"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

jueves, 25 de febrero de 2010

ANTEOJOS.

Es imposible limpiar a fondo estos cristales.
Hay una capa última de bruma que no cede.
Es un mínimo barniz
una delgada cortina de niebla
que al trasluz se percibe claramente:
detenida en los cristales
infunde a cada cosa que contemplo
una aura de reserva, un cerco de silencio
una distancia indeclinable que resiste
la embestida del jabón, del agua, del aliento
y se ríe de la sed de la mirada.



de: Nueva Poesía Argentina, de Leopoldo Castilla (Editorial Hiparión )

¡QUÉ LÁSTIMA ...NO NOS CONOCIMOS!


En otra esquina más del laberinto,
una cualquiera, en otra calle más
de la cara de este mundo,
nuestros pasos se cruzaron sin saberlo...

Vos perdista la historia de esta historia,
por no haberte parado al mismo tiempo,
a mirar en aquél escaparate.
Del otro lado del mismo cristal
yo también miraba, pero no te vi.

En otra esquina más del laberinto,
dos personas se cruzaron sin saberlo,
No nos conocimos, por no parar al mismo tiempo
a mirar en aquél escaparate.
En una calle cualquiera de este mundo,
nuestros pasos se cruzaron sin saberlo...

PROYECCIÓN .


Ojalá que otras historias más profundas aniquilen la nostalgia.
Ojalá que el amor de esas historias nos ilumine,
y que ajenos paisajes nos impidan la tristeza.

Ojalá que las luces se apaguen, y en la oscuridad del cine
la muerte, el tiempo y el dolor desaparezcan ...

JORGE LUIS BORGES. POESÍAS

EL INSTANTE



¿Dónde estarán los siglos, dónde el sueño
de espadas que los tártaros soñaron,
dónde los fuertes muros que allanaron,
dónde el Árbol de Adán y el otro Leño?

El presente está solo. La memoria
erige el tiempo. Sucesión y engaño
es la rutina del reloj. El año
no es menos vano que la vana historia.

Entre el alba y la noche hay un abismo
de agonías, de luces, de cuidados;
el rostro que se mira en los gastados

espejos de la noche no es el mismo.
El hoy fugaz es tenue y es eterno;
otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.





LOS ESPEJOS



Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita

y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,

hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.

Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,

infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.

Prolongan este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el Hálito de un hombre que no ha muerto.

Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.

Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.

Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.

Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.

Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.

Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso alarman.





A UN GATO



No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.





A UN POETA MENOR DE LA ANTOLOGÍA



¿Dónde está la memoria de los días
que fueron tuyos en la tierra, y tejieron
dicha y dolor y fueron para ti el universo?

El río numerable de los años
los ha perdido; eres una palabra en un índice.

Dieron a otros gloria interminable los dioses,
inscripciones y exergos y monumentos y puntuales historiadores;
de ti sólo sabemos, oscuro amigo,
que oíste al ruiseñor, una tarde.

Entre los asfodelos de la sombra, tu vana sombra
pensará que los dioses han sido avaros.

Pero los días son una red de triviales miserias,
¿y habrá suerte mejor que ser la ceniza,
de que está hecho el olvido?

Sobre otros arrojaron los dioses
la inexorable luz de la gloria, que mira las entrañas y enumera las grietas,
de la gloria, que acaba por ajar la rosa que venera;
contigo fueron más piadosos, hermano.

En el éxtasis de un atardecer que no será una noche,
oyes la voz del ruiseñor de Teócrito.





AJEDREZ



I

En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?





ARTE POÉTICA



Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo.

Ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.





EL HACEDOR



Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.

Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.





EL REMORDIMIENTO



He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.





EL SUEÑO



Si el sueño fuera (como dicen) una
tregua, un puro reposo de la mente,
¿por qué, si te despiertan bruscamente,
sientes que te han robado una fortuna?
¿Por qué es tan triste madrugar? La hora
nos despoja de un don inconcebible,
tan íntimo que sólo es traducible
en un sopor que la vigilia dora
de sueños, que bien pueden ser reflejos
truncos de los tesoros de la sombra,
de un orbe intemporal que no se nombra
y que el día deforma en sus espejos.
¿Quién serás esta noche en el oscuro
sueño, del otro lado de su muro?





ELOGIO DE LA SOMBRA



La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.





FUNDACIÓN MÍTICA DE BUENOS AIRES



¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.

lunes, 22 de febrero de 2010

EL DUEÑO DEL FUEGO . SILVIA IPARRAGUIRRE

La mañana ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos esto es lo que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde al salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas persianas de hierro dejaban pasar como a desgano esa ambigua claridad del invierno que obligaba a encender las luces, a no mirarse las caras, a hablar sin levantar la voz. En un rincón, el portero forcejeaba con la estufa a kerosene. Los asistentes a la clases de etnolingüística de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin mirarse, en voz muy baja.

—¡Coño! —dijo el portero—. La estufa exhibía un mecherito desarticulado y anacrónico. Una llama azul aparecía y desaparecía con pequeñas explosiones intermitentes. De golpe se apagó. Todos miraron a la doctora. El portero se levantó y dijo:Ya vuelvo, voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a enfermar el aborigen.

El pronombre reflexivo o algo en el acento español del portero provocó discretas sonrisas entre los lingüistas y antropólogos. La clase, Lengua y Cultura del Chaco Argentino , debía comenzar en unos minutos. Se contaba con un indio: el toba Marcelino Romero. No podía tardar. Considerando que viajaba desde Villa Insuperable, el trayecto le llevaba poco más de una hora.

A las diez y media en punto apareció en la puerta del aula. Era bajo y corpulento, con una convencionalmente inexpresiva cara de indio. El pelo, renegrido y largo, contenido detrás de las orejas. Su aspecto era muy pulcro; llevaba medias y alpargatas. Murmuró un saludo y se dirigió a su asiento, a un costado del escritorio de la doctora. Sobre el pizarrón, un cuadro repetía en griego y castellano, la leyenda: “El hombre es la medida de todas las cosas”. La doctora salió del aula. Cuando volvió, escoltada por el portero y el antropólogo de la cátedra, ya era, definitivamente, la doctora y profesora Brigitta Inge Dusseldorff, de la Universidad de Mainz, especialista en lenguas amerindias, cuya tesis Einige linguistishe Indizien des Kulturwandels in Nordost-Neuquinea (München, 1965) había impresionado vivamente a especialistas de todo el mundo. Otro de sus trabajos, Der Kulturwandel bei den Indianen des Gran Chaco (Südamerika) seit der Konkista-Zeit (Mainz, 1969), era fervientemente citado por los alumnos de la Facultad quienes deseaban desentrañar algún día sus profundos conceptos. La doctora Dusseldorff era alta, huesuda, de pelo muy corto; anteojos y pies enormes. La universidad argentina se conmovía con su presencia. El portero, un paso detrás de ella, no le llegaba al hombro.

—Gracias —dijo en correctísimo castellano—. Puede retirarse.

Todos se acomodaron en sus asientos; el antropólogo también. La clase comenzaba.

—La clase anterior —dijo la doctora a quien le gustaba ir directamente al punto—, habíamos llegado hasta la parte de caza y pesca, armas e implementos ¿verdad?

Todos dieron cabezadas afirmativas.

—Bien, hoy no usaremos cintas grabadas —dijo la doctora—. Vamos a retomar con el propio informante la parte correspondiente a pesca. Por favor, señor Marcelino, ¿cómo se dice “pescar”?

El indio los miró, después miró inexpresivamente la pared y dijo:

—Sokoenagan.

—Muy bien. Así que esto es “pescar”.

El indio sacudió la cabeza. —No —dijo— .Yo voy a pescar.

—Ah, bien, la primera persona verbal. Entonces, usted va a pescar —lo señaló pero el indio no dijo nada—. Bien, pero, ¿cómo se dice “pescar”?, solamente eso.

—Sokoenagan —dijo el indio.

La doctora quedó con el bolígrafo en alto.

—Intentemos con la tercera persona. ¿Cómo decimos “él pesca”?

—Niemayé-rokoenagan —dijo el indio.

—Perfectamente —dijo la doctora y se explayó en consideraciones fonéticas—. Durante los siguientes veinte minutos la clase avanzó muy lentamente.

—Recapitulemos —dijo, por fin, la doctora— .Pescar: sokoenagan; yo pesco: sokoenagan; tú pescas: aratá-sokoenagan; él pesca: niemayé-rokoenagan. Existe una glotalización con valor distintivo en…

El indio decía que no con la cabeza. Parecía que lo recapitulado no era correcto.

—¿Cómo? —dijo la doctora.

—Está sentado, todavía no fue —dijo el indio—. Hubo un breve silencio.

—Un tiempo continuo o un elemento espacial en la conjugación —avisó la doctora a la clase—. Explíquese —dijo severamente—. Por un momento pareció que iba a agregar “buen hombre” pero no fue así.

—Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está pensando —dijo el indio—, está pensando en ir a pescar. Lo estoy viendo cerca.



Alumnos y profesores se movieron inquietos. El informante no facilitaba las cosas hoy. Una de las alumnas intervino con evidentes deseos de coincidir con la doctora Dusseldorff. Era la alumna más adelantada. Había tenido la oportunidad de hablar a solas con la doctora y se había mencionado la posibilidad de una beca; hasta, quizás, un viaje a Alemania.

—¿Podrá ser, tal vez, un subsistema de presencia/ausencia del objeto nombrado?

—No creo que sea el caso —dijo con frialdad la doctora.

El antropólogo, joven, pálido, de traje y bufanda, con experiencia de campo, intervino:

—Permítame, doctora. —Era un hombre que sabía manejarse con los indios.—¿Qué querés decir cuando decís que lo estás viendo, Marcelino? —El antropólogo tuteaba al toba aunque debía tener veinte años menos. La doctora aprobó con una inclinación de cabeza la eficaz intervención masculina.

—Si no lo veo, digo de una manera distinta —dijo el indio.

Y agregó:

— Pero no pesca; va a ir a pescar.

Hubo un suspiro de alivio general. El antropólogo daba explicaciones a unas alumnas sentadas a su alrededor. Fumaba elegantemente . Conocía las últimas corrientes teóricas; sin embargo, añoraba la época de la Antropología Clásica y soñaba con reeditar a uno de aquellos refinados y eruditos dandies ingleses, capaces de internarse en lo más profundo y salvaje de la jungla, todo por la ciencia. Él mismo, ya había estado en el Impenetrable. Esto le otorgaba una secreta superioridad sobre la doctora, que sólo había trabajado con estadísticas, lenguajes procesados y computadoras. Los murmullos se generalizaron.

—Muy bien, Marcelino, —dijo el antropólogo—. Su tono contenía un premio.

La clase continuó. El indio permanecía sentado, inmóvil; la espalda, recta, no tocaba el respaldo de la silla.

—Pasemos a la caza —dijo la doctora, acomodándose los anteojos. El antropólogo sintió nuevamente que le correspondía tomar la palabra.

—Vos salías a cazar con tu abuelo. ¿No, Marcelino?

—Sí —dijo el indio.

—¿Había algún rito… —el antropólogo titubeó—, quiero decir, alguna reunión alguna ceremonia, antes de que fueran a cazar? Tu abuelo, ¿qué decía de esto?

—No —dijo el indio y miró vagamente a su alrededor.

Se produjo un corto silencio. La doctora intervino. Manifestó su interés en preguntar sobre la terminología referida a la caza. El antropólogo estuvo totalmente de acuerdo. Pero antes de que la doctora pudiese formular la primera pregunta, el toba, inesperadamente, comenzó a hablar. Hablaba en voz baja, con la mirada clavada en el piso. Explicó la enfermedad que se podía contraer por maleficio del animal perseguido. Él se había enfermado de ese modo. La ciudad se parecía a la selva, dijo. Allá había que cuidarse de los bichos; acá hay que cuidarse de la gente. Recordó a su padre y a su abuelo, cuando lo llevaban a cazar. Ellos le habían enseñado cómo hacerlo. Pero él, después, había querido venirse. Salir del Chaco, de la tierra firme, y venirse, porque se había peleado con el capataz que era paraguayo y les daba trabajo nada más que a los paraguayos. No a los hermanos tobas, no a los argentinos.

La última palabra sonó extraña en el aula. Los presentes miraban al indio como si acabara de decir algo fuera de lugar, o como si empezaran a descubrir en él una cualidad que antes no habían percibido. En el aire flotaba una observación notable: ese indio era argentino.

—Me fui un domingo a hablarle —proseguía el toba. No había variado su actitud y su mirada permanecía fija en el suelo—. Y me pelié. Trabajábamos toda la semana, no había domingo.

Estudiando su cuaderno de notas, la doctora dijo:

—Creo que nos vamos del tema. No se trata de historia personal sino de reconstrucción cultural. Miró al antropólogo que acudió otra vez en su auxilio.

—Está bien, Marcelino —dijo el antropólogo con cierta advertencia en el tono de su voz; tenía experiencia de campo y sabía cómo hablar con los indios—, está muy bien —ahora parecía dirigirse a una criatura—, pero queremos que nos cuentes cuando ibas a cazar; qué armas usabas, cómo se llamaban, ¿te acordás? Vos tenías dieciocho años cuando te viniste del Chaco.

—Sí, me vine —dijo el indio—. Yo no quise entrar en la transculturación. —Como llevadas por un mismo impulso, todas las cabezas se inclinaron; se tomó nota de esta palabra tan correctamente asimilada por el toba—. Yo reboté porque me pelié con el capataz. Llovía y mi abuelo y yo, entreverados con los otros, cargamos los vagones con los fardos, aunque llovía. Entonces me pelié y me vine a la ciudad, al Hotel de Inmigrantes; pero la pieza era muy chica, todo era muy chico. Uno quiere ver campo y no. Ve nada más que ciudad, por todos lados.

La clase estaba en suspenso. La doctora, impaciente, miró al indio y dijo con tono autoritario:

—Vamos a continuar con implementos y armas, pero antes probaremos con dos palabras para retomar la parte fonética. —Miró otra vez al indio—. ¿Cómo se dice “pez”?

El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla; después, metió las manos en los bolsillos del pantalón y cruzó una pierna sobre otra. No pareció un gesto oportuno en el contexto de la clase. Miró de frente a la doctora.

—Naiaq —dijo.

—Bien, entonces podríamos establecer: sokoenagan naiaq; yo pesco un pez. Observen que hay dos nasales en contacto —dijo con algo que podía parecerse al entusiasmo, la doctora.

—Sí el pez está ahí y yo lo veo, sí —interrumpió el indio—, si no, no. —Todos lo miraron—. Hay otra forma —concluyo, finalmente, el toba.

—¿Cuál? —preguntó la doctora Dusseldorff. Sus ojos se habían achicado detrás de los enormes anteojos.

—Lacheogé-mnaiaq-ñiemayé-dokoeratak —dijo el indio—. Algunos de los presentes creyeron advertir una sombra de sonrisa en su cara pétrea, pero sus ojos estaban serios y fijos.

—Parece que el informante no está bien dispuesto hoy para la parte lingüística. Si quierre, profesorr podemos continuarr con implementos y armas —dijo la doctora, marcando tremendamente las erres.

Todos se relajaron. Sería lo mejor. La clase en pleno se daba cuenta de que la doctora estaba ligeramente fastidiada. Cuando esto ocurría, su lengua materna subía a la superficie. El informante debía colaborar, de otro modo era imposible organizar adecuadamente la parte fonética.

—Un merecido receso, doctora —dijo, sonriente, el antropólogo—. Todos rieron. Una de las alumnas se ofreció para traer café. El antropólogo y la doctora se retiraron a un rincón, a hablar en voz baja. Dos estudiantes se acercaron al indio que permanecía sentado en la silla.

—Andá al punto, Marcelino, no te vayas por las ramas que esto va a durar todo el día.

Le ofrecieron un cigarrillo y el toba aceptó, pero no se levantó de su silla. Cada tanto, un rápido parpadeo le modificaba la expresión.

—Así que la ciudad no te gusta —le dijo uno de los estudiantes—, sin embargo, vos acá podés trabajar y mantener a tu familia. ¿No Marcelino? Estás mejor que en el Chaco.

El indio dijo que sí con la cabeza. Miraba la punta del cigarrillo:

—Pero cuando uno quiere ver el campo, ve nada más que ciudad —dijo—, por todos lados ciudad.

Diez minutos más tarde, el antropólogo golpeó las manos académicamente.

—Continuamos —dijo.

Mientras todos se ubicaban, él mismo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía, dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos.

—Bueno, Marcelino —dijo el antropólogo, colocándose frente al toba—, reconocés estos elementos, estas armas…—Sostenía el arco y las flechas delante de los ojos del indio. Desde la silla, el toba miró los objetos. Levantó una mano y tocó con la punta de los dedos el arco. Bajó la mano.

—Sí —dijo—, sí.

—¿Alguno te llama la atención en forma especial? —continuó preguntando el antropólogo—. El indio tomó una de las flechas, la más chica, sin plumas en el extremo.

—Ésta es una flecha para pescar.

—Perfectamente. ¿Se utiliza con este arco? La clase pasada dijiste que tu abuelo tenía todas estas cosas guardadas en su casa.

De repente, el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron: el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás.

El indio le habló en voz baja.

—Por supuesto, Marcelino —el antropólogo intentaba reír—, por supuesto. Marcelino pide permiso para quitarse el saco y estar más cómodo para reconocer el arco —informó a la clase.

Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla. Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas.

—Esta es de caza —dijo sin dirigirse a nadie—. Paradójicamente se veía mucho más corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que hacía unos minutos contestaba pasivamente las preguntas de la doctora.

—Y ésta es la de guerra. —Al decirlo el indio miró al antropólogo. La flecha que sostenía era la más grande, con un penacho de plumas de colores en el extremo—. Mi abuelo decía que Peritnalik nos mandaba a la guerra a los hermanos. —Miró otra vez al antropólogo y después a todos; antes de que el antropólogo hablara, dijo—: Peritnalik, Dios, El Gran Padre, el que manda los espíritus a la llanura del indio.

Algunos tomaban notas. La mayoría clavaba una mirada ansiosa en el toba. No podía decirse que estuviera haciendo nada impropio, pero algo había en su manera de pararse y de tomar el arco que sobrepasaba los límites de una clase en el Instituto. El antropólogo se había sentado cerca de la puerta, a un costado del indio, y lo observaba. Trataba de aparentar interés pero era evidente que estaba algo desconcertado e incómodo.

El toba, con una destreza sorprendente, tensó la cuerda y la amarró al extremo del arco. Todos los ojos estaban fijos en sus manos. Una ligera inquietud se pintó en las caras. En realidad, nadie conocía bien a ese indio. Habían dado con él por casualidad y había resultado particularmente oportuno para ilustrar las clases de la doctora Dusseldorff. Como para retomar el hilo perdido de la clase, el antropólogo preguntó:

—Cómo se dice “flecha”, Marcelino.

El indio levantó bruscamente la cabeza.

—Hichqená —dijo.

—Podemos establecer una comparación con la terminología mataca que…

El antropólogo debió interrumpirse. El indio, con las piernas separadas y firmemente plantado, tensaba el arco como probándolo. Una parte de su pelo, renegrido y duro —de tipo mongólico, pensó automáticamente el antropólogo—se había deslizado de atrás de su oreja y se le caía sobre la cara. La mano oscura alrededor de la madera se veía enorme. Una energía insospechada hasta entonces —en las clases anteriores el indio había permanecido siempre respetuosamente sentado en su silla— irradió su cuerpo, una fuerza recíproca entre su brazo y la tensión del arco, una especie de potencia masculina, en fin, que fastidiaba especialmente a la doctora Dusseldorff, habituada a las jerarquías asexuadas de la ciencia. Con voz gutural, el toba dijo:

—Kal'lok —y repitió más fuerte—, Kal'lok.

Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en suspenso, el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su cuaderno de notas sobre el escritorio.

—Creo que no es necesario…—empezó a decir.

—¡Ená…! ¡Ená…! ¡Peritnalik! —la voz profunda del toba retumbó en las paredes.

Varios cuadernos de notas cayeron al suelo. El indio había colocado la flecha de guerra en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un sobrerrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta alcanzó casi la altura de los ojos del antropólogo . La doctora tenía la boca abierta.

—Hanak ená ña'alwá ekorapigem ramayé mnorék, ramayé lacheogé, ramayé pé habiák…—murmuró la voz ronca del indio. Estaba inmóvil. Sólo sus ojos describieron, lentamente, un semicírculo que los abarcó a todos. Algunas cabezas iniciaron el movimiento de ocultarse tras la espalda de los que tenían delante. En el fondo del aula, una chica se puso de pie.

—Kal'lok —dijo el indio.

El silencio pesó como una losa.

El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiró el saco y se lo colgó del antebrazo.

El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas, algunas toses aisladas. El antropólogo, todavía pálido, encendió un cigarrillo y se aproximó al indio.

—Perfectamente, Marcelino, perfectamente —dijo.

Esto devolvió a la clase su capacidad de expresión. En general, se intentaba averiguar quién había tomado notas. Recorrió el aula la información de que lo dicho por el toba había sido una oración a Peritnalik. Algo como “…el dueño del fuego, el dueño de la noche y de la selva…” y también algo más, pero no se podía asegurar.

Rápidamente, se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración de Marcelino Romero. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo.

El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron últimos. La clase no había sido satisfactoria. Consideraban, académicamente, la posibilidad de conseguir otro informante. Tal vez un mataco con mayor disposición. La buena disposición es fundamental para los fines científicos.

Roberto Arlt

LOS CHICOS QUE NACIERON VIEJOS



Caminaba hoy por la calle Rivadavia, a la altura de Membrillar, cuando vi en una equina a un muchacho con cara de “jovie”; la punta de los faldones del gabán tocándole los zapatos; las manos sepultadas en el bolsillo; el “fungi” abollado y la grandota nariz pálida como lloviéndole sobre el mentón. Parecía un viejo, y sin embargo no tendría más de veinte años... Digo veinte años y diría cincuenta, porque esos eran los que representaba con su esgunfiamiento de mascarón chino y sus ojos enturbiados como los de un antiguo lavaplatos. Y me hizo acordar de un montón de cosas, incluso de los chicos que nacieron viejos, que en la escuela ya...

Esos pebetes... esos viejos pebetes que en la escuela llamábamos “ganchudos”—¿por qué nacerán chicos que desde los cinco años demuestran una pavorosa seriedad de ancianos?— y que concurren a la clase con los cuadernos perfectamente forrados y el libro sin dobladuras en las páginas.

Podría asegurar, sin exageración, que si queremos saber cuál será el destino de un chico no tendremos nada más que revisar su cuaderno, y eso nos servirá para profetizar su destino.

Problema brutal e inexplicable porque uno no puede saber qué diablos es lo que tendrá ese nene en el “mate”; ese nene que a los quince años va al primer año del colegio nacional enfundado en un sobretodo y que hasta mezquino y tacaño de sonrisa resulta, y después, algunos años más tarde, lo encontramos y siempre serio nos bate que estudia de escribano o de abogado, y se recibe, y sigue serio, y está de novio y continúa grave como Digesto Municipal; y se casa, y el día que se casa, cualquiera diría que asiste al fallecimiento de un señor que dejó de pagarle los honorarios...

No se hicieron la rata. ¡Nunca se hicieron la rata! Ni en el colegio ni en el Nacional. De más está decir que jamás perdieron una tarde en el café de la esquina jugando al billar. No. Cuando menos o cuando más, o a lo más, las diversiones que se permitieron fue acompañar a las hermanas al cine, no todos los días, sino de vez en cuando.

Pero el problema no es éste de si cuando grandes jugaron o no al billar, sino por qué nacieron serios. Los culpables, ¿quiénes son; el padre o la madre? Porque hay purretes que son alegres, joviales y burlones, y otros que ni por broma sonríen; chicos que parecen estar embutidos en la negrura de un traje curialesco, chicos que tienen algo de sótano de una carbonería complicado con la afectuosidad de un verdugo en decadencia. ¿A quiénes hay que interrogar?, ¿a los padres o a las madres?

Fijándose un poco en los susodichos nenes, se observa que carecen de alegría como si los padres, cuando los encargaron a París, hubieran estado pensando en cosas amargas y aburridas. De otra forma no se explica esa vida esgunfiada que los chicos almacenan como un veneno echado a perder.

Y tan echado a perder que pasan entre las cosas más bonitas de la creación un gesto enfurruñado. Son tipos que únicamente gustan de las mujeres, del mismo modo que los cerdos de las trufas, y en sacándolos de eso no baten ni medio.

Sin embargo las teorías más complicadas fallan cuando se trata de explicar la psicología de estos menores. Hay señoras que dicen, refiriéndose a un hijo desabrido:

—Yo no sé a “quién” sale tan serio. Al padre, no puede ser, porque el padre es un badulaque de marca mayor. ¿A mí? Tampoco.

Chicos pavorosos y tétricos. Chicos que no leyeron nunca El corsario negro, ni Sandokan. Chicos que jamás se enamoraron de la maestra (tengo que escribir una nota sobre los chicos que se enamoran de la maestra); chicos que tienen una prematura gravedad de escribano mayor; chicos que no dicen malas palabras y chicos que siempre entraron a la escuela con los zapatos perfectamente lustrados y las uñas limpias y los dientes lavados; chicos que en la fiesta de fin de año son el orgullo de las maestras que los exhiben con sus peinados a la cola y gomina; chicos que declaman con énfasis reglamentado y protocolar el verso A mi bandera; chicos de buenas clasificaciones; chicos que del Nacional van a la Universidad, y de la Universidad al Estudio, y del Estudio a los Tribunales, y de los Tribunales a un hogar congelado con esposa honesta, y del hogar con esposa honesta y un hijo bandido que hace versos, a la Chacarita... ¿Para qué habrán nacido estos hombres serios? ¿Se puede saber? ¿Para qué habrán nacido estos menores graves, estos colegiales adustos?

Misterio. Misterio.

jueves, 18 de febrero de 2010

APUNTES Susana Pereira

Vázquez había enmudecido. Estaba inmóvil. Esto no resultaba extraño a quienes lo conocían. Era lo habitual al examinar un libro que le parecía bueno. Miraba largo rato en el vacío y finalmente irrumpía con un —Habráse visto... —y nadie podía explicarse el “habráse visto”, ni qué cosas pasarían por su mente en esos minutos.

Algunos decían que en su juventud fue poeta, otros que anarquista y buen actor de teatro independiente, pero en realidad nada podía probarse, ya que él se limitaba a hacer chistes de gran ingenio y terminar los trabajos rápidamente para tomar el cafecito de despedida con el secretario.

Las únicas obras con las que se manejaba dulcemente eran aquéllas de autores consagrados al estilo Sartre o Joyce, que a esta altura del mundo no merecen crítica. Cuando a su mesa de trabajo llegaba algún libro de éstos sonreía bonachón y escribía con placer. Pero antes o después de leer algún texto de autor desconocido, sacaba del bolsillo del saco una libretita pequeña, gorda, que parecía una agenda, pero era una libreta de apuntes. Y por lo general dejaba el libro a un costado del escritorio, levantando la mano como quien echa a un perro rabioso.

La libretita se había convertido en la obsesión de los compañeros de Vázquez. A mí siempre me gustaron los juegos y broma va broma viene acepté el desafío de indagar, muy sutilmente, su contenido.

Era un ser que repelía por lo perfecto. Una pulcritud extrema lo caracterizaba, hasta cuando aflojaba la corbata en esos días de gran calor en que no se aguantan las ganas de putear y rajar del diario cuanto antes para meterse en la bañera con agua fresca. Las aflojadas de corbata de Vázquez hicieron historia. Se miraba largo rato en el cristal de la ventana, luego fichaba alrededor y de a poco comenzaba a mover el cuello haciendo círculos para un lado y para otro hasta desprender el primer botón de la camisa resoplando acalorado.

Diez años que estaba en el diario, pero se me ocurre que nació criticando. Se mostraba abierto en las charlas de café, siempre y cuando no se le ocurriera a alguno decirle que escribía o al menos que intentaba hacerlo, porque lo marcaba con una mirada especial y el inocente se convencía de que mejor tirar el original que dárselo.

No sé por qué, a pesar de haber tenido constantemente una buena relación con mis compañeros, incluso coincidir con ellos en los pataleos, las risas y las broncas de fin de mes, no estaba totalmente convencida que joder a Vázquez fuera lo mejor. Me dejé llevar más por curiosidad que por aprobación. En definitiva, si querían saber algo de la libretita ¿por qué no lo averiguaban ellos?

Siempre interpreté las apuestas como una excusa para atreverse a realizar algo que no se es capaz de hacer si no recurriendo al “gano o pierdo”.

Sí, era repugnante, chupamedias, alcahuete, pero también se lo veía muy débil. Desde que murió su mujer, gran lectora y escucha de sus chamuyos literarios, la familia lo trataba como a un huérfano y no como a un viudo. Tan desinflado se lo veía adentro de la ropa que hasta el trofeo del cuello impecable había perdido.

—Che ¿para cuándo? —preguntaban los fanáticos todos los días. No me decidía, pues tenderle una trampa a Vázquez significaba hacerme amiga de él: al menos algún almuerzo, algún café fuera de hora ¿y si al tipo se le daba que me estaba metiendo con él? Era ese bichito del amor propio que siempre estuvo en mi contra, pero que, a pesar de las experiencias vividas, no pude corregir. Aún hoy después de lo ocurrido sería capaz de...

Y así fue viniendo la cosa. Yo dejaba transcurrir el tiempo, pero los demás no se olvidaban ni por broma, hasta que un día el gordo Abel me dijo:

—Mirá, si vos no tenés coraje, yo me animo.

“Si no tenés coraje...” Siempre lo tuve, para cosas con sentido y para pavadas como ésta de hurgar en la vida del “consagrado”, del “mejor”. ¿Coraje? ¿Y cómo iba a hacer sin coraje para meterme en esta profesión habiendo nacido mujer? Porque el gordo la tuvo servida de entrada por ser hombre pero las mujeres tenemos coraje en serio, sin grupo, para ser alguien, no quiero decir de importancia, persona, simplemente.

Empezaban las dudas. Él tan lejos de todo, tan inmerso en su vida pequeña, en su soledad de vengativo. “Vengativo”, esa palabra me dio el hilo de la cosa. ¿Por qué sería tan cruel con la gente desconocida o al menos que no pensaba como él. ¿De qué filtro les hablaba cuando dejaban el ejemplar sobre su escritorio?

Así fue que una noche, a la salida, lo invité a una charla con debate sobre la nueva novela negra en Estados Unidos. Aceptó. Durante el trayecto hacia la galería, dio una brillante exposición acerca de dicha literatura. Hablaba sin parar. Cuando el viejo de anteojos, previo carraspeo, comenzó la conferencia, chistaron a Vázquez. Yo quería volar, meter la cabeza dentro de un hormiguero. ¿Quién me mandó?

Terminamos en una cantina comiendo spaghettis al filetto, bien rociados con un litro de tinto de la casa. A él se le había dado por decir:

—Estos comerciantes inmundos nunca ponen un litro —que eso “eran tres cuartos”. Fue ahí donde conocí su inclinación a las curdas, que no eran curdas, melancolías, más bien. Miraba el pingüino, a esa altura vacío, sin cansarse de repetir:

—Eran tres cuartos y no un litro como le pedí.

Pagó en silencio y decidimos ir a tomar un café.

¿Quién iba a decirlo? Vázquez recitaba como los dioses a Vallejo. Aún hoy, Vallejo es un dolor para mí, por eso me gusta que otro recuerde sus poemas. Pero él se ponía muy mal al decir “Un pedazo de pan, tampoco habrá ahora para mí / Ya no más he de ser lo que siempre he de ser”. Me miraba con tristeza. Pidió una segunda ginebra que esa vez acompañé. De a poco una sensación difícil de explicar, una náusea profunda, me tocó al responderle “...Hallo una extraña forma, está muy rota / Y sucia mi camisa / Y ya no tengo nada. / Esto es horrendo”.

Le gustó que cortara los versos centrales pasando rápidamente a los últimos. Me dijo:

—Y pensar que ahora escriben cuatro porquerías y se creen... —anduvimos junto a Neruda, Machado, Baudelaire, como dos amigos a tal punto que nos olvidamos del reloj. Tuve el mal tino de repetirle algunas estrofas del Martín Fierro, argumentándole que ese poema nos duele a todos. Me miró largamente. Tenía los ojos rojos de ginebra, dijo algo así como “lo que a mí me duele del Martín Fierro es su poca importancia y lo mal escrito que está”.

El hombre que se ahogaba los días de verano por no aflojar la corbata, el que jamás llegó tarde al trabajo, el adulón de turno del publicista de turno, el que me confundió por la profundidad de su sentimiento al decir a los poetas de mi infancia y adolescencia, me enfureció ahora por su injusticia al referirse al Martín Fierro. Entonces recordé por qué estaba allí.

Sueño, dolor de cabeza, lo de siempre a veinticuatro horas de mucho vino y charla. Lo único claro de la noche anterior eran los ojos lagrimeantes de Vázquez al recitar a Vallejo y su mirada de odio al hablar de Hernández. Una cosa y otra me mortificaban. La primera porque hacía tiempo que no compartía “La rueda del hambriento”, la segunda porque así como Rimbaud o Lorca se hallaban muy dentro mío, el gaucho Fierro estaba instalado en mis sentimientos, era rebeldía y dolor renovados cada día. Hasta podía verlo como a un ser vivo, de por aquí.

—Juná cómo te mira. Dos días más y altro que la libretita le sacás... —me decía Elías por lo bajo, ahogado de risa. Los demás miraban con cara de preguntar “Y, ¿qué pasó anoche?” No tenía ganas de reírme ni con la carcajada de Elías, ni de responder a los demás que iban quedando fuera de escena, desplazados de una situación que me pertenecía. Además, no estaba dispuesta a largar prenda.

—La cosa no es difícil pero se necesita un tiempo largo para que Vázquez no se dé cuenta —les respondí a la salida. Quedaron conformes. Me sabían responsable para todo y no iba a fallar en esto. Caminé unas cuadras y al llegar a Paseo Colón y Belgrano oí que alguien me llamaba golpeando la ventana del bar. Ahí estaba, metido en el sobretodo marrón, casi oculta la cara por la bufanda larga y fuera de moda. Adentro de la nube de humo de su parisien, trató de ser amable, invitándome a comer pizza a la vuelta, que según él, la hacían buenísima, bien chatita y con abundante muzzarella.

En realidad, quería ganarme la discusión sobre el Martín Fierro, apabullarme con las últimas teorías europeas sobre literatura. Cierto que las silbaba de memoria, pero había algo más: a toda costa quería demostrar que era un ser especial, un crítico de críticos, un profesional de las letras. Ese implacable destructor de sueños para los que llegaban a su mesa, a esa altura era un pobre tipo para mí. Su desprecio a autores y a obras muy queridas me hizo recordar la libretita y con gran coraje le pregunté a quemarropa:

—Nunca se le ocurrió escribir, aunque sea algo sobre crítica literaria, porque mire que usted sabe, ¿eh?

Me miró confundido, pretextó falta de tiempo, vida privada con problemas, cuidar la casa él sólo ya que había enviudado.

—Pero no teniendo chicos... —insistí. No contestó y cambié de tema, buscando un punto de coincidencia para volver al ataque.

—¿Qué tal se lleva con Cortázar? —Todavía no entiendo qué le provocó tanta risa y realmente tenía una risa infantil. No era mi día porque tampoco hacía buenas migas con Cortázar, del cual enfatizaba que era la pobreza intelectual dentro de La Sorbona. Largaba cosas que las entendía sólo él. Nunca sentí gran amor por el belga-porteño, salvo a los catorce o quince años, así que mi pregunta no provocó ningún tema. Café mediante nos despedimos.

—Cortázar fue compañero mío del profesorado de letras —me dijo a modo de saludo.

—Lo mejor es El libro de Manuel —le respondí.

Apuestas de oficina que apenas rompen por un instante la mediocridad. ¿Quién las inventó? Cuántas veces al llamar oficina a la redacción fui reprobada hasta por los más frustrados dentro del diario. Lo tremendo era que algunos creían realmente tener una actividad diferente. Cuando me mandaban a taller me hacían feliz. Allí se respiraba otro aire, más puro. La guillotina cortaba papeles solamente. Tal vez el que menos hubiera estado de acuerdo conmigo fuera Vázquez, tan dueño de la verdad en ese poquito espacio de poder que le dejaron. Algo me decía que no pudo elegir. ¿Quién puede?

A veinticuatro horas del plazo debía apurar el trabajo. Quizás en un descuido sacarle la libretita o inventar algo. No encontraba la forma de llegar a ella. Además ¿por qué? Sí, ¿por qué? A lo mejor por haber andado siempre por donde no me propuse o porque yo también fui ganada por la curiosidad y eso es difícil de combatir. Al menos nunca pude.

—Tengo hecha de hace años una crítica al Martín Fierro —¡Qué infantil resultó el pretexto para invitarme a la casa! Esa sería la mía.

Más allá de querer demostrar su prolijidad en la crítica lo fundamental era que había ganado en dos días lo que nadie logró en años: ir a la casa de Vázquez. Aunque se tratara de un trabajo crítico a otro autor que no fuera Hernández, igualmente hubiera tomado distancia antes de aceptar o no sus posiciones. Invariablemente entendí que los críticos no se ubican en la mentalidad y sentir de un autor, de un creador. Por el contrario, ellos tienen esquemas definitivos sobre esto y aquello, y lo peor, velan permanentemente al escritor que llevan dentro. A pesar de que intuía que no era ésa la situación de Vázquez, que alguna vez habría intentado crear, no destruir.

—No hay nada nuevo en literatura. Nadie puede ser original —decía mientras encendía la luz del comedor. Un ambiente pequeño rodeado de libros. Junto al ángulo de la ventana una mesa cuadrada cubierta de diarios y sillas de esterilla gastadas. Ahí terminaba el departamento, eso era todo. Nos sentamos frente a frente y comenzó a leer la crítica al Martín Fierro. Aguanté diez minutos, corté su lectura reprochándole lo agraviante del texto y la falta de respeto para conmigo, conociéndome la posición frente a la obra. Se habrá sentido muy mal porque intentó arreglar la situación ofreciéndome café, a lo que respondí que prefería mate y al instante puso a calentar una pava de agua. Jamás hubiera sospechado que Vázquez tomaba mate. En fin, no estaba tan mal, metió un tango de fondo y se puso a cebar con esmero, lo hacía bastante bien. Faltaba algo, sí, la comunicación acostumbrada al matear, pero era pretender demasiado: el hombre estaba muy lejos de mi gente y a ellos los elegí, pero a él, no. A pesar de que a esa altura dudaba de no ser absoluta responsable de las cosas por ocurrir.

Se deshacía en mil excusas, que no había sido su intención, que en definitiva cada uno es dueño de pensar como más le gusta y que no imaginó que tomaría las cosas así. Al rato apunté a su amor propio preguntándole:

—Además de las críticas, ¿escribió algo suyo alguna vez?

—Todos los trabajos son míos —contestó con turbación.

—Y bueno —le dije—, me refiero a algo propio aparte de criticar lo de los demás.

Silencio. Levantó la vista hacia el último estante de la biblioteca de donde asomaban unas carpetas amarillas, aparentemente viejas. Las señaló con un movimiento de cabeza como diciendo allí estoy yo. Pedí ver sus carpetas. Pensé en poesías amatorias de largos padecimientos o laberintos en los que la pareja se pierde para no encontrarse nunca. Hacía esfuerzos tremendos por no tutearme, por no leerme sus cosas. Hasta que tomé valor y yo misma insistí que lo hiciera, que era una forma de conocerlo más.

—Eso no vale porque vos escribís y nunca me leíste nada. Otra gente leyó tus cosas.

“Vos”. “Leíste”. La cosa se ponía fea.

Eso que parecía una guía de teléfonos, tan amarilla y llena de tierra, con alguna diminuta e invisible pulga de papel, resumía la otra vida de Vázquez. No eran, como pensé, sólo poemas. Había cuentos, capítulos de una novela sin terminar. ¡Cuántos padecimientos personales por gestar una criatura que hinchó el vientre y no salió jamás, desconocida a pesar de las fuertes contracciones! ¿Qué pasó?, pregunté al oír un relato metafísico de esos que por el treinta y cinco o treinta y ocho pretendieron imitar a los surrealistas quedando en abstracciones.

—Cosas de la vida —extinguido su gesto sobrador, se lo veía viejo.

Hablaba con dificultad y muy rápido:

—Que no me olvido de los culpables, los que me humillaron, lo que cuestionaron, los... —era todo muy confuso, mezclaba sus antiguos sufrimientos con un encono especial, parecía un actor ensayando por última vez una escena repetida.

—Él es el peor de todos —no tardé en darme cuenta a quién se refería y aclaró más cosas al decirme: —¿Te das cuenta? Hace diez años me dijo: “Esto le dejará tiempo para sus cosas”. Mis cosas... —Fui cruel sin proponérmelo al darle mi punto de vista sobre la imaginación, explicándole que era lo más interno e inviolable de un ser, pero era tarde, no podía oírme, puestos en marcha los fantasmas no le daban tregua.

—Es un canalla. Me manda recomendados para favorecer en la crítica. Ah, pero él no sabe que... —todo intento de volver a Vázquez a la normalidad hubiera sido inútil, lloraba hipando, encerrado en sí. Y como una es una hasta con el enemigo, la libretita en mi mano fue un objeto más de los que había en el departamento. ¿Total, qué tenía anotado en ella? Trozos de cuentos, esbozos, proyectos, muchos proyectos. Eso era Vázquez: un proyecto que había nacido muerto y que a su vez tenía la capacidad de matar.

EL MISTERIO DE LOS TRES SOBRETODOS . ROBERTO ARLT

De haberse sabido que fue Ernestina la que descubrió al ladrón, probablemente Ernestina hubiera ido a parar a presidio por un largo tiempo de su vida... Nunca pudo ser aclarado el misterio de la oficina. Ateniéndose a los sucesos tal me fueron narrados, podría afirmar que “el enigma de la oficina” fue uno de los tantos dramas oscuros que se gestan en las entrañas de las grandes ciudades, donde las bagatelas terminan por revestir un contorno de episodio cruento en la conciencia de las personas que a diario se soportan en un ambiente estrecho de trabajo y duro de responsabilidades.

La policía realizó investigaciones superficiales en torno del grave suceso, pero acabó por abandonar la búsqueda del autor o autora, por creer en cierto modo que el asunto no merecía el tiempo que absorbía a las actividades de los funcionarios, ocupados en novedades de mayor trascendencia.

He aquí cómo se gestó el suceso conocido entre los empleados de la “Casa Xenius, ropería para hombres y mujeres, artículos de confección, etc.” bajo el nombre de “El misterio de los tres sobretodos”.

En la oficina de “Expedición al interior” de la casa Xenius comenzaron a desaparecer prendas de vestir.

Un día fue un cinturón, ¡un cinturón sin hebilla!, lo que demuestra que el ladrón echaba mano a lo que podía; otra vez fue un sobre con la suma de doce pesos, olvidado en el cajón de Ernestina; otra vez fue un retazo de seda. Un retazo de un metro, valuado en ocho pesos...

Semejantes robos, mejor dicho, hurtos, traían revuelta a la gente de la oficina. No se trataba de la cantidad en sí, aunque sí se trataba. Los valores que el ladrón substraía, por insignificantes que fueran, estacionaban en la prudencia de los empleados una atmósfera de inquietud. Allí, entre ellos, se encontraba un ladrón o una ladrona. Cada uno era responsable directamente de los artículos recibidos, esto sin dejar de tener en cuenta otro detalle:

Las víctimas de los robos no eran personas a las que se pudiera afectar impunemente en sus intereses.

Todos ellos vivían sobrellevando estrecheces: sus reducidos sueldos les alcanzaban apenas para cubrir sus necesidades más inmediatas. La desaparición de un objeto valuado en cinco o en diez pesos no constituía, precisamente, una desgracia, pero sí desequilibraba desagradablemente el presupuesto del damnificado. Además, aquel que había sido robado pensaba que otro día podría volver a ocurrir semejante accidente, y tal la posibilidad traía alborotado el magín de los empleados, que hasta en sueños se veían reintegrando indemnizaciones de daños que aún no habían sufrido.

No estaban agotados los comentarios sobre el robo del retazo de un metro de seda, ocurrido en la semana anterior, cuando una noticia nueva estalló como una bomba, entre la consternación de todos: ¡Habían desaparecido tres sobretodos!...

El mismo gerente de la casa Xenius no pudo evitar un escalofrío al enterarse.

El robo de tres sobretodos en una casa organizada es motivo más que suficiente para alarmar a los mismos accionistas. Sin embargo, a pedido de los empleados de la sección “Ropería de hombres”, el gerente no dio noticias del escándalo a los accionistas. Los siete empleados de la sección “Ropería de hombres” desembolsaron el importe de los tres sobretodos.

Yo podría escribir un libro con los diálogos, respuestas, preguntas, conjeturas y deducciones que se hicieron sobre aquel suceso, pero tendré que limitarme a escribir tres líneas.

¿Quién se había llevado los tres sobretodos? La argumentación de los damnificados era de este tenor:

—¿Puede un empleado o una empleada o el sereno robarse un corte de seda?

—Sí, puede.

—¿Puede un empleado, una empleada o el sereno robarse un par de medias?

—Sí, puede.

—¿Puede un empleado, una empleada o el sereno robarse tres sobretodos?

—No; no puede. No puede, porque tres sobretodos son inocultables en un bolsillo. Tres sobretodos hacen un bulto fenomenal. De consiguiente, el robo de tres sobretodos es materialmente imposible.

—Pero es que los sobretodos faltan —replicaban los damnificados.

—Se robaron uno a uno —replicaban los más sutiles.

—¿Cómo los sacaron de la sección?

Nadie sabía qué responder. El robo carecía prácticamente de explicación. Carecía de explicación porque la casa permanecía por la noche estrictamente cerrada. En el interior de la tienda, aparte del sereno, trabajaban tres hombres en la limpieza. Se hubiera podido sospechar del sereno, pero el sereno no se movía de la tienda, y al retirarse por la mañana del comercio lo hacía en presencia del jefe, cuya mirada avizora registraba al cojo de pies a cabeza. El hombre no hubiera podido envolverse un sobretodo en una pierna, porque ello era materialmente imposible. Ni ponerse un sobretodo nuevo debajo del viejo, porque el tamaño saltaría a la vista. Además, hubiera tenido que complicar a la gente de la limpieza en estos robos, y nadie iba a arriesgarse por una bagatela. Y, en última instancia, ¿por qué iba a ser precisamente el sereno el ladrón?

Existía otra posibilidad: que los hombres de la limpieza o el mismo sereno pasaran las prendas robadas por la terraza a una casa vecina. Los empleados preguntaron por la terraza. La casa Xenius no tenía terraza, el piso inmediato superior estaba ocupado por escritorios. Quedaba el recurso de las ventanas que daban a un patio oscuro. Las ventanas estaban enrejadas, además cada piso sobre el patio estaba separado del otro por una malla de alambre, de manera que si alguien que robaba en el cuarto piso quería arrojar el producto de su robo a un cómplice que le esperaba en el patiecillo, las redes de alambre no hubieran permitido pasar los paquetes.

Puntualizo estos detalles porque no trabajaba en la casa Xenius ni un solo empleado que no los conociera ni los comentara.

Evidentemente, el ladrón o la ladrona estaba allí, entre ellos, era un camarada, quizá un empleado inferior o superior, un hombre de la limpieza o un chico de mandados, pero el ladrón o la ladrona estaba allí. Y era de cuidado.

¡Había robado tres sobretodos! ¡Tres sobretodos de sesenta y cinco pesos cada uno! Es decir, ciento noventa y cinco pesos. Los siete empleados que fueron víctimas del robo tuvieron que retirar de sus sueldos la suma aproximada de treinta pesos para indemnizar a la casa, y la noticia del suceso no llegó a los accionistas. El gerente, piadosamente, la calló. Pero desde el gerente, que esa noche comentó el suceso con su señora, hasta el chico del ascensor, todos estaban preocupados.

¿Qué iba a ocurrir allí?

Una de las más interesadas con los robos que se cometieron era Ernestina, empleada de la sección “Expedición al interior”.

Esta Ernestina es la muchacha de cuyo cajón el misterioso ladrón substrajo el sobre que contenía doce pesos.

Ernestina creía tener un hilo que podía llevarla a establecer la identidad del ratero. Esta empleada merece una referencia, porque su actuación fue importante y curiosa:

Activa como la mujer de un enano, Ernestina, físicamente, era más flaca que un gato famélico. Cuando se sentía contenta trepaba por los árboles, también como un gato. Observando su minúscula figura no se imaginara jamás que fuera tan vigorosa y resistente. Daba puñetazos tremendos.

Ernestina aspiraba a ser. Vaya a saber lo que aspiraba a ser, pero cuando salía de la oficina, un día sí y un día no, se metía en un montón de academias diferentes. Seguía cursos de inglés, de estenografía, de francés. Los que la conocían no sabían qué admirar más: si su flacura, su resistencia o su actividad.

Personalmente estaba indignada contra el ladrón.

—Ese hombre es un canalla —decía—. Nos está robando a nosotros, que somos más pobres que las ratas.

Lo que no dijo fue esto:

—Es tan ladrón que hasta se roba las “medialunas” que tomamos con el café con leche.

No lo dijo, pero lo pensó.

Efectivamente, el misterioso ladrón de los tres sobretodos, del cinturón sin hebilla, de las medias de seda, acostumbraba a robarse las “medialunas” que las muchachas no terminaban de comer con el café con leche que tomaban por la tarde.

Casi todas las empleadas llevaban a la tienda el café con leche en un termo. Ernestina había observado que cuando no tenía ganas de comerse las “medialunas” y las dejaba en el cajón de su escritorio, para comerlas al día siguiente, una mano misteriosa que había revisado el cajón, se había llevado las “medialunas”.

Ahora bien: aunque Ernestina no hizo ningún comentario al respecto, dedujo:

1° El ladrón de la tienda no era empleado ni empleada, porque ningún empleado ni empleada se quedaba después de la hora de salida y, además, ninguno de ellos le hubiera robado a su compañero una o dos “medialunas” para tomar con el café con leche.

2° Por lo tanto, el ladrón de las “medialunas” era un hombre que merodeaba por las oficinas después que ellos salían.

3° Un hombre que es capaz de revisar un cajón y robarse una “medialuna” es un ser humano sin sensibilidad, con la justa mentalidad para robarse un cinturón sin hebilla, un metro de seda o los tres sobretodos.

4° En consecuencia, el ladrón de las “medialunas” era el ladrón de las prendas anteriores, y actuaba en el comercio exclusivamente por la noche.

Sin embargo, Ernestina tuvo un escrúpulo. ¿Y si se equivocaba?

He aquí en qué podía consistir su equivocación:

Pudiera ser que, por la noche, uno de los hombres encargados de la limpieza revisara los cajones, encontrara las “medialunas” abandonadas, y suponiendo que eran desperdicios, las arrojara a la basura. Si así ocurría, su tesis era equivocada.

Resolvió hacer una prueba.

Aquel día, a la hora de tomar café con leche, comió bollitos en vez de “medialunas”, y después de arrancar un pedazo de un mordisco, dejó el bollito mordido en el cajón.

Pasaron tres días. El bollito mordido continuaba en el cajón, en consecuencia el hombre que robaba las “medialunas” no era el hombre de la limpieza, porque si no el bollito hubiera seguido el camino de la otra factura.

Y de pronto estalló otra bomba:

De la sección “Sombreros para hombres” desaparecieron veinte sombreros. Veinte sombreros no se ocultan entre pecho y espalda, ni tampoco metidos en un bolsillo. El personal de la tienda Xenius estaba atónito. Uno mencionó la película del “Hombre invisible”, y muchos se sintieron tentados a admitir que el ladrón de la tienda era un ente de condiciones sobrenaturales. Fue interrogado el sereno, los hombres de la limpieza; intervino la policía y no se aclaró nada. La situación de los empleados de la tienda se tornó insoportable. A la salida del empleo tropezaban con vigilantes que les escudriñaban de pies a cabeza. Muchos de ellos, sin que se enteraran los otros, fueron revisados. Por supuesto, inútilmente. Ernestina, una tarde, a la hora de salir, fue llamada a la gerencia. La aguardaba allí una señora que le indicó que debía dejarse registrar. Ernestina llegó a su casa hirviendo de ira. Aquella humillación era insoportable. Pero ella no estaba en condiciones de renunciar al empleo, porque su inglés era deficiente. Meditaba aquel anochecer, apoyada de codos en la mesa, cuando una idea diabólica se detuvo en su cerebro.

¿Si ella atrapara al ladrón? Al ladrón de los sombreros, de los sobretodos. Al ladrón de las “medialunas”. Tenía un plan. Sin vacilar, entró en el laboratorio fotográfico de su hermano. En un rincón del estante había un bote con cianuro de potasio. Echó aproximadamente un gramo de veneno en un papel, entró a su cuarto, tomó una “medialuna, con un cortaplumas separó delicadamente la corteza, abrió en la masa un agujero, y allí vertió el veneno. Con un poco de engrudo obturó el agujero, volvió a cubrirlo con su corteza y metió la “medialuna” en su valijita, junto al termo.

Al día siguiente, por la tarde, antes de salir de la oficina, en un momento que nadie la veía, dejó la “medialuna” abandonada en el interior del cajón.

Regresó a su casa, emocionada por la calidad de la trampa que dejaba preparada. Pero era indispensable que procediera así.

Luego, para olvidarse de la magnitud del acto, fue al cine, en compañía de sus hermanas. A pesar de que trataba de separar su pensamiento del drama en preparación, el drama latía con violencia en todas sus venas.

Durmió y no durmió aquella noche. Una mano carnuda y fuerte, de dedos gruesos, pasaba ante sus ojos, le rozaba el brazo y el rostro con su manga tosca, tomaba el cajón de su escritorio por la anilla, lo entreabría, hurgaba en las tinieblas y retiraba la “medialuna”...

El cansancio fue más fuerte que su temor secreto, y al amanecer terminó por dormirse. Tuvieron que despertarla repetidas veces para que se levantara. Se vistió sobresaltada.

Al llegar a la tienda y entrar al ascensor, le dijo el chico:

—Señorita Ernestina, ¿no sabe que encontraron al ladrón?

Ernestina dejó caer su cartera al suelo. Se inclinó a recogerla, pero ya recobrado por completo el dominio de sí misma.

—¿Sí?

—Era el sereno.

—¿El sereno?

—Le encontraron una pierna llena de corbatas. Parece que se suicidó.

Al entrar a la sección “Expedición al interior”, todos comentaban el suceso:

Resulta que al amanecer, los peones de limpieza encontraron al sereno muerto junto a su taza de café con leche. Al levantarlo, descubrieron que llevaba una pierna postiza. Vino la policía. Al sereno le faltaba una pierna. Usaba una ortopédica; en su interior esa noche había guardado dos docenas de cintas de máquina de escribir y siete corbatas de seda.

La policía allanó la casa donde vivía el sereno. En su habitación encontraron otra pierna. Una pierna de madera maciza. Cuando el sereno no estaba dispuesto a robar, usaba la pierna sin trampa. Se comprobó que en la pierna hueca cabía holgadamente un sobretodo arrollado, siempre que se le descosieran las mangas.

Tal fue la razón por la que la policía no extremó las investigaciones para determinar quién había hecho llegar a las manos del sereno la “medialuna” cargada de veneno.

Y aquel día todos los empleados de la casa Xenius, incluso Ernestina, se sintieron enormemente felices.

sábado, 6 de febrero de 2010

Lobo... ¿estás? Pacho O'Donnell

Mario frente a su propia imagen, envejecida, refleja­da en un espejo.)

MARIO.—Me gustaría decir...

DOBLE (interrumpe).—“Me gustaría” es un verbo mie­doso, como “quisiera” o “desearía”.

MARIO (amoscado).—Quiero decir...

DOBLE.—Digo.

MARIO (firme).—Digo: me revienta que me impongan qué es lo que debo hacer, decir o pensar (en cuanto Mario termina de decir esas palabras tanto él como su doble se alarman y echan miradas en todas direcciones, asustados).

DOBLE.—No es prudente afirmar algo así.

MARIO (intenta sostener su firmeza).—Con la prudencia no se llega a ningún lado.

DOBLE.—Hombre prevenido vale por dos.

MARIO.—Eso me hace acordar a un viejo anuncio publicitario.

DOBLE (sugerente ).—Al imprudente lo parten en dos (se escucha el ulular de una sirena. Mario se inquieta y atemoriza). Quizá sea mejor no ser imprudente y morir de viejo luego de una vida tranquila, rodeado de los seres queridos y con aviso fúnebre en La Nación.

MARIO (exasperado).—Pero yo sé, lo sé sin una pizca de duda, que cada frase que no pronuncio, cada acción que no llevo a cabo, cada pensamiento que no dejo organizarse en mente, por prudencia, por miedo, es un paso más que me distancio
de mi mismo, de mi propio... (no encuentro la palabra) carozo (El Doble burlón aplaude). Dejarse dominar por el miedo es perderse para uno mismo

DOBLE.—¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bis!... ¡Qué frases tan her­mosas!... al menos sirven para no decir lo que sí tenés mie­do de decir.

MARIO (armándose de valor).—Me revienta que me impongan qué es lo que debo...

(Entra la maestra, montada en un caballo de utilería. Tiene una actitud grotescamente despótica. Algunos alum­nos de guardapolvo blanco.)

MAESTRA.—¿Quién ha sido?, ¿quién ha osado alzar su voz sin mi permiso? (ebria de poder). En todas partes hay alguien que manda y en este grado esa persona soy yo. Esa oportunidad, claro, no es para desaprovechar (deambulará entre el público, haciendo observaciones so­bre piernas cruzadas, uñas sucias, etc.). A ver, usted, ¿cuál es la raíz cúbica de un conjunto heterónomo cuya desinencia sea menor a tres centésimas de grado? (no da tiempo a alguna respuesta). No sabe, ¡y para eso sus pa­dres se matan trabajando y yo me desvivo enseñándoles!, para eso entrego mi vida por el bien de la humanidad, “humanidad” con hache, “desvivo” con ve
labio-dental las dos veces (su soberbia va in crescendo). ¡Usted!, ¿cuándo y dónde nací?, tampoco sabe, ¡formar fila!, ¡tomar distan­cia!, ¡callados la boca! (como en un dictado), vi la luz en el pueblecito de Domremy, en el Meuse (exagera la pronun­ciación francesa), el 6 de enero de 1412 y fui quemada en la hoguera, en Ru:án, el 30 de mayo de 1431, ¡las fechas son siempre muy importantes y las alturas de las monta­ñas también!, es indispensable memorizarlas para llegar a ser personas de bien, ¡me llamaban la doncella de Orleáns y fui un señero ejemplo de acendradas cualida­des morales, de valor cívico y de inmarcesible pureza espiritual!..., ¡repitan!

VARIOS ALUMNOS.—¡In-mar-ce-si-ble!

COMPAÑEROS (a Mario).—Dale, a que no te animás mariquita (Mario duda).

MAESTRA.—Yo, Juana de Arco, no vacilé en arrostrar los mayores peligros, en soportar penalidades y fatigas, y, finalmente, di mi vida, tras atroz tortura, a los dieci­nueve años, durante las Invasiones Inglesas (duda si se ha confundido).

COMPAÑEROS (azuzan a Mario).—Dale, a que no te animas, dale, te achicaste... (Mario se decide).

MAESTRA.—¡Tema: Las Invasiones Inglesas! Saquen sus cuadernos y...

MARIO (en un susurro, tímido).—Me revienta que me impongan qué es lo que debo...

MAESTRA (fuera de sí).—¿Quién ha sido?, ¿eh?, ¿quién? (es evidente el terror en todos los alumnos). Si el culpable no aparece el castigo recaerá sobre todos (uno de los com­pañeros señala a Mario). ¡Marío, usted!, ¡debí sospecharlo enseguida!

MARIO (intimidado).—Pero si yo no dije nada. MAESTRA.-Ah, sí, ¿no dijo nada?.. (señalando lapidariamente). ¡A dirección!

(Mario se dirige en la dirección señalada, antes le saca la lengua y amenaza con la mano al compañero delator. Se esfuman la maestra y los alumnos, se enciende otro sector del escenario y Mario se encuentra frente a un pelotón de fusilamiento.)

JEFE DEL PELOTÓN (marcial).—¡Carguen!... ¡apunten!...

MARIO (aterrado).—¡No, esperen, se equivocan, no es a mí, es a Liniers!

JEFE DEL PELOTÓN.—Tiene razón, discúlpeme... ¡trai­gan al reo! (entra Liniers empujado por varios esbirros que lo colocan en su lugar frente al paredón. Mario se le acerca conmovido).

MARIO.—¡Señor Liniers, me alegro de conocerlo, yo lo admiro tanto, tanto!... en mi manual hay una ilustra­ción suya que me gusta mucho, ¡la calqué y todo!

LINIERS (cabizbajo, derrotado).—Gracias, Marito.

MARIO (entusiasta).—¿Me firma un autógrafo? (Liniers lo hace desganadamente). Pero... ?por qué lo van a fusilar si usted...? (al Jefe del Pelotón). El es uno de los mayores héroes del manual escolar..., ¿acaso no fue él quien man­dó a hervir el aceite para tirárselo encima a los ingle­ses? (angustiado). ¿Acaso no fue él quien organizó la he­roica defensa de Buenos Aires cuando todo parecía per­dido y el virrey Sobremonte había huido cobardemente con el tesoro?

JEFE DEL PELOTÓN (impaciente).—Apartarse, por fa­vor, que debemos proceder.

MARIO.—¿Cómo lo van a fusilar si es un prócer?

JEFE DEL PELOTÓN (tajante).—El ser prócer no le da derecho a decir y hacer lo que le da la gana.

(Mario recula asustado y echa a correr despavorido. Coincidentemente con la detonación se apaga dicho sector del escenario y se enciende otro.)

MARIO (desesperado, abraza a su madre).—Mamá, mamita.

MADRE (tierna).—¿Qué pasa, mi chiquito?

MARIO.—Tengo miedo.

MADRE.—Te advertí que no comieras tantas galleti­tas antes de dormir.

MARIO.—No son las galletitas, mamá... es que te vas a morir.

MADRE (tranquilizadora).—Todos nos vamos a morir, Marito.

MARIO.—¿Vos también te vas a morir, mamita? (la ma­dre afirma con la cabeza). ¡Es una guachada eso de tener que morirse, no vale!... ¿y por qué nos tenemos que morir?

MADRE.—Porque Adán y Eva, en vez de hacer lo que debían, hicieron lo que les dio la gana.

MARIO (reflexiona).—Les fastidió que Dios quisiera imponerles lo que debían pensar, decir y hacer.

MADRE.—Sí, y nosotros pagamos su soberbia (con tono seguro). Bueno, ahora para que te tranquilices, para que se te vaya el miedo, te voy a contar un cuentito.





MARIO (medroso).—¿El del Corderito?

MADRE.—Sí, el que tanto te gusta.

(Aparecen en escena el Corderito y su madre, la Ove­ja. Mario y su madre observan, espectadores. Se genera una bella y convencional atmósfera de cuento infantil, con mariposas, pajaritos y llores. Música suave de cajita mu­sical.)

OVEJA.—Estoy algo resfriada, hijito, ve hasta el pue­blo a comprarme una aspirina.

CORDERITO (adorable).—Sí, mamita.

MARIO (a su madre).—¿Cómo se llamaba el Corderi­to, mamá?

MADRE.—Mario. Marito.

MARIO (impactado).—¿Ma... rio?

OVEJA.—Por favor, hijito, no te apartes del camino recto, no te desvíes, ya sabés que en el bosque se oculta el Lobo Feroz.

CORDERITO.—Sí, mamita.

(El Corderito parte, brincando y cantando. De pronto a un costado de la senda ve a un hermoso príncipe, quien lo saluda con afecto.)

CORDERITO (feliz).—¡Papá!

MARIO (ídem).—¡Papá!

(El Corderito se desvía de su camino para estrecharse en un emocionado abrazo con su padre.)

MADRE (a los gritos).—¡Es el Lobo Feroz! ¡La Oveja le había advertido que no se apartara del camino pero el Corderito es un tonto!

CORDERITO (al Príncipe).—¡Quiero hacerte tantas pre­guntas, papá, tantas!

MARI O (soplándole).—¡Preguntale por dónde nacen los chicos!, ¡y si es cierto que uno se vuelve idiota por hacerlo muy seguido!

PRÍNCIPE.—Vení, vamos a sentarnos aquí sobre la hierba, a charlar.

MADRE.—No tengas miedo, Mario, ahora va a llegar el Cazador para salvar al Corderito.

MARIO (afligido).—No, el Cazador no...

MADRE (contenta, aliviada).—Ahí llega, jpor fin! (entra el Cazador, grosero, con actitudes de matón. Porta una inmensa ametralladora).

CAZADOR.—¡Arriba las manos!

PRÍNCIPE (sobresaltado, obedece).—No estamos haciendo nada malo.

CAZADOR.—Todos dicen lo mismo.

MARIO (implorante, a su madre).—Mamita, por favor, que no dispare.

MADRE (inflexible, “dulce”).—Debe castigarlo, además arrancarle el Corderito de su vientre.

MARIO (desesperado).—¡Pero si no me comió, estába­mos charlando! (en ese momento, con absoluta y fiera cruel. dad, el Cazador dispara. El Príncipe lleva sus manos al pecho). ¡Papá! (el Cazador se esfuma).

PADRE (el Príncipe apoya una mano sobre el corazón, como si se tratase de una angina de pecho).—No te preocupes, hijo, enseguida voy a estar bien otra vez...

MARITO (preocupado).—Trabajas demasiado, papito, casi ni te veo, un poco los fines de semana y nada más.

PADRE.—A mí me gustaría tener más tiempo para es­tar juntos, Marito.

MARIO.—A mí también, papá.

PADRE.—Pero debo ganar el sustento diario, la vida está cada vez más dura.

(Aparece un grupo de mendigos, verdaderas escorias humanas, babeantes y cubiertos de andrajos.)

MARIO (impactado).—Mirá, son los mendigos del sub­te... ¡no puedo evitar que me provoquen asco!

PADRE (pedagógico).—El jefe de sus familias no pro­vee el sustento diario. Eso te demuestra que hay que ha­cer, decir y pensar lo que se debe y no lo que se desea.

MARIO (sincero).—Yo deseo a Norita, mi prima (se corri­ge), mejor dicho, quiero decir: a mí me gusta jugar con ella...

(Por un costado de la escena entra una niña hermosa, saltando a la soga. El padre se esfuma.)

MARIO (contento).—¡Norita!

NORITA (cuenta sus saltos).—Quince... dieciséis...diecisiete... dieciocho... diecinueve... veinte! (a Mario). ¿Querés jugar conmigo?

MARIO (en una lucha interior).—Los varones no juga­mos con las mujeres y yo no soy un mariquita.

NORITA (ofendida).—Entonces embromate (vuelve a saltar la cuerda y a contar sus saltos).

MARIO (arrepentido).—Bueno, está bien, juego (Norita no le presta atención). Dije que sí, que juego (impaciente por la indiferencia de su prima). ¡Norita! ¿Sos sorda o te hacés?

NORITA (dominando la situación)—catorce... quin­ce... espera a que termine... dieciocho... diecinueve... ¡veinte! Bueno, dale, ¿a qué jugamos?

MARIO.— A la mancha.

NORITA.—¿De a dos? No, es muy aburrida y vos corrés más rápido que yo (es evidente que hay un pacto tácito en­tre los dos). Mejor a la escondida.

MARIO.—No, a la escondida no porque hacemos mu­cho barullo y es la hora de la siesta (entusiasmado, en un susurro). Al doctor.

NORITA (ídem).—¡Dale, al doctor! (se lleva una mano a la cabeza y gime). ¡Ay, cómo me duele la cabeza!...

MARIO (disconforme).—La cabeza no, no vale, te dolía acá, la barriguita.

NORITA.—Me duele la cabeza y si no te gusta no juga­mos y chau.

MARIO (se resigna).—Buen... (imita una sirena de ambulancia que recorre escenario y platea hasta “estacio­nar” junto a la enferma. Representará una versión infantil de un “doctor”). Vamos a ver qué le pasa... abra la boca y saque la lengua y diga “aaaa”. (Norita obedece). Tiene la lengua verde, una porquería.

NORITA (ofendida).—Si vas a portarte como un grose­ro no juego más.

MARIO (toma una ramita del suelo).—Vamos a tomar­ le la temperatura (intenta colocársela en la entrepierna).

NORITA.—¡Ahí no se ponen los termómetros! (se la arrebata y se la coloca bajo del brazo). Mi médico me lo pone aquí.

MARIO (despectivo).—Tu médico es un idiota que no sabe nada.

NORITA (peleadora).—Es mucho mejor que el tuyo, para que lo sepas.

MARIO.—Me aburrí, no juego más (se aleja haciendo ruido de sirena que va transformándose en el rugido de un coche de carrera, desentendiéndose de la niña).

NORITA (tomándose la barriga).—Ah... ay... me duele mucho aquí abora... (Mario no le hace caso. Norita le gri­ta). ¡Doctor, me duele la barriga, aquí, y preciso una in­yección! (Mario acude feliz, excitado. Ambos se echan so­bre el suelo y comienzan a toquetearse con el pretexto de revisarla y de ponerle una inyección. Repentinamente, como surgido de la nada, aparece El Gran Mago, una figura im­ponente, sobre el nivel en que están los niños, grotesca, ves­tido con ropas rutilantes y ridículas. Algo así como la cari­catura de las ilustraciones de Dios en los textos religiosos. Su voz, meliflua e intencionada, sugerirá la de los predicadores. Durante toda su acción ejecutará pases de magia y pruebas de prestidigitación torpes, desmañadas y fraca­sadas ).

EL GRAN MAGO (sobresaltando a los niños).—¿Qué es­táis haciendo?

MARIO (avergonzado).—Nada, no hacíamos nada.

EL GRAN MAGO.—¿Nada?

NORITA (ídem).—Matábamos hormigas.

MARIO.—Sí, eso, hormigas, matábamos.

EL GRAN MAGO.—¿Hormigas? Si aquí no hay hormigas.

MARIO.—Es que las matamos muy bien.

EL GRAN MAGO (sugerente).—Las hormigas siempre buscan el agujerito, ¿lo habéis notado?, siempre enfilan hacia el agujerito.

MARIO.—Nosotros no, el agujerito no nos importa nada.

(El escenario va llenándose de payasos, funambulistas, prestidigitadores, personajes circenses o de fiestas infan­tiles. Sus acciones y voces serán chirriantes, amenazado­ras, distantes de la simpatía. Un aquelarre demoníaco con la apariencia de una ceremonia habitual. Muestran y cuel­gan carteles normatizadores: “prohibido estacionar”, “no desear la mujer del prójimo”, “no hablar con la boca lle­na”, etc.)

EL GRAN MAGO.—Tú debes esforzarte por ser un niño bueno.

MARIO.—Pero... ¡es dificilísimo no pecar, dificilísimo!

EL GRAN MAGO.—Se trata, simplemente, de estar muy atento y de guiarse por el temor al pecado. Temor justifi­cado porque el castigo al pecado es terrible... (imponen­te). ¡El infierno! ¡Para toda la eternidad!

MARIO (muy afligido).—¿Y la eternidad es mucho tiem­po? (El Gran Mago hace un ademán significativo). ¡Yo ten­go miedo de irme al infierno!

EL GRAN MAGO.—Te lo acabo de decir: un poco de te­mor es siempre necesario para comportarse (vacila en la palabra) correctamente (hace una seña a sus secuaces, quienes hacen entrar a un hombre semidesnudo, bellísi­mo, atlético, de expresión iluminada. Deberá sugerir un Mesías).

MARIO (intrigado).—¿Quién es ese hombre? ¿Qué le van a hacer?

(Varios payasos comienzan a pegarle a El Mesías, con la apariencia de los típicos juegos circenses, inofensivos, pero debe ser evidente que los golpes son reales, en una ver­dadera paliza que va provocando magullones y hemorra­gias. )

EL GRAN MAGO (observando la escena con indiferen­cia, a Mario ).—¿Has tenido malos pensamientos, última­mente? (Mario no responde, asustado. Ahora El Mesías ha caído en manos de los domadores quienes lo acosan y lo flagelan con sus látigos, sus pértigas y sus voces de mando ).

MARIO (muy angustiado por la crueldad del espec­táculo).—¿Cuál es el límite entre el cielo y el infierno?

(Por fin El Mesías es introducido en un baúl de feria. Un funambulista hará la tradicional prueba de atravesarlo con espadas, surge una catarata de sangre. Es evidente que El Mesías ha muerto.)

MARIO (desesperado).—¿Quién es ese hombre? ¡Sufre mucho!

EL GRAN MAGO (solemne).—Fue él mismo quien deci­dió su suerte. No sólo se fastidió de que le impusieran qué era lo que debería hacer, decir o pensar sino que también intentó hacer, decir o pensar cosas diferentes a las esta­blecidas...

(El cadáver de El Mesías es abandonado a un costado. Una luz cenital, pura y brillante, resaltará su presencia hasta el final de la obra. Mario se aproxima y lo observa, sin ocultar la fascinación que ese cuerpo le produce.)

MARIO.—Yo sé quién es este hombre... yo sé (El Gran Mago lo observa con dureza, intimidatorio)... lo he visto en infinidad de imágenes y de ilustraciones... (no se ani­ma a pronunciar su nombre, atemorizado por los payasos, domadores y funambulistas que lo acosan, amenazantes) ese hombre es... es... (profundamente conmovido). ¡Todos ustedes saben quién es él!

(Entra Un grupo de personas conducidas por El Doble. El Gran Mago y el resto de sus acólitos circenses se esfu­man.)

ALGUIEN I.—¿Cuál es?

ALGUIEN II.—¿Cuál de ellos?

DOBLE (señalando a Mario).—Él.

ALGUIEN.—Nos dijeron que usted tenía algo impor­tante que comunicarnos.

ALGUIEN III.—Algo que usted pensó.

ALGUIEN IV.—Nos gustaría que nos lo dijera.

ALGUIEN II.—Si nos interesa podríamos hacerlo, lle­vario a cabo (Mario se encuentra en un aprieto incómodo, una expectativa que podrá comprometerlo).

MARIO (con odio, a El Doble).—Así que vos sos el ortiva, el alcahuete que se los contó (lo hace desaparecer hacién­dolo estallar como un globo o esfumarse en medio de una nube de humo, es la renuncia a una imagen propia).

ALGUIEN I (impaciente).—¿Y?

ALGUIEN II.—Vamos, lo escuchamos.

MARIO (vacila).—Merev que me imploque deasde open.

(Los “Alguienes” repetirán dicha frase, que es la “com­prometedora” partida por la mitad y restada de sentido, y la acentuarán y silabearán de distintas maneras, en un principio atónitos y despistados, progresivamente entusias­mados con su musicalidad de manera de ir transformán­dola en algo semejante a un coro “a capella”. De pronto hace ruidosamente su irrupción un conjunto de rock pinta­rrajeado y artificial, munido de algunos elementos que con­notarán el poder: botas, cadenas, látigos, etc. Esta escena no podrá ser interpretada, bajo ningún concepto, como una crítica a la música progresiva. Dicho conjunto retoma la frase de Mario en ritmo de rock “pesado”, muy estridente y rítmico. Simultáneamente hacen su aparición otros per­sonajes que visten y se comportan como matones para-policiales vigilando el “orden” del resto de los per­sonajes que son conminados a bailar al unísono, Mario en­tre ellos, sin equivocarse, robóticamente, en una inmensa coreografía, no exenta de belleza y sugestión. La escena debe aludir a lo infernal. La luz va disminuyendo gradualmen­te en todo el escenario permaneciendo, muy potente y signi­ficativo, un spot cenital que resalta la imagen de El Mesías muerto. )

APAGÓN TOTAL

miércoles, 3 de febrero de 2010

AL ABRIGO. JUAN JOSÉ SAER

Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón —muerte, olvido, fuga precipitada, embargo— el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido —un diario, o lo que fuese—, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.

Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.

lunes, 1 de febrero de 2010

ASÍ SE ESCRIBE LA HISTORIA


Por Angélica Gorodischer.

“Así se escribe la historia”, suele decirse con tono sentencioso y a veces hasta apocalíptico. No sé cómo, pero puedo imaginar a sesudos señores de barba y de gorguera (me da por ahí), inclinados sobre librotes y mamotretos y pergaminos y mapas desvaídos y papelotes amarillentos tratando de averiguar si la batalla de Schosttembrucker se libró a las tres y cuarto o a las cinco menos diez de la tarde de ese fatídico 9 de febrero en el que hacía un frío bárbaro. Es que la historia se escribe justamente así: batallas, imperios, invasiones, genealogías, ejércitos, reinados, guillotinas (pueden ser horcas o fusilamientos), tratados, traiciones, más batallas y más reinados desde hace vaya a saber una cuándo: no tanto como Neanderthal pero si me apuran, casi. La verdad, díganme si no es cierto. Pero ahora es cuando yo pregunto: ¿y la gente? ¿Qué hacía la gente mientras tanto? Las mujeres amasaban el pan y parían hijos. Los varones roturaban la tierra y los Scrooges contaban las monedas de oro y los chicos desobedecían a sus padres y los maestros trataban de meter en las molleras de sus alumnos el abecedario y el dos más dos son cuatro. Los frailes decían sus oraciones, los carpinteros clavaban ataúdes, los médicos practicaban sangrías, los cirujanos sacaban muelas, los taberneros aguaban el vino y algunos locos desperdigados por ahí tañían las cuerdas de instrumentos extraños, cantaban, sí, cantaban, y hasta componían versos (pequeñas frases una debajo de la otra hablando de cosas como unas trenzas rubias, la luna, el olvido, las heridas que les infligían los dioses y las fuentes en las que se bañaban las ninfas y se miraban los jóvenes bellos y vanos).
Voy a hacer una generosa concesión, de buena y dadivosa que soy: de vez en cuando a alguien se le ocurrió, se le ocurre sobre todo en estos tiempos, escribir la historia de esa gente. Esa. La gente que no libraba batallas ni conquistaba territorios ni cortaba cabezas ni fundaba genealogías ni se oponía a los dictados del gobierno o del papado (que también era gobierno, claro), ni levantaba estandartes o banderas ni proponía ir a Catay por el oeste ni escudriñaba el cielo a ver si la tierra se movía o si era un pedrusco más en lo negro del universo. Y entonces nacen la historia de las mujeres, la historia de las comidas, la historia del vestido, la historia del dinero, la historia de los esclavos, de los pobres, de los campesinos, de las maestras, de los relojes, de los menestrales, de los artistas, sí, por qué no, de la vida diaria, y hasta la historia de la historia y de los historiadores.
Me he leído algunas de esas historias. Cuando era aún muy niña leí los tres tomos de la Historia de la vida diaria. En Grecia, en Egipto, en Roma (no en ese orden). Eran tres librotes encuadernados en una tela rugosa, con ilustraciones a color en la tapa y a tinta en el interior. Me enteré de un montón de cosas y me conté historias fabulosas que sucedían en Tebas y en la isla de Cos y al lado del Coliseo hacia la derecha frente a una de las puertas que daban a las celdas de los gladiadores. Supongo que no eran historias muy eruditas, pero eran enormemente atractivas y tenían eso que tienen los grandes libros: le daban al lector, la lectora que era yo, lugar para que entrara a su gusto y recorriera los subterráneos de las pirámides, las plazas de Atenas, los vericuetos de las calles de Roma por las que algún día pasaría don Julio César (cuando, ya de adulta y creyendo haber superado todo eso, pisé la Via Apia, me dio como una descarga eléctrica que empezó en la planta de los pies. Caramba, me dije, pisé el mismo lugar que pisó don Julio alguna vez).
Pero lo que yo quiero decir y no termino de decirlo es lo siguiente: qué pensarían esos personajes, los de los imperios y los de los bajos menesteres, si algún día por obra de las diosas de flamígeras cabelleras, se levantaran de la tumba y pasearan por la peatonal, por ejemplo. No es una pregunta ingenua. Ya se la hizo doña María Angeles Durán que es una persona mucho más sabia que yo, y se contestó con todo un libro: Si Aristóteles levantara la cabeza. Qué pensarían no digo Aristóteles, qué pensarían mis abuelas si vieran que compramos comida hecha, que tiramos los pañuelos descartables, los envases de la leche (ellas, que esperaban al lechero que llegaba con sus dos vacas y cuatro terneros y ordeñaban en la puerta), que salimos sin sombrero, que no vamos de visita, que no recitamos ni tocamos el piano cuando hay invitados, que, en fin, tampoco sabemos que estamos manejando la historia.