después la fuga pánica de las
bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos.
Las ruinas del santuario del dios
del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio
cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó
refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su
vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos
no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin
combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también
era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
(De «El jardín de senderos que se bifurcan», 1941)
EL MITO DE ORFEO Y EURÍDICE
Orfeo es uno de los héroes griegos más conocidos, músico, poeta, filósofo, amante y protagonista de diferentes historias que han pasado de boca en boca desde los Días Antiguos hasta la actualidad, a través de los siglos y los siglos.
Aunque hay quien le da la paternidad a Eagro, rey de Tracia, muchos otros coinciden en que era hijo del mismo Apolo, fruto de una de sus aventuras con la musa Calíope. Esto explicaría sus tendencias artísticas desde la infancia, y su asociación con el sol, símbolo de su padre. También se cuenta que fue éste quien le regaló su primera lira, instrumento musical de siete cuerdas a las que Orfeo añadió dos más para que fueran nueve, como las musas.
Cuentan que cuando Orfeo tocaba no sólo los hombres, animales y dioses se quedaban embelesados escuchándole, sino que incluso la Madre Naturaleza detenía su fluir para disfrutar de sus notas, y que así, los ríos, plantas y hasta las rocas escuchaban a Orfeo y sentían la música en su interior, animando su esencia. Más de una vez este mágico don le ayudó en sus viajes, como cuando acompañó a los Argonautas y su canto pudo liberarles de las Sirenas, o pudo dormir al dragón guardián del vellocino de oro. Pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión...
Además de músico y poeta, Orfeo fue un viajero ansioso por conocer, por aprender... estuvo en Egipto y aprendió de sus sacerdotes los cultos a Isis y Osiris, y se empapó de distintas creencias y tradiciones. Fue un sabio de su tiempo.
Con tantas cualidades, no era de extrañar que las mujeres le admiraran y que tuviera no pocas pretendientes. Eran muchas las que soñaban con yacer junto a él y ser despertadas con una dulce melodía de su lira al amanecer. Muchas que querían compartir su sabiduría, su curiosidad, su vitalidad.
Pero sólo una de ellas llamó la atención de nuestro héroe, y no fue otra que Eurídice, quien seguramente no era tan atrevida como otras y puede que tampoco tan hermosa... pero el amor es así, caprichoso e inesperado, y desde que la vio, la imagen de su tierna sonrisa, de su mirada brillante y transparente, se repetían en la mente de Orfeo, que no dudó en casarse con ella. Zeus, reconociendo el valor que había demostrado en muchas de sus aventuras, le otorgó la mano de su ninfa, y vivieron juntos muy felices, disfrutando de un amor que se dice que fue único, tierno y apasionado como ninguno.
Pero no hay felicidad eterna, pues si la hubiera, acabaríamos olvidando la tristeza, y la felicidad perdería su sentido... y también en esta ocasión sobrevino la tragedia.
Quiso el destino que el pastor Aristeo quedara también prendado de Eurídice, y que un día en que ésta paseaba por sus campos, el pastor olvidara todo respeto atacándola para hacerla suya. Nuestra ninfa corrió para escaparse, con tan mala fortuna que en la carrera una serpiente venenosa mordió su pie, inoculándole el veneno y haciendo que cayera muerta sobre la hierba.
No hubo lágrimas suficientes para consolar el dolor de Orfeo, y una noche de las muchas que pasó en vela llorando a su amada, decidió que si hacía falta, descendería él mismo a los infiernos de Hades para reclamar a Eurídice. Fue un viaje duro, tuvo que enfrentarse al guardián de las puertas de los Infiernos, Kancerbero, quien a punto estuvo de atacar pero que finalmente respondió a la música de Orfeo como otros tantos animales habían hecho anteriormente. Así fue como nuestro músico se internó en el submundo, sin cesar de tocar y de cantar su tristeza.
Cuentan que el mismo Hades se detuvo a escucharle, que las torturas se interrumpieron, que todos encontraron un momento de paz en la visita de Orfeo. Sísifo, condenado a subir una piedra hasta la cumbre de la montaña una y otra vez, detuvo su marcha; los buitres que torturaban a Prometeo desgarrando sus entrañas se posaron en el suelo y Tántalo, quien jamás podría saciar su hambre o su sed, rompió a llorar olvidando sus necesidades. Y los Señores del Infierno, Hades y Perséfone, quedaron conmovidos por la belleza del canto de Orfeo.
Así, decidieron devolver a la vida terrenal a Eurídice, con la condición de que ésta caminase detrás de Orfeo en el viaje de vuelta al mundo de los vivos, y que éste no mirase atrás ni una sola vez hasta que no estuvieran en la superficie. Y ambos emprendieron la marcha.
El viaje fue difícil, lleno de penurias. Si la bajada al Hades había costado, el ascenso fue aún peor. Eurídice seguía herida y débil, y las sombras se cernían sobre ellos amenazadoras, el frío se colaba en sus huesos, los tropiezos eran cada vez más frecuentes. A punto ya de llegar a la salida, cuando los primeros rayos de luz traspasaron las sombras, Eurídice dejó escapar un suspiro aliviada, y Orfeo olvidó la orden de Hades y miró hacia atrás por un instante. Entonces su amada empezó a desvanecerse, pues la condición impuesta había sido violada, y aunque Orfeo se lanzó sobre ella en un abrazo que la retuviera, no fue más que aire lo que estrechó entre sus brazos.
Orfeo intentó entonces descender de nuevo al Hades, pero Caronte, el barquero de la laguna Estigia, le negó la entrada, y ambos apenas pudieron despedirse con una mirada a través de las aguas. Y aunque esperó Orfeo siete días con sus siete noches en el margen del lago, acabó viendo que era demasiado tarde para enmendar su error, y marchó a vagabundear por los desiertos, sin apenas probar bocado, acompañado sólo por su lira y su música.
Tiempo después, Orfeo tendría un triste final, y acabaría siendo descuartizado y los trozos de su cuerpo, divididos y esparcidos. Su cabeza les llegó a las Musas a la costa de Lesbos, navegando por el río, según se dice, aún moviéndose sus labios llamando a Eurídice, y fue allí donde las musas la recogieron y le dieron sepultura.
Al cielo subió su música, transformándose en la constelación que lleva por nombre la Lira, que contiene la estrella Vega, una de las más brillantes del firmamento, como brillantes eran los ojos de su amada Eurídice, que tal vez siga esperándole aún en el Infierno, acompañada por el recuerdo de su canto.
Aunque hay quien le da la paternidad a Eagro, rey de Tracia, muchos otros coinciden en que era hijo del mismo Apolo, fruto de una de sus aventuras con la musa Calíope. Esto explicaría sus tendencias artísticas desde la infancia, y su asociación con el sol, símbolo de su padre. También se cuenta que fue éste quien le regaló su primera lira, instrumento musical de siete cuerdas a las que Orfeo añadió dos más para que fueran nueve, como las musas.
Cuentan que cuando Orfeo tocaba no sólo los hombres, animales y dioses se quedaban embelesados escuchándole, sino que incluso la Madre Naturaleza detenía su fluir para disfrutar de sus notas, y que así, los ríos, plantas y hasta las rocas escuchaban a Orfeo y sentían la música en su interior, animando su esencia. Más de una vez este mágico don le ayudó en sus viajes, como cuando acompañó a los Argonautas y su canto pudo liberarles de las Sirenas, o pudo dormir al dragón guardián del vellocino de oro. Pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión...
Además de músico y poeta, Orfeo fue un viajero ansioso por conocer, por aprender... estuvo en Egipto y aprendió de sus sacerdotes los cultos a Isis y Osiris, y se empapó de distintas creencias y tradiciones. Fue un sabio de su tiempo.
Con tantas cualidades, no era de extrañar que las mujeres le admiraran y que tuviera no pocas pretendientes. Eran muchas las que soñaban con yacer junto a él y ser despertadas con una dulce melodía de su lira al amanecer. Muchas que querían compartir su sabiduría, su curiosidad, su vitalidad.
Pero sólo una de ellas llamó la atención de nuestro héroe, y no fue otra que Eurídice, quien seguramente no era tan atrevida como otras y puede que tampoco tan hermosa... pero el amor es así, caprichoso e inesperado, y desde que la vio, la imagen de su tierna sonrisa, de su mirada brillante y transparente, se repetían en la mente de Orfeo, que no dudó en casarse con ella. Zeus, reconociendo el valor que había demostrado en muchas de sus aventuras, le otorgó la mano de su ninfa, y vivieron juntos muy felices, disfrutando de un amor que se dice que fue único, tierno y apasionado como ninguno.
Pero no hay felicidad eterna, pues si la hubiera, acabaríamos olvidando la tristeza, y la felicidad perdería su sentido... y también en esta ocasión sobrevino la tragedia.
Quiso el destino que el pastor Aristeo quedara también prendado de Eurídice, y que un día en que ésta paseaba por sus campos, el pastor olvidara todo respeto atacándola para hacerla suya. Nuestra ninfa corrió para escaparse, con tan mala fortuna que en la carrera una serpiente venenosa mordió su pie, inoculándole el veneno y haciendo que cayera muerta sobre la hierba.
No hubo lágrimas suficientes para consolar el dolor de Orfeo, y una noche de las muchas que pasó en vela llorando a su amada, decidió que si hacía falta, descendería él mismo a los infiernos de Hades para reclamar a Eurídice. Fue un viaje duro, tuvo que enfrentarse al guardián de las puertas de los Infiernos, Kancerbero, quien a punto estuvo de atacar pero que finalmente respondió a la música de Orfeo como otros tantos animales habían hecho anteriormente. Así fue como nuestro músico se internó en el submundo, sin cesar de tocar y de cantar su tristeza.
Cuentan que el mismo Hades se detuvo a escucharle, que las torturas se interrumpieron, que todos encontraron un momento de paz en la visita de Orfeo. Sísifo, condenado a subir una piedra hasta la cumbre de la montaña una y otra vez, detuvo su marcha; los buitres que torturaban a Prometeo desgarrando sus entrañas se posaron en el suelo y Tántalo, quien jamás podría saciar su hambre o su sed, rompió a llorar olvidando sus necesidades. Y los Señores del Infierno, Hades y Perséfone, quedaron conmovidos por la belleza del canto de Orfeo.
Así, decidieron devolver a la vida terrenal a Eurídice, con la condición de que ésta caminase detrás de Orfeo en el viaje de vuelta al mundo de los vivos, y que éste no mirase atrás ni una sola vez hasta que no estuvieran en la superficie. Y ambos emprendieron la marcha.
El viaje fue difícil, lleno de penurias. Si la bajada al Hades había costado, el ascenso fue aún peor. Eurídice seguía herida y débil, y las sombras se cernían sobre ellos amenazadoras, el frío se colaba en sus huesos, los tropiezos eran cada vez más frecuentes. A punto ya de llegar a la salida, cuando los primeros rayos de luz traspasaron las sombras, Eurídice dejó escapar un suspiro aliviada, y Orfeo olvidó la orden de Hades y miró hacia atrás por un instante. Entonces su amada empezó a desvanecerse, pues la condición impuesta había sido violada, y aunque Orfeo se lanzó sobre ella en un abrazo que la retuviera, no fue más que aire lo que estrechó entre sus brazos.
Orfeo intentó entonces descender de nuevo al Hades, pero Caronte, el barquero de la laguna Estigia, le negó la entrada, y ambos apenas pudieron despedirse con una mirada a través de las aguas. Y aunque esperó Orfeo siete días con sus siete noches en el margen del lago, acabó viendo que era demasiado tarde para enmendar su error, y marchó a vagabundear por los desiertos, sin apenas probar bocado, acompañado sólo por su lira y su música.
Tiempo después, Orfeo tendría un triste final, y acabaría siendo descuartizado y los trozos de su cuerpo, divididos y esparcidos. Su cabeza les llegó a las Musas a la costa de Lesbos, navegando por el río, según se dice, aún moviéndose sus labios llamando a Eurídice, y fue allí donde las musas la recogieron y le dieron sepultura.
Al cielo subió su música, transformándose en la constelación que lleva por nombre la Lira, que contiene la estrella Vega, una de las más brillantes del firmamento, como brillantes eran los ojos de su amada Eurídice, que tal vez siga esperándole aún en el Infierno, acompañada por el recuerdo de su canto.
jueves, 12 de abril de 2012
EL MITO DE CUPIDO Y PSIQUE. Resumen por Carlos Rafael Landi.
En una ciudad de la antigua Grecia existía un rey y una reina que tenían tres hijas. Las dos primeras eran hermosas. Para demostrar la belleza de la tercera, llamada Psique, no es posible encontrar palabras en el lenguaje humano. Tan hermosa era que sus conciudadanos, y un buen número de extranjeros, acudían a admirarla. Incluso dieron en compararla a la propia Venus, y no advirtieron que, al descuidar los ritos ofrendados a esta diosa, tal vez estaban atrayendo sobre la bella y bondadosa joven un destino funesto. Venus, la diosa que está en el origen de todos los seres, herida en su orgullo, encargó a su hijo Eros: "Haz que Psique se enamore del más horrendo de los monstruos" y, dicho esto, se sumergió en el mar con su cortejo de nereidas y delfines.
Psique, con el correr del tiempo, fue conociendo el precio amargo de su hermosura. Sus hermanas mayores se habían casado ya, pero nadie se había atrevido a pedir su mano: al fin y al cabo, la admiración es vecina del temor... Sus padres consultaron entonces al oráculo: "A lo más alto contestó del monte la llevarán, donde la desposará un ser ante el que tiembla el mismo Júpiter". El corazón de los reyes se heló, y donde antes hubo loas, todo fueron lágrimas por la suerte fatal de la bella Psique. Ella, sin embargo, avanzó decidida al encuentro de la desdicha.
Sobre un lecho de roca quedó muerta de miedo Psique, en lo alto del monte, mientras el fúnebre cortejo nupcial se retiraba. En estas que se levantó un viento, se la llevó en volandas y la depositó suavemente en un pradera cuajada en flor. Tras el estupor inicial Psique se adormeció. Al despertar, la joven vio junto al prado una fuente, y más allá un palacio. Entró en él y quedó asombrada por la factura del edificio y sus estancias; su asombro creció cuando unas voces angélicas la invitaron a comer de espléndidos platos y a acostarse en un lecho. Cayó entonces la noche, y en la oscuridad sintió Psique un rumor. Pronto supo que su secreto marido se había deslizado junto a ella. La hizo suya, y partió antes del amanecer.
Pasaron los días por la soledad de Psique, y con ellos sus noches de placer. En una ocasión su desconocido marido le advirtió: "Psique, tus hermanas querrán perderte y acabar con nuestra dicha". "Mas añoro mucho su compañía dijo ella entre sollozos. Te amo apasionadamente, pero querría ver de nuevo a los de mi sangre". "Sea ", contestó el marido, y al amanecer desapareció una vez más de entre sus brazos. De día aparecieron junto a palacio sus hermanas y le preguntaron, envidiosas, quién era su rico marido. Ella titubeó, dijo que un apuesto joven que ese día andaba de caza y, para callar su curiosidad, las colmó de joyas. Poco antes de que anocheciera, Psique tranquilizó a sus hermanas y las despidió hasta otra ocasión.
Con el tiempo, y como no podía ser de otra forma, Psique quedó encinta. Pidió entonces a su marido que hiciera llegar a sus hermanas de nuevo, ya que quería compartir con ellas su alegría. Él rezongó pero, tras cruzar parecidas razones, acabó accediendo. Al día siguiente llegaron junto a palacio sus hermanas. Felicitaron a Psique, la llenaron de besos y de nuevo le preguntaron por su marido. "Está de viaje, es un rico mercader, y a pesar de su avanzada edad..." Psique se sonrojó, bajó la cabeza y acabó reconociendo lo poco que conocía de él, aparte de la dulzura de su voz y la humedad de sus besos... "Tiene que ser un monstruo ", dijeron ellas, aparentemente horrorizadas, "la serpiente de la que nos han hablado. Has de hacer, Psique, lo que te digamos o acabará por devorarte". Y la ingenua Psique asintió.
"Cuando esté dormido, dijeron las hermanas, toma una lámpara y este cuchillo y córtale la cabeza". Enseguida partieron, y dejaron sumida a Psique en un mar de turbaciones. Pero cayó la noche, llegó con ella el amor que acostumbraba y, tras el amor, el sueño. La curiosidad y el miedo tiraban de Psique, que se revolvía entre las sábanas. Decidida a enfrentar al destino, sacó por fin de bajo la cama el cuchillo y una lámpara de aceite. La encendió y la acercó despacio al rostro de su amor dormido. Era... el propio dios Cupido, joven y esplendoroso: unos mechones dorados acariciaban sus mejillas, en el suelo el carcaj con sus flechas. La propia lámpara se avivó de admiración; la lámpara, sí, y una gota encendida de su aceite cayó sobre el hombro del dios, que despertó sobresaltado.
Al ver traicionada su confianza, Cupido se arrancó de los brazos de su amada y se alejó mudo y pesaroso. En la distancia se volvió y dijo a Psique: "Llora, sí. Yo desobedecí a mi madre Venus haciéndote mi esposa. Me ordenó que te venciera de amor por el más miserable de los hombres, y aquí me ves. No pude yo resistirme a tu hermosura. Y te amé... Que te amé, tú lo sabes. Ahora el castigo a tu traición será perderme". Y dicho esto se fue. Psique se sumergió en una profunda melancolía y se dedicó a vagar por el mundo buscando recuperar, inútilmente, el favor de los dioses: la cólera de Venus la perseguía. La diosa finalmente dio con ella, menospreció el embarazo de la joven, le dio unos cuantos sopapos y la encerró con sus sirvientas Soledad y Tristeza.
El caso es que Venus decidió someter a Psique a varias pruebas, convencida de que no podría superarlas; mas acudieron en ayuda de la joven las compasivas hormigas, las cañas de los ríos y las aves del cielo. La última prueba, en cambio, fue la más terrible: Psique bajó a los infiernos en busca de una pequeña caja que contenía la hermosura divina. En el camino de regreso, sin embargo, quiso ella misma ponerse un poco y, al abrir la caja, un sueño insoportable se abatió sobre ella. Y habría muerto, de no ser porque Cupido, su loco enamorado, acudió a despertarla: "Lleva rápidamente la cajita a mi madre, que yo intentaré arreglarlo todo" dijo, y se fue volando. En la morada de los dioses, a petición de Cupido, Zeus determinó que los amantes podían vivir juntos. Así que Hermes raptó a Psique y la llevó al cielo, donde se hizo inmortal. Y fueron juntos felices Eros y Psique y con el tiempo tuvieron una niña a la que en la tierra llamamos Voluptuosidad.
Psique, con el correr del tiempo, fue conociendo el precio amargo de su hermosura. Sus hermanas mayores se habían casado ya, pero nadie se había atrevido a pedir su mano: al fin y al cabo, la admiración es vecina del temor... Sus padres consultaron entonces al oráculo: "A lo más alto contestó del monte la llevarán, donde la desposará un ser ante el que tiembla el mismo Júpiter". El corazón de los reyes se heló, y donde antes hubo loas, todo fueron lágrimas por la suerte fatal de la bella Psique. Ella, sin embargo, avanzó decidida al encuentro de la desdicha.
Sobre un lecho de roca quedó muerta de miedo Psique, en lo alto del monte, mientras el fúnebre cortejo nupcial se retiraba. En estas que se levantó un viento, se la llevó en volandas y la depositó suavemente en un pradera cuajada en flor. Tras el estupor inicial Psique se adormeció. Al despertar, la joven vio junto al prado una fuente, y más allá un palacio. Entró en él y quedó asombrada por la factura del edificio y sus estancias; su asombro creció cuando unas voces angélicas la invitaron a comer de espléndidos platos y a acostarse en un lecho. Cayó entonces la noche, y en la oscuridad sintió Psique un rumor. Pronto supo que su secreto marido se había deslizado junto a ella. La hizo suya, y partió antes del amanecer.
Pasaron los días por la soledad de Psique, y con ellos sus noches de placer. En una ocasión su desconocido marido le advirtió: "Psique, tus hermanas querrán perderte y acabar con nuestra dicha". "Mas añoro mucho su compañía dijo ella entre sollozos. Te amo apasionadamente, pero querría ver de nuevo a los de mi sangre". "Sea ", contestó el marido, y al amanecer desapareció una vez más de entre sus brazos. De día aparecieron junto a palacio sus hermanas y le preguntaron, envidiosas, quién era su rico marido. Ella titubeó, dijo que un apuesto joven que ese día andaba de caza y, para callar su curiosidad, las colmó de joyas. Poco antes de que anocheciera, Psique tranquilizó a sus hermanas y las despidió hasta otra ocasión.
Con el tiempo, y como no podía ser de otra forma, Psique quedó encinta. Pidió entonces a su marido que hiciera llegar a sus hermanas de nuevo, ya que quería compartir con ellas su alegría. Él rezongó pero, tras cruzar parecidas razones, acabó accediendo. Al día siguiente llegaron junto a palacio sus hermanas. Felicitaron a Psique, la llenaron de besos y de nuevo le preguntaron por su marido. "Está de viaje, es un rico mercader, y a pesar de su avanzada edad..." Psique se sonrojó, bajó la cabeza y acabó reconociendo lo poco que conocía de él, aparte de la dulzura de su voz y la humedad de sus besos... "Tiene que ser un monstruo ", dijeron ellas, aparentemente horrorizadas, "la serpiente de la que nos han hablado. Has de hacer, Psique, lo que te digamos o acabará por devorarte". Y la ingenua Psique asintió.
"Cuando esté dormido, dijeron las hermanas, toma una lámpara y este cuchillo y córtale la cabeza". Enseguida partieron, y dejaron sumida a Psique en un mar de turbaciones. Pero cayó la noche, llegó con ella el amor que acostumbraba y, tras el amor, el sueño. La curiosidad y el miedo tiraban de Psique, que se revolvía entre las sábanas. Decidida a enfrentar al destino, sacó por fin de bajo la cama el cuchillo y una lámpara de aceite. La encendió y la acercó despacio al rostro de su amor dormido. Era... el propio dios Cupido, joven y esplendoroso: unos mechones dorados acariciaban sus mejillas, en el suelo el carcaj con sus flechas. La propia lámpara se avivó de admiración; la lámpara, sí, y una gota encendida de su aceite cayó sobre el hombro del dios, que despertó sobresaltado.
Al ver traicionada su confianza, Cupido se arrancó de los brazos de su amada y se alejó mudo y pesaroso. En la distancia se volvió y dijo a Psique: "Llora, sí. Yo desobedecí a mi madre Venus haciéndote mi esposa. Me ordenó que te venciera de amor por el más miserable de los hombres, y aquí me ves. No pude yo resistirme a tu hermosura. Y te amé... Que te amé, tú lo sabes. Ahora el castigo a tu traición será perderme". Y dicho esto se fue. Psique se sumergió en una profunda melancolía y se dedicó a vagar por el mundo buscando recuperar, inútilmente, el favor de los dioses: la cólera de Venus la perseguía. La diosa finalmente dio con ella, menospreció el embarazo de la joven, le dio unos cuantos sopapos y la encerró con sus sirvientas Soledad y Tristeza.
El caso es que Venus decidió someter a Psique a varias pruebas, convencida de que no podría superarlas; mas acudieron en ayuda de la joven las compasivas hormigas, las cañas de los ríos y las aves del cielo. La última prueba, en cambio, fue la más terrible: Psique bajó a los infiernos en busca de una pequeña caja que contenía la hermosura divina. En el camino de regreso, sin embargo, quiso ella misma ponerse un poco y, al abrir la caja, un sueño insoportable se abatió sobre ella. Y habría muerto, de no ser porque Cupido, su loco enamorado, acudió a despertarla: "Lleva rápidamente la cajita a mi madre, que yo intentaré arreglarlo todo" dijo, y se fue volando. En la morada de los dioses, a petición de Cupido, Zeus determinó que los amantes podían vivir juntos. Así que Hermes raptó a Psique y la llevó al cielo, donde se hizo inmortal. Y fueron juntos felices Eros y Psique y con el tiempo tuvieron una niña a la que en la tierra llamamos Voluptuosidad.
domingo, 8 de abril de 2012
SER
Otra vez la mañana se encarga de mí.
El día sigue a la noche como la noche al día,
sin embargo ahora soy yo,
un nombre, una identidad, un número...
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