"LA FELICIDAD ABSOLUTA NO EXISTE, Y UNO ESCRIBE JUSTAMENTE POR ESO"

miércoles, 17 de noviembre de 2010

UN PUENTE ENTRE DOS VIDAS. Por Inés Carozza


La imagen del puente lo obsesionaba,
Mientras fue niño buscó en fotografías y pinturas, pero no podía precisar ni el lugar ni la terrible atracción que sentía cuando se enfrentaba a aquella imagen. Luego pasaron los años, y supo que el Sena está atravesado por innumerables puentes. Imaginaba un banco junto al puente, a orillas del río, un hombre y una mujer conversaban. Sabía, que ese hombre era él. Pero siempre dudaba en cuanto a la mujer. La veía hermosa, era la hermosura que brinda la mirada del amor. .
En cuanto pudo programó el viaje. Estaba casi seguro, secretamente intuía cuando aún no sabía de mapas y geografías, que el puente que lo perseguía estaba en Francia.
Mientras fue niño buscó en fotografías y pinturas, pero no podía precisar ni el lugar ni la terrible atracción que sentía cuando se enfrentaba a aquella imagen. Luego pasaron los años, indagó y supo que el Sena está atravesado por innumerables puentes.
Entonces, su puente tal vez estaría en París.
Un día una compañera de trabajo que había viajado a esa ciudad le certificó lo de los puentes. Pero con el tiempo, al puente se fueron agregando otros elementos que componían un cuadro de época. Estaba seguro de que no era un sueño, ni lo había visto en un retrato. Era demasiado real, no por lo que veía sino por lo que sentía.
En un banco junto al puente, a orillas del río, un hombre y una mujer conversaban. Sabía hasta la afirmación, que ese hombre era él. Pero siempre dudaba en cuanto a la mujer. La veía hermosa, no en belleza física: era la hermosura que brinda la mirada del amor.
Viajó. No fue solo. Lo acompañaron su mujer y su hijo menor. El entusiasmo le impedía ver que eran muchos los puentes que debían recorrer para encontrar el suyo, porque ya lo sentía suyo.
Una tarde en la que el calor parisino se hacía sentir sin claudicar, emprendieron el derrotero de puentes cuando, de pronto, un nudo de emoción le cerró la garganta y afloraron las lágrimas. Lo había encontrado: el Alexander III, el más lindo de todos los puentes. Ahora solo restaba ver si estaban el árbol y el banco de plaza. Allí estaban, igual que como él los viera. Sólo quedaba la incógnita de la mujer.
No era tan iluso como para creer que ella estaría ahí. Pertenecía a otro tiempo, presumía que al siglo XVIII por su atuendo. Pero allí estaba y le tendía sus brazos que lo esperaban para rodearlo. Una fuerza irresistible lo atrajo hacía ella. Dejó el brazo de su esposa y soltó la mano de su hijo.
Ambos vieron, atónitos, cómo se alejaba de ellos y se fundía junto al cuerpo femenino para desaparecer con ella por las calles de un París que de pronto les resultaba desconocido.

EL DÍA QUE CONOCÍ A INÉS. POR CARLOS RAFAEL LANDI



"Hay vidas enteras que nacen y mueren sin que haya sucedido nada importante, y días
que valen por toda una vida" "A partir de ahora buscaré los siempres en los jamases. La belleza en este mundo” Muriel Barbery



Los recuerdos suelen tener la pureza de un día soleado. Tal vez por eso la imagen de Inés me viene de golpe cada vez que regreso a ese 31 de Julio. Y claro, también aparecen los días del colegio, cuando la vida apenas consistía en correr unas cuadras detrás del colectivo solo por el gusto de mirar en secreto a la profesora de Caligrafía, escuchar canciones en el Wincofon de Los Beatles, Los Gatos o Sylvie Vartan, y también tocar el bajo en el grupo Leyenda.

A veces me parece ver a Inés salir de la escuela, pecosa y exacta como hace tantos años... Sin embargo, cuando lo pienso mejor, me doy cuenta de que la vida es una especie de ilusión óptica: vemos lo que no existe o lo que existió alguna vez y que nunca más tendremos. Es entonces cuando regreso a ese día en que su imagen cambió para siempre todos mis inviernos.

Fue esa tarde de Julio calurosa. Yo tenía entonces diecinueve años y no conocía otra cosa que no fuera la adoración a ídolos o la melancolía. Recuerdo clarito cuando salió del colegio a las seis menos cuarto y la crucé en José María Moreno, casi por un azar, era un arreglo de la tía Coca. Aunque tenía miedo de decir algo que no le gustara no parecía perturbarse demasiado. Por el contrario: la hice reir.

Creo que fue justamente esa primera imagen -su rostro radiante- la que me hizo comprender que Inés no parecía de este mundo. Sólo la música me parece capaz de expresar la vehemencia que experimenté aquella tarde. Inés era hermosa, y su rostro tenía una armonía tan perfecta que no dejaba lugar a dudas: era casi un ángel.

Ese día comenzó mi locura. Empecé a frecuentar su casa con la secreta intención de verla nuevamente y hasta cometí algunos excesos, lo reconozco. Pero ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer?. Ella había trastocado mi vida para siempre.

Le gustaba leer a Freud -lo hacía de soslayo para no levantar ningún manto de sospecha-, mientras yo me quedaba mirándola desde algún lugar distante con el enamoramiento propio de un adolescente enajenado: esperando el momento oportuno para saltar el abismo que existía entre su divinidad y mi intelectualidad reprimida.

Así pasaron varios meses en los que, con una exagerada actitud de desesperación, corría al colegio y a la casa sólo para verla. El lugar comenzó a hacerse conocido y cuando llegó la primavera me encontré invadido totalmente por el amor. A veces me escondía entre las tapas de sus libros y pasaba horas embelesado contemplando su rostro ausente, como el de un doliente al que se le acaban las oraciones. Otras veces -sobre todo cuando los amigos maliciosos rondaban el lugar- simplemente merodeaba como un perro sin dueño por las márgenes de su entorno para controlar que nadie la perturbara.

De a poco fui descubriendo que las Escrituras tienen razón. El amor es brujo: conoce los más íntimos secretos pero también exige los más grandes esfuerzos. Tal vez por eso, el amar a Inés en esa forma, significó no sólo una locura de juventud sino también mi única redención.

Con el tiempo conocí más cosas sobre ella. Supe de su interés por Vivaldi y los relatos de Cortázar (Rayuela). Pero sobre todo -y esto explica algunas cosas-, pude conocer que había nacido para mí. De su familia, en cambio, vi una madre rica en virtudes culinarias que nunca traspuso la puerta de su casa y un padre que simulaba muy bien ser autoritario, esos eran sus referentes inmediatos. Tenía también un hermano tan blanco como ella que concurría al tercero B y con el que solía jugar algunas veces en el patio de su casa, y además una hermana, también muy bella con la que grabábamos en mi Sony obras de terror de Narciso Ibañez Menta y con la que una vez fuimos solos al cine a ver una de Drácula.

Por fin, guardé mis dudas sobre sus gustos en el bolsillo y decidí regalarle un libro, no sabía si le iba a gustar. Había trazado un plan: la esperaría a la salida de la escuela, pero un examen sorpresivo de Matemáticas se encargó de arruinarme la partida. Cuando llegué a la casa Inés ya estaba sentada en la mesa estudiando, rubia y hermosa, como si estuviera posando para un fotógrafo imperceptible. Tenía toda la nerviosidad del atardecer.

La miré inmóvil desde mi escondite, entre las hojas de un viejo libro, mientras contenía la respiración. Temía que el menor movimiento transformara mi miedo en el desencanto de ella. Mi estómago parecía sufrir las consecuencias del momento: un dolor se movía dentro amenazando con arruinar la entrega de la preciada obra, le iba a regalar "Cien años de soledad" de García Márquez y no sabía como reaccionaría.

De pronto -casi intencionalmente-, Inés miró sonriente hacia mi escondite, vió el libro y clavó sus ojos en los míos. Lo hizo con tal dulzura que una mezcla de gratitud y amor nos unió en un beso interminable. Era su autor favorito.

Después de aquella tarde la volví a ver casi todos los días de mi vida. Los años se evaporaron, Inés y yo pasamos a vivir un tiempo distinto de adultez y dejamos la adolescencia. Alguna vez volvimos a Caballito. Sin embargo, nunca más me animé a recorrer de nuevo los adoquines de la calle Senillosa.

Aún la amo con todo mi corazón. Y pensar que todo comenzó con el embrujo de la tía Coca.

jueves, 11 de noviembre de 2010

MITO GUARANÍ DEL FUEGO,



Al principio de los tiempos, solo había neblina y vientos feroces. En medio de
ese caos primigenio, torbellino de tinieblas y viento y desolación, Ñamandú- también
llamado Ñande Ruvusú, o Ñande Ru Pa Pa Tenondé (Nuestro Padre Último Primero)-
se creó a sí mismo. Inmediatamente después creó la palabra, pues concibió el
origen del lenguaje humano e hizo que formara parte de su propia divinidad.
Habiendo creado el fundamento del lenguaje humano, reflexionó profundamente
sobre a quién hacer partícipe de su creación, ya que él la consideraba como una
porción de amor. Después de reflexionar largamente, creó a quienes serían sus
compañeros en la divinidad: a los dioses principales para que lo ayudaran en su tarea
creadora. A continuación se realizó la creación de la Tierra y fue entonces el
momento para que pudiera hacer su aparición el hombre, al que el dios le otorgó la
maravilla de la palabra, la cual le permitió -y aún le permite- vivir de acuerdo con su naturaleza.

Aunque había creado a Karaí, el dueño de la llama y del fuego solar, y aunque
estuviera iluminado por el reflejo de su propio corazón, el Padre Primero no tenía
poder sobre el fuego terrenal. Por aquel entonces, los dueños del fuego eran unos
seres gigantes, oscuros y malvados, crueles y egoístas, que usaban el fuego para
cocinar a los hombres que cazaban. Ñamandú comprendió que no era bueno para los
hombres seguir comiendo carne cruda. Además, si podía conseguir el fuego para
ellos, podrían sentarse a su alrededor, calentarse en las noches de invierno,
iluminarse y contar cuentos. Por eso decidió ayudar a los hombres…

Para tener éxito en su objetivo, el Padre Primero convocó a Cururú, un sapo tan
verde como la hierba y tan valiente como el corazón del propio Ñamandú. Lo eligió
por su oportuno color, por su valentía y porque además era muy bueno atrapando
cosas que volaran por el aire. Viajaron juntos hasta las altas montañas donde vivían
los gigantes y al llegar, se regocijaron con el color y las danzas de las llamas.

Entonces Ñamandú tomó aspecto humano y se dejó atrapar por los temibles
comegentes mientras Cururú se quedaba muy quieto escondido entre la verde hierba.
Los gigantes se alegraron de haber recibido tanta comida sin tener que hacer
ningún esfuerzo e inmediatamente armaron una fogata para cocinar al disfrazado
dios.

Estaban tan contentos con su buena suerte que bailoteaban y palmeaban
dando un espectáculo que casi hizo tentar de risa al pobre sapo.
Cuando estuvo cubierto por las brasas, el dios aprovechó la distracción de los
gigantes, dio una patada y salieron volando, cientos de piedritas encendidas. Cururú
estaba muy atento, oculto entre la hierba verde, tan verde como él mismo, y atrapó
una brasa con su boca sin que los gigantes se dieran cuenta de nada.

Inmediatamente, y en absoluto silencio, emprendió la retirada tan contento que casi
perdió la brasa en el camino.

Al ver la rápida huida de Cururú, el Primer Padre se levantó de la hoguera, por
supuesto sin ninguna quemadura- y ante el asombro de los malvados gigantes que
recuperaron la compostura en un segundo, salió corriendo del lugar tras Cururú.
Cuando ambos se encontraron y estuvieron bien lejos, Ñamandú recobró su aspecto
y le pidió al sapo que le fuera a buscar su arco y sus flechas. Entonces encendieron la punta de la flecha con la brasa y la arrojaron a un árbol de laurel. El árbol no se quemó porque el fuego quedó atrapado dentro de la madera como un corazón
ardiente.

Después, el Padre Primero llamó a los hombres y les enseñó cómo hacer
fuego: bastaba con cortar un trozo de árbol del laurel, realizarle un agujero y hacer
girar allí con las manos y con mucha rapidez una flecha para que salieran chispas y
con ellas encender hojas y ramas hasta formar llamitas tan coloridas y bailadoras
como las de los gigantes.

Mientras tanto los comegentes, muy enojados, habían salido a perseguir a los
ladrones. Pero esos seres gigantes, oscuros y malvados, crueles y egoístas, que
habían usado el fuego para cocinar a los hombres que cazaban fueron convertidos
por el dios en unos pájaros negros destinados a comer solo carroña: los cuervos.
A partir de entonces, los guaraníes pueden cocinar sus alimentos, reuniéndose
alrededor del fuego, calentarse en las noches del invierno, iluminarse y contar
cuentos. Todo, gracias a la preocupación luminosa de Ñamandú y a la valentía y
verde generosidad de Cururú.

Andrea Cordobés (adaptación).

sábado, 6 de noviembre de 2010

EL VECINO DE ENFRENTE. POR INÉS CAROZZA


Agua en Buenos Aires. Hace días que llueve y agua es todo lo que ve por la ventana. Una cortina de agua se derrumba desde el cielo y no puede ver lo que pasa enfrente. Si pudiera hacerlo vería al melancólico de su vecino, intentando tocar dos notas en su guitarra. El vecino es un joven alto y delgado, de aspecto tristón. Es músico. Sabe, porque él se lo dijo, que adora el jazz.

Ahora la lluvia se disipa y lo ve. Pero qué hace: ¿está loco? Sale al balcón en musculosa con el frío polar que está haciendo. ¿No leyó los diarios? ¿No escuchó las noticias? ¿No sabe de los casos de gripe con complicaciones que asolan la ciudad? ¿Qué piensa? Así no llega al concierto del sábado y con lo ansioso que estaba… Evidentemente no le importa nada, él se lo dijo, lo único que le importa es la música y su guitarra, por eso hace sacrificios, por eso vino a la ciudad. Vive en ese departamento con su tío, el hermano de su madre, en el que sólo ocupa un catre por todo espacio. Trabaja varias horas en la atención al cliente en una empresa de telefonía celular y el resto del tiempo lo pasa estudiando con un profesor.

Ya no llueve, ahora tiene libre de obstáculos la ventana de enfrente para mirar a su antojo. Él no sabe que ella lo espía, se moriría si él se enterara. Sólo han hablado un par de veces, una vez en la cola del colectivo y otra en la del supermercado, pero las colas habían sido lo suficientemente largas para poder enterarse de varios aspectos de su vida y aunque ella no quería admitirlo, él le gustaba. Le resultaba interesante esa actitud de despreocupación que tenía, que parecía estar más allá de todo. A estas alturas, el vecino ya había vuelto adentro y había cerrado la ventana, pero la cortina descorrida le permitía ver lo que sucedía. Hombre y guitarra eran uno solo. Por los movimientos del cuerpo, ella intuía los sonidos y le parecía que él se perdía en un mar de notas que salían del instrumento y de sus dedos por momentos veloces, en otros, apenas rozaban las cuerdas. Fue entonces cuando a pesar del frío se decidió y abrió la ventana. A esa hora y después de la lluvia la calle estaba tranquila, podría escuhar. Al principio apenas; luego, como si él supiera que tenía público, la melodía se hizo próxima y clara. Entonces comprendió y lo comprendió.

¿Cómo expresar en palabras todo lo que la melodía decía? ¿Los paisajes que describía en notas y arpegios? Hablaba despertando sentimientos que creía ocultos y que no querían volver a esconderse, hablaba de recuerdos y de imágenes… Era casi imposible. El lenguaje no alcanzaba para transmitir lo que sentía su alma. El placer de lo bello, la confusión y la emoción que guarda una persona en su ser. Eso sentía y eso veía reproducido en la ventana de enfrente.

Cómo podía alguien hablar en melodías. Hablar del amor, del dolor… de la vida, sin palabras. Él lo estaba haciendo y ella le estaba agradecida. Tenía ganas de cruzar la calle, tocar el timbre y decírselo, pero no se atrevía. Buscaría otra oportunidad, quizás el sábado compraría una entrada para el concierto, quizás lo esperaría a la salida, le echaría la culpa a la música y, por qué no, a la lluvia, pero lo cierto era que se había enamorado y ella tendría que usar palabras para decirlo.

lunes, 1 de noviembre de 2010

MILAGRO. Por Manuel Mujica Laínez.



El hermano portero abre los ojos, pero esta vez no es la claridad del alba que,
al deslizarse en su celda, pone fin a su corto sueño. Todavía falta una hora para el
amanecer y en la ventana las estrellas no han palidecido aún. El anciano se revuelve
en el lecho duro, inquieto. Aguza el oído y se percata de que lo que lo ha despertado
no es una luz sino una música que viene de la galería conventual.

El hermano se frota los ojos y se llega a la puerta de su habitación. Todo calla,
como si Buenos Aires fuera una ciudad sepultada bajo la arena hace siglos. Lo único
que vive es esa música singular, dulcísima, que ondula dentro del convento
franciscano de las Once Mil Vírgenes.

[ El portero la reconoce o cree reconocerla, mas al punto comprende que se
engaña. ] No, no puede ser el violín del Padre Francisco Solano. El Padre Solano está
ahora en Lima, a más de setecientas leguas del Río de la Plata.
¡Y sin embargo...! El hermano hizo el viaje desde España en su compañía,
veinte años atrás, y no ha olvidado el son de ese violín.

Música de ángeles parecía, cuando el santo varón se sentaba a proa y
acariciaba las cuerdas con el arco. Hubo marineros que aseguraron que los peces
asomaban las fauces y las aletas, para escucharlo mejor.

Pero esta música debe ser otra, porque el Padre Francisco Solano está en
el Perú. ¡Y sin embargo...! ¿Quién toca el violín así en esta ciudad? Ninguno. Ninguno sabe, como Solano, arrancar las notas que hacen suspirar y sonreír, que transportan el alma. Los indios del Tucumán abandonaban las flechas, juntaban las manos y acudían a su reclamo milagroso.

Es una música indefinible, muy simple, muy fácil, y que empero hace pensar
en los instrumentos celestes y los coros alineados alrededor del Trono divino. Va por
el claustro del convento de Buenos Aires, aérea, como una brisa armoniosa, y el
hermano portero la sigue, latiéndole el corazón.

El patio donde se yergue el ciprés que cuida Fray Luis de Bolaños, el
espectáculo de encantamiento detiene al hermano lego que se persigna. Todo el árbol
está colmado de pájaros inmóviles, atentos. Nunca ha habido tantos pájaros en el
convento de las Once Mil Vírgenes. Escuchan el violín invisible, chispeantes los ojos
redondos, quietas las alas. El ciprés semeja un árbol hechizado que diera pájaros por
frutos.

La música gira por la galería y más allá el hermano topa con el perro y el
gato del convento. Sin mover rabo ni oreja, como dos estatuas egipcias, velan a la
entrada de la celda de Fray Luis de Bolaños. Observa e hermano portero que las
bestezuelas que a esa hora circulan por la soledad del claustro han quedado también
como fascinadas, como detenidas en su andar por una orden superior.
El hermano portero se pellizca para verificar si está soñando. Pero no, no
sueña. Y los acordes proceden de la celda de Fray Luis.

El lego empuja la puerta y una nueva maravilla lo pasma. Inunda el
desnudo aposento un extraño calor. Fray Luis de Bolaños se halla en oración,
arrobado, y lo estupendo es que no se apoya en el suelo sino flota sobre él, a varios
palmos de altura. Su cordón de hilo de cháuar pende en el aire.
El hermano portero cae de hinojos la frente hundida entre las palmas. De
repente cesa el escondido concierto. Alza los ojos el hermano y advierte que Fray Luis está de pie a su lado y que le dice:
- El Santo Padre Francisco Solano ha muerto hoy en el convento de Jesús, en
Lima. Recemos por él.
- Pater Noster... –murmura el lego.

El frío de julio se cuela ahora por la ventana de la celda. Al callar el violín, el
silencio que adormecía a Buenos Aires se rompe con el fragor de las carretas que
atruenan la calle, con el tañido de las campanas, con el taconeo de las devotas que
acuden a la primera misa muy rebozadas , con las voces de los esclavos que baldean
los patios en la casa vecina. Los pájaros se han echado a volar. No regresarán al
ciprés de Fray Luis hasta la primavera.

Manuel Mujica Lainez
Misteriosa Buenos Aires.